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Perlas Azules por CairAndross

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Notas del capitulo:

Yu Gi Oh!, sus personajes, logos, historia, eventos, cartas y demás, son propiedad de su autor, Kazuki Takahashi, Toei Animation, Konami y sus respectivos socios comerciales. Sólo utilizo sus personajes como diversión y sin fines de lucro.

Basado en un cuento de Emilia Pardo Bazán: La caja de oro.

Los hechos, historia y personajes utilizados en este fanfic son ficticios y no guardan relación con personas o eventos reales, pasados o presentes. Cualquier semejanza con cualquiera de ellos es sólo coincidencia.

 

 

La cajita de plata.

Hacía cuatro o cinco meses que se había percatado de ella. La primera vez, la vio por casualidad mientras él la guardaba en su cartera y no le dio demasiada importancia. Podía ser cualquier cosa y, definitivamente, algo que no era asunto suyo.

Pero luego, empezó a notar que la llevaba constantemente consigo, siempre al alcance de sus finas manos, protegiéndola, sosteniéndola, incluso acariciando la tapa afiligranada de exquisitos esmaltes con la misma delicadeza con la que tocaría la piel de un amante.

Intentó espiar su contenido por sobre el hombro de él, tomarle desprevenido para captar un atisbo de lo que encerraban las paredes argénteas, incluso desplegó los recursos de sigilo a su alcance para apoderarse, siquiera un instante, del preciado estuche. Pero cuanto más empeño ponía, más precipitada y nerviosamente la escondía su dueño, en el bolsillo del saco o el abrigo bajo el que descasaba su corazón, o en lugares incluso más recónditos, haciéndola inaccesible.

Y cuanto más la celaba, mayor era su tesón de tomar conocimiento de lo que la caja contenía. ¡Provocativo y enfadoso enigma! ¡Frustrante misterio! ¿Qué guardaba el artístico chirimbolo?

¿Pastillas para el aliento? ¿Perfume? ¿Gel para el cabello? Si encerraba alguna de esas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la ocultación?

¿Una carta rara, única, poderosa? No, tal arma afilada se custodiaría mucho más lejos, en alguna bóveda recóndita de tesoro oculto, de la que sólo saldría para asegurar el triunfo rutilante de quien la esgrime.

¿Un retrato, una flor seca, un mechón de cabello? Imposible. Recuerdos vivos de una historia amorosa, presente o pasada, se guardan entre prendas íntimas o se archivan en un tocador bien cerrado, bien a seguro.

¿Entonces, qué dormía en la cajita de plata, esmaltada de azules dragones, fantásticas rosas y volutas de añil ojicanto?

No le importó cómo calificaran su conducta, aquellos maracanaces inhábiles de seguirle la pista a una historia. Excusó ante sí mismo la compulsión indiscreta, el impulso antojadizo e incluso los ecos que lo llamaban contrera, entrometido y curioso impertinente. Lo cierto es que la cajita lo volvía loco atolondrado de obsesión, y agotados los medios legales, puso en juego los heroicos.

Se mostró fatalmente atraído por su dueño, cuando sólo lo hacía la cajita plateada. Sedujo, en apariencia a un hombre, cuando sólo cortejaba un secreto. Hizo como si persiguiera la dicha… cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Cautivó los corazones fieles que sentían empatía a su amor irrecíproco, anexó adeptos a su causa en pos de convencer de su sinceridad a la gélida reserva de ante quien lucía enamorado siendo sólo un seductor. 

Desplegó lisonjeras coqueterías o repentinas reservas melancólicas. Discutió y bromeó. Apuró ardides de ternura y ráfagas de consuelo. Expuso puntos débiles, propios y contrarios. Desnudó pasiones, emociones, y descubrió un impensado paradigma de complejidad tras un arquetipo que se revelaba simple. Como el artista virtuoso que cultiva la inspiración más arrebatadora, llegó a tal grado de maestría en la comedia del sentimiento, que logró convencer a todo su auditorio, con posible excepción única del principal interesado.

Y la suerte, que acaso le hubiese negado la victoria si ésta realmente le importase, esa noche lluviosa le concedió la oportunidad del triunfo… y al mismo tiempo, el retintín del remordimiento.

 

***

Joey aún ignoraba qué argumentos, amenazas o promesas a ojos vista, había elaborado Mokuba Kaiba para convencer a su reticente hermano mayor, de invitar cantidad de personas a festejar en la víspera de cumpleaños. Quizás fuera cierto que no existía cosa que éste le negara, quizás existía un recóndito deseo de complacencia, de confraternidad o boato. O quizás simplemente, el niño puso en evidencia sólo el hecho consumado, partiendo de la premisa de pedir perdón antes que permiso.

Bullía el piso inferior de la imponente mansión con la veintena de invitados, gran cantidad de ellos jóvenes duelistas que compartieron, en un momento u otro, intereses parciales con el festejado. Comida y bebida, música y diversión, conversaciones aquí y allí, que evocaban la recurrente metáfora del murmullo marino.

Joey deambulaba por un largo pasillo del primer piso, titubeante al seguir las directivas señaladas por Mokuba, en su búsqueda de algo tan prosaico como un sanitario. Aunque exactas y puntuales fueron las palabras del niño, fue llegar al final de la escalera y desorientarse de inmediato ante la escueta elegancia de todo el lugar. Inseguro y tímido, en aguda contraposición a su diario carácter, fue tentando cada picaporte esperando, por azar, hallar lo que buscaba.

Una cuña de claridad a través de la entreabierta hoja de una puerta atrajo su curiosidad canina y se dirigió presto hacia allí. En pos de exactamente qué, no lo sabía. Su objetivo por providencia, un alma caritativa que renovase las indicaciones, una habitación vacía en última instancia. Algo que lo liberara de esa risible sensación de haberse perdido.

Empujó suavemente, con mano decidida la pesada lámina de oscura madera. Cruzar el umbral fue hacerlo a través de un puente einstiniano, de cara al futuro. Inmensas pantallas murales cubrían dos de las paredes, mutando una en, al menos una decena de ventanas informativas simultáneas, mientras una mesa de proyección tetradimensional desplegaba un bosquejo minucioso de un intricando montaje, aún en vías de desarrollo, pero ya con una compleja y sofisticada estructura. Con los ojos dilatados por el alarde tecnológico presuntamente personal, Joey no pudo resistir el adentrarse más en el ambiente.

Un relámpago pulsó el aire y los ojos amelados se detuvieron abruptamente en el raudo desvío hacia los amplios ventanales, que fuera motivado por la inusual pirotecnia celestial. Allí estaba. Reclamando atención en medio de toda la parafernalia tecnológica, gracias a su exquisita simplicidad y familiar silueta reposando sobre la tapa táctil del escritorio. Una evocación casi bíblica cruzó su mente, al momento exacto de darse cuenta de lo que estaba frente a él.

Su mayor deseo, al alcance de la mano.

La pasión devoradora, susceptible a ser consumada.

La tentación en la forma de la cajita de plata.

Temblaron simultáneas su mano y su conciencia. Le repugnaba emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y además, exaltado ya en su amor propio (a falta de una exaltación más dulce y profunda) quería deber al amor y sólo al amor, la clave del enigma. Combatió en su mente, el terminar su falacia, mediante el develamiento por su propia mano de ese intrigante secreto oculto, contra el orgullo de ganador invencible. Y un último remanso de compunción.

Recorrió la habitación con los ojos. Aplastante se reveló ante él, la torpeza de su presunta seducción. Cada mota de la magnificencia que lo rodeaba, el conocimiento indudable que únicamente provenía de la prodigiosa inteligencia y la estructurada capacidad de su dueño, lo hizo dudar de la concreción de su propósito. Seto Kaiba no correría el velo del sueño ante su propia mediocridad.

Joey acercó hacia sí la cajita. El cierre era un botón de rosa entreabierto, que al ser presionado con firmeza dejó impronta nítida del relieve en la piel de su pulgar. La tapa de plata se alzó con parsimonia, tan discreta como su propietario a mostrar su cautivo interior. Un renovado relámpago rasgueó el cielo en blanca telaraña, cuando los ojos color miel se dilataron en desencanto ante su contenido.

Perlas azules.

Esparcidas sobre el fondo de terciopelo negro, relucían con fresca simpleza una treintena de esferitas, del tamaño aproximado de un guisante. Transparentes, de tal vibrante tono azul rey que parecía desprenderse directamente de las aclamadas pupilas del dragón ojiazul. Opalescentes, con un sutil tornasol plateado que se esfumaba ante la mínima oscilación de la luz. Bellas, iridiscentes, pero de algún modo, decepcionantes.

¿Eso era todo?

¿El supremo enigma se reducía a pequeñas perlas azules?

Con el gesto señalado de la intrascendencia que significa el encogerse de hombros, Joey cerró la intrincada filigrana de la tapa. Le hizo una mueca a su imagen especular en el cristal oscurecido que reflejaba su divertida penitencia por el trasfondo ingenuamente romántico que había fraguado. ¿Qué esperaba? ¿El corazón de un hombre pragmático  encerrado en una cajita de plata? Sonriendo aún, Joey se giró para marcharse.

Un trueno hizo eco a su jadeo asustado.

La fina figura enmarcada en la puerta frustraba su intento de salida. Vestía de blanco, formal y sereno, pero sus ojos ardientes estaban fijos en el intruso que allanaba su santuario. Joey sentía su pulso palpitando en los oídos. ¿Cuánto tiempo? ¿Qué tanto había visto? ¿Sabía el dueño que ojos indiscretos habían fisgoneado la cajita de plata o su cuerpo había escudado la línea visual? Mudo y paralizado, aguardó.

Seto ingresó en la habitación. Con tranquilidad, rodeó su escritorio haciendo correr suavemente la punta de sus dedos por el cristal de la tapa. Dos asustados ojos color miel seguían sus movimientos, incapaces de liberarse como una polilla atrapada en la seda de una telaraña. Oscilaba entre el deseo de huir y el punto de orgullo que lo conminaba a enfrentarlo.

­- ¿Te gustaría saber lo que hay dentro? - preguntó Seto, señalando la cajita de plata con un indolente ademán de su mano.

Joey vaciló. ¿Acaso el mayor estratega del mundo de los duelos estaba poniéndole una trampa para obligarlo a delatarse? ¿O en verdad desconocía su cotilla indiscreta y le ofrecía de propia voluntad, satisfacer la insana curiosidad que había llevado a su ocasional y nunca reconocido rival, a mutar antagonismo por seducción? Ante la duda, optó por el seguro silencio y conservó firmemente el contacto visual.

- Hace un año, un sucesor del sacerdote Seth, en Egipto, me entregó esta cajita que contiene extrañas esferas azules. Me dijo que, si tomaba una cada vez que mis fuerzas empezaban a flaquear, tendría salud y fortuna eternas - curvando suavemente los labios, Seto acariciaba por costumbre la repujada tapa - Superstición o no, lo cierto es que la enfermedad no ha vuelto a tocarme y mis negocios han remontado vuelo, siempre que era menester - giró la caja hacia sí - El sacerdote sólo me hizo una advertencia: si alguien, que no fuera el auténtico amor de mi vida las contemplaba, no sólo perderían su virtud sino que se volverían veneno para mí.

El joven empresario levantó la tapa. La luz que incidía sobre las volutas decorativas desplegó un ramillete de destellos argénteos sobre su atractivo rostro, iluminando desde abajo los ojos brillantes que no se despegaban de sus contrapartes doradas.

- ¿Quieres verlas? - preguntó Seto y, antes que Joey pudiera siquiera despegar los labios, cogió una perla azul y se la tragó.

Joey inició el movimiento para detenerlo, pero quedó súbitamente coartado a mitad de su azorado ademán. Se quedó frío, inmóvil, incapaz de rendir culto a la apologética confesión que brotaba de su alma cuando, ante su silencio que supuestamente presumió  como negativa respuesta a su pregunta, Seto cerró la cajita de plata. Observando su rostro, demudado y pálido, el joven rió:

- Por supuesto que yo no creo en estas cosas.

Puesto a poner en tela de juicio ante la ignominia de lo arcano, él también lo hacía. Pero el entramado de encarnaciones egipcias le había dado suficientes pruebas de veracidad como para restar duda a la certeza. Joey no podía apartar sus ojos de lo que ahora parecía un sarcófago de plata, dolorosamente sabedor que no ostentaba autenticidad en su autoproclamado cariño hacia el dueño.

Y que Seto ignoraba que él conociera su contenido.

- Yo…

Temiendo la justa cólera del gélido duelista, Joey se conminó a guardar silencio sobre su infidencia. Cada segundo que pasaba, hacía menos ineluctable su avergonzado alegato confidente, aunque la intensamente franca mirada azul que enfrentaba, lo obligó a bajar la suya. No podía. Simplemente, no podía decírselo.

Y, aparentemente, no era necesario.

La cajita de plata sólo escondía el desencanto de una superchería.

A modo de desahogo, Joey esgrimió como pendón de alivio su brillante sonrisa dorada.

Un segundo después, Seto ahogó un jadeo ronco llevándose una mano rígida a la garganta. Cubrió su fino rostro un manto de intensa palidez, en el momento en que su esbelto cuerpo se deslizaba lentamente hacia el suelo, tumbando en el trayecto la malhadada cajita de plata. Cayó con suavidad sobre la espesa alfombra, haciendo eco sordo del tintineo de las perlas azules que rodaron raudas en todas direcciones.

- ¡Seto! - una exclamación ahogada brotó de los labios de Joey, ante la súbita ratificación de la improbable anatema.

Joey cayó de rodillas ante la desmadejada figura y extendió una mano tembleque para verificar su estado. Un sollozo estrangulado, sacudía su propio cuerpo en tácita oposición a la serenidad en el semblante del joven yaciente.

- Vamos, Seto. No me asustes… Toda esa superstición es una absurda farsa, un embuste indigno de tu inteligencia.

En terca negativa a considerar siquiera la relación consecuente con su visualización de las perlas, esgrimió por amparo los siempre rumoreados descuidos en la salud de su hermano, poco sueño, mucho trabajo, malos hábitos alimenticios, la eterna parafernalia denostada sobre la que tanto barruntaba Mokuba. Aguardó la reversión del silencio, el cese de la inmovilidad y al no alcanzarlos, suspiró claudicando a la verdad.

- Si es el precio que quieres que pague para que te recuperes, lo confesaré: fui yo. Yo miré el contenido de esa maldita cajita de plata. Fingí enamorarme de ti, intentando conocerlo. Mentí, falseé y perjuré, sólo para resolver su enigma. Tan obsesionado estaba con ella, que actué como el más pérfido de los villanos para poder acceder a un secreto que, una vez revelado, me deja en el más hondo de los profundos vacíos.

Escindió a mitad de frase su última elocución. La duda y el desconcierto ganaron a su introspección. ¿A qué venía la vacuidad de su alma, si sólo buscaba la concreción de su deseo? Tentado estuvo de preguntarlo en voz alta, aún sabiendo que no obtendría respuesta exteriorizada en unos labios que cada vez se volvían más pálidos. Asustado y conmovido, tembloroso y confundido, buscó en los últimos atisbos de la lógica y la razón, un refugio seguro.

- ¿Pero qué estoy haciendo aquí, perdiendo el tiempo? Llamaré a un médico - Joey introdujo una mano bajo la solapa del saco blanco, buscando en el bolsillo interno, el teléfono móvil del empresario. Sólo pudo encontrar una frialdad sombría deslizándose través de la seda y atenazando sus dedos - No te mueras, Seto. Por favor, amor mío, no te mueras - sollozó, inconsciente de la última frase hasta que ésta resonó de viva voz en el aire

Sintió aterradora la lasitud con la cual el cuerpo de Seto se amoldó a sus brazos, cuando lo recogió del suelo como a un niño herido. Una blancura, marmórea en tono y templanza vestía las delgadas facciones con un velo de fatalismo. Joey posó sus dedos sobre los labios rosados, entreabriéndolos ligeramente con las yemas para percibir el aún tranquilizador soplo del aliento vital.

- ¿Cómo pude trastornar tanto las cosas? Intenté engañarte, posicionándome en el insano merodeo de un estuche plateado, sin advertir que era una excusa para brindarme a mí mismo en absoluto incondicional. Me adentré en tu vida para descubrir tu secreto, sin saber que escondía el más profundo de los míos: que me estaba enamorando de ti. El absurdo recurso novelístico del cazador cazado, seducido por la perfección de ese vals camaleónico que ni siquiera sabes que has bailado para mí - Joey dejó vagar sus pensamientos, mientras acunaba pausado el esbelto cuerpo del joven empresario- ¿Cuál fue el instante en que tus ojos se transformaron en los reflejos de mi corazón? ¿Cuándo mi corazón empezó a latir al ritmo de tus palabras? ¿En qué momento dejé de escuchar tus palabras, para fijarme en la textura de tus labios? ¡Esto sólo me pasa a mí! Muchos hombres creen estar enamorados sin estarlo, y yo tengo que ser el único idiota que cree no estarlo, mientras cada una de mis células clama a los gritos mi amor por ti. Un amor hipócrita y egoísta, que ha resultado un veneno más tóxico que el que pueda contener esa desventurada cajita de plata.

Joey desvió la mirada hacia el artísticamente decorado artilugio que yacía de lado, a pocos centímetros de su mano. Su contenido se había esparcido completamente, centellando aquí y allá como las lágrimas cristalizadas que sangra un amor, herido de muerte por la doble traición del embuste cariñoso y la curiosidad impaciente por verse satisfecha. Un pequeño rectángulo claro contra el negro terciopelo del fondo, le llamó la atención y extendió la mano para tomarlo.

Era un recorte de fino y delicado papiro, escrito en complejas grafías plateadas que, entre ornatos y grabados de encaje, delineaba unas palabras: Entre la primera y última campanada de medianoche, el beso del amante surgirá victorioso ante la más fuerte ponzoña. Pero cuidado, mortales: si el amor no es correspondido, traerá la muerte inexorable a los labios que lo reciben.

Los ojos color miel buscaron raudos el reloj. Faltaban cinco minutos para las doce. El ánimo de Joey cobró vuelos. Si una advertencia de la cajita había mostrado cabal veracidad, no había razón ni titubeo para pensar que la otra no. En sus labios estaba la reparación, en el beso del amante el antídoto contra el narcótico letal que estaba consumiéndose la vida del amado. Sólo cinco minutos y podría saltarse al olvido, pagar la penitencia por su patraña en los remordimientos, el cargo de conciencia por el daño causado a la persona que amaba, aceptar la derrota infligida por su propio corazón al transformar por su cuenta y sin permiso, a la mentira en verdad.

¡Cuidado, mortales! Joey tembló al recuerdo y la implícita amonestación, retrocedió en su entusiasmo pueril antes de cometer el mismo atropello por inconsciencia u omnipotencia. La única gran verdad ardió en letras de fuego ante sus ojos. Él no tenía la certeza que Seto le correspondiera. Qué decir de la certeza, ni siquiera una convicción momentánea que éste sintiera por él más que una tolerante paciencia ante sus palmarios avances amorosos.

- Si el amor no es correspondido... - Joey bajó sus ojos hacia el hermoso rostro sereno que descansaba sobre el pliegue de su codo, las negras pestañas acariciando apenas los altos pómulos - ¿Cómo puede corresponderme el imponente dragón ojiazul? ¿Cómo puede la mente más brillante que ha existido, sentir algo por este pobre e ignorante embustero? ¿Acaso el corazón del león de melena castaña se conmueve ante el ladrido de un minúsculo chihuahua? ¿Acaso alguien engarzaría un zafiro perfecto en una tosca arcilla apenas modelada? - cepilló hacia atrás los sedosos cabellos castaños que rozaron su propia piel sensible - Tú no me amarías, ¿verdad, Seto? Mi torpe intento de seducción convenció a todos, menos a ti, refugiado siempre en tu incólume matriz de intacto cristal. Incluso yo fui persuadido por mi propia comedia, sin saber que encubría la esencia de mis propios temores: que lo que aparenté y construí bajo la imagen  del niño dorado, pulcro e inmaculado, se desgajara en capas ante tu enérgico presencia, tu intelecto carisma, la grandeza proba de tu espíritu - acarició con tristeza la tersa mejilla - Sólo existe una persona que ha apreciado tus virtudes a totalidad y ha juzgado inconsecuentes tus defectos. Que te ha amado por completo, sin reproches ni relajos, sin engaños ni intereses ocultos con la plenitud que hace merecedora tu reciprocidad a su cariño. Es Mokuba el que debería estar aquí, no yo.

Joey hizo ademán de levantarse en busca del pequeño, pero el carillón ingrato escogió ese momento para empezar a desgranar, una a una, las campanadas del destino. Sonaba medianoche, y aunque los nervios y la angustia no le habían permitido notar lo absurdo de su congoja al dudar si Seto correspondía a sus verdaderos sentimientos, él vaciló una última vez, antes de rendirse ante el anhelo más profundo de su alma.

- Al fin, puedo admitir que te amo. Y aunque no soy digno de ti, aunque soy poquita cosa a tu lado, egoísta después de todo, quiero ser yo quien lo haga. Porque estoy entregando mi corazón en mis labios, porque es tan auténtico mi fe en el amor como mi deseo de salvarte que estoy arriesgando todo a que la certidumbre de mis sentimientos sean un eco de los tuyos.

Joey se inclinó y acarició tiernamente con su boca, los blandos labios del hombre amado. Degustó intensamente su textura suave, su sabor único y sublime, la tenue tibieza floreciente en cada respiración etérea que brotaba entre ellos. Se apartó renuente y confiado, contando cada campanil que le acercaba inexorable su respuesta.

Nada sucedía.

El rostro de Seto parecía esculpido en cera.

En ese instante, Joey hubiese dado cuerpo, mente y alma por no haber puesto nunca sus ojos en la cajita de plata. Su curiosidad, como todas las curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición.

Sonó la campanada que marcaba en su tañido el comienzo y fin simultáneo de un día.

Veinticinco de octubre.

Una gota cristalina resbaló de los ojos dorados de Joey, corrió rápidamente sobre su mejilla y se despeñó para humedecer las negras pestañas que aletearon ante su fresco contacto. Dos zafiros estrellados relucieron, intactos y brillantes, en su triunfal revivir espoleados por la amplia sonrisa que se desplegaba ante ellos.

- Seto, yo… - empezó Joey, pero los finos dedos se posaron sobre sus labios, cerrándolos a las palabras.

- Sabía que eras tú - murmuró el joven, con sus propios ojos azules anegados de lágrimas - Siempre fuiste tú.

- ¿Podrás perdonarme mi absurda curiosidad?

- Te empeñaste en averiguarlo… Lo conseguiste. Para mí, tú vales más que la salud y que la vida. Ya no tengo remedios mágicos, ya mi elixir ha perdido su eficacia. Tendrás que servirme tú de panacea; ámame como hasta ahora y viviré.

Joey lo ayudó a incorporarse totalmente, pero sin abandonar el refugio de sus brazos. Un retumbar de voces, cada vez más cercanas y demandantes, llegó hacia ellos desde la puerta entreabierta. Seto buscó el reloj con la mirada.

- Ya ha pasado medianoche - Seto delineó los labios de Joey con sus dedos - Y acabas de hacerme el mejor regalo de aniversario que pude haber pedido.

Joey arrugó la nariz y sonrió.

- Feliz cumpleaños, Seto.

***

 

Después de calmar la ligera preocupación de su hermanito, que quería saber dónde estaba a medianoche y al no obtener una respuesta clara, declinó de sutil ansia en mínimo berrinche, Seto se sometió mansamente a un expurgado ritual de cumpleaños. Ni siquiera Mokuba era capaz de conminarlo a soplar velitas, pero accedió a cortar el pastel, brindar con los allegados más cercanos, siempre alentado por la radiante sonrisa de Joey, a la que acudían sus ojos cada vez que hallaba su estoicismo al límite preciso de la demasía.

Pese a su reticencia y el apoyo táctico de su hermano, Seto se vio obligado a dejar a Joey en compañía de Yugi mientras él cumplía los deberes de anfitrión a los que la elemental civilidad no le permitía excusarse. Con el rostro convertido en una inexpresiva máscara de cortesía, el joven empresario se paseó entre sus invitados para recibir las usuales felicitaciones y adulaciones falaces, a las que ya estaba lo suficientemente habituado como para que sólo le ocasionaran una ligera náusea.

Una silueta oscura, baja y delgada, apoyada indolentemente contra una columna, elevó una copa de champaña hacia él en un remedo de brindis burlón. Seto miró por sobre su hombro hacia donde estaba Joey, charloteando animadamente con su pandilla, antes de coger una copa de la bandeja que le tendía un camarero y acercarse a la solitaria figura.

- Buena y larga vida, mi apreciado sacerdote.

- Prefiero que obvies la cháchara egipcia por esta noche, Atemu - gruñó el anfitrión.

- Entonces dime, ¡oh, gran dragón de ojos azules!, ¿a qué debo el placer de que te hayas acercado a platicar conmigo?

- A mi gratitud por las perlas de caramelo que me diste.

Los ojos color rubí del antiguo Faraón destellaron divertidos.

- ¿Debo suponer que te resultaron de utilidad?

Las aún pálidas mejillas de Seto se colorearon de repente, pero para la conocedora sapiencia del Espíritu del Rompecabezas, fue una señal más conmovedora, la llama encantada flameando viva en las brillantes pupilas azules, y la tierna sonrisa que suavizaba la usualmente tensa línea de su boca.

- Más tarde, lo haremos oficial - admitió el joven, a regañadientes

- Te dije que Joey te amaba de verdad, gato desconfiado - Atemu soltó una carcajada.

- Yo nunca lo dudé. Era él quien necesitaba darse cuenta - Seto señaló con su copa hacia donde estaba Joey, acompañando al pequeño campeón de duelos - ¿Y qué hay de ti y Yugi?

- Jamás podría ser tan buen actor, como para montar una escenificación como la tuya, que por otro lado, sería improcedente. Mi hikari es más transparente que esas perlas azules, mi estimado primo ancestral - rió el Faraón y alzó la copa - Brindo por el auténtico sentimiento, por los hombres que arriesgan todo para comprobarlo y por aquellos que son demasiado ingenuos para notarlo.

Seto entrechocó su copa con la de Atemu.

- Feliz cumpleaños, Seto. Te mereces el mejor y más perdurable de los regalos: el verdadero amor.

 

Notas finales:

No dudes, Joey, el mismo Seto te dio la clave... ¿descubrieron cuál era?

Agradezco infinitamente a Agatha, por haberme escuchado cuando elaboré la historia al azar y por su siempre entusiasta confianza en mí como escritora. 

También expreso mi sorprendido agradecimiento a la única persona que nunca imaginé que betearía una historia Yaoi: mi mamá. ¡Y lo hizo!

Y va también un humilde reconocimiento a knaxzerim por su incondicional apoyo a todas mis locas historias. La participación de Yami en el final de la historia, es toda para ti.

Espero que les haya gustado y, como siempre, agradezco a todas aquellas amables personas que se toman un ratito de su tiempo en leer mis pequeñas contribuciones a esta pareja que adoro, especialmente en el día del aniversario de uno de ellos.



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