Camus abrió un poco los ojos y encontró la pared frente a él.
Se rodó, suave y con cuidado, y encontró la espalda de Saga frente a él.
Y aunque no lo viese, sabía que Saga dormía de costado, pasando un brazo flexionado por debajo de la almohada, y relajando el otro de manera que su mano descansara lánguidamente junto a su rostro.
Camus perdió su mirada en la melena azul que tenía enfrente, y quiso tocarla. Sus dedos hormigueaban anticipando la sedosidad que los embriagaría.
Pero no lo hizo.
Si lo hacía, él despertaría.
Y no quería que lo hiciera.
Así le gustaba.
Así era suficiente para robarle el aliento.
Una diminuta sonrisa apareció en su rostro, acompañada de un leve sonrojo al saberse adorándolo furtivamente, robando con la mirada cada hilo de su belleza mientras él dormía ignorando el delito que sus azules ojos cometían en la oscuridad.
Se escondió avergonzado por su crimen, ocultando su rostro parcialmente sobre la almohada.
Y entonces Saga suspiró.
Su pecho se infló en el proceso, conteniéndose el aire en aquel espacioso interior por unos retardados segundos y liberándose después, apreciando Camus maravillado la forma en que la espalda de Saga se relajaba.
Notó con embeleso como las sombras bailaban, cambiando sus formas sobre la piel de Saga. La dirección de la luz de la ventana que chocaba contra su piel cambiaba cuando ésta se movía junto con su cuerpo.
Hasta la luz era más bella sobre él.
Su rostro abandonó la cómoda cárcel contra la que se había aplastado. Su mentón rechazaba la mullida superficie. Su nariz olvidó el fresco aroma de las sábanas.
Estaban interesados en algo mucho más perfecto.
Sus brazos rodearon la cintura de Saga, pegando su pecho a su espalda. Su mentón guió a sus labios hacia el cálido refugio que prometía la base de su nuca. Su nariz se perdió en la suavidad de sus añiles cabellos.
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
Él podía asaltarlo cuantas veces quisiera, él podía absorber su belleza hasta saciarse.
El abrazo sobre la cintura del gemelo se apretó.
Era suyo. Él lo amaba lo suficiente para reclamarlo.
Giró un poco el rostro, dejándolo de lado, acariciando su mejilla contra la tersa piel de su hombro. Un gemidito inaudible escapó de sus labios, incapaz de reprimirlo, necesitando con urgencia liberar un poco de la enorme adoración que sentía.
Dejó un beso suave sobre ese hombro, saboreando fugazmente su dulzura. Mas besos querían seguir y terminar de degustar lo que los tentaba, dejándolos sedientos de mas.
Pero el sueño reclamaba al dueño de los labios que debían repartirlos, quien se dormía furtivamente abrazado al caballero de géminis.
Y aquel, contrariamente, se vía alertado por los tiernos llamados de acuario. Y cuando despertaba, no necesitaba abrir los ojos para comprender lo que pasaba.
No era extraño que aquel lo asaltara a besos y abrazos durante la noche. Había sido robado tantas veces, que el pequeño ladrón que lo envolvía entre sus brazos ya lo poseía por completo.
Sin salirse del abrazo al que el menor tan intensamente lo sometía, se giró despacio, colocando una mano sobre la cintura de Camus y otra sobre su frente, acariciando torpemente por el sueño su flequillo.
Su rostro se inclinó sin gracia sobre el de Camus, sabía el recorrido de memoria. Sus labios se posaron quedos sobre su frente, descansando sobre ésta y acariciándola con suavidad.
Y él también se durmió. Prolongando aquel cariñoso gesto hasta que despertaran y lo reemplazaran por otro.