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Punto de partida por Hotarubi_iga

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Notas del capitulo:

Disclaimer: Gravitation no me pertenece. Es propiedad de Murakami Maki.

Punto de partida

Eirin

— Capítulo 1 —

Un aniversario más

 

Una vez más estaba allí. El viento golpeó impetuosamente su rostro, el aroma del ambiente invadió sus sentidos y el suelo que pisó le hicieron recordar a Yuki un pasado no muy lejano, estigmatizado por crudos eventos que su memoria había apartado y almacenado en el escondrijo más oscuro y olvidado de su cabeza, obligándole, hasta ahora, a llevar una vida marcada por un torcido e insuperable pasado.

Sus ojos se encontraron con el paisaje otoñal de Nueva York. Se sentía incómodo; un pertinaz escozor mermaba su piel, y un resquemor malsano amenazaba, desde que había abordado el avión en Japón, con envenenar su corazón que se estremecía a medida que descendía por una de las tantas escaleras mecánicas del aeropuerto internacional John F. Kennedy al cual había arribado. No sabía cómo comportarse tras ese incómodo sentimiento que lo abrumaba; estaba inquieto. Pero de pronto, el calor de una tibia mano sobre la suya lo trajo de golpe a la realidad.

—Todo saldrá bien —anunció Shuichi con su particular emoción y ese brillo de entusiasmo que centellaba en sus ojos, animando con ello a Yuki, quien sólo hizo un ademán con los hombros y siguió avanzando hasta las afueras del aeropuerto, donde un taxi previamente solicitado les esperaba.

—Tu entusiasmo me sorprende cada día más —articuló, arrastrando, de manera displicente, su maleta con ruedas—. Aunque deberías controlarte. Por una sola vez en mi vida me gustaría pasar inadvertido en sitio público.

Shuichi soltó una risilla contagiosa y se apegó un poco más a Yuki.

—Intentaré controlarme, pero te advierto que me resultará imposible. Me encanta viajar contigo.

—Este no es un viaje de placer, inútil; sabes a qué vinimos —pronunció Yuki, mientras el taxista le ayudaba con su equipaje.

—Sí, sí, pero aun así me gusta compartir contigo este tipo de cosas —confesó Shuichi.

Yuki bufó.

—No me quedó de otra; te me pegaste como un molesto chicle desde que supiste de mi viaje —dijo.

—Es justo que los amantes se acompañen y apoyen mutuamente —aclaró Shuichi, haciendo un divertido mohín en los labios.

—Yo no te apoyo ni te acompaño a ningún lado. Te dejo ser libre. —Yuki siempre buscaba la manera de ser cruel e indiferente con Shuichi, aunque algunas veces no le resultaba; Shuichi lo conocía perfectamente.

—Deberías prestarme un poco más de atención de vez en cuando, ¿sabes?

—Con soportarte en casa todos los santos días es suficiente castigo.

—¡Yuki!

—Deja de ladrar, chango.

—Yuki~, los changos no ladran.

—Lo sé.

A pesar de las pesadeces de Yuki, Shuichi sabía que él lo amaba y que estaban juntos gracias al amor mutuo que ambos habían logrado crear con el tiempo, fortaleciéndolo maravillosamente. Si bien habían enfrentado obstáculos titánicos e incluso irreales, que hicieron peligrar su relación, finalmente habían logrado superarlos estoicamente, consiguiendo sostener y afianzar su unión que, hasta ahora, rendían grandes y suculentos frutos.

Desde la última vez que pisaron suelo neoyorkino habían transcurrido poco más de dos años. Los acontecimientos posteriores a ese último viaje habían provocado considerables e importantes desastres, que incluyeron, además de haber conocido a Riku, el hijo de Kitazawa Yuki, y conflictos con Sakuma Ryuichi, explosiones, pandas robot voladores y persecuciones, entre otras tantos eventos surrealistas...

Ahora, las cosas eran diferentes; el viaje que Yuki había decidido realizar en esta ocasión era por un motivo muy especial: hoy se cumplían nueve años de la muerte de Kitazawa Yuki. Ya lo había visitado en aniversarios anteriores, pero ahora contaba con la presencia y compañía Shuichi, ayudándole a hacer un poco más soportable el viaje, porque no le resultaba cómodo visitar la tumba del hombre que había marcado su vida, pero lo creía verdaderamente necesario; después de todo, lo había asesinado.

El taxi que habían contratado los estaba esperando en las afueras del aeropuerto, a un costado del aparcadero. Lo abordaron sin demora y rápidamente se adentraron a las transitadas avenidas de la urbe, con destino al cementerio. El propósito de Yuki era una visita rápida a todos los sitios en los cuales había compartido con Kitazawa. Había incluso trazado un recorrido que le dio al taxista cuando lo contrataron. Su idea era pasar primero al cementerio y hacer de la visita algo breve, esperando con ello pasar el trago amargo sin prolongar por demasiado tiempo la angustia, como quien se arranca el parche de una herida de un solo tirón para hacer menos doloroso en sufrimiento y la agonía.

Dentro del taxi, Shuichi parecía sereno, pero por dentro, miles de pensamientos iban y venían como una corriente continua y aplastante dentro de su cabeza. Pensaba en Yuki, en lo que sentía y en los años de tortura que había padecido hacía ya nueve años en esta ciudad. Era muy consciente de todo el sufrimiento que cargaba por culpa de Kitazawa, el hombre que había jugado indiscriminadamente con él para aprovecharse de su inocencia. Y sólo estaba seguro de una cosa: cuidaría hasta el final de sus días a Yuki, ayudándole a superar definitivamente aquel tormentoso y cruel pasado que había sido uno de los principales y más grandes obstáculos que se habían puesto en su largo camino para llegar a su corazón y obtener su amor.

—Oye, estás muy callado. Es inusual en ti —soltó Yuki al ver cómo Shuichi observaba distraídamente por la ventanilla del taxi la urbanizada capital.

—Sólo pensaba —dijo, sin mirarlo.

—¿Piensas?

Shuichi arrugó el ceño.

—Siempre me he preguntado qué pasó por la cabeza de Kitazawa aquella noche.

Eiri se cruzó de brazos y observó por la otra ventana del taxi. El paisaje otoñal de Nueva York era fascinante, y pocas veces, cuando visitaba esa ciudad, tenía en placer de contemplarlo debidamente.

—Estaba borracho; dudo que haya tenido algo en la cabeza, más que sus verdaderos deseos insanos por mí.

—Algo debió gatillar lo que hizo esa noche —dijo Shuichi, volviendo su rostro hacia Yuki.

—Era un desequilibrado —recalcó él.

—Pero Seguchi-san lo conocía —señaló Shuichi—. Si Kitazawa era un desequilibrado como tú dices, Seguchi-san debió haberse percatado.

—¿Por qué crees que Seguchi se ha preocupado por mí todos estos años? La culpa no lo deja vivir en paz. Siempre supo que Kitazawa era un demente, pero aun así me dejó a cargo de él.

—Seguchi-san ha sufrido mucho, al igual que tú.

—Todos han sufrido; incluyéndote.

Shuichi guardó silencio, volviendo su vista hacia la ventana. No quería admitir que realmente había sufrido por culpa de Kitazawa, pero tampoco podía hacerse la víctima. Si bien Yuki había dejado muy en claro desde el principio las bases de la relación y delimitado los sentimientos, ahora las cosas funcionaban bien, y eso era lo único que verdaderamente importaba. Shuichi no podía quejarse: se consideraba un indiscutible vencedor; finalmente había conseguido quedarse con el corazón de Yuki, aunque sabía también que lo estaba compartiendo con Kitazawa, pero sólo una porción pequeña.

Inesperadamente el taxi frenó con gratuita brusquedad; por la inercia, Shuichi se vio precipitado hacia delante, golpeándose contra el asiento y rebotando hacia atrás.

—¡Auch! —se quejó, sobándose la frente.

El vehículo se había detenido en el frontis del cementerio Green-Wood[1], la necrópolis más importante de la ciudad de Nueva York. Shuichi miró y vio que el recinto; más que un cementerio, era un impresionante jardín con un estilo victoriano muy atractivo y fascinante.

—No tardaremos —indicó Yuki al taxista en un inglés muy fluido.

Se removió en el asiento, eludiendo la mirada de Shuichi, y abrió rápidamente la portezuela. Shuichi lo imitó y, una vez que contempló a la solemne fachada del cementerio, ingresaron al recinto por un amplio sendero.

A Shuichi no le gustaban los cementerios; les había agarrado cierto rechazo desde la muerte de sus abuelos maternos, pero había aprendido con el tiempo a superarlo. Y era claro que, por Yuki, estaba dispuesto a tragarse sus pesares para acompañarlo incluso al fin del mundo; así lo había dispuesto desde el instante en que se descubrió completamente enamorado de él.

Por un sendero de grava, despejado y silencioso, Yuki y Shuichi se adentraron, recorriéndolo sin cruzar palabra alguna. Ambos yacían sumergidos en sus propios pensamientos. Shuichi observaba el paisaje austero y recreaba su vista con las cientos de lápidas y mausoleos que decoraban el terreno de manera sublime; Yuki... reflexionaba sobre los últimos años que llevaba compartiendo con Shuichi, y lo que él significaba en su vida, desde que se encontró con él una noche en el parque que había tras el edificio en el que en aquel entonces residía.

Comprendía que, si no hubiera salido esa noche a despejarse y buscar inspiración, si no hubiera leído aquella penosa canción de amor que Shuichi había escrito, y si no se hubiera cruzado en su camino, no estaría ahora a pocos pasos de la tumba de Kitazawa, recordándolo como el hombre que le había enseñado la realidad del ser humano bajo los instintos de su propia naturaleza animal y visceral.

Kitazawa Yuki había sido un gran hombre; en su profesión, en su versatilidad para enseñar y saber exponer su pasión por las letras versadas en papel. Kitazawa le había enseñado mucho a Yuki, en eso, no podía objetar al respecto; él le había despertado su amor por la literatura, le había mostrado la capacidad inventiva y apasionada del hombre para crear universos en papel. Yuki le agradecía a Kitazawa por esas enseñanzas de horas en su departamento, mostrándole un mundo diferente a la visión mundana del ser humano; un mundo el cual existían paralelo y, a la vez, muy presente en la consciencia colectiva de las personas, pero que muchas veces era ignorado por pasatiempos completamente fútiles.

Yuki no se consideraba un letrado prodigioso, pero tampoco era un mediocre inculto. Se ganaba la vida creando mundos para sus lectores y fieles seguidores. Creaba realidades posibles y alternas, y no podía negar que su propia realidad parecía sacada de una de sus muchas novelas. Desde que conoció a Shuichi, su mundo cambió radicalmente; ya nada era simple, nada era casual, nada era predecible. Desde que conoció a Shuichi, su mundo era mucho mejor, y estaba agradecido de ello.

—Es aquí —dijo de pronto Shuichi, rompiendo finalmente el silencio que durante cinco largos minutos los había gobernado desde que se bajaron del taxi.

Yuki observó la solitaria y fría lápida que exponía con austeridad el nombre de Kitazawa Yuki. Shuichi se arrodilló y comenzó a leer en voz alta las letras talladas en la piedra.

—Aquí… aquí…

—Aquí yace —soltó Yuki. El dominio del inglés que Shuichi poseía era casi nulo, por lo que se preguntaba cómo era posible que, teniendo un mánager norteamericano, aún no aprendiera a dominar lo más básico del idioma, y de forma fluida.

—Aquí yace... el cuerpo de... Yuki Kitazawa... —Leyó más abajo y agregó—: espero... espero al cielo que...

—que su alma se haya ido.

Shuichi alzó el rostro y se encontró con el semblante sereno de Yuki. Tomó su mano y la entrelazó con ternura y cuidado. No quería arruinar el momento; Yuki necesitaba tranquilidad y silencio.

Permanecieron en silencio frente la tumba. Shuichi se apegó al calor de Yuki y ahí se quedó, contemplando la lápida de aquel personaje que lo acosaba como una sombra desde que había entrado a la vida de Yuki. Kitazawa era una sombra silenciosa en su vida.

—¿Crees que en verdad se haya ido al cielo? —preguntó Shuichi al fin, tras una pausa prolongada, en que sólo el viento y el trinar de las aves del recinto rompían el silencio.

—Sólo espero que esté bien en donde sea que se encuentre.

—Siempre te sentirás culpable por algo que no hiciste.

—Yo lo arrastré a esto.

—No, él se arrojó solo al abismo —le corrigió Shuichi.

Yuki negó, sin perder de vista la lápida de Kitazawa.

—Yuki. —Shuichi se paró delante de él, obligándole a romper el contacto visual con la piedra y besó sus labios con delicadeza, pero con una intensidad avasalladora. Fue sólo un roce, una caricia a esos labios pálidos y fríos, pero fue suficiente para darles un poco de calor y vida. —Nunca dejaré que te escapes. No lo olvides —susurró tras romper el contacto, evocando lo que habían vivido aquel entonces en el departamento donde se había desarrollado la tragedia que había marcado la vida de Yuki y sellado el destino de Kitazawa.

Yuki sonrió, observando la mirada decisiva e intensa de Shuichi. Le dio un golpe suave en la coronilla y se alejó de la tumba de Kitazawa, retomando su caminata por el sendero hacia la salida del cementerio, donde el taxi los esperaba. Aún les quedaba otros sitios más que visitar. Tenía contemplado recorrer cada uno de los lugares que había compartido con Kitazawa, hasta llegar finalmente al sitio donde le dio muerte.

Shuichi siguió a Yuki sin soltar su mano; en todo momento quería permanecer junto a él. Y, a pesar de que en algunas ocasiones Yuki se mostraba huraño y tendía a mover la mano para librarse de su contacto, Shuichi se resistía a dejarlo. Si lo había acompañado, era con el único propósito de estar a su lado y darle su incondicional apoyo. Era un pensamiento egoísta, porque Yuki era de las personas que buscaban soledad y silencio para reflexionar y meditar sin perturbaciones, pero Shuichi se preocupaba de sacarlo de esa enfrascada atmósfera, contándole alguna tontería o simplemente manifestándole lo que significaba para él.

Una vez que salieron del cementerio subieron nuevamente al taxi. El siguiente destino que tomaron fue el parque en el que Yuki solía encontrarse con Kitazawa todas las tardes, luego de almorzar con Seguchi en su departamento. Cuando llegaron y descendieron del coche, Yuki se dio cuenta que el lugar no había cambiado mucho. Todo parecía haberse detenido en el tiempo.

Ingresaron al recinto, recorriéndolo con lentitud. Los árboles parecían más grandes; Yuki los recordaba un poco más pequeños. Todo tenía un aire diferente, sin embargo, al detenerse frente al árbol en el que Kitazawa solía esperarle mientras leía un libro, traía a su memoria vagos recuerdos, fugaces imágenes en tono sepia de aquel pasado.

Shuichi observaba en silencio, reparando en la elegancia y sencillez del árbol con hojas anaranjadas que caían con el soplo del viento fresco del medio día.

—Aquí solíamos juntarnos —comentó Yuki, viendo abstraído el césped amarillento y descuidado alrededor del antiguo árbol.

—¿Cómo era exactamente él? —preguntó Shuichi. Quería conocer un poco más de la personalidad de hombre que había afectado por completo a Yuki. Deseaba y necesitaba saber qué era lo que lo había llevado a amarlo y sufrir hasta ahora por él.

—Yuki era... extraño.

—¿Extraño?

—Poseía una extraña sabiduría, pero en el fondo era como cualquiera de nosotros. Bromeaba, reía, bebía cerveza. Él me dio a probar la primera; a escondidas de Seguchi, y también me enseñó a fumar.

—Te enseñó muy malos vicios.

—Seguchi era muy sobreprotector.

—¿Más todavía?

—Mi padre me había dejado a su cargo. Y Yuki era el permisivo, el que me dejaba desperfilarme un poco.

—¿Seguchi-san no sospechó nunca? —preguntó Shuichi con curiosidad.

—Sí, por eso siempre se peleaban. Yo solía ser el mediador, pero jamás creía por completo sus pleitos. Ellos eran como un matrimonio intentando ponerse de acuerdo en la educación de su hijo. Lo malo, es que nunca lograban llegaban a un entendimiento sensato: uno quería llevarme a un musical, el otro al museo. Eran unos chiflados cuando se trataba de mí.

—Desde siempre te has visto envuelto en ese tipo de ambientes.

—Sí, y ahora más que nunca desde que estoy contigo. —Shuichi soltó una risilla. —Ni en mis más locos sueños me habría imaginado tener que lidiar con dementes armados con pandas misiles.

—No me culpes de eso.

—Claro que sí, tú eres uno de los más chiflados junto con tu mánager.

—Los extranjeros en general son dementes —aclaró Shuichi.

—Eso no te lo discuto.

Shuichi suspiró y se estremeció un poco; el viento comenzaba a soplar cada vez más fuerte. Eiri se percató de ello.

—Vamos.

Avanzó por el sendero del parque, encendiendo un cigarrillo en el proceso. Shuichi lo siguió en silencio, sin perder detalle de sus diestros movimientos. Había algo en Yuki que a Shuichi le fascinaba, aunque fuera el más nimio de los gestos; había algo que le enamoraba cada vez más y atraía como un poderoso imán.

Tras recorrer durante diez minutos el parque, dejando que las reminiscencias del pasado invadieran la cabeza de Yuki, subieron nuevamente al taxi y Yuki le indicó al chofer el siguiente destino; ese sería el último, luego, descansarían en un hotel para finalmente volver a Japón. Yuki no tenía la más mínima intención de quedarse más de lo debido en Nueva York; no le apetecía, no le hacía bien. Además, no estaba de vacaciones —Shuichi tampoco—, y tenía trabajo pendiente.

—¿A dónde iremos ahora? —preguntó Shuichi mientras masticaba un pocky de chocolate. Tenía hambre, y se autoreprochaba por no haber aceptado el desayuno que le habían ofrecido en el avión.

—Al último sitio donde lo vi.

Shuichi supo a qué lugar se refería Yuki, y contuvo el aliento unos momentos. Inevitablemente, su mente evocó aquel día en que lo dejó todo para rescatarlo. Había llegado a tiempo aquella noche y se alegraba por ello. En esa ocasión, había tomado el avión privado que K le había conseguido, con el compromiso de llegar a tiempo para su concierto. Finalmente dio con el paradero de Yuki y le estampó la letra que había compuesto luego de la ayuda de Sakuma Ryuichi, luego de perder la voz:

«Brilla Shuichi». Esas fueron las palabras de Sakuma cuando Shuichi estuvo inseguro de sus capacidades. Pero, a partir de ese instante, comprendió el verdadero significado de ese mensaje y lo aplicó hasta el día de hoy, logrando alcanzar sus sueños más rápido de lo que había esperado.

Luego de cuarenta y cinco minutos de viaje desde el parque, el taxi se detuvo en el frontis de un antiguo edificio. El lugar pertenecía a los suburbios de la ciudad, y denotaba una soledad y nostalgia abrumadora.

A Shuichi le incomodaba estar allí; parecía muy peligroso. El edificio estaba en pésimas condiciones. Su apariencia era espantosa: desgastado, deteriorado; en el abandono absoluto. Shuichi hasta se sentía parte de una película de terror. Cuando puso el primer pie en el escalón del viejo y abandonado recibidor, sintió un escalofrío que recorrió su espalda hasta la nuca, estremeciéndolo de pie a cabeza. Un hedor llegó a su nariz, provocándole náuseas.

—Estaremos por un rato, ¿verdad, Yuki? —articuló, apegándose a Yuki, quien caminaba con cuidado por el suelo que crujía peligrosamente con cada pisada que ambos daban sobre la deteriorada superficie.

Subieron hasta el quinto piso, y Yuki se atrevió a abrir la puerta del departamento en donde había sucedido todo. De inmediato, un olor húmedo y solitario invadió los sentidos de Shuichi, estremeciéndolo nuevamente.

Yuki ingresó sólo; Shuichi le esperó en el umbral de la puerta sólo por unos momentos, porque a pesar de haber estado ya en una ocasión en esa habitación, había sido bajo los efectos de sus impulsos adrenalínicos y descontrolados. Ahora estaba tranquilo, y los escalofríos y desconfianza le dominaban.

El recorrido paulatino que Yuki hizo al interior del apartamento fue silencioso, austero. Se podía sentir una desolación abrumadora y asfixiante en el piso. Era completamente diferente a lo que había sido alguna vez cuando Kitazawa estaba vivo. Todo tenía más vida, todo era nuevo y con una calidez especial. Ahora, lo único que revestía ese apartamento era lobreguez, desolación y un amargo aroma a muerte.

Increíblemente, la marca que había dejado la sangre de Kitazawa, luego que Yuki apretara el gatillo del revólver contra él y los dos sujetos que intentaron violarlo, seguía en el roído tapiz. Yuki se detuvo a contemplarla, y fue en ese momento que Shuichi se le acercó, sujetando su mano en silencio.    

—Por diez dólares... por diez miserables dólares... —musitó Yuki, con la vista fija en la mancha de sangre imborrable—. Por esa miserable suma de dinero estuvo dispuesto a que otros sujetos me tocaran. Él... en verdad me odiaba.

—Él no te odiaba; estaba enfermo —le corrigió Shuichi. No soportaba la idea de ver a Yuki afligido por ese resentimiento que Kitazawa —supuestamente— le tenía—. Él...

—Él quiso lastimarme, quiso dejarme en claro lo que sentía por mí. Y yo... lo maté —dijo, forzando a Shuichi a enmudecer; su voz parecía proceder de un lugar lejano y recóndito, y sus ojos miraban enfrascados la mancha de sangre sobre la alfombra, sumergiéndose en una especie de celaje oscuro.

—Te defendiste.

—Pude haberlo herido en una pierna —prosiguió con un cansino tono, igual que si hablara consigo mismo—. Incluso en un brazo y haberlo dejado vivo, pero le disparé en el pecho, directo al corazón. Jalé del gatillo sin distinción.

Shuichi apretó firmemente la mano de Yuki. Por alguna razón que no lograba desentrañar, las palabras de Yuki estaban provocando que un frío y peligroso temor le recorriera la piel, estremeciéndolo por completo.

—Yuki era... la clase de ser humano que parece un ser virtuoso. —Los labios de Yuki apenas se movían al hablar, y sus ojos, sutilmente entreabiertos, casi no parpadeaban—. Era inteligente, amable, pero sus ojos mostraban algo más, algo que hasta esa noche pude descubrir. Yo estaba perdidamente enamorado de él, pero ese amor no era sexual, era honesto. Lo admiraba... admiraba todo de él. La manera en que escribía, el cómo sujetaba el bolígrafo; su perfecta caligrafía, su sonrisa, su voz... su mirada agradable, su caminar... todo.

Shuichi apreció cómo el cuerpo de Yuki se estremecía al pronunciar aquellas palabras y su corazón comenzó a tronar, impulsado por una perturbadora sensación de angustia.

—Él siempre mostró una comprensión única para conmigo. Era condescendiente, y procuraba tapar mis faltas porque Seguchi era más estricto al tener que rendirle cuentas a mi padre cada semana. Yuki era mi cómplice cuando se trataba de engañar a Seguchi.

Yuki cerró los ojos y, por unos segundos, la imagen de una figura delgada y masculina tomó forma en las sombras que sofocaban la habitación.

—Cuando nos juntábamos a estudiar y no lograba aplicar algo correctamente, él solía ponerse detrás para guiarme. —Abrió los ojos y contempló nuevamente la mancha de sangre sobre la moqueta—. Cuando lo hacía, sus manos tocaban las mías; eso me estremecía. Sentía su aroma y me ruborizaba, pero lo disimulaba. —Suspiró y su ceño se arrugó levemente—. Nunca, desde que lo conocí, vi una mala intención en sus acciones. Pero esa maldita noche... no era él. Era un extraño. A pesar de tener su rostro, su voz, no era él realmente... era un hombre mostrando su verdadera naturaleza.

Shuichi encubrió un sigiloso lamento que pugnó por brotar de sus temblorosos labios pálidos. Sus manos trémulas se aferraron con mayor fuerza sobre la derecha de Yuki y todo su cuerpo se tensó, conmovido por un furor lacerante y abatido que le invadía con cada palabra que Yuki pronunciaba. Lo veía allí de pie, mirando el suelo, narrando aquella dolorosa y cruel historia, y lo único que quería hacerle en esos momentos era arrancar de su cabeza cada uno de esos recuerdos que habían arruinado su niñez.

—Yuki —susurró contemplando su abatido semblante.

—Seguchi casi perdió la razón cuando vio lo sucedido. —Yuki no parecía haber oído la llamada de Shuichi; su contraído ceño se suavizó y algo parecido a una sonrisa acudió a sus labios—. No recuerdo muy bien qué pasó cuando me encontró con el arma en las manos; sólo sé que me abrazó con fuerza y me contuvo diciendo que yo no había hecho nada malo. —Sus pálidas facciones se crisparon en un rictus doliente—. Él se echó la culpa de todo —musitó—. Y me ha protegido como nadie desde aquel día. Le debo mucho a ese hombre.

Sobresaltado, Shuichi aflojó la presión que imponía sobre la mano de Yuki al ver que sus intenciones por caminar habían despertado. Tampoco pretendía interrumpirle, por lo que le permitió avanzar y así continuar con su confesión. Yuki respiró varias veces, como si tratara de recuperar el ritmo de su confidencia. Arrastrando los pies sobre el raído suelo, se alejó de la mancha de sangre sobre la alfombra y se detuvo en medio de lo que alguna vez fue el living del apartamento.

—Yo creí que Yuki me quería —murmuró algo más calmado—. Cuando me miraba o hablaba, yo sentía que era correspondido; que el sentimiento era mutuo —añadió, sintiendo un escozor en el pecho.

Se giró hacia Shuichi y por primera vez, desde que ingresaron al edificio, lo miró a los ojos.

—Creo que ambos sabemos lo importante que es eso; sentir que somos correspondidos por la persona que uno ama —dijo; Shuichi atisbó en sus pupilas un brillo de inmenso pesar—. Tú eres un claro ejemplo de la tenacidad y perseverancia de luchar por un amor hasta las últimas consecuencias. Yo tenía las esperanzas de hacerlo...

Volvió a girar el rostro y observó hacia uno de los ventanales rotos del piso, como si esperara ver algo más allá.

—Lo hice porque a penas te vi me enamoré de ti, y porque soy testarudo —respondió Shuichi sin vacilación—. Yuki... ¿quieres dejar esto? No deberías seguir aquí; te hace daño —sugirió, preocupado por la reacción que estaba tomando Yuki con el avance de su confesión.

—Tengo que hacerlo —pronunció con una voz quebradiza y lastimera—. Estar aquí me recuerda lo que alguna vez fui.

Se acercó despacio a la pared donde Kitazawa lo había acorralado aquella noche; Shuichi lo siguió con la mirada.

—Nunca le he contado esto a nadie —dijo, mirando fijamente la pared—. Si bien mi psiquiatra conoce toda la historia, jamás le he contado por voluntad propia esto a un familiar o amigo. Siempre he rehuido cualquier circunstancia que me obligue hablar de Kitazawa. Hace nueve años borré todo de mi cabeza. Esa ha sido mi terapia.

—La foto —musitó Shuichi—. Conservaste la foto de Kitazawa.

—Lo hice porque no quería olvidarme de él. Porque me negaba a aceptar que él ya no estaba. Y quería castigarme por lo que le había hecho.

Un estremecimiento sacudió a Yuki ligeramente. Sus manos, pálidas, se cerraron para ocultar su temblor.

—Esa noche, cuando lo maté, no la recuerdo muy bien; sólo algunos detalles precisos. —Esbozó una sonrisa frugal y autómata—. Siempre creí que cuando una bala perforaba la carne humana, esta se desparramaría, como en las películas, pero no es así; la bala entró en el pecho de Yuki por un agujero pequeño y ahí se quedó.

Abrió los ojos con sorpresa, y Shuichi comprendió qué era lo que estaba viendo en aquel mismo instante.

—Cuando cayó al suelo —continuó con un talante de voz inexpresivo, casi como un autómata—, recuerdo que me acerqué para comprobar lo que le había hecho. Su cuerpo estaba laxo. Cuando lo vi de cerca, distinguí la sangre; su camisa estaba empapada. Yuki tenía los ojos abiertos y un sutil rastro de lágrimas bañaba sus mejillas. Me dejé caer de rodillas al suelo y me dediqué a observarlo. —Negó suavemente con la cabeza—. No lloré en ese momento; simplemente no pude. Pero sólo cuando asimilé lo que había sucedido, Seguchi llegó y me solté a llorar en sus brazos.

Se miró las palmas de las manos, como si en ellas pudiese distinguir algo inexorable.

—Con estas mismas manos le di muerte. Con estas manos que alguna vez tocaron las suyas quité una vida; su vida. —Empuñó las manos con fuerza, hasta clavarse las uñas en las palmas—. Cuando tenía veinte años pude visitar por primera vez su tumba. Antes, sólo me autoconvencía de que él no estaba muerto, y que lo que había sucedido sólo se trataba de una pesadilla. Asistía a terapias psicológicas, pero nada me servía. —Movió la cabeza, abatido—. Creí que podría superarlo, que dejando pasar el tiempo podría ser la persona que alguna vez fui. Pero me equivoqué.

Involuntarios estremecimientos comenzaron a invadir su cuerpo. Shuichi se aproximó a él y descubrió que era un amargo llanto el que los provocaba. Las lágrimas brotaban remisas e indiscriminadamente de los ojos de Yuki y resbalaban por sus pálidas mejillas hasta fundirse en la tela de su abrigo negro.

—Cuando me detuve frente su tumba, no supe qué hacer.

Yuki dibujó una mueca destemplada y ajada en sus labios, que desapareció rápidamente ante un atormentado lamento.

—En ese momento no pude asimilar bien las cosas. Tras unos segundos de estar parado frente la tumba del hombre que amé y maté, perdí la razón. —Su expresión se hizo aun más lastimosa—. Después de eso, no recuerdo muchas cosas. Y sólo días después, salí del shock y comprendí lo que había realmente sucedido. Y ya nunca volví a ser el mismo. Me convertí en lo que soy ahora.

Eiri enderezó la cabeza, se giró y fijó su atención en el paisaje fresco que mostraba los ventanales rotos del apartamento. Shuichi reparó cómo su expresión se volvía rígida e intensa; su mandíbula lucía apretada y de sus ojos ya no brotaban lágrimas.

—Un día decidí dar un giro a mi vida —dijo Yuki con insólita calma—. Me di cuenta que la vida era un asco, y pensé que la mejor manera de sobrellevarla era mutilándola poco a poco. —Frunció el ceño y ladeó un poco la cabeza, como si estuviese reviviendo aquella reminiscencia—. Salí de casa un día, y me dirigí a una botillería. Compré varias botellas del licor más fuerte y luego volví a casa. Estaba solo; Seguchi se encontraba arreglando unos asuntos en su trabajo.

Volteó hacia Shuichi y su mirada opaca y pesarosa lo caló con angustia, porque sabía lo que había sucedido en esa ocasión, y lo que había empezado a hacer como una suerte de castigo hasta el día de hoy.

Shuichi sofocó un lamento y se acercó rápidamente a Yuki. Lo rodeó con sus brazos y estrechó abatido contra su pecho. Al instante el cuerpo de Yuki se relajó. Un temblor largo le recorrió y un suspiro profundo y lastimero brotó de sus labios. Shuichi lo contuvo con extrema ternura, acariciándole los cabellos de la nuca, en silencio. Tras unos minutos, Yuki se atrevió a levantar lánguidamente los brazos y abarcó con ellos la pequeña espalda de Shuichi. Se atrevió a descansar la cabeza en su hombro izquierdo y aproximó los labios a su oído.

—Conservé su fotografía hasta el día en que te conté quién era él —susurró sin temor—. Cuando te fuiste en esa ocasión para ir por refrescos, la rompí; me deshice de ella. Nunca le dije a nadie que tenía su fotografía. Nunca. —Acercó más su boca al cuello de Shuichi y añadió—: Sólo tú supiste de su existencia.

Shuichi no fue capaz de contener por más tiempo todo el dolor lo que experimentaba: rompió a llorar en el pecho de Yuki, aferrándose con desesperación a él. Y permaneciendo los dos; uno en brazos del otro, en silencio, dejando que el tiempo hiciese el resto de manera inconsciente, hasta que Shuichi levantó la cabeza y vio fijamente a Yuki.

—Y ahora ¿qué piensas hacer? —preguntó, sorbiendo su nariz mientras las lágrimas terminaban de rodar por sus mejillas.

Yuki se encogió de hombros y suspiró con desidia.

—Yo ya te acepté por completo desde hace mucho, ¿lo olvidaste?

Shuichi negó.

—Lo que quiero saber es si seguirás conservando el recuerdo de Kitazawa a pesar del daño que éste te causa.

—No lo olvidaré. Pero tampoco lo recuerdo como antes —respondió Yuki, retomando sus pasos hacia la salida del apartamento—. Tú eres el único ahora; el único que ocupa un lugar importante en mi corazón.

Antes de abandonar el piso, Yuki se volteó y miró el entorno. Notaba una extraña sensación de vacío en su pecho, pero ese vacío no le incomodaba, no era como antes. Parecía como si un gran peso hubiera escapado de su interior, liberándolo.

Shuichi se le acercó y se atrevió a acariciar su mejilla derecha con el dorso de su mano, en un gesto de completa ternura y comprensión. Sin embargo, su interior sufría. La confesión de Yuki se le había clavando en el corazón como un puñal encarnizado, porque había comprendido realmente lo frágil que era y lo vulnerable, a pesar de su estoica apariencia.

Durante mucho tiempo había estado ciego. Tan próximo a Yuki, tan cercano a su vida, a su mundo, y no había sido capaz de advertir ni por un instante la verdadera tormenta que habitaba en su interior, torturándolo día tras día. Tendría que haber reparado desde el principio en que su hostil y distante forma de ser se debía únicamente a la traición de Kitazawa. Que su rechazo enfermizo a confiar y formar lazos afectivos nacía de un hecho tan traumático y crudo que había estigmatizado por completo su vida. Shuichi sabía que tenía que haber descubierto mucho antes lo frágil que era el alma lacerada de Yuki. Pero había sido estúpido y egoísta; demasiado preocupado de sí mismo por lograr ser aceptado y conquistar sus sentimientos, que no se había detenido a ver más allá de lo que él le mostraba a gritos.

Yuki había sufrido tratando de borrar de su pasado la presencia de un profesor que en un principio se había mostrado afectivo, pero que luego lo vendió por diez dólares. Shuichi poco alcanzaba a dimensionar el martirio que debió haber sido su adolescencia a partir de aquel suceso, o el horror de ver el cuerpo sin vida de quien había admirado, liquidado por sus propias manos, en un acto instintivo de autodefensa, y los años posteriores a ese suceso hasta su madurez; todo ese tiempo manteniendo sus emociones encerradas bajo siete llaves, conviviendo con la intangible y tóxica presencia de ese tormentoso pasado.

Sin querer mirar directamente Yuki, Shuichi se apartó sólo un poco y salió al pasillo. La culpa ahora lo abrumaba. Comprendía que, desde que había conocido a Yuki, el sufrimiento de éste y muchos de sus colapsos habían sido por su culpa, por su testarudez y asedio pertinaz. La forma en que lo había presionado y acosado para ser aceptado; sus exigencias, sus constantes demandas y reproches. Había sido caprichoso, un caprichoso desesperante y torpe que había terminado por empujar a Yuki a un abismo que le obligaba a sacar a flote los recuerdos que se había esforzado en mantener sepultados durante tantos años dentro de su cabeza y corazón.

Era consciente que Yuki nunca se había abierto con nadie; ni siquiera por completo con su psiquiatra; había muchas cosas que ella aún ignoraba. Ni siquiera con Seguchi se había desahogado en un cien por ciento. Yuki jamás había hablado del dolor real que cargaba en silencio y que habían marcado su alma para siempre, de la desesperación de ver que sus manos estaban manchadas con sangre y que éstas jamás estarían limpias; del gesto maquinal que le había llevado a jalar del gatillo dándole muerte al hombre que lo había vendido por dinero. Nunca había desahogado su lastimado corazón. Nunca había descargando tanta desolación en otros. Nunca, hasta ahora.

Shuichi, sorprendido de lo que había descubierto gracias a la profunda revelación de sus pensamientos, levantó la vista hacia Yuki. Distinguió que en su expresión había una inmensa paz y una infinita gratitud en su mirada; Yuki le daba las gracias por estar ahí, con él, y por haber aparecido en su vida, cambiándola del cielo a la tierra.

En un principio, Yuki había hecho de Shuichi un reemplazo de Kitazawa; veía en él su sombra, su recuerdo, pero ya no era así. Después de todo lo que habían pasado desde que se conocieron, Yuki había descubierto que Shuichi no era un reemplazo; era mucho más que eso. Kitazawa podía ser reemplazado, pero Shuichi no; Shuichi era irreemplazable.

Motivado por una emoción que pocas veces lo dominaba, dado que no era parte de su personalidad, Yuki tomó el rostro de Shuichi con ambas manos y besó sus labios.

—Regresemos a casa —pronunció con suavidad. Estaba muy agradecido de Shuichi, por todo lo que había hecho hasta ahora; por su incansable y estoica lucha por conquistarlo, y vaya que le había costado. Ahora, él era el enamorado, el que daría todo por su «mocoso» alborotado.

Shuichi sonrió con las mejillas coloradas y asintió, entrelazando animadamente su mano derecha a la izquierda de Yuki.

—Te quiero —susurró, mientras hacían abandono del piso en el que se encontraban.

Una vez que abandonaron el departamento y comenzaron a descender por las escaleras, Yuki se sintió más liberado, como si hubiese cerrado un capítulo de su vida y quitado un peso de encima. Tal vez se debía porque le había abierto por completo su corazón a Shuichi, descubriendo que no había sido tan malo, por el contrario, podía incluso asegurar que su lazo con él se había fortalecido después de su confesión. Se sentía más seguro y más apegado a él. Sentía que su vida junto a él mejoraría por completo de aquí en adelante.

Shuichi se adelantó cuando cruzaron el umbral del edificio y se acercó al taxi que los esperaba sin hacer preguntas por los sitios que Yuki había demandado como itinerario. Dentro del taxi, Shuichi pidió que fueran a comer porque moría de hambre. Yuki accedió a su petición, porque él también tenía apetito y quería descansar; la comodidad en el avión no se asemejaba a una cama de hotel. Necesitaba reparar las horas de sueño por el cambio de horario.

 

 

El taxista se detuvo en uno de los hoteles que Yuki frecuentaba cuando visitaba Nueva York. Cobró la tarifa por el viaje y Shuichi se encargó de bajar las maletas. Y si bien no tenían contemplado quedarse más de un día, quería al menos sentirse cómodo en una habitación de hotel, darse una ducha, comer y dormir siquiera un par de horas, porque en el avión poco había podido descansar.

Cuando Yuki solicitó un cuarto, Shuichi aguardó junto a los elevadores del lujoso edificio. Era un sitio cálido pero siempre con ese toque sofisticado que Yuki sabía tan bien elegir. Un botones se encargó de sus equipajes y los guió hasta el piso quince, donde les esperaba una cómoda suite.

—¡¿Pediste camas separadas?! —se quejó Shuichi cuando ingresó a la habitación.

Yuki gruñó porque el botones seguía con ellos, y se mostró interesado en la situación.

—No tuve opción —respondió, intentando no dar pie a una discusión. Estaba muy fastidiado como para ello. Un molesto dolor de cabeza se había ganado por llorar y por la presión del viaje y todos los sitios que había visitado durante la mañana y parte del mediodía.

Vio a Shuichi hacer un puchero mientras le daba propina al botones por su servicio y cerró finalmente la puerta. Se tendió sobre la cama y se quitó los zapatos. A lo lejos, escuchaba los remilgos de Shuichi y lo que parecía ser el sonido de la ducha. ¿En qué momento se había metido al baño?

Había estado tentado a hacerle compañía, pero la cabeza le bombeaba y sentía el cuerpo molido. Y dudaba que Shuichi estuviera de humor para bañarse juntos; no después de haber pedido camas separadas. Y lo había hecho porque no pensó que a Shuichi le fuera a importar demasiado; después de todo, no tenían pensado pasar la noche allí.

Yuki cerró los ojos por unos momentos; sólo quería dejarlos descansar un rato, pero finalmente se quedó dormido, y no lo supo sino hasta cuando escuchó a Shuichi llamarlo y deambular por la habitación. Parecía molesto, pero eso a Yuki no le resultaba novedad.

A regañadientes abrió los ojos y los frotó para espabilarse. Se inclinó y vio a Shuichi ya vestido y con una toalla en la cabeza. Desde la otra cama, lo miraba con molestia.

—¿Por qué me ves así? —preguntó Yuki.

—Se supone que deberías de haber pedido comida mientras me estaba duchando. ¡Muero de hambre!

—¿Y por qué coño no la pides tú? —rugió Yuki, reincorporándose de la cama. Ya se había enfadado; finalmente la poca paciencia que poseía se le había agotado.

—¡Porque no sé cómo diantre hacerlo! ¡Sabes que no sé hablar bien inglés!

—Ese no es problema mío, inútil.

—¡Sólo pídela! —chilló Shuichi.

—¡No grites, joder. Me duele la cabeza!

—¡Y yo tengo hambre!

Yuki gruñó, rezongó y se dignó finalmente a pedir servicio a la habitación. Cinco minutos después, los cuales fueron casi una tortura para Shuichi, llegó un carrito con comida; Yuki había tenido la gentileza de pedir variedades de postres y platos que el hotel ofrecía ese día. Con eso, Shuichi no podía quejarse.

Fastidiado, Yuki se metió a la ducha, mientras Shuichi se devoraba la bandeja. «Al menos déjame algo», pidió Yuki antes de encerrarse en el baño. Shuichi sólo le respondió con un «fí» al tener la boca llena de comida; definitivamente comía como un cerdo cuando tenía hambre.

—No tiene modales; es tan bestia —reflexionó Yuki mientras se metía a la ducha y dejaba que el agua tibia refrescara su cuerpo.

Mientras empapaba su rostro y enjabonaba su cabello, sonreía al saber que tenía a alguien como Shuichi a su lado. Con o sin modales, era la persona que pasaría el resto de su vida. Y, aunque eso sonara cursi, era la verdad. Estaba agradecido porque Shuichi lo había escogido, porque así había sido: Shuichi lo había escogido, dejando a un lado todo tipo de prejuicios. Siempre tuvo miedo de confesarle lo que era y lo que había hecho, y cuando lo hizo, estaba seguro que con ello lo espantaría, pero se equivocó; Shuichi fue más tenaz e insistente. Y estaba agradecido de ello, porque le había demostrado que lo amaba por quién era, y por quien había sido, sin juzgarlo en ningún momento. ¿Había mejor demostración de amor que esa? No, no la había; Yuki bien lo sabía.

Una vez que salió de la ducha, se encontró con un Shuichi mucho más feliz. Así era como le gustaba; con esa sonrisa radiante y esos ojos llenos de vida y pasión. Shuichi era un ser apasionado; egoísta y apasionado. Irradiaba energía, luz y vida. Y lo mejor de todo era que eran emociones contagiosas, porque Yuki se sentía igual cuando estaba con él.

—¡Yuki esto está delicioso!

Yuki se dejó caer sobre la cama. Traía puesto un albornoz blanco —cortesía del hotel— y una toalla sobre la cabeza, impidiendo así que la humedad de su cabello empapara la cama en la que se había recostado.

—Más te vale que me hayas dejado algo —sentenció, sintiendo cómo su estómago rugía por algo de comida.

—Claro que sí, ¿por quién me tomas?

—¿Por un tragón?

—¡Yuki!

—Vale, vale. Alcánzame un plato —dijo, acomodándose sobre la cama.

Shuichi se acercó a Yuki con un plato de carne asada con patatas doradas sobre una charola. La depositó sobre sus piernas y lo observó comer con ganas. 

Había un agradable silencio, que sólo era roto de vez en cuando por el sonido del tenedor sobre el plato, y del cuchillo, cuando Yuki intentaba cortar la carne y picotear las patatas. Afuera, el ruido de la congestionada metrópoli llegaba casi como un murmullo a la habitación, ambientando de manera agradable.

—Gracias —dijo de pronto Shuichi en voz baja—. Gracias por entregarte a mí de este modo.

Yuki dejó de comer y lo observó fijamente.

—¿Te emociona verme comer?

—Sabes a lo que me refiero —rezongó Shuichi.

—Ajá... no quiero hablar de eso.

—Está bien. Pero sólo quiero que sepas algo.

—¿Qué?

—Jamás te traicionaré; jamás te dejaré.

Yuki esbozó una sonrisa austera, pero sincera.

—Lo sé —dijo, y continuó comiendo.

 

 

Shuichi habría deseado quedarse un día más para recorrer la ciudad, pero temía que de la nada apareciera Rage con su panda robot y su séquito de agentes igual de dementes que ella. «Los norteamericanos están todos chiflados», se repetía cada vez que recordaba la odisea que había sufrido cuando cayó en manos de XMR.

Su visita a Nueva York no había sido para vacacionar, pero quería visitar la estatua de la libertad y llevarle un recuerdo a Maiko, sin embargo, Yuki a las siete pescó su equipaje y se largó del hotel, tras haber descansado casi toda la tarde.

—Ni siquiera pudimos hacernos cariño —se quejó cuando abordaron un taxi que les esperaba a las afueras del hotel.

—Lo haremos cuando lleguemos a casa —respondió Yuki, checando en su cartera los boletos de avión.

Tardaron en llegar al aeropuerto debido al embotellamiento que había normalmente a esa hora en las avenidas de la ciudad, pero alcanzaron tomar el vuelo que Yuki había reservado. Y, tras casi un día completo de viaje, después de abandonar Nueva York, arribaron al aeropuerto internacional de Narita; finalmente habían llegado a casa.

En el estacionamiento del aeropuerto, el Mercedes de Yuki les esperaba. Shuichi se quejaba de lo mal que había dormido en el avión y que el viejo que le había tocado sentado a su lado le había querido meter mano. Yuki lo ignoraba mientras echaba las maletas al portaequipaje; no quiso decirle que se había encargado personalmente de aquel viejo cuando fue en una ocasión al baño.

El camino a casa se desarrollaba de manera silenciosa, a pesar de que les tomaba poco más de cuarenta y cinco minutos llegar a la capital. Shuichi había abierto la ventanilla y de vez en cuando asomaba un poco el rostro para sentir el aire fresco acariciarle la piel. Los cabellos se le alborotaban formando oleadas rosa alrededor de su cabeza, y una sonrisa de satisfacción había adornado sus labios.

—Echaba de menos este aire —dijo, luego acomodarse nuevamente en el asiento y estirarse cual minino—. Es bueno estar en casa.

Yuki no respondió porque estaba encendiendo un cigarrillo en ese momento. Junto con el regreso a Japón, también habían vuelto sus vicios. Ahora sólo le faltaba llegar a casa e ir directo al congelador por una fresca y espumosa cerveza.

Lo sucedido ayer le resultaba un tanto confuso. Algunos  momentos estaban borrosos en su memoria, otros, terriblemente nítidos. Y aunque por un lado se sentía avergonzado y triste, por otro notaba una indescriptible sensación de alivio. No podía decir que el haberse sincerado de aquella manera con Shuichi hubiera borrado todo lo que Kitazawa le provocaba cada vez que lo recordaba o visitaba su tumba, pero por primera vez en su vida, se sentía verdaderamente libre.

Oyó que Shuichi suspiraba con placer e imaginó satisfecho la sonrisa que habría dibujada en sus labios al divisar el edificio en el que vivían.

El auto se adentró por una pequeña calle; una vez en ella, Yuki fue aminorando hasta llegar a la entrada del condominio. Con naturalidad enfiló el camino del aparcadero, deteniéndose en el espacio reservado para su Mercedes por ser residente del edificio. Descendieron del auto y Shuichi se encargó esta vez de descargar el equipaje.

Era un sitio agradable y muy apartado del bullicio capitalino. Era ya la segunda vez en ese año que se mudaban debido a los paparazzi. ¡Como fastidiaban! Eran la comidilla de la prensa por su relación y exitosas carreras profesionales. A Yuki no le gustaba el acoso, mucho menos hacerse más famoso por escándalos que la misma prensa inventaba. Shuichi en cambio, no tenía mayor problema, aunque siempre se mostraba tímido —pero sólo un poco— y reservado cuando en las entrevistas televisivas le preguntaban por su fastuosa relación con Yuki Eiri.

En completa calma abordaron el elevador. Dos minutos después, ya estaban en el piso de su penthouse. Yuki sacó la llave del piso, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta.

—¡Hogar, dulce hogar! —exclamó Shuichi mientras ingresaba a la propiedad con rapidez, arrojando lejos sus tenis.

Yuki le siguió, un tanto divertido. El olor característico de su casa le asaltó de manera agradable. Todo estaba tal cual lo recordaba. Shuichi fue directamente al living, tiró las maletas a un costado del sofá y se tendió  boca abajo sobre el mueble.

—¿Qué vamos a cenar? —preguntó de pronto, mientras encendía el televisor para buscar algo entretenido que ver—. ¡Ah! Y no creas que olvidé lo que me prometiste en el hotel: no haríamos cariñito al llegar. No te vas a librar esta noche.

Yuki intentó replicar, pero cuando se agachó para quitarse los zapatos, se percató de un pequeño sobre blanco tirado en el suelo. Curioso, lo levantó y buscó algún remitente; sólo encontró su nombre escrito con un marcador negro en una caligrafía poco clara. Lo abrió y leyó el contenido del único papel doblado en dos que yacía en su interior.

Una amarga y pasmada expresión se dibujó en el rostro de Yuki al leer lo que aquella carta contenía escrita con letras recortadas de revistas y periódicos. Y sólo era capaz pensar que se trataba de una asquerosa y muy desagradable broma:

«Tú lo tienes todo; yo no tengo nada. Te despojaré de lo que más amas para que sepas lo que se siente perderlo todo.»

 

...Continuará...

 

Notas finales:

[1] Green-Wood, situado en Brooklyn, Nueva York, es el cementerio más importante y más grande de la ciudad. Se inauguró en 1838 y fue declarado monumento Histórico Nacional por el Gobierno de los Estados Unidos.
Muchos lo definen como un «cementerio paisajístico». Su diseño victoriano y sus jardines, con estanques y colinas, le confieren aquel solemne título.


Aclaración: esta historia es nueva.


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