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Das Haus por Marbius

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Exageraciones; esto nunca pasó…

A LOS OCHO, CASI NUEVE

 

—No –las manos de Bill temblaron en su regazo al decirlo, pero se mantuvo firme al hacerlo.

—Vamos, Bill –gimoteó Andreas al rogar una vez más por aquello—. Si no, no podremos jugar –chantajeó lo mejor posible en su burdo intento por convencerlo.

Bill se mordió el labio conteniendo las ganas de llorar por lo que a sus ocho años de edad sentía que era lo peor: tener que ser la mamá en el juego.

—Pero Tomi será el papá –negoció con la voz temblando. Se pasó el brazo por la nariz sucia antes de colocar su condición final—, y no quiero usar falda –puntualizó al ver el mantel que Doris, la prima de diez años de Andreas, cargaba.

—Bebé –le golpeó ella al pasar, pero no hizo más.

Pasando el fin de semana en casa de los abuelos de Andreas, Bill pensó que era la mejor idea jamás inventada antes. Su madre los había dejado ir a él y a Tom por tres días anteros y desde una semana antes Bill brincaba en la cama de la emoción.

Así había sido hasta que al llegar se dio de bruces con la sorpresa de que Doris también iba a pasar un par de días con ellos y que la opción de desaparecerla del universo conocido no era posible.

—Tomi –susurró a su gemelo mientras enfilaban rumbo al enorme patio trasero en línea recta dado lo estrecho del espacio entre la casa y la cerca—. Pst, Tomi… —Le llamó de nuevo, haciendo que se detuviera de golpe y estrellándose en su espalda—. ¿Vas a ser el papá, verdad?

—Bebé tonto –recibió como respuesta, lo que le hizo mordisquearse más los labios con ansiedad.

Siguiendo el camino, llegaron al patio trasero que como siempre por colindar con un terreno sin dueño, estaba lleno de maleza hasta por encima de sus cabezas. El bosque, que se extendía más allá de lo que con su corta figura podía vislumbrar, por fortuna se encontraba al menos a 100 metros de distancia.

Con especial temor, Bill tenía miedo de todo aquello que pudiera vivir en el bosque; no sólo arañas del tamaño de gatos o bichos de todo tipo, sino también de cualquier criatura que se escapara del parámetro de lo normal. Hombres lobo, duendes malvados o incluso la cabaña de alguna bruja que como en el cuento de Hänsel y Gretel, se los comiera después de meterlos al horno.

Sólo pensarlo le producía una desagradable sensación en el vello de la nuca, por lo que evitando mirar en dirección hacía el bosque, tomó la mano de Tom que resopló pero no lo soltó, ambos siguiendo a Andreas y a Doris a la pequeña caballa que el Opa de Andreas les había construido el verano anterior.

—Bien, la historia es esta –dijo Doris con voz chillona. Al instante se ganó el ceño fruncido de Bill, que para nada la soportaba, pero lo ignoró—: Tom vive con Bill que es la mamá de Andreas –remarcó con saña al ver que Bill odiaba representar roles femeninos—, pero no es feliz. Trabaja en una oficina como ejecutivo y yo soy su secretaria –sonrió al ver a Tom que le ponía atención y continuó—: Tom me dice como no soporta vivir con Bill y que odia a su hijo, así que los abandona para vivir conmigo.

—Eso es estúpido –dijo al instante Bill. Estando tan reciente la separación de sus padres, le dolía aquella trama tan tonta. De cierto modo, tampoco quería ser separado de Tom.

—Se parece a la novela que ve mi mamá en la tarde –comentó Andreas al recordar la misma trama: hombre de treinta que abandona su familia por una aventura con su secretaria 10 años más joven y mucho más bella.

—No importa –se cruzó de brazos Doris—. Vamos a jugar –y sin darles oportunidad de respingar su copia barata de juego, tomó a Tom de la mano y se lo llevó a la caja de arena que estaba al otro lado del jardín.

—¡Tomi! –Gritó Bill al ver que su gemelo se iba sin oponer resistencia—. Ugh –masculló cuando Andreas tironeó de su camiseta para entrar en la pequeña casita.

Una vez adentro, Bill resopló aire al ver que por todos lados había telarañas. La última vez que habían estado ahí fue meses atrás y el lugar estaba cubierto por una patina de polvo bastante gruesa.

—Odio a Doris –dijo de pronto al abrir la pequeña ventanita que este año le quedaba un poco más a su altura y mirarla con Tom. Sabía que era malo decir eso de alguien porque su madre había dicho que aquello lastimaba a los demás, pero lo que en verdad deseaba era justamente eso.

Doris, con sus diez años recién cumplidos, lo trataba mal y en su opinión, sin razón. Siendo que por el contrario siempre trataba de abrazar a Tom y comportarse como una tonta a su lado, todo tomaba un matiz inexplicable porque eran gemelos. La única razón podría ser que Tom fuera mejor y él el peor…

—Mamá, tengo hambre –dijo Andreas.

Dentro de la pequeña casa apenas había lo indispensable para jugar: un par de sillas, una mesa en la que ya no se podían sentar; en una esquina un viejo horno que el año pasado sirvió para jugar.

—Hum… —Murmuró Bill, aún con la vista pegada en Tom.

—¿Y si comemos algo de la canasta? –Preguntó Andreas. Para darle realismo al juego, solían atracar el refrigerador como piratas, aquello en palabras de la Oma de Andreas, y comer galletas, fruta y zumos como en un día de campo.

Bill sólo asintió.

Colocando el mantel que Doris pretendía fuera una falda para Bill sobre la mesa, sacaron un plato de plástico, un empaque de galletas y cuatro jugos, pero tras pensarlo un poco, Bill retiró uno.

Se sentaron a esperar a Tom, pero en vista de que no aparecía, Bill se asomó por la ventana a gritarle.

—¡Tomi! –Alzó la voz al tiempo que saludaba con una mano. Tom, al verlo, sonrió. Doris por el contrario se posicionó con más fuerza en su brazo evitándole cualquier movimiento.

—¡Así no se juega, Bill! –Chilló al ver que Tom se la sacudía de encima y empezaba a caminar rumbo a la pequeña construcción.

Bill ni siquiera se tomó la molestia de contestar. Para él, en ese pequeño mundo era la hora de la comida así que abriendo la puerta de su casa, abrazó a Tom que correspondió su efusividad rodeándole completamente la cintura para darle un giro completo sobre sus pies como Gordon, el nuevo novio de su mamá, solía hacerle.

—Tardaste mucho –le susurró abrazándose con más fuerza por el ligero mareo que le dio dar más vueltas de las necesarias. Sonrojándose, agregó—: La cena está lista… Cariño…

—No, no, ese juego está mal –gruñó Doris, que acercándose a grandes zancadas, ya estaba enseguida de ambos—. Se supone que no quieres a Bill y que te vas a fugar conmigo –y al decirlo tomó su mano para arrastrarlo.

—Tom nunca me dejaría –balbuceó Bill tomándole de la otra mano y tirando—. Él y yo siempre estaremos juntos, tonta.

—Bill, es un juego –dijo Andreas sin atreverse a mirarlo a los ojos. Comiendo una galleta de las de la mesa, se la tendió en afán de tranquilizarlo, pero de un manotazo Bill se la tiró al suelo.

—Si no sabes jugar, mejor vete –puntualizó Doris. Con la cara congestionada del coraje que le daba verlo insolente, extendió un dedo largo apuntando a la casa de los abuelos—. ¡Vete! –Chilló.

—Hey, no es para tanto –intervino Tom. Soltó la mano de Doris, más no la de Bill y aquello empeoró la de por sí delicada situación. Doris se enjugó el rostro con la manga de su suéter y en tres zancadas corrió en dirección al bosque.

Pasaron un par de minutos en los que comieron galletas y bebieron de su jugo antes de considerar que el berrinche de Doris estaba llegando a un punto peligroso. En palabras del Opa de Andreas, aquel bosque era tan peligroso como el de los cuentos y adentrarse era una cosa prohibida terminantemente. Por tanto, nunca lo hacían.

—Doris tarda –comentó Andreas sacudiéndose los restos de galletas de los pantalones y atisbando la figura de su prima por entre los árboles.

Mmm… —Dijo Bill sin mucho interés. Con lo grosera que era con él, no podía sino desear que no regresara, pero su conciencia le dio dentelladas y lamentó mucho el haberlo pensado. Si estaba herida, lamentaría por siempre haberle deseado algún mal—. Podríamos ir a buscarla –sugirió no muy seguro. Alrededor, las sombras se posesionaban con más fuerza por el terreno. En un rato más caería la noche y lo último que quería era ir en búsqueda de Doris.

—Yo voy –dijo Tom poniéndose de pie y con valor dando pasos hasta encontrarse en los lindes del par de árboles que marcaban el inicio de un sendero—. Voy a mirar un poco, sino no regreso en cinco minutos, llamen a Opa –y sin más empezó a caminar.

Andreas miró rumbo a la casa de los abuelos con esperanza de ver alguna señal de ellos, para con alivio ver que la puerta trasera se abría y su Oma le saludaba.

—Andreas, ¿Y los demás? –El aludido miró alrededor y lo que encontró fue soledad absoluta… Ni Doris, ni Tom a la vista, mucho menos Bill…

 

Tropezando con el desigual terreno, Bill soltó un chillido agudo al caer y sentir un agudo dolor en las manos. Aterrado, creyendo que cualquier simple ruido era algún demonio que lo quería comer, se arrastró hasta el cruce de dos árboles en donde se agazapó y ocupando el menor espacio posible se tapó las orejas, cerró los ojos y comenzó a llorar quedamente.

No le faltaron fuerzas para maldecir a Doris a quien culpaba de su lamentable estado, pero más que eso, lo que le preocupaba era no encontrar a Tom. Siguiendo lo que creó era el camino que su gemelo había tomado, se encontró horas después en completa oscuridad gritando su nombre y el de Doris sin recibir nada que no fuerael ruido de los crujidos de las ramas a sus pies como respuesta.

Venciendo su terror inicial, abrió los ojos para casi irse de espaldas ante la visión de un par idéntico a los suyos sólo que de color rojo que parpadearon una vez antes de mostrarse más cerca. Mordiendo su mano hasta sentir el metálico sabor de la sangre, pugnó de su garganta para no gritar antes de sentir contra la espalda el áspero tronco del árbol en el que se apoyaba.

Creyendo que iba a ser mordido, que aquello iba a doler o peor, que no veía una manera posible de salir ileso de aquello, soltó una tenue carcajada al ver con un poco de luz de luna que a lo que tanto miedo tenía era un conejo negro que posiblemente estaba más aterrado que él mismo.

—Chus, me asustaste –le regañó queriéndose dar valor con aquel tono—. Vete a tu casa –le amonestó—, tu familia debe estar preocupada por ti.

Lo vio saltar y desaparecer en la negrura de la noche con un fru-fru de arbustos que ya no lo asustó tanto.

Poniéndose de pie, enfiló de nuevo por el sendero un par de metros más hasta dar con una temblorosa figura que lloraba a un lado del camino. Agachándose para tocarla, descubrió que era Doris.

—¿Bill? –Musitó ella al pasarle los brazos por los endebles hombros y estrecharlo. Bill arrugó la nariz porque Doris olía mal; se había orinado del miedo y por lo tanto estaba húmeda y helada—. Tengo miedo –admitió con voz queda—. Lo siento, Bill, lo siento mucho…

Bill se limitó a acariciarle el cabello enmarañado y repleto de hojitas de árbol.

—¿No has visto a Tom? –Preguntó con miedo de escuchar una respuesta que no le agradara. Si Tom seguía en el bosque, lo sentía mucho por Doris, pero tendría que buscarlo tanto si quería acompañarlo como si no.

—¿Tom? No, no –negó llorando con más fuerza—. Quiero ir a casa. No he visto a Tom…

—Ya. –Bill se mordió el labio. Decidir aquello le costó mucho, pero la idea de permanecer quietos le atormentaba si la posibilidad era que Tom estuviera herido en algún lado y él permaneciera sin saberlo. El dolor de estómago que la idea le producía le aguó los ojos más que en su anterior encuentro con el conejo, pero no evitó que se pusiera en pie y arrastrando a una reticente Doris con él, la llevó de la mano por el mismo sendero.

Esperaba saber como llegar…

 

Andreas fue el primero que los vio llegar, pero apenas dio voz de alarma, el primero en llegar a los lindes del pequeño bosque fue Tom, quien corriendo a su encuentro, abrazó a Bill con todas sus fuerzas casi hasta hacerlo caer.

—No esperaste los cinco minutos –le recriminó apenas la emoción le dejó hablar, pero en su tono no había ningún reproche. Sólo alivio de volverse a encontrar.

Bill lo examinó con ojos grandes y atentos a un rasguño en su mejilla, al desorden en su cabello repleto al igual que el de Doris, de hojarasca de los árboles. Su ropa rasgada a la altura del hombro, quizá explicando la lesión que se dejaba adivinar en el brazo. Coincidiendo con Doris, estaba húmedo, pero por lo que dedujo de las manchas parduscas en su pantalón, era lodo.

—Perdón… —Repitió una y otra vez hasta que Oma los envolvió en una enorme cobija y los condujo al interior de la casa enjugándose ella misma un sin fin de lágrimas tanto de alivio como de consuelo de que todos estuvieran bien de regreso en casa.

Opa, que entró a la cocina un par de minutos después aún con la linterna en la mano, suspiró de alivio al ver a todos los chicos sentados a la mesa y tomando chocolate caliente de grandes tazas multicolores.

Con todo su sentimentalismo de abuelo, sintiéndose también pariente de los gemelos, se limpió un par de lágrimas, repartió besos y abrazó a Oma dándose cuenta de lo importante que eran todos para él.

 

Tarde esa noche, Bill se arrastró a la cama de Tom en donde se coló por debajo de las cobijas con anhelo de un poco de calor. Haciéndose bolita y con los pies helados apoyados entre las piernas de Tom, no le sorprendió en lo más mínimo encontrarse después comprimido en un abrazo tibio de manos calientes que subían y bajaban por sus costados.

—Doris está durmiendo con Oma y Opa –comentó Tom—, y ahora tú duermes conmigo.

—Doris tiene miedo, yo sólo tengo frío –dijo categóricamente Bill. Hablando con honestidad, es que también estaba un poco asustado de lo ocurrido, pero lo que en verdad le hacía falta era Tom. Necesitaba su consuelo para poder dormir esa noche sin pesadillas.

—Bebé –le picó entre las costillas Tom y Bill se retorció.

—También… —Se mordió los labios—, vine por mi beso de buenas noches, cariño… —Exhaló aire tibio en la curva del cuello de Tom, para a cambio recibir un cambio de posturas que lo dejó yaciendo de espaldas con Tom encima.

—No me digas cariño. –Arrugó la nariz—. Mamá llama así a Gordon.

—Vine por mi beso de buenas noches, Tomi –repitió Bill, esta vez con una voz tan suave como el par de labios que rozaron los suyos en un segundo de tiempo y se apartaron—. En la mejilla, en la frente, no… Ahí –susurró incrédulo de lo que su gemelo había hecho.

Inclinándose de nuevo, Tom repitió sus acciones a ambos lados de su cara, uno por cada mejilla sonrojada; subió a su frente para dejar un beso ahí también y finalizando, se agachó en sus labios para dar un nuevo beso que esta vez duró un poco más.

—¡T-Tomi! –Tartamudeó. Tocándose los labios con la yema de sus dedos, rodó debajo de su cuerpo para cubrirse con las cobijas por encima de sus orejas que en esos momentos ardían de vergüenza—. ¿Por qué fue eso? –Murmuró desde su lugar, no muy seguro de obtener una respuesta satisfactoria; no tanto porque Tom no se la pudiera dar, sino porque de pronto la que quería recibir era extraña a lo que suponía correcto…

—No sé –respondió Tom. Hurgando entre los pliegues de la ropa de cama, abrazó a Bill por atrás y apoyó la barbilla en su hombro—. Cuando estás casado lo haces.

Bill tragó con dificultad. —¿Lo dices por la casita?

Tom asintió. –Eres mi esposa, Bill. –Carraspeó—, y jamás te abandonaré a ti o a mi hijo Andreas…

Bill se giró para encararlo.

—Andreas no es nuestro hijo –se pasó la lengua por el labio inferior, probando a Tom y su chocolate caliente en el proceso—, pero soy tu… Esposo.

—Esposa –corrigió Tom sin burla. Para él, aquello tenía valor.

—Ok –Bill rodó los ojos—, tu esposa. Ahora a dormir.

—¿Un último beso, mi amor? –Susurró Tom, para luego recibir los labios de Bill contra los suyos en un tercer beso que duró mucho más que los anteriores.

—Claro que sí –se sonrojó Bill—. Duerme bien, cielo.

—Descansa, cariño –y con un último bostezo, ambos cerraron los ojos para dormir…

 

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