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Mutti por Marbius

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Notas del fanfic:

Disclaimer: Nada me pertenece, excepto lo original.

Las abuelas

 

—No, no –refunfuñó Gustav por tercera vez en lo que iba de la mañana, al pasar con prisas por la cocina y ver que los gemelos cortaban mal las papas—. Rebanadas primero, luego lo hacen en cuadritos.

A Bill los ojos estaban que se le salían de sus cuencas. –No importa, Gus, ¡es para el puré de papa! Puedo picar los trozos con forma de estrella si me da mi regalada gana, porque de todos modos van a convertirse en puré. ¡Puré! –Enfatizó, sudando la gota gorda con el esfuerzo.

El rubio estaba a punto de replicar cuando un asunto más importante atrajo su atención: Corriendo por la casa aún en ropa interior, Ginny y Gweny hacían que Georg y Bushido tuvieran una carrera por ellas rumbo al segundo piso. Las pisadas que parecían elefantes caminando sobre su techo se lo confirmaron.

—Dios –murmuró el baterista al sentarse en la primera silla que encontró y pasarse la mano sobre el abultado vientre—. Esta boda va a ser un total desastre, ugh. Sabía que debía esperarme a que naciera el bebé, o mejor, no hacer nada. ¿Para qué casarme? El puré de papas es una premonición de que todo, absolutamente todo, va a salir mal.

—Vamos, no seas pesimista. El puré de papa no predice el futuro –tarareó alegre Bill al seguir en su labor. Por mucho que renegara de estar trabajando en la cocina, no tenía nada que envidiarle ni a Georg ni a Bushido. Las gemelas podían ser la peor pesadilla de cualquiera en el solo intento de ponerles los zapatos. Ni hablar de los vestidos con holanes que el rubio había elegido para ese día con zapatos de charol a juego, porque ponerles la ropa, sería suicida.

En palabras de Gustav, tenía todo que ser perfecto, con todas sus letras.

Y no era para menos siendo que ya era miércoles y el viernes se celebraba la boda.

Gustav se presionó las sienes con más fuerza de la necesaria, antes de estremecerse de nueva cuenta al oír un golpe sordo en el rellano de las escaleras. —¡No brinquen los escalones! –Gritó más por costumbre que por verdadero interés.

—Gus, son tus hijas –jadeó Bushido al recargarse en el marco de la puerta de la cocina, en una mano una calceta blanca y la otra apoyada en su costado—. Ya no estoy tan joven para correr detrás de menores de edad. Te toca.

—Vemos las canas –se burló Bill al sacarle la lengua.

—Y yo a ti las arrugas pero no digo nada –replicó el rapero con acidez—. Como sea, ayuda. ¡Ayuda! –Gimoteó muy a su pesar. Por fortuna o por desgracia, Gustav era el único que podía controlar a sus nenas cuando comían azúcar y ése, era uno de esos días en los que su intervención era necesaria.

—Bien, las voy a vestir yo, pero… —Alzó un dedo firme ante Georg, que tirado en el suelo, se aferraba a los tobillos de sus hijas, y también a Bushido que aceptaba hasta limpiar los sanitarios de toda la casa con un cepillo de dientes con tal de no lidiar ni un segundo más con las gemelas en estado hiperactivo—. Quiero que ayuden en la cocina. Si se les quema el jamón del horno, esperen mi ira.

—Anda, si sólo vienen tus suegras, no es para tanto –bromeó jocoso Bushido al aceptar un delantal con florecitas que Gustav había recibido el día de la madre y ponérselo de buena gana. De nuevo, todo era preferible a tener que cuidar de las gemelas luego de verlas comer un tazón completo de cereal azucarado.

—Uhm –respondió Gustav. Quizá no; Clarissa y Melissa siempre eran una visita agradable, especialmente porque ni criticaban la casa, ni cómo criaba a sus hijas, muchos menos se entrometían en su vida personal u opinaban en ella. En su labor de abuelas, programaban visitas una vez al mes, llegaban con dulces y regalos y pasaban un buen tiempo. Todos salían ganando.

Ah, pero Gustav no se iba a conformar con eso. No porque fuera codicioso, sino porque ésa no era una ‘visita normal’. En exactamente cuarenta y ocho horas iba a darle el ‘sí’ en matrimonio a Georg ante familiares, un selecto grupo de amigos y sus propias hijas, por lo que quería todo perfecto.

Georg había bromeado al decirle novia-monstruo ante los repentinos desplantes de Gustav en torno a la decoración (nada que no fuera blanco y azul; ni una pizca de colores cálidos o el ambiente se iba a arruinar), la comida (un menú nuevo; ¿era educado preguntarle a los invitados si preferían pollo o pescado en lugar de sólo hacer el pedido?), la bebida (no más de dos botellas por mesa a menos que fueran conocidos de los que estuviera seguro no vomitarían en las flores; Gustav adoraba la jardinería y nadie iba a tocar sus rosas), los invitados (nada de parientes raros, tampoco prensa y ni hablar de traer a la tía Evchen que esa mujer era capaz de proseguir con su discurso en contra de los matrimonios gay sin importarle que era su sobrino el que se casaba) y la vestimenta (todos de traje formal; las gemelas impecables so pena de hacer rodar cabezas, bajo el riesgo de todos que debían velar por ellas), pero se había abstenido de ello al recordar que Gustav estaba embarazado y que entrando a los ocho meses de embarazo, podía ponerse frenético sin motivo. Lo mejor era tenerlo feliz sin alterarlo demasiado.

Sandra ya les había advertido que las emociones fuertes estaban prohibidas y que en la Luna de Miel mejor no se excedieran a menos que quisieran regresar al hospital en lugar de la casa.

Difícil petición si se tomaba en cuenta que Gustav se encargaba de todo con su acostumbrada precisión, al mismo tiempo que soltaba palabrotas dignas de un marinero, dando órdenes a diestra y siniestra de cómo quería que quedara todo al final.

Terminando de vestir a las niñas, porque éstas sí se dejaban si era Mami la que les arreglaba, soltó un suspiro largo antes de consultar el reloj en la pared. Marcaba dos horas antes del mediodía y una tarde para que Clarissa y Melissa se presentaran, ambas asegurando que iban a llegar juntas a las nueve.

Conociéndolas, iban a aparecer en cualquier momento, sonrientes y felices con la vida, presumiendo que de camino a la casa de Gustav habían encontrado un ‘lo-que-fuera’ que tuvieron que ir a mirar sin excusa ni pretexto. Lo mismo había pasado en el bautizo de las gemelas, del cual ellas dos se habían perdido gran parte al llegar con el cabello desordenado y la ropa fuera de su lugar porque en sus palabras ‘un irresistible impulso de ir de picnic poco antes, había acabado no tan bien’. Gustav no había ni querido preguntar, a sabiendas de que dos mujeres que rondaban los cincuenta años de edad y que para nada eran blancas palomitas, podían meterse en problemas juntas más de lo que nadie podía suponer.

Así que poniéndose de pie y tras revisar que los cuatro hombres de su vida trabajaran con ahínco en la ensalada, el puré de papa, la pierna en el horno y el postre, un pastel de almendras, se dio un descanso.

—¿No llega mi madre tarde? –Preguntó Georg, con un poco de mantequilla untada bajo la barbilla—. Ya debería estar aquí. Dijo que iba a llegar a ayudar –murmuró al seguir moliendo las especies que iba a usar para sazonar la comida.

—Clarissa dijo que iban a venir juntas –respondió Bushido, al meterle un dedo al pastel y saborear el relleno. Recibió a cambio una patada en la espinilla por parte de Bill, que apenas aprovechó que el rapero se inclinaba a frotarse la zona afectada, repetía sus acciones, extasiado de lo delicioso que estaba el turrón.

Gustav los vio con una sonrisa en labios.

Sonrisa que se le borró al recordar la infinidad de tareas que tenía por delante. Ir por la ropa a la tintorería, confirmar con la florería su pedido, recibir al servicio de renta de muebles y asegurarse de que acomodaran todo tal como quería… La lista continuaba por el estilo a modo de broma, como un largo pergamino desenrollándose hasta el suelo.

Por fortuna Clarissa le había prometido ayuda y Melissa la había secundado, las dos asegurándole que nada iba a salir mal mientras él las dejara encargarse de todo. El arribo de ambas se esperaba antes que la del resto de la familia por lo mismo, incluso antes que el de la madre y el padre de Gustav, que por motivos de salud, ahora vivían al otro lado de Alemania e iban a hacer acto de presencia el viernes en la mañana luego de un viaje de dos horas en avión.

El resto de los invitados iba a llegar pocas horas antes de la boda, que a insistencia de Gustav, iba a ser al anochecer dado que quería privacidad y en palabras suyas, firmar un papel no requería de más de cinco minutos en total, sólo para darle tiempo a los testigos de leer la letra pequeña en el contrato.

Sorprendiéndose de su propia rapidez, Gustav recordó que la boda se había adelantado por terquedad suya. Asustado de su segundo embarazo, prefería estar casado para la llegada de su tercer hijo y Georg había aceptado de buena gana.

Claro que en tiempo presente, sintiendo como el mundo se le venía encima con los quehaceres pendientes, el rubio apenas si podía recordar la razón de porqué quería casarse en primer lugar.

—Papi, ¿podemos comer pastel?

—No –dijo Georg, pero sus acciones eran otras—. Shhh –les susurró, a ojos ajenos de todos, menos a los de Gustav, que sonrió ante la escena del bajista pellizcando la tarta por un costado y dándole a sus hijas dos pequeños trocitos de pastel—. Ahora vayan a jugar, sin ensuciarse o mamá me hará golpear sus mal portados traseros –les recordó guiñando un ojo.

Quizá por eso… Gustav no podía estar más agradecido de haber encontrado a alguien como Georg para compartir el resto de su vida. No que en un pasado hubiera contemplado la idea del matrimonio con devoción, ni siquiera con interés, pero en tiempo presente y experimentando una sensación dolorosa cada vez que pensaba que por alguna razón él y Georg estuvieran separados, lo único que deseaba era estar junto a él con la promesa de que iba a ser hasta el final de sus días. Que quien se fuera primero le ahorrara el dolor de su ausencia al otro.

—¿No es ése el auto de Clarissa? –Dijo Bill a nadie en particular, pasando desapercibido para los demás, cada uno concentrado en su tarea como si su vida dependiera de ello. En cierto modo sí, porque a la menor falla, Gustav cortaría sus cabezas con un cuchillo oxidado si se atrevían a dejarle grumos a la comida o el sabor no era el adecuado.

—Pues el de la florería no tiene que estar sino hasta dentro de una hora –consultó Gustav su reloj, frunciendo un poco el ceño. Sin error de ningún tipo, tenía que ser Clarissa, obviamente acompañada de Melissa ya que venían juntas.

Decidiendo adelantarse a su llegada abriendo la puerta antes de que sonara el timbre, regla de cortesía que Gustav seguía con reverencial fervor, el rubio casi se fue de frente contra el suelo al tratar de evitar a Frambuesa, que en su loca carrera, salía por la puerta para perros aullando de dolor.

Girándose en sus pies, Gustav abrió grande la boca de sorpresa al encontrar a sus hijas, idéntico gesto culpable en el rostro que ambas llevaban puesto, y que las delataba como las culpables de la huida intempestuosa de su mascota.

—¿Qué hicieron? –Preguntó con su voz de padre enojado. Ambas niñas ya sabían por experiencias pasadas al pintar la pared del pasillo con crayolas, que si Gustav les hablaba así, mejor se esperaran una semana sin televisión y sin postres.

—Frambuesa…

—Jalamos…

—… la cola –corearon antes de soltarse llorando en pequeños gimoteos y correr a la cocina. Gustav alcanzó ver como Ginny se pegaba a Georg y Gweny a Bushido.

—Pequeñas tramposas –suspiró, más preocupado de que la perra se hubiera ido a refugiar en las flores. Temía por sus gardenias que con tanto amor regaba a diario.

Abriendo la puerta, no fue precisamente lo que encontró. Ni remotamente.

Abrazadas casi con desesperación y unidas por los labios, Clarissa y Melissa se besaban con pasión.

En shock por la impresión, Gustav sólo atinó a desmayarse.

 

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