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Trato por jaguar_et_quetzal

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Notas del fanfic:

Hace mucho que no publicaba nada. Y encima rara vez escribo fics serios, pero éste rondó mucho tiempo en mi cabeza, inspirado en relatos de Lovecraft. Espero no decepcionar.


Por cierto, en "Género" lo correcto -creo- sería "Terror" y no "Horror", pero en fin

Notas del capitulo:

Mmm.....no sé porque aparece eso de serie....

La sangre brotaba espesa y salada, los restos de piel, hueso y carne temblaban inexorablemente con frenesí en un cuerpo que convulsionaba por momentos en contorsiones grotescas hiriendo aún más los músculos desgarrados, el sudor frío se mezclaba aquí y allá con restos de sangre salpicada o proferida, un sudor que hablaba de titánicos esfuerzos pero también del pavor padecido; su boca estaba ya seca y pastosa, y de su garganta profundamente lastimada, escapaban leves gemidos como un residuo de los gritos estremecedores que le fueran arrancados por un dolor inenarrable, y en la piadosa inconsciencia apenas encontró alivio a su traumática realidad.

 

 

   Había escuchado del asunto, entre rostros pálidos y aguzados por un terror primitivo y heredado descubrió un secreto milenario, guardado celosamente por cuanto su espeluznante naturaleza le confería; pero él tenía una ventaja respecto a los secretos y los susurros bien cuidados, él leía sus mentes escarbando entre el temor y la resistencia, predominantemente en el temor en esta siniestra y peculiar ocasión. Su curiosidad casi ociosa se convirtió en interés genuino cuando el pánico se volvió casi palpable y el trajinar diario se vio claramente resentido, y esto no era solamente en el Reikai. Le habían dicho que no intentará nada, que las cosas tenían un principio y un fin o al menos siempre había sido así para el alivio del mundo no humano, y tenían la anhelante y desesperada esperanza de que así siguiera siendo.

   Por su parte, los demonios más viejos se habían estado retirando silenciosamente de escena, aún de los más fuertes se dejaba de tener noticia, ya no se les veía por ahí, luchando contra otros o defendiendo lo suyo, simplemente se eclipsaban poco a poco como una hibernación pactada, aunque totalmente fuera de lo común. Pero él era joven, apenas un youkai parvulario frente a aquellos antiguos, y en su ingenuidad no era capaz de concebir la magnitud de la amenaza ancestral, no, para él se presentaba un reto interesante, un digno adversario en cuyo enfrentamiento ganaría experiencia, fuerza y poder; y en su característica arrogancia no dudó en considerar la reacción de aquellos viejos demonios como una muestra de cobardía e inferioridad.

   Había acudido a las fuentes que quedaban accesibles, dado que todos aquellos que debían de saber se movían en una especie de preparativos fatalistas y los días transcurrían como una cuenta regresiva hacia una tragedia especulada y simbólica, porque realmente nada había sucedido hasta ese momento. Empero, se encontró con una reticencia generalizada a develar algo más que las advertencias casi persignadas de un puñado de demonios que en otros tiempos fueran magnánimos señores de vastas tierras, en tanto que ahora se mostraban discretos y precavidos como los patéticos humanos. Fue Yomi, uno de los demonios que contemporáneamente se considerará una de las más temibles y poderosas fuerzas del Makai, quien le habló con un poco más de claridad revelándole la identidad de esta monstruosa entidad y de su abominable alcance ante la sorpresa y desconcierto del menor, pues éste se negaba a creer tales exacerbaciones acerca de aquella sobrevaluada aparición que, si bien no era un solo ser, sino que se contaban por miles, poseían un tamaño ínfimo, irrisorio ¿cómo podían compararse a todos los grandes oponentes clase S que había enfrentado? No obstante Yomi se mostraba grave, sus palabras describían historias macabras de desapariciones, locura y muerte a partir de leyendas prohibidas, y sólo su posición emblemática como uno de los tres Grandes impidió que el miedo traicionara su voz. Un último aviso fue lo que le escuchó cuando dejaba atrás al youkai ciego, una advertencia que sonaba a amenaza de su boca aún digna y provocadora, pero había sido tan parecida a lo que ya antes escuchara que terminó por desdeñar; “No te metas en su camino”, le dijo.

   Esa fue toda la información que pudo conseguir, del resto de demonios sólo obtuvo impresiones difusas de rumores distorsionados por el tiempo y en el Reikai, en cambio, estuvieron a punto de encerrarlo a fin de impedir que cometiera la insensatez de seguir adelante, lo cual no hizo más que estimular su interés ya crecido. Intencionalmente evitó acudir con el Youko, a pesar de que sus conocimientos probablemente le serían de mayor utilidad, porque seguramente él trataría también de persuadirlo a desistir en su temeraria empresa; estúpido zorro y su contraparte humana, le había hecho débil de carácter. Sin embargo se sentía fastidiosamente insatisfecho, los datos le parecieron más bien ambiguos y pobres, pues poco o nada se sabía de su origen y razón, y los relatos se asemejaban más a mitos fantásticos de mentes febriles.

   Habían aparecido antes de que el hombre se irguiera en el Ningenkai, antes que los demonios fundaran dominios y aún antes que el Reikai rigiera con orden en el mundo de los muertos. Surgían de cuevas jamás exploradas, con entradas que daban a  profundos túneles que no parecían tener fin, estas cuevas subterráneas se ubicaban en el corazón de una selva maldita y basta, con frondosos árboles de troncos retorcidos y tupido follaje que encerraba un calor asfixiante, más una siniestra vegetación que se movía a voluntad con una conciencia predadora, por lo cual pocos youkais se internaban en la espesura y ninguno cuerdo lo hacía con la intención de habitar ahí; la fauna se constituía de enigmáticos insectos de propiedades raras y únicas que eran la máxima razón por la cual algunos interesados se aventuraban en la maligna maleza. Fue uno de esos demonios el que encontró las cuevas hacía ya milenios, centrado en su búsqueda, llegó a un punto del que no se poseía referencia alguna y que destacaba por estar marcadamente aislado de cualquier ser vivo, oculto desde el cielo por el espeso follaje de altos y antiquísimos árboles de épocas prehistóricas; una vibración inexplicable emanaba de las sombrías entradas, y al estar cerca, el ruido que alcanzó a percibir le dejó con una impresión que marcaría su vida para siempre, un terrible sonido producido por un número infinito de criaturas en una sincronización espeluznante como una danza de muerte, pero, además, aquella vibración que penetraría en su cabeza hasta lo más arcaico de su cerebro.

   Se decía que aquellas cuevas conectaban con los infiernos, donde habitaban esos entes malditos para uno de los castigos más indeseables y terribles que pudiesen aplicarse a los mayores pecadores; así, su aparición en el Makai en ciertas épocas era una siniestra demostración del enorme poder del inframundo. Pero ni siquiera el Miogokai, considerado el más terrible de los infiernos, dio cuenta jamás de contener criaturas tan horripilantes que hacían estremecer a los propios encargados de dirigir los abismos. Porque su poder era arrollador y su avance implacable, nadie ni nada había podido detenerles, arrasaban con todo lo vivo sin importar su poder, ningún oponente salió jamás con vida ni tampoco aquellos que estuviesen cerca de su camino y destino, el cual insólitamente era por completo desconocido pues tan pronto e inesperadamente como iniciaba la calamidad terminaba, ellas desaparecían en un horizonte ignoto dejando tras de sí devastación total y un gran número de seres trastornados por la experiencia, y el único punto positivo –si podía así considerarse- era el hecho de que nunca se dispersaban, eran como un río rojo, un río de muerte.

   De esa forma jamás pudo confirmar nada, su ubicación seguía siendo un misterio puesto que aquella mítica selva podía encontrarse en miles de lugares tan remotos que fueran abandonados y olvidados fácil e intencionalmente y la vaga referencia de un demonio que terminara sus días perforándose la cabeza con su propias garras dejaba la duda sobre la credibilidad de la historia ¿podría tratarse tan sólo de los desvaríos de una mente enferma? Sumado a esto continuaba siendo un enigma el origen y motivo de existencia; pero todo eso podía quedar de lado, a él le interesaban mucho más sus características y poderes ¿qué las convertía en el terror más grande de la historia del mundo espiritual y demoníaco? Sin embargo ninguna descripción era mejor que otra, todas aludían a un torrente horripilante y voraz, indistinguible en su constitución, con el ruido de miles de indómitos chasquidos.

   Durante días se dedicó a vagar aquí y allá, desesperado por no saber con certeza cuando ni donde aparecerían. “Pronto”, fue la única respuesta, aportada por un decrépito youkai de voz temblorosa y andrajosa vestimenta; recordó su sonrisa casi demencial cuando confesó que ese sería el momento de su gloriosa partida; que pena le resultó su final a manos de una docena de demonios de clase menor que se habían enterado de su real tesoro cuando, en otros tiempos, fuera el señor de Mishra. Y es que el resto del Makai seguía su vida, ignorante de la amenaza.

   

   La tragedia comenzó una mañana extraordinariamente resplandeciente, el calor era pérfidamente alto y la luz irradiaba con una intensidad anormal inundándolo todo, era como una fuerza que incitara a la acción y a la pelea, pero que a la vez impedía pensar con claridad, había una sensación de sofoco generalizada que aturdía los sentidos y algo ominoso invadía el ambiente.

   Hiei sabía con certeza absoluta que ese era el día aún cuando nadie se lo indicara y también tuvo la certidumbre que su búsqueda no sería larga, que se encontraría con el ente conformado por un millón de seres, por un millón de hormigas.

   Así que, contrario a los días pasados, se dedicó a esperar con paciencia, caminando en una sola dirección que invariablemente cruzaría con ellas.

   Y ahí estaba, el río rojo con el sonido de un millón de chasquidos y un avance de muerte; pudo verle desde lo alto de una colina de pendiente escarpada que lo separaba prudentemente del monstruoso afluente del que todas las plantas, animales y demonios, chicos y grandes, se perdían en ese torrente bajo chillidos de terror y angustia. Hiei no comprendía por qué los demonios se acercaban en señal de lucha pero sin exhibir poder alguno, porque irremediablemente eran cubiertos hasta ser reducidos a nada por diabólicas mandíbulas de fuerza descomunal que cortaban por igual piel y hueso, metal o mineral, armas y armaduras. Era un exterminio puro y, hasta entonces, imparable; el joven Koorime las observaba con una mezcla de admiración y repulsión, porque su avance era conquistador e imponente, pero también carnicero y execrable. Sus ojos se perdían en ese caudal tumultuoso de intenciones lóbregas con una fijación casi demencial, podía percibirse, incluso, un brillo de fascinación en su expresión.

   Repentina e inesperadamente su cuerpo se inclinó hacia delante, Hiei apenas fue consciente de ese movimiento involuntario de su cuerpo, como si una fuerza invisible lo atrajera hacia el siniestro aglomerado; su torso no frenaba el cambio y su mano no tomaba la katana, él deseaba acercarse, el peligro de una trampa o una desventaja en combate le pareció intrascendente dejándolo atrás junto a su posición estratégica ¿qué importaba?

   Hiei llegó abajo; de frente al funesto contingente, pudo observar con detalle a aquellos diminutos seres, con sus pequeñísimos ojos compuestos y oscuros, los exoesqueletos de un perturbador carmesí tan parecido a la sangre, sus antenas inquietas y sus mortales mandíbulas abriendo y cerrando sin parar, haciendo el sonido preciso y aberrante de todas las historias recopiladas. Era un monstruo perfecto, que contaba con miríadas de patas y ojos, que poseía una fuerza exponencialmente multiplicada, que cubría y devoraba. ¿Serían capaces de resistir…?

-Hola Hiei- escuchó.

   Un gemido ahogado escapó del Koorime cuando sus pensamientos fueron interrumpidos por una voz que no tenía punto de procedencia.

-¿Quién es?- preguntó en su característica voz firme y demandante, una vez que solventara la sorpresa.

-Hola, Hiei.- repitió la voz.

   Hiei frunció el seño, contrariado e inquieto.

-¿Las hormigas? –inquirió sonando lo más despectivamente posible, sin embargo un temor latente había nacido en lo profundo de su alma.

  El río ya había frenado frente al youkai, a tan sólo un par de pasos.

-Tzicatl noku- fue la respuesta.

-Mentira, –impugnó exaltado- no son más que un millón de pérfidos insectos. –Pero sus insultos eran vanos, porque él sabía lo que era, aún sin entenderlo; porque ellas, eso, lo había llevado hasta ahí esa mañana.

-Muéstralo- oyó a continuación.

  Las pupilas se dilataron, los músculos se contrajeron. -¿Qué?- preguntó tan innecesariamente como antes.

   Las manos se situaron a ambos lados de su cabeza, asiendo la tela que cubría el jagan. Lo sabía. Las manos se movían solas. No, algo más allá las dirigía. Y apareció el zumbido, aquel ruido maldito que había irrumpido en lo más oscuro de su mente, empujándole por llanuras y pendientes, susurrándole palabras oscuras, presentándolo ahora ahí, frente a la criatura milenaria de ávido apetito.

-Queremos verlo.

   Hiei negó frenéticamente -¡Criaturas infernales!- bramó tratando de mitigar la vibración que avasallaba su cordura.

-Ningún infierno– fue la réplica del ente-, yo soy aquel que no muere, Balam Sinik.

   Hiei deseo resistirse con todas sus fuerzas, se maldijo por dejarse llevar hasta ahí sin percatarse de ello, colérico, pero también atemorizado, ¿qué era realmente lo que estaba frente a él?

   La tela desistió dando paso al jagán. Y entonces lo vio claramente.

   Todo el horror que lentamente se había gestado y acumulado en el alma de Hiei desde el momento que se presentará en aquel devastado páramo brotó intempestivamente sobre su conciencia; su ojo demoníaco apreció a la ‘criatura’ en toda su terrible plenitud, como el leviatán dantesco que era, que siempre había sido por los siglos; alargada como un mil pies e infinitamente más voraz y espantosa; de grotescas mandíbulas dispuestas al exterminio, sincronizadas para generar un espeluznante cliqueo; con millones de pequeños puntos luminosos que correspondían a sus ojos, fijos en él de una manera sobrecogedora; y sobre todo, esa maligna y colosal fuerza psíquica que emitía a través de la hórrida vibración, que atraía y dominaba, que consumía la voluntad.

   Ahora sabía por qué nadie luchaba, por qué nadie sobrevivía.

   Pero a pesar de tan nefasta revelación, Hiei se negó a doblegarse, jamás lo había hecho ante enemigo alguno; sin importar qué pelearía.

   La energía de su brazo derecho comenzó a fulgurar por debajo del vendaje, atacaría, se enfrentaría.

-Úsalo- escuchó; las antenas se movieron arrítmicamente con animosidad ¿Acaso era lo que querían? ¿Acaso de nuevo no era su voluntad? ¡Lo era! ¡Lo era! No lo dominaban, lo retaban, sí ¡lo retaban!

   Alterado, iracundo y casi desquiciado, Hiei invocó al fuego negro con el máximo de su poder; deseaba ver arder a ese monstruo blasfemo que aterrorizaba al Reikai y a su propia alma.

   El Dragón cayó en el centro de la roja marea, levantando olas compuestas por aquellos cuerpecillos de miles o millones de formícidos que eran quemados ipso facto por el fuego; sufrirían, demostraría su vulnerabilidad y las exterminaría, eso y más merecían por atreverse a someterlo, porque él jamás sucumbiría…

   Hiei observó anonadado cómo el Dragón se iba extinguiendo y moría dentro del río carmesí, cómo aquellos canales que se abrieran por la energía pronto eran cubiertos por otros cientos de miles de miembros y cómo los exoesqueletos inertes eran consumidos y asimilados de nuevo en el torrente infranqueable y prosaico.

-No es cierto…-balbuceó estupefacto en un hilo de voz.

   Las mandíbulas cliquearon de nuevo, cada vez más rápido, cada vez más fuerte; el calor aumentaba y la luz se reflejaba en ese río viviente como la sangre de todos los muertos. El pánico invadió a Hiei como un vaho húmedo y caliente que cubría sus poros. Y por primera vez deseo no estar ahí, y por primera vez sintió la total y desesperante sensación de la impotencia; porque con su jagan sólo podía ser testigo del inmenso poder psíquico que se gestaba en la abominable criatura de un millón de cuerpos reduciendo su propio poder a nada, porque su intuición le gritaba que no existía técnica factible que pudiera contener a un ser de esas características, su espada parecía inútil y el Dragón insuficiente, sobre un cuerpo que no podía ser cortado, paralizado, envenenado, ni herido de gravedad, aquel que no moría, sólo exterminaba, Chac Uayah Cab.  

   Hiei ahogó otro gemido, el aberrante ejército comenzó a moverse en dirección a él, como una mancha voraz que consumía el espacio, y su cuerpo se hallaba paralizado en ese lugar, aún cuando el corazón latía desbocadamente y la piel exudaba terror en gotas saladas que escurrían por una piel crispada.

   Los siniestros himenopteros se abalanzaron sobre él en columnas como tentáculos ansiosos. Esta vez Hiei gritó con la fuerza de su desesperación, no quería morir ahí ¡No! Con toda la voluntad y el deseo de vida como ímpetu liberó sus brazos tratando de alcanzar la katana en su espalda, pero apenas la hubo tomado, las articulaciones de sus manos adquirieron una dolorosa rigidez y el mango de la espada se deslizó angustiosamente entre sus dedos.

   Las criaturas, con sus mandíbulas carniceras, rasgaban la piel profusamente conforme ascendían por sus piernas inertes. Enloquecido, Hiei convocó de nuevo al Dragón negro cuyas llamas salieron despedidas en todas direcciones sin control, calcinando gruesas líneas del mítico contingente; pero el ataque no diezmaba, hordas de impíos monstruos cubrían los restos en una regeneración inaudita, en tanto que las invasoras subían cada vez más hacia su diestra y más arriba, por el jagan.

   Los gritos fueron estremecedores; como si las llamas hubiesen sido un incentivo y no un embate, la hórrida bestia cubrió su brazo devorando con ansia el tatuaje del Dragón, Hiei podía sentir como penetraban en la carne hasta llegar al hueso y comprendió en su estéril resistencia que no había marcha atrás, el poder de los demonios las nutría y él sería consumido sin tregua;  en aquel ritual milenario, pasaría a formar parte del alimento de esa criatura eterna. Pedazo a pedazo, sentía como su vida era tomada, el rictus de dolor en su rostro ensangrentado reflejaba apenas una parte de lo que estaba sufriendo, y no deseaba morir ¡No! ¡No! Pequeñas perlas negras brotaron de sus ojos rubí que poco a poco se iban apagando; dolor, desesperación, ira, resentimiento, tristeza, todo ello componía a las luctuosas perlas que constituían sus lágrimas, mientras era cubierto por el río viviente.

 

   Despertó, su conciencia tomó lugar sobre unos ojos que lo miraban fijamente, esmeraldas incrustadas en un rostro mortalmente serio pero conocido. No se movió, era una sensación incorpórea como si perteneciera a otro mundo y sólo fuera espectador de éste; había un silencio sepulcral que enmarcaba el contexto y creaba la impresión de una escena congelada en el tiempo, todo parecía irreal y ajeno porque no comprendía lo que estaba pasando, ni trataba, sólo permanecía.

  Hiei estaba confundido, no había temor ni dolor, era como despertar de una espeluznante pesadilla cuyo horror contrastaba con la calma ahora imperante ¿o sería acaso el paso piadoso hacia la muerte?

-Hiei- dijo Kurama y la estática se rompió, como si el tiempo hubiese vuelto a avanzar y él tomara presencia en la realidad. La cabeza de Kurama se ladeó un poco en dirección a él, como si quisiese decir otra cosa sin atreverse; a pesar de lo reservado de su rostro sus ojos dejaron escapar un poco de las sombrías emociones que lo embargaban.

   Sus labios temblaron tratando de articular.

-Estás vivo, Hiei- respondió Kurama para anticipar la frase; hablaba en un tono bajo, confidencial.

   Las orbes de Hiei se desplazaron por la habitación, era un cuarto austero y parco, de paredes de piedras grises y techo bajo, la luz entraba por un cuadrado recortado en uno de los muros, la luz se le antojo cobriza y quimérica.

  Volvió la vista hacia Kurama, sus ojos emitieron una interrogante que el Youko supo captar.

-Nunca me comentaste nada porque conjeturaste que me opondría, ¿verdad? –Sus labios casi insinuaron una sonrisa- Era inevitable, sabía que pasaría. –dijo sin ningún signo de arrogancia o presunción, su voz había sonado más bien comprensiva.

-Vas a recuperarte- dijo con un aliento ralo y a Hiei le pareció que aquellas palabras eran pronunciadas con demasiado esfuerzo por tratar de sonar alentadoras. Jamás había oído a Kurama hablar así.

-¿Qué……pasa?-logró pronunciar Hiei.

-Vas a recuperarte- le repitió, aunque esta vez parecía que lo había hecho más para convencerse a sí mismo.

  Entonces Kurama volteó hacia la puerta, sus facciones adquirieron un gesto adusto sólo un instante antes de mirar de nuevo a Hiei con el semblante apacible que siempre le brindaba. Durante unos segundos mantuvo esa mirada afable, casi conciliadora, pero fija sobre Hiei a quien ese momento le supo eterno.

-Adiós, Hiei- se despidió Kurama y en un gesto de profunda calidez y afección depositó un beso en sus labios.

  Hiei recibió este gesto con una profunda conmoción, una desazón sobrecogió su ánimo y una inquietud se apoderó de él comenzando a agitarse cuando Kurama ya salía por la puerta sin voltear atrás. Fue entonces cuando descubrió su horrible situación, su cuerpo estaba totalmente cubierto por hojas que asemejaban a un tejido delicado pero podía sentir la carne viva bajo ellas, su poder se había acabado quedando débil e indefenso, su jagan había sido arrancado y de su brazo derecho quedaba sólo un breve muñón.

-¡¡¡¡¡¡AAAaaaaaahhhhhhhhhh!!!!!!!!- gritó Hiei dejando salir todo su sufrimiento junto a decenas de perlas que caían por su rostro lacerado hacia el raído e indolente camastro, en un sollozo desgarrador como jamás lo había hecho en su vida, una vida que nunca sería la misma.

 

   Kurama pudo escuchar ese trágico grito, lleno de dolor, aún a través de las gruesas paredes de piedra del castillo de Mukuro, sintiéndolo en su propia alma y con el único consuelo de que pronto se calmaría bajo el sedante administrado en sus labios, el último obsequio; sin embargo su faz no cambió de la extrema parquedad que mostraba al reducido contingente frente a él. Un puñado de formícidos permanecía en el pasillo, en una quietud sobrenatural y perturbadora; Kurama observó con displicencia sus monstruosas mandíbulas que se agitaron un poco cuando el Youko salió a su encuentro.

-Es tiempo, Kurama- escuchó el Zorro demoniaco en su mente.

-Lo sé- respondió neutro. –cumpliré el trato, una vida a cambio de otra.

   Las antenas se movieron animosas, como lo hacían cuando ubicaban demonios poderosos en una especie de tétricas albricias.

-Apetezco tu poder desde hace mil años, Kurama.

   Mil años. Mil años atrás había escapado grácil y astutamente a esa pesadilla; lo había superado, enterándose de quienes no lo habían conseguido ¡que tontos le parecieron! En aquella ocasión su vanidad y orgullo fueron grandes, muy grandes; jactándose de su hazaña, se hizo a sí mismo la promesa de que nunca le atraparían en toda su existencia. Sonrió irónicamente al recordarlo, quién hubiese dicho que tal juramento se rompería en el siguiente ciclo y aún más increíble, que lo haría por voluntad propia.

-Vamos.- Fueron sus últimas palabras antes de comenzar a andar tras la reducida agrupación, tras la pequeña extremidad de aquel monstruo eterno, Tzicatl noku.

Notas finales:

No me gusta "maltratar" personajes, sólo que no podía haber otro final.

Algunas palabras para nombrar a la entidad están basadas en el Maya, porque me enorgullece ser de México (y estamos en el mes patrio).

 

Si a alguien no le gustó por la razón de arriba, lo(a) entiendo, a mi tampoco me gustan los finales....mm...tristes.

Si a alguien le pareció chafa, pues.......que el vamos a hacer.....

Gracias!


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