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El pinchazo del Escorpión por neomina

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Notas del fanfic:

Tanto los personajes como la historia original pertenecen a Masami Kurumada y Toei Animation.

Notas del capitulo:

Esta historia la escribí para el cumpleaños de una amiga. Ella tenía el capricho de verlos "jugando" con agujas y a mí se me ocurrió esto :P

El fic ya tiene más de un año, pero justo hoy, hablando con otra persona acerca de piercings y tatuajes me acordé de él.

             Una figura oscura se dibujaba contra sus párpados cerrados. No sabía cuándo había recuperado la consciencia. Tan sólo unos segundos atrás estaba hundido en la mullida oscuridad del sueño. Las brumas del mundo onírico empezaban a retroceder. Parpadeó repetidas veces hasta poder distinguir a quien tenía delante. Era Camus, por supuesto. Estaba de pie junto a la cama; observándolo a la luz del quinqué.

                -¿Cómo te sientes? –Camus llevaba un rato viéndolo dormir, esperando a que despertara. Le tocó la mejilla y sintió la tibia suavidad de su piel. La fiebre había bajado. Era buena señal.

                -Bien… -Milo se desperezó y la respuesta salió de su boca junto al aire de un incontenible bostezo-. Creo… – se pasó la mano por la frente. La pereza seguía prendida de su voz-. ¿Cuánto he dormido?

                -Más de un día entero.

                -¿En serio? –ni siquiera recordaba haberse quedado dormido.

                Camus se sentó en el borde de la cama. Milo tenía la mirada ausente y el francés imaginó que en esos momentos debía estar manteniendo una encarnizada lucha con sus recuerdos. Sonrió y le acarició la cara para traerlo de vuelta de sus pensamientos.

                -¿Quieres que te traiga algo? –preguntó-. ¿Tienes hambre? ¿Sed?

                Camus no había hecho nada más que tocarlo, pero había sido una sensación tan reconfortante que la niebla de su memoria dejó de preocuparle. Más tarde se lo preguntaría; ahora sólo quería ir junto a él. Se incorporó con trabajo y le pasó los brazos alrededor del cuello.

                -Estoy bien –Milo le mostró una franca sonrisa-. Sólo necesito una cosa, pero eso… Eso nadie puede hacerlo por mí –se apoyó en los hombros del acuariano para ponerse en pie -. Voy al baño –le aclaró antes de darle la espalda y dirigirse hacia la mencionada estancia.

                Se miró en el espejo mientras escuchaba el silbido de la cisterna llenándose. Tenía un aspecto deplorable: el cabello revuelto y los ojos hinchados tras demasiadas horas de sueño, estaba pálido y sentía una agobiante sensación de calor trepándole por el cuerpo. Sacudió la cabeza. Abrió el grifo y, por unos segundos, se dejó envolver por la fresca sensación del agua escurriéndosele entre los dedos. Luego se refrescó el cuello y el pecho con las manos mojadas. Los párpados le pesaban, pero no quería volver a dormirse… Ya había perdido demasiadas horas. Echó una furtiva mirada a la puerta. Camus… Había estado esperando verlo aparecer. Se mordió el labio inferior… Él podría mantenerlo despierto…

                Entró despacio en la habitación. Camus estaba inclinado sobre la mesita de noche Tenía algo entre las manos, pero no podía verlo. Se acercó y lo sujetó por los hombros. El acuariano se volvió y lo miró a los ojos un instante, antes de buscar sus labios. La cálida dulzura de sus besos siempre era un bálsamo para él. Teniéndolo cerca todo estaba bien.

                -¿Qué hacías? –le preguntó, separándose unos pocos centímetros de su boca.

                -El médico te las recetó –explicó-. Tengo que ponértelas.

                -¿Ponérmelas? ¿Qué cosa?

                Camus señaló una bandeja plateada sobre la mesilla y Milo retrocedió un par de pasos cuando identificó lo que contenía.

                -¿Inyecciones?

                -Sí  -al francés le pareció divertida la expresión asustada de su compañero-. Te hacen bien –le aseguró-. Te bajó la fiebre y…

                -No me gustan las agujas –Milo casi gritó, interrumpiéndolo-. No quiero inyecciones.

                -Pero Milo…

                -No. No dejaré que me pinches.

                -Es gracioso…

                -¿Qué? ¿Qué es gracioso? –era la primera vez que no lograba disfrutar de la sonrisa del de Acuario.

                -Es gracioso que precisamente a ti te den miedo las agujas.

                -No me dan miedo –quiso sonar convincente pero le faltaba la fuerza de la verdad-. Es sólo que… Que no me gustan –concluyó.

                -Vamos Milo… -Camus se acercó a él. Milo lo miraba ofendido pero aceptó su avance. Lo abrazó y le dio un rápido beso en la frente-. Será sólo un pinchazo. No voy a…

                ¡No! –lo apartó de un empujón.

                -No voy a hacerte daño –repitió la frase que Milo no le había permitido terminar.

                -¿No hay ninguna pastilla que pueda tragarme en lugar de eso? –Milo rió; intentando transmitirle que no había pasado nada, que todo estaba bien. Camus lo miraba con un gesto que no sabía interpretar. No había querido empujarlo. Rechazarlo era algo que nunca pensó que haría-. ¿Camus? –el silencio del francés comenzaba a inquietarlo en demasía.

                -Ven –le tendió una mano que Milo no dudó en tomar-. Todo va bien.

                Se dejó atrapar por los brazos del acuariano. Con los ojos entrecerrados, como si se encontrase, de pronto, bajo la influencia de un opiáceo, se acurrucó contra su cuerpo.

                -Tienes que ponértelas.

                La voz de Camus lo hizo estremecerse. Intentó alejarse de nuevo. No quería tener que pelearse con él, pero no le dio tiempo. Camus lo empujó. De un único y fuerte empellón fue a parar sobre la cama y, casi al mismo tiempo que caía sobre el colchón, sintió el peso del galo sobre su cuerpo.

                -¡Camus, no! –comenzó a retorcerse en busca de una escapatoria-. ¡Déjame! –una mano se cerró alrededor de su muñeca como una esposa. Intentó soltarse, apartar los dedos, pero Camus le sujetó con fuerza el otro brazo-. ¡Suéltame!

                -No tienes ninguna razón para tener miedo –le susurró-. ¿No confías en mí?

                El tono de Camus era suave, amable… Pero también escalofriante. Milo vaciló. Claro que confiaba en él. Pondría su vida en sus manos, sin embargo… No lograba deshacerse de la sensación de angustia.

                -Por favor… -intentó liberarse una vez más.

                -Sólo será un pequeño pinchazo –los labios de Camus estaban pegados a su oreja y la vibración de la voz contra su oído lo hizo estremecer-. Te prometo que no te enterarás.

                Milo hundió la cara en la almohada. Sentía nauseas, pero creía las palabras del de Acuario así que dejó de luchar. Al cabo de unos segundos notó como Camus se apartaba de su espalda y tiraba de su ropa hasta dejar sus glúteos al descubierto. No se movió; tan sólo apretó los labios cuando escuchó un sonido metálico que le hizo suponer que Camus tenía la jeringuilla en la mano. Respiró hondo, tratando de relajarse, recordándose una y otra vez que confiaba plenamente en el.

                -Relájate…

                Camus le acarició las nalgas y Milo se estremeció con esa sensación que se confundía entre lo placentero y lo perturbador. Giró la cabeza y abrió un ojo para mirarlo. Camus le sonreía con dulzura e, inconscientemente, le devolvió la sonrisa; sintiéndose repentinamente ridículo por su actuar anterior.

                -Camus yo…

                -Shhh … No digas nada.

                El francés depositó la jeringa sobre el colchón, al lado de sus cuerpos y se inclinó hasta que sus labios rozaron el final de la espalda del escorpiano. Milo sintió un escalofrío y, en seguida, la presión de la lengua de Camus intentando abrirse paso hacia su esfínter rectal. Arqueó la espalda al notarlo. En ese momento dejó de preocuparse de la dichosa inyección. Camus recorría la hendidura entre sus glúteos; desde el rosado anillo de su ano hasta la unión con los testículos. Gimió. Sentía entre las piernas el cosquilleo que recorría su aprisionada erección y despegó las caderas de la cama para poder acariciarse.

                Camus volvió a posar las manos sobre sus nalgas; apretando la redondez de su carne prieta y le dio un sonoro cachete antes de deslizar uno de sus dedos por un canal ensalivado y presto a recibirlo. Milo jadeó. Un segundo dedo se adentró en su interior. Camus los movía despacio, hacia delante y hacia atrás; acariciando las paredes de su ano y embistiendo insistentemente contra su próstata, haciéndolo gemir y removerse incesantemente presa de un creciente placer que comenzaba a desesperarlo.

                -¿Listo?

                Ahogó contra la almohada un último gemido cuando Camus retiró los dedos de su cuerpo y asintió. Estaba más que listo.

 

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                -¿Milo?

                Llevaba horas viéndolo dormir. Atento a cualquier cambio en la expresión de su rostro dormido; analizando su estado mientras dormía. Le había comprobado el pulso, la temperatura… Incluso le había levantado el párpado para observar la pupila. Dormía. Dormía plácidamente desde la mañana del día anterior y ya anochecía.

                Una ligera variación en la respiración del escorpiano le hizo pensar que su largo sueño estaba por finalizar.

                -Milo –lo llamó de nuevo. El griego se agitaba inquieto.-. Milo… -lo zarandeó ligeramente hasta que los párpados del mencionado se abrieron con pereza.

                -Camus –Milo susurró el nombre de su compañero muy bajito, como si no quisiese que el otro lo escuchase. El francés estaba inclinado sobre él. La luz tenue de la lámpara hacía que su piel pareciese blanca y lo encontró sobrecogedoramente hermoso. No lograba apartar la mirada de él.

                -Milo, ¿te encuentras bien? –la expresión del heleno lo desconcertaba.

                -Perfectamente –Milo sonrió. Se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí hasta que sus labios se tocaron.

                Camus se dejó atrapar y le dio un largo e intenso beso, deseando olvidar la inquietud de las últimas horas.

                -¿Estabas preocupado por mí? –le preguntó. Después del beso Camus se había quedado callado, mirándolo mientras peinaba con los dedos los mechones de su desordenada cabellera. No le gustaba ser la causa de la preocupación del acuariano, pero no negaría que saberse el centro de sus pensamientos le provocaba un placer especial.

                -Tenías mucha fiebre y has dormido día y medio –Camus le acarició la cara-. Es raro verte quieto tanto tiempo.

                -Entones… Te gusta que me mueva –le dijo, con una mirada traviesa.

                Camus meneó la cabeza.

                -¡Idiota!

                Milo rió y sacudió la cabeza para liberarse de la mano que Camus le había puesto en la cara para no ver su triunfadora sonrisa.

                -Por lo visto, sí estás perfectamente -Camus se había apartado y lo miraba sonriendo-. Esa inyección ha sido efectiva.

                -¿Inyección? –a Milo, la sonrisa se le congeló en los labios al escuchar esa palabra-. ¿Qué inyección? –se incorporó de un salto y se arrodilló sobre el colchón-. ¿De qué estás hablando?

                -De eso –Camus le señaló la mesita de noche-. El médico vino a verte anoche y te las recetó. La fiebre te bajó enseguida, pero aún tienes que… -el escorpiano parecía no estar escuchándolo-. ¿Milo? –lo llamó.

                Milo se llevó la mano al estómago. Algo se agitaba allí dentro. Tenía una inquietante sensación de déjà-vu.

                -Camus… –sujetó entre las suyas una de las manos del acuariano-. No quiero inyecciones. No me gustan las agujas.

                -Pero Milo…

                -No dejaré que me pinches –lo interrumpió. Tenía la clara impresión de estar reviviendo ese momento.

                -¿Pincharte? ¿Yo? –Camus lo miró, perplejo-. Milo, yo no voy a pincharte –el escorpiano parecía inquieto y trató de calmarlo-. Yo no sé cómo hacerlo y podría hacerte daño.

                -¿No lo harás? –se sintió tremendamente aliviado de golpe.

                -No. Claro que no –le acarició la mejilla con el dorso de su índice-. Pero… Es gracioso.

                -¿Es gracioso que precisamente a mí me den miedo las agujas? –Milo se adelantó a sus palabras.

                -Sí… -Camus empezaba a sentirse realmente intrigado-. Dime, Milo ¿qué está pasando?

                El griego le mostró una elocuente sonrisa. Su cerebro había logrado componer la secuencia correcta de sus recuerdos. Se acercó hasta los labios la mano de Camus que aún sostenía entre las suyas y comenzó a chupetear un par de sus dedos.

                Camus entreabrió la boca. Eso no lo había esperado y la mirada juguetona del griego le decía a las claras que pensaba ir más allá. Oyó pasos acercándose por el pasillo; le hubiera gustado ignorarlos pero no podía; sabía que esas pisadas terminarían por desembocar en el cuarto.

                -Milo, no. No podemos –sacó sus dedos de la boca del escorpiano que lo miró decepcionado-. Ahora no –explicó-. Alguien viene.

                -¿Qué? ¿Quién? –Camus miraba hacia la puerta y él lo hizo también.

                -Es hora de tu inyección –le dijo Camus,  con una sonrisa compasiva-. Ademia viene hacia aquí.

                -¡Adem… -el nombre se le atascó en la garganta-. Camus, esa mujer me da miedo.

                -Ya… A mí también –admitió.

                Ademia era  la enfermera del Santuario desde antes de que ninguno de los que allí vivían podía recordar salvo, tal vez, el Patriarca. Era una mujer grande como una montaña, con la voz más grave que cualquier hombre y con más apetito, también.

                -Buenas noches.

                La voz aguardentosa de la mujer los sorprendió a ambos, que sólo acertaron a inclinar levemente la cabeza, respondiendo a su saludo.

                -Bien. Me alegra verte despierto, jovencito. Eso es buena señal –dijo, fijando en Milo su mirada bovina-. Ahora, date la vuelta.

                Escuchar eso fue peor que cualquier golpe que nunca le hubieran dado. Resopló e hizo lo que le había pedido. Verla preparar la jeringa sólo conseguía ponerlo más nervioso. Se recostó de medio lado y buscó algo de tranquilidad en la siempre serena mirada de Camus, pero el de Acuario no lo estaba mirando.

                -Esperaré fuera –Camus no sabía cómo interpretaría la mujer su presencia allí y pensó que lo correcto sería dejarlos a solas.

                -¡No! –Milo no quería que se fuera y aunque hubiera deseado no decirlo tan alto ya estaba hecho, pero qué más daba-. Quédate –sus ojos suplicaban.

                -Sí… Quédate… -Ademia sonrió-. El muchacho parece asustado; podrás darle la mano.

                Ninguno dijo nada, sólo se miraron en silencio intentando no enrojecer. Camus dio la vuelta a la cama, se acuclilló frente a Milo y entrelazó los dedos con los suyos.

                Mientras, la enorme enfermera había bajado el pijama de Milo y pasaba un algodón empapado en alcohol por un pedazo de su piel.

                -Será mejor que te relajes, muchacho –le aconsejó, dándole un cachete-. Te dolerá menos.

                -¡¡Joder!!! –Milo apretó con fuerza la mano de Camus. No le había dado tiempo ni a respirar. La aguja se clavó en su carne en tensión, haciéndole ver las estrellas-. ¡Maldita vieja malnacida! –farfulló entre dientes.

                Camus miró a la mujer. Estaba seguro de que tenía que haberlo oído tan claramente como él, pero su rostro no mostraba ninguna emoción.  Tan sólo cuando hubo terminado de recoger sus útiles de trabajo se volvió para mirarlos.

                -Volveré en doce horas, jovencito –señaló a Milo con el dedo-. Y, por cierto, he oído lo que has dicho acerca de mi edad y mi nacimiento. Hablaremos de ello en nuestra próxima cita.

                Ambos compartieron una mirada inquieta mientras escuchaban las risas de la mujer alejándose por el corredor.

                -Prométeme que no me dejarás solo con esa mala bestia –Milo sujetó el brazo de Camus con ambas manos y lo miró con ojos suplicantes en busca de una confirmación a su ruego.

                -Milo, no seas exagerado –a pesar de la desesperación en la voz del griego no pudo contener una sonrisa-. No habrá sido para tanto –aventuró.

                -¡¿Qué no?! –gritó-. Creo que esa especie de animal con ropa me ha hecho otro agujero en el culo.

                Esta vez fue Camus quien rio con ganas.

                -¡Oye! –Milo lo empujó-. No te reirías tanto si se tratase de tu derrière* -usó un tono demasiado agudo para pronunciar la última palabra. Sabía cuánto le molestaba a Camus que usase su lengua natal para burlarse de él.

                -Vale, vale… Lo siento –se disculpó-. Procuraré ser más considerado con tu trasero –se levantó del suelo, donde había terminado después del empujón de Milo y fue a sentarse sobre la cama-. Pero creo que tú también deberías disculparte con Ademia; todavía te quedan inyecciones que ponerte y no te conviene tenerla de enemiga

                -Me disculparé, pero no estoy seguro de que no vaya a volver a insultarla –Milo se frotó la nalga del pinchazo-. Me dolerá un mes entero.

                Camus se mordió la lengua. Iba a volver a decirle que exageraba, pero sabía que no era buena idea. Decidió que, por esa vez, lo dejaría quejarse cuanto quisiera. Al fin y al cabo, estaba enfermo y tenía derecho a una dosis extra de comprensión, así que no dijo nada más, simplemente se tumbó a su lado y le pasó un brazo por la cintura.

                Milo le sonrió y se acurrucó contra él. Volvía a tener muchas ganas de dormir. El ritmo pausado de la respiración de Camus lo arrullaba mejor que cualquier canción de cuna. Aún tenía que contarle el inquietante sueño del que habían sido protagonistas, pero, en ese momento, se sentía demasiado a gusto como para querer moverse siquiera.  Por la mañana. Se lo contaría por la mañana…

 

FIN

 

*Aclaraciones:

-derrière: trasero, culo.

 

                

Notas finales:

A Milo le tocó probar de su propia medicina... Espero que no me lo tenga en cuenta :P


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