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Incierto por AkiraHilar

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Notas del fanfic:

Dedicatoria: A mi gemela hermosa, la que me escucha, me cela, se enoja y luego se ríe, la que sabe hasta mis más asquerosos pensamientos, la que me soporta en mis estados más fríos y las que pese a todo lo imperfecta que soy: me adora. Yo también la adoro a ella :3
Comentarios adicionales: .Surgió de repente…

Recordaba que él no soportaba el calor. El tiempo que tenía viviendo en el lugar no había sido suficiente para dejar de lado la sensación de estarse quemando por el sol griego. No podía sencillamente obviarlo, el sudor era una evidencia palpable del clima y como le afectaba. Aquello le molestaba, el sudor creaba mal olor y una inexplicable sensación de humedad que le incomodaba demasiado.

De nuevo agitó su capa para tratar de conseguir un poco de aire fresco y sacudió sus sandalias llenas de arena amarilla. Hacía poco Milo había estado de un lado a otro enfrentando a Aioria a “muerte” por el nuevo lugar al lado del último santo. Todo porque quería estar más cerca del rubio niño que llegó de la India. Él no entendía como Shaka podría estar tranquilo en la sombra del árbol, sentando en la tierra, con ese calor. Él estaba sofocándose aún entre sus vestiduras. No entendía en si porque nadie parecía asfixiarse.

En algún momento cuando el atardecer llegó y comenzaba a comerse el día, él empezó a sentirse de nuevo más fresco. Debía admitir que era placentero cuando llegaba la noche en el santuario, porque el clima se enfriaba y él tenía menos malestar. Suspiró logrando que su cabello se sujetara sobre su cabeza para tener menos calor. Cualquier cosa que ayudara a aliviar esa sensación sencillamente era bienvenida.

Grecia es un país con un clima mediterráneo. No tenía nada que ver con las heladas planicies de Siberia, donde había recibido su entrenamiento. Esa tierra era amarilla y tenía un sol dorado que fungía en lo alto y no se iba hasta la tarde. Tenía a su vez la brisa marina que traía entre sus brazos algunos hojales secos, los mismos que se quedaban pegados en su cabello, en el de Shaka, Milo y por último Afrodita, quien era él que más renegaba porque se enredaban y hacía nudos con sus bucles. Hasta ese tiempo, también había aprendido un poco a estar con ellos, con cada uno de esos compañeros que pronto sería parte de la armada dorada, de los santos que protegerían. Cada uno siendo distinto a su manera. Pero sinceramente no había entablado mayor relación, ni siquiera con el carismático niño de escorpio que parecía perseguirlo con las mismas ansias que perseguía a Shaka.

Si lo pensaba con detenimiento, estar en ese lugar le había obligado a enfrentarse a las condiciones más absurdas de sobrevivencias. Primeramente el cambio de temperatura, y luego el cambio de ambiente en general, a nivel emocional. No estaba acostumbrado a los bullicios, ni a los ojos que le escrutaban en cada movimiento. No estaba acostumbrado a responder preguntas ni a dar explicaciones. Poco era lo que hablaba, y se sentía cómodo de esa manera. Al menos desde la llegada de Shaka no se sentía tan solo en ese respecto. Porque considerando que el rubio prácticamente no hablaba, él era conversador.

Bufó. Aquella noche de luna llena que tanto esperaba le había dado un respiro para el calor veraniego en el santuario. Tuvo tiempo de sentarse en una de las murallas destruidas del santuario para ver algo que, debía admitir, era hermoso, quizás más de lo que le gustara mencionar. Se trataba de cómo la luna bailaba con las olas en la costa del mar Egeo.

Sin demasiado protocolo se sentó recogiendo sus piernas, con el típico traje de entrenamiento que aún tenía, ahora seco de sudor. Con una codo en su rodilla, sostuvo el filo de su mandíbula a su mano pegajosa y herida para quedarse prendado de la forma en la el reflejo se movía entre el oleaje. El lugar a su vez era bastante privilegiado, porque además de verse por completo la costa, el viento frío le hacía sentir bien.

Suspirando se echó hacia atrás dejando sus pies colgados en la roca. Sus manos se elevaron por un momento en un espacio que parecía de pura meditación. A decir verdad, sentía sus músculos cansados por todo lo que significaba poder controlar el cosmos. Era un desgates físico al que tenía que ponerse a prueba, sobre todo por el peso de la armadura. Moverse con ella puesta significaba un reto que debía superar, y ya solo en un par de ocasiones había comprobado cuan alto era.

De un momento a otro sintió que la soledad en donde se había escondido fue invadida por un cosmos, de forma violenta y repentina, ni siquiera dándole tiempo a prepararse. Se levantó de inmediato dejando que su cabello cayera tras su espalda y le sorprendió el brillo dorado que estaba muy cerca de él. Aparecía y desaparecía en cuestión de pestañeos, era como si parpadeara frente a sus ojos. Camus se había quedado perplejo viendo la pequeño figura cubierta de oro desafiando todas las reglas físicas del tiempo y espacio.

Dejando la pereza a un lado, se puso de pie para sacudir el pantalón de su uniforme y verlo mejor. Quería entender quien podría ser, quién de los niños que practicaban con él. Ninguno le había visto una muestra igual de talento. En si, al único que conocía capaz de moverse en dimensiones era al Santo de Géminis pero incluso a él le tomaba su tiempo. Este que estaba frente a sus ojos parecía moverse con tal agilidad que debía haber alguna velocidad mucho mayor que la de la luz.

Cuando pensó que no era posible más sorpresa, aquella figura se transmutó en el aire frente a su rostro y le apareció de frente en cuestión de segundos. El galo mantuvo la compostura, aunque su asombro era evidente en su expresión. Pudo ver de cerca como se formaban entre las partículas doradas la piel blanca, el cabello claro, los dos grandes y expresivos ojos verdes y sus pestañas abundantes, aunque su atención se deslizó directamente a los dos puntos violetas que tenía en la frente. Pronto había un niño de algunos centímetros menos que él.

Tenía la armadura dorada. Quizás, era de los más jóvenes en tenerla. La tenía puesta y visiblemente se podía ver que estaba acostumbrado a ella.

—¿Te asusté?—la voz del pequeño resonó con suavidad en el espacio que separaba ambas frentes, el suficiente para que un mechón de su cabello le hiciera cosquillas en la nariz.

—No—el pequeño dorado sonrió, como si por un momento su mente era un libro de dibujos a su disposición.

—Siberia—

—No esperé verte aquí.

El dorado de la onceava casa le abrió espacio en la pequeña cabaña del lugar. Siberia era un ambiente gélido, de condiciones infrahumanas. Las ventiscas eran parte de los días y con suerte podías disfrutar en algunas temporadas del sol. Lo único que te ofrecía es un escarchado cielo aterciopelado y un suelo de blancas puntas que si no estabas preparado con buenas botas te lastimarían la piel, o la quemarían. Siberia era un desierto de hielo, un lugar en el mundo donde todo podía llegar a ser extremadamente blanco.

Camus ya estaba acostumbrado a ese ambiente. Había vivido gran parte de su vida justamente allí, no fue mucho el tiempo el que vivió en el santuario y solo iba en algunas oportunidades en que la situación lo ameritaba. Pero su piel, sus sentidos ya estaban listos y preparados para vivir cómodamente en las amplias dunas de hielo siberiano. Allí había entrenado antes de ir a esa tierra soleada, y allí había entrenado a sus dos pupilos, uno de los cuales no volvió a ver. Ahora el portador de Cisnes, Hyoga, se había retirado para ir ante al santuario recibiendo su llamado.

El galo no vio necesidad de participar con su presencia en el lugar. Si era sincero, trataba de evitarla. A veces era imposible evadir el deber, pero había ocasiones como esas que con unas disculpas bien adornadas podía evitar el ir a Grecia.

En varias oportunidades Milo le reclamó por medio de misiva esa actitud. Incluso, había tenido la osadía de argumentar que se trataba por él, aunque estaba muy lejos de la realidad. Si Camus podía extrañar algo celosamente del santuario era a su amigo, que pese a todos los inconvenientes y a veces desaciertos de la edad infantil, conforme fueron creciendo se convirtieron en camaradas, grandes amigos que compartían más que travesuras.

De todos modos, por muy cercano que fuera Milo de él, había algo que no había podido confesarle. Sus dudas al patriarca era un campo velado y una información que solo mantenía para su uso personal. No podía hacerlo porque conocía a su amigo, el heleno era fiel más que al patriarca, a la orden de Atena, era fiel a su vez a los principios. Tenía tan alta definición de honor que estaba seguro que no aceptaría que mencionara palabra alguna en contra del sumo pontífice si algo en que basarse. Y hasta ahora tenía conjeturas, puras conjeturas: dudas, acertijos pero nada que diera una prueba certera.

—Desde hace tiempo que no nos hemos visto, Camus de Acuario.

Y allí estaba una de las piezas del enlodado acertijo que parecía estar escondido entre las bases del santuario: Mu de Aries.

Al momento que Mu abandonó el santuario, el inmediatamente supo que algo estaba mal. Había un agujero en todo lo que era lógico con tal abandono porque la misma casa de Aries resintió la ausencia de su santo. Luego, conforme fueron pasando los años, se fueron incrementando sus preguntas cuando Mu rechazaba de forma amigable cada una de las reuniones oficiales con el patriarca.

Según Aldebarán, él estaba viviendo en la torre de Jamir, ocupado en la reparación de armaduras. Aún así, no creía que esa fuera la misión de un santo de oro de su rango y poder, porque estaba seguro que Mu estaba entre los más diestros dorados, capaz de poderse enfrentar a los poderes ilusionistas a la altura de Virgo y Géminis. Para él, era solo un espejo. Mu se había exiliado o lo habían exiliado, ¿cuál de las dos aseveraciones podría ser la correcta?

Observándolo después de más de una década, podía comprender que los años no habían pasado en vano para los dos. La diferencia de altura de ese entonces había aumentado tan solo un poco. Ahora eran dos hombres, con destinos totalmente opuestos pero llamados a un mismo ideal, con virtudes discordantes y con pensamientos que para ese momento eran inciertos.

—Deja de pensar—Mu le sonrió mientras apretaba un poco más la bufanda que colgaba de su cuello. A su indumentaria normal le había agregado un grueso abrigo que le había regalado Aldebarán en uno de sus cumpleaños. Camus frunció levemente el ceño y se cruzó de brazo antes de detenerse cerca de la mesa de madera.

—No estoy pensando—aseveró el francés, a lo que el tibetano con una sonrisa puso en duda. Para ese momento el rostro de Camus se puso alerta.

—Lo haces, te estoy oyendo.

Había escuchado en sin fin de oportunidades el poder que tenía Mu en la mente. Había algo que lo diferenciaba claramente de los otros dos signos ilusionistas —porque Cáncer no generaba ilusiones, el literalmente te abría las puertas del infierno— y era que Virgo y Géminis basaban su poder en un conjunto de imágenes inyectadas directamente a tu cerebro al punto que las creías reales. No conocía a otro santo que pudiera generar algo así al nivel de ellos, eso en cierto modo lo ponía por encima de la mayoría. Sin embargo, Aries tenía el poder de leer tus pensamientos, lo que significaba una clara desventaja. ¿Cómo enfrentarte a alguien que sabe de antemano a dónde vas a atacar?

Esa habilidad hacía a Mu alguien de cuidado. Precisamente por eso le incomodó su visita aunque exteriormente no lo mostrara. Más allá de que fueran compañeros o no, Mu tenía la habilidad de desenterrar lo que él había estado guardando por años. Inaceptable.

Camus sabía que poco podía hacer ante ese poder, aunque lo intentaba. De algún modo buscaba provocar una barrera mental que lo defendiera de la profunda mirada del menor, de manera tal que no quedara expuesto. Mu veía todo aquello y prefería no poner cuidado. Sabía que su compañero solo buscaba defenderse.

—¿Has vivido tanto tiempo aquí?—preguntó Mu mirando el lugar, lo precaria que eran algunas de las instalaciones. Camus tenía apenas lo indispensable para subsistir, una chimenea, algunas ollas, algunos muebles de madera y muchos abrigos para calentarse al dormir, entre pieles y telas—. Es más pequeño que en donde vivo.

—Al menos tiene una puerta—las palabras y su pensamiento salió de forma fluida, provocando que Mu volteara para luego reír. Camus pensó que el comentario sería tomado de forma ofensiva, sin embargo había estado equivocado.

—Cierto, eso me aventaja—¿pero para qué él necesitaba una puerta si podía atravesar las paredes con solo pestañear?—. Exacto, por eso no tengo una.

Camus giró su rostro un tanto molesto al notar que efectivamente su pensamiento había sido oído. Aquello resultaba incomodo, era como si tuviera que medir a cada una de las palabras incluso antes de que salieran de su boca. Pensaba que justamente ahora Mu debía estarlo oyendo, y que si seguía interpelándose, Mu sabría todo lo que pensaba de él. Era una clara invasión a su privacidad, algo que debería ser catalogado como un delito. ¿Cómo alguien podrías estar tranquilo de ese modo? Su rostro lo mostró, se forró de pura indolencia mientras lo miraba tan fijo que Mu sintió que el aire se había aún más gélido. Sus ojos parecían esparcir en la nada polvo de hielo.

—Lo lamento—se disculpó el invitado cerrando más su abrigo- No era mi intención incomodarte.

—Lo has hecho.

—Aunque lo dudes, puedo controlarlo—agregó en su gesto unos labios fuertemente cerrado indicándole que no tenía nada que decir—. A lo que me refiero, no es que escuche todo lo que ocurre a mí alrededor—el silencio del francés decía con bastante claridad cuál era su petición, aún si la pensaba—. Ya no oiré más.

No había nada que le garantizara aquello, pero los ojos de Mu puestos en él parecían ser transparente. No había tampoco signo para pensar que buscara burlarse de él, por lo cual tampoco podía argumentar que era alguna mala broma. Todo era incierto.

Camus suspiró y renegó antes de rodar con una de sus manos la pesada silla donde se sentaría. Lo hizo con algo de elegancia, cruzando sus piernas cubiertas por el pantalón de entrenamiento y las botas de piel. Se tomó el tiempo de pasar una mano por su cabello lacio y dispersar algunas partículas heladas que se habían prendado de su cabello cuando abrió la puerta. Actuó mientras pensaba que era lo que debía esperar de esa visita.

Tardó algunos minutos más para que Mu usando su telequinesis moviera la otra silla y se sentara cerca de la chimenea, seguramente en busca de calor. La madera crepitó frente a ellos y las llamas danzaron indolente al frío, mientras algunos fugaces destellos iluminaban la piel del visitante. Camus tenía que admitir que muchas cosas habían cambiado entre ellos durante ese tiempo, pero contrarío a lo que pensaba, no podía sentirse amenazado con Mu, aún sabiendo sobre su poder. Él despedía una calma que le contagiaba hasta el más oculto atisbo de duda de su cabeza.

Se preguntó porque razón había ido a buscarlo, porqué no traía tampoco su armadura. Ese hecho le hacía pensar que no venía a luchar. Ahora más que interrogantes alimentadas por la desconfianza, surgían por la curiosidad. ¿Qué había movido al antiguo pupilo del sumo pontífice a ir a buscarlo?

—Ha pasado mucho tiempo…—quien cortó el silencio había sido el venido de Jamir—. Demasiado tiempo.

Estaba seguro que Mu, en sus palabras, tenía velado el sentimiento nostálgico del encuentro.

—Quizás 12 o 13 años.

—Quizás…—percibió como un mechón se movió sobre su pómulo blanco y dada la posición podía denotar bien el perfil mientras este se entretenía dibujando las figuras del fuego.

—¿Por qué te fuiste, Mu?—por fin había podido formular una de las preguntas que se había hecho por años.

—Pregunta algo más sencillo de responder.

—¿Porqué viniste?—interpeló rápidamente, asombrándose por la repentina necesidad de respuesta que tenía de él. Mu le sonrió como si hubiera hecho la pregunta correcta.

Pese a lo que pudo pensar al inicio, la sonrisa no significó que le daría contestación de manera inmediata. Mu se tomó su tiempo. Jugó con sus manos frotándolas para tener algo de calor. Bailó con una sonrisa liviana en sus labios. Miró los detalles de la chimenea y hasta se dio el lujo de recoger mejor su cabello mientras pensaba. Hizo todo aquello conocedor de la atención que Camus ponía en él, esperando atentamente una explicación que justificara su llegada a ese helado lugar. El francés tampoco se molestó demasiado por hacerlo esperar, en sí podría decir que disfrutó la espera tanto como la compañía, porque en medio de los exhalares blancuzco que se percibían de su aliento en la cabaña, Camus era un hombre que pasaba demasiado tiempo solo.

El de Tibet se puso sobre sus pies entonces, dejando que sus mantos volvieran a cubrir las sandalias que aún traía puestas de las montañas. Se paseó con indolora lentitud hasta la mesa de madera y tomó entre sus manos una frágil taza de porcelana que yacía helada sobre los ásperos ornamentos de barro. Sus dedos delinearon la figura con algo de atención, sintiendo a su vez el interés de Camus de seguir cada uno de sus pasos.

—Tu discípulo ya fue llamado por el Santuario, y hay rumores que será enviado a Japón—le habló con malsana suavidad—. El viejo maestro y yo hemos concordado que todo esto es parte del destino.

—¿Destino?—Camus frunció un tanto su entrecejo mientras lo escuchaba.

—El viejo maestro y yo también hemos llegado a la conclusión de que tu exilio tiene razones justificables, Camus, que ciertamente has notado que algo ocurre en el santuario.

La soltura con la que Mu hablaba, con pausa, no hacía justicia para el delicado tema que estaba tocando-. El punto áspero que de ser llevado de forma descuidada podría desatar una guerra de los mil días. Es ese punto que había evitado a cualquier costa incluso de su mejor amigo y Mu lo hablaba con alguien como él, que podría pasar perfectamente como un desconocido. Le miró determinado intentando encontrar la respuesta a ello. Si era que Mu le había leído lo suficiente como para estar seguro que estaba de su lado, aunque él no estaba en ninguno.

—¿Tus razones también son justificadas?—se levantó el asiento para acortar la distancia y comprender aún más el misterio que Mu traía entre sus manos. Notó el modo en que miraba la taza y se quedó en una distancia prudencial, observándolo. Mu dibujó una melancólica sonrisa.

—Todos tenemos nuestras razones.

—¿Cuál es la tuya?

—Una pregunta más fácil—murmuró el tibetano levantando la mirada verde hacía él.

Incierto…

Todo en Mu era incierto.

Y lo que empezaba a ver en él, lo era. Lo que comenzaba a sentir, también.

—El anciano maestro me ha dicho que debemos prepararnos—incierto—. He venido a avisarte de ello.

Colocó la pieza de porcelana sobre la madera y deslizó sus dedos con lentitud hasta delinear algunas líneas de la mesa con sus yemas. La atención del francés estaba en es, en los movimientos de sus dedos, en la forma de sus manos, en cómo sus uñas se amoreteaban por el frío.

—Que él momento ha llegado.

—¿El momento para qué?

—Pronto lo sabrás.

Camus tenía los ojos fijos en la mano sobre la madera. Por alguna razón notaba los dedos apenas entumecidos por el frió, las cadorcidades seguro por el trabajo con las armaduras. Las manos de Mu era lo único en él que no era delicado y suave como se veía su semblante. Sus manos eran la muestra de su mayor labor y de su estilo de vida. Comparándola con las suyas, las manos de Mu se veían descuidadas.

Unas manos acostumbradas a la soledad. Unas manos acostumbradas a la oscuridad. ¿Qué había hecho que Mu abandonara su templo?

“¿Por qué no le confiaba el secreto?”

Antes de que pudiera meditarlo, había sujetado con una de sus manos la que Aries tenía languideciendo sobre la mesa. Apoyó su cadera contra el mueble y su mirada subió a su rostro, notando que Mu había girado su rostro a él llevado por el toque.

Los ojos de Mu eran demasiado puro, demasiado transparentes. Traslucían dentro de los la más sincera verdad, sin un rastro de enmendaduras. Pero había algo dentro de él, algo que él podía verlo desde una menor distancia. Podía traducirlo entre los miles de colores que se esparcían por su iris. Podía sentirlo ínfimamente dentro de su cosmos.

Mu le mantuvo la mirada pero contuvo la respiración, y aquello le pareció extrañamente irónico. Recordó que más o menos, 13 años atrás, habían estado en esa posición él uno del otro. Frente a frente, escudriñándose con la mirada, reparando que habían dejado de pasar aire entre ellos. Sin decir nada, escudriñándose, buscando entre ellos secretos incuestionables, buscándose con el afán de conocerse. El mismo que seguía imperturbable en el tiempo.

—Me alegra verte—sonrió Mu mientras lo miraba, él le apretó la mano—. Solo sabía de ti lo que Aldebarán decía.

—Yo no sabía nada de ti—eso pareció un reclamo, tenía que admitirlo. Mu lo miró por un momento denso antes de sonreír una vez más.

—He estado bien—soltó su mano, deslizó sus dedos por entre su palma hasta dejar el vacío—. Sé que fue repentino, pero así tenía que pasar.

Como si fuese una disculpa, el santo de Aries se acercó a él para abrazarlo, posando sus manos por su espalda y dejándolo por el momento inmóvil. Así tenía que pasar, destino. Esas frases de Mu que daban a entender que solo había un solo camino le helaban la piel, que tomando en cuenta el clima en donde estaba era de denotarlo. Esas frases se podían tomar como inevitables.

¿Qué fue lo que pasó?

¿Qué era lo que les esperaba?

Tomó su cuerpo liviano y también le abrazó, respondió el gesto escondiendo su nariz por su cabello. Lo único certero en ese momento era que lo había extrañado. Lo único cierto, es que Mu había sido el centro de todas sus divagaciones. Por él empezaron sus dudas y por él quería respuesta. Se había quedado prendado al candor de sus ojos desde esa tarde entre las ruinas del santuario.

—Mu…

Y luego, de repente, Mu desapareció. En un pestañeo.

Quizás llevado a ese recuerdo, Camus lo apretó con más fuerza impulsado por su corazonada. Le apretó cuidando no asfixiarlo y sintió que Mu respondió muy bien a ese gesto, amoldándose a la calidez de su cuerpo. Sintió que había querido hacer eso desde hace mucho, que era un deseo que se había quedado en algún rincón de su vida, por allá, lejos de todo lo que consideraba ahora su deber.

—Cuando todo esto que dices acabe, ¿me lo dirás?—su mirada estaba fija en aquella puerta de madera que no quería abrir más, no mientras él estuviera allí.

—Cuando acabe lo sabrás todo.

Por primera vez ambos sintieron que las cosas estaban en su lugar, que algo en su vida estaba en su destino. En ese momento, no había asomo a dudas. Entre la calidez del abrazo y el compás calmado de su respiración, se dejaron llevar por la suave, melodía de la brisa helada que golpeaban las ventanas y el fuego que consumía la madera. Se permitieron un momento donde con ojos cerrados volvía a aquella tarde donde se habían encontrado. Donde no había misterios, donde la vida era una infantil colección de momentos memorables. Donde el destino era claro y alcanzable, como las estrellas en sus manos.

En el presente, en medio del abrazo, todo era tan veraz y tan incierto que cuando se separaron suavemente, sin entender o buscar razones, sus labios se juntaron.

Se besaron.

Lenta, fugaz, sutilmente. Camus besó hasta los átomos dorados que se esparcieron en el cielo.

Notas finales:

Un fic que me gustó mucho cmo surgió. No es una pareja famosa, estoy segura que si, pero es linda y me agradó usarla. Espero les guste.


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