Abro los ojos. La luz tenue del amanecer se cuela entre las rendijas de las contraventanas. Suspiro. Ya es por la mañana y yo deberé partir.
Mis párpados aún pesan y se empeñan en cerrarse pero me esfuerzo en mantenerlos abiertos y acostumbrarme a la insuficiente claridad. Me giro hacia ti; con cuidado, muy despacio… Esta cama es demasiado pequeña para los dos pero la incomodidad bien merece la pena. No quisiera despertarte; pocas son las veces que puedo contemplar la serenidad de tu rostro dormido. Sonrío. Ahí estás. Abrazo tu cuerpo desnudo a mi propia desnudez y espero. Sé que no tardarás en despertar.
Ahora son tus pestañas las que parecen querer despegarse y yo cierro mis ojos antes de que puedas descubrirme. Me quedo muy quieto y aguardo a que me des los buenos días.
Tus labios se posan sobre los mechones de flequillo que me cubren la frente en un beso leve y, de pronto, me siento preso de una tentadora idea pero me contengo y te dejo continuar.
Con suavidad te deshaces de mi agarre y te levantas de la cama para reavivar el calor del arcaico brasero que recuperas del fondo de tu armario cada vez que te visito para, enseguida, ocupar tu anterior posición en la cama junto a mí.
Ahora sí, te dedicas a devolverme, con ternura, del sueño a la vigilia. Tus dedos acarician suavemente la circunferencia de mi oreja despejando de cabellos el camino hasta mi cuello donde me das otro beso y yo siento la tentación recorriendo mi cuerpo. Mi respiración se acelera y tú pareces notar algo porque te detienes y permites al aire colarse entre nosotros. Puedo imaginar el gesto de tu cara. El arco perfecto que componen tus peculiares cejas partidas y el brillo de tus ojos cuando sonríes sin sonreír. Trato de calmarme. Suspiro y me giro para quedar boca arriba pero no abro los ojos. Aún no.
Estoy seguro de que sabes que ya estoy despierto pero me sigues el juego. Tiras poco a poco de la manta que me cubre y te acercas a mi hombro, que besas despacio, con una ligera presión y sonríes contra mi piel. Deslizas las manos bajo las sábanas acariciando mis brazos mientras me besas bajo la barbilla, justo donde termina el cuello, y sigues descendiendo, con besos suaves, hasta la cresta de mis hombros; recorriendo sin prisas el espacio entre ellos. Dejo escapar un agradecido ronroneo y el aire que se escapa de tus labios en forma de risa divertida me confirma que me has descubierto. Abro uno de mis ojos y tu sonrisa se agranda al verme. Abres la boca dispuesto a decirme lo que ya sé pero no quiero oírlo. Te rodeo el cuello con los brazos y hago que reposes la cabeza sobre mi pecho.
No sé cuántas veces te habré sorprendido apareciendo cuando no me esperabas y, cada vez, me preguntas por qué vengo, por qué me empeño en venir a congelarme a este lugar que no está hecho para mí. Nunca te he respondido porque sé que en el fondo eso lo sabes tan bien como yo. Pero… ¿Sabes qué es lo que yo no puedo evitar preguntarme una y otra vez?...
¿Por qué me voy?
FIN