Hush
Las lágrimas brotaban una tras otra, simplemente deslizándose, su rostro se comprimía de dolor, estaba hecho un ovillo en la esquina del cuarto de baño. Casi escondido en aquel rincón. Su rostro permanecía oculto tras el cabello caramelo que se le pegaba a la cara. Los espasmos invadían su cuerpo, sacudiéndolo bruscamente.
Simplemente se quedó ahí, quieto, sacudiéndose sin cesar.
Aquel apenas perceptible sonido lo sacó de su trance, se limpió las lágrimas poniéndose de pie torpemente, mientras susurraba suavemente un “ya voy”.
Ningún otro sonido volvió a escucharse a parte del agua corriendo mientras se lavaba el rostro y volvía a colocarse su máscara. Aquella sonrisa que tanto le había costado perfeccionar, no su sonrisa real, sino aquella fingida que casi podía pasar por la auténtica.
Al abrir la puerta se topó con aquellos ojos grandes, eran pasadas ya las tres de la mañana y todos dormían, el apartamento yacía en completo silencio. Sonrió con los ojos rojos e hinchados, sintiéndose incómodo y fuera de lugar.
Esquivó su mirada sin más y trató de huir, se sentía tan pequeño de pronto, (tan indefenso como un conejito). Trató de huir, tal como había hecho la primera vez, como si aquello no hubiera sucedido ya un montón de veces a lo largo de los años. La mano del modelo le atrapó el brazo, girándolo y contemplándolo. La sonrisa en el rostro del mayor flaqueo. Esos ojos lo escrutaban, mirando a través de él. Y no miraban a Onew, miraban a Jin Ki y sólo a Jin Ki.
Los brazos largos lo rodearon y su cabeza terminó reposando sobre su pecho, mientras se estremecía y las ganas de llorar lo invadían de nuevo.
Quería decir tantas cosas, quería que le soltara, que se fuera a dormir, pero no podía o quizá, quizá realmente no quería.
No se oía ni una palabra, solamente pequeños gemidos ahogados y ellos dos sosteniéndose entre sí. Se sentía tan pequeño, tan frágil. Tan libre.
Min Ho lo abrazaba y eso era todo lo que importaba. Realmente necesitaba bajar la voz, dejar de llorar tan desgarradoramente, pero no podía pensar en ello, no con aquellos brazos rodeándole y con aquellos labios presionados contra su coronilla. Sin una palabra lo apartó de su pecho y lo miró con esos ojos que decían todo y a la vez nada. Con esos ojos enormes y preciosos.
Esas manos se posaron sobre sus mejillas secando las saladas gotas, gotas que caían copiosamente. Sus ojos se cerraron lenta y casi temerosamente y aquellos labios lo rozaron. Y sólo eso bastó para apagar su llanto.
Se sostuvo de su pecho abrazándolo con el rostro encendido y oculto, extrañamente feliz.
Y era el cuento de nunca acabar, siempre que estaba así de destrozado llegaba en silencio, esperando por él, acompañándolo. Regalándole compañía, compresión. Siempre en silencio conseguía ahuyentar sus temores, acallar su llanto. Y francamente en cuanto esos labios rozaban los suyos todo parecía adquirir sentido, todo parecía valer la pena. Toda palabra parecía sobrar.