El niño caminaba sólo por los oscuros pasillos de su cuartel con pasos lentos y pesados. Por fin le habían dejado tranquilo. Abrió una puerta de metal tras la cual ascendían unas escaleras y se dispuso a subirlas. Al fondo había otra puerta y al abrirla se encontró de lleno con la Luna. La blancura de esta, tan similar a la suya, le iluminó el rostro. Near se derrumbó en el suelo de aquella azotea y el hieratismo de su rostro se rompió en un gesto de amargura. Las lágrimas que llevaba todo el día conteniendo desbordaron sus ojos casi en cascada haciendo que se tapara la cara con las dos manos. Las terribles noticias que había recibido esa tarde volvieron a su mente, apuñalando su interior de la manera más cruel que existe. Sabía que aquello iba a pasar, llevaba mucho tiempo temiendo que alguien llegara y le dijera que había ocurrido. Pero aun así, fue demasiado orgulloso para intentar prevenirlo. Aunque él tampoco habría aceptado su ayuda.
Near nunca le tuvo odio a Mello, no pensaba que fuera un idiota. ¿Cómo iba a serlo si era uno de los sucesores de L? No sacaba mejores notas para superarle, sino para no pasar desapercibido para él, porque siempre había estado enamorado de esos ojos azules. Sin embargo, lo único que había conseguido era que el rubio sintiera hacia él una gran rivalidad. Recordó al sonriente Mihael de cuando eran niños y sus burlas, y se hizo un ovillo en el suelo. Ahora Mello había muerto, y se fue odiándole, odio de verdad y no el fingido con el que Near le hablaba. Ya nunca volvería a verle y ese hecho le hacía más daño que un centenar de cuchillos clavándose en su cuerpo. Él no era de piedra, como todos creían.
Sabía por qué había muerto y eso era lo que más le atormentaba: harto de ser siempre el segundo, se había sacrificado para ayudarle a él a resolver el caso Kira. Con su muerte, había puesto en evidencia al asesino y ahora sabía quién era. Solo era cuestión de tiempo que encontrara las pruebas suficientes para acusarle por fin, porque ahora tenía un motivo personal para hacerlo. Es más, no dejaría que ese hombre siguiera vivo. Había matado a L y a Mello, las únicas dos personas por las que había sentido afecto.
Se sentía culpable por haber querido ser siempre mejor que Mello, quizás si le hubiera dejado ganar todo habría sido diferente, y ahora el rubio estaría vivo. Había querido llorar en cuando se enteró de su fallecimiento, pero no lo había hecho. Su orgullo era demasiado grande para dejarle hacer algo así. Eso era lo único que siempre habían tenido en común él y su rival. El maldito orgullo.
Pero iba a vengarle, vaya que si lo haría.
Agotado por el llanto y aún entre sollozos, se incorporó y levantó la vista al cielo, intentando encontrar en vano la estrella con la que su amor se había perdido.