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El mundo de Ashol por AndromedaShunL

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Notas del capitulo:

Este es el siguiente capítulo de esta historia :P Siento mucho no haber podido actualizar antes. Como siempre, el problema de los exámenes y la desgana, jaja.

 

Bueno, espero que lo disfruten :D

    Tenía miedo de la luz de la luna. Tenía miedo de la sombra de las paredes de piedra. Tenía miedo del destino. Tenía miedo del mundo. Lo único que había conseguido inspirar su confianza había sido ese macabro espantapájaros que se hallaba frente a él, firme e imponente. Lo había arreglado un poco: ahora su ojo izquierdo ya no colgaba de un hilo, si no que estaba perfectamente alineado con el derecho. La paja apenas sobresalía de los ropajes y el sombrero ya no se deshilachaba tanto como la noche anterior.
    

    Shun se había pasado el día durmiendo para poder seguir hablando con él de noche, pues cuando se había levantado el espantapájaros parecía tan frío y sin vida como lo estaría uno normal y corriente. Así que esperó hasta la llegada de la oscuridad deseando que no hubiera sido solo un sueño. Se sentía tan solo en aquel lugar, alejado de sus seres queridos y de su hogar...

—Entonces, ¿todas esas estrellas son más grandes que mi casa?

—Preguntó resguardado por su ignorancia al ser.

—Así es. Cada punto de luz es más grande que cien casas juntas, y su luz puede ser más brillante que cien soles.

—¿Pero cómo es eso posible? —Quiso saber sorprendido.
—Se trata de dioses. Dioses que nos envían sus plegarias y nos contemplan desde arriba. Cada estrella o dios tiene su propio nombre, pero son tantos y tan complejos que a los seres humanos les resultan incomprensibles, y les temen.

—¿Y por qué no nos vigilan por el día?

—Porque por el día es el dios Sol el que se encarga de esa tarea. Se dice que Sol es un dios menor, que fue castigado por los dioses estrellas a contemplar a los humanos por el día, cuando las maldades se incrementan y se comportan como auténticos salvajes. Sol sufre, y mucho, cada día que pasa.

—Pero, ¿por qué lo castigaron? —Tenía los ojos muy abiertos ante lo que le contaba el espantapájaros.

—La historia de Sol es complicada. Algunos dicen que fue castigado por intentar matar a Luna, su hermana. Otros dicen que bajó a la Tierra y mató a todos los reyes que había por aquel entonces, sumiéndolos en un caos humano.

—¿La Luna también es una diosa?

—Sí, lo es. La diosa más hermosa de todas, la más venerada, por eso es la más grande y brillante de todo el cielo nocturno. A ella se le concedieron todos sus deseos en la época de los dioses, y todos quisieron tomarla como esposa. Pero su hermano Sol estaba muy celoso de su gloria, además envidiaba la luz plateada que emitía esta, sobre la luz amarilla rojiza de él. Por ello se dice que una de las razones por las que fue condenado al día fue por intentar matarla, lleno de envidia y descontrol, sucumbiendo a los impulsos propios de los humanos.

—Vaya, es fascinante.

—Es... una vida aparte.

—¿Cómo sabes tantas cosas?

—Simplemente lo sé.

—Me gustaría ser tan listo como tú...

—Humanos, siempre intentando llegar a donde no pueden...

—susurró el espantapájaros para sí.

—¿Es que acaso no puedo? —Le preguntó serio.

—Es difícil. No intentes ser lo que no puedes ser, y no intentes ser lo que es inferior a lo que puedes ser.

—No lo entiendo...

—Ya lo entenderás, y me darás la razón. Vete, está apunto de salir el sol.
    

    Shun se levantó de entre el trigo y caminó marcha atrás sin dejar de mirar al espantapájaros. Era increíble la cantidad de cosas que le había enseñado en tan poco tiempo. Solo había ido un año a la escuela, lo que le permitió el dinero que tenía su madre, y cuando lo tuvo que dejar esta le siguió enseñando a escribir y a leer. En todo ese año de escuela no había aprendido ni la mitad de cosas que había aprendido esas noches junto al espantapájaros.

 

—Entonces repetimos esta noche, ¿verdad? —Le preguntó Milo en tono burlón mientras Camus metía comida en su morral.

—Ya te he dicho que había bebido demasiado... —se disculpó este, sonrojado.

—Sí, claro. Pues bien que disfrutaste para estar tan borracho—siguió con su burla.

—Lo estaba... no sabía lo que hacía, déjalo ya —quiso sentenciar.

—Pues bien que te echaste sobre mí queriendo que te convenciera...

—O te callas o cambio de opinión de nuevo.

—Está bien... —sonrió.
    

    Camus terminó de guardar las cosas y se colgó la espada al cinto y se pensó devolverle el puñal de plata a Milo, pero al final no lo hizo. Caminó colgándose el morral a la espalda hacia la puerta y se dispuso a abrirla. Cuando lo hubo hecho, se encontró al camarero de la posada allí parado frente a él, que lo miraba con ojos aparentemente sin vida.

—¿Qué está haciendo usted aquí? —Preguntó Camus sobresaltado y caminando hacia atrás.

—Mu... er... te —contestó con aliento helado.

—¿Pero qué?

—¡¡Aparta Camus!! —Exclamó Milo empujándolo hacia un lado y abalanzándose contra el camarero, haciendo que cayera al suelo.
    

    Agarró a Camus por el brazo y lo hizo correr hasta las escaleras, pasando por encima de aquel hombre, que se levantó rápido y los persiguió por todo el edificio. Cuando llegaron al primer piso se quedaron pálidos. Había cuerpos inertes por todas las mesas, incluidas las camareras, que aún sostenían las jarras de cerveza y las bandejas entre las manos. Milo reaccionó rápidamente y volvió a tirar de Camus hasta que hubieron salido de la taberna, esquivando cada mesa y a cada persona.

—¡¿Qué diablos ha pasado aquí?! —Gritó Camus al tiempo que desenfundaba su espada y se colocaba espalda contra espalda con Milo.

—Creo que estamos en apuros —dijo este.

—¿No me digas?
    

    El camarero, junto con dos caballeros, mujeres y niños de la aldea los rodeaban, con los ojos en blanco y las pieles azuladas. Caminaban en cortos pasos hacia ellos reduciendo cada vez más su espacio, preparándose para abalanzarse sobre ellos dos.

—Sí que estáis en apuros, ¿no? —Se rió la voz de una mujer sobre sus cabezas.
    

    Camus y Milo miraron hacia arriba y la vieron, posada sobre una vara de plata, con una sonrisa pintada en su cara y los rubios cabellos ondeando al viento.

—¡¿Otra vez tú?! —Le gritó Camus.

—¿Me echabais de menos? —Preguntó burlona Thetis, ladeando su pelo con una mano.

—¡¿Qué les has hecho?!

—Darles nueva vida.

—Pagarás por esto —murmuró Camus haciendo rechinar sus dientes.

—A ver quién es el que paga qué —rio antes de desaparecer

—¡Maldita! —Gritó Camus al cielo.

—¡Nos atacan! —Gritó a su vez Milo, pegándose aún más al otro.
    

    Camus bajó la mirada y vio cómo los habitantes de la aldea se abalanzaban sobre ellos torpemente. Se posicionó preparado para recibirlos y se dio cuenta de que su compañero estaba completamente desarmado. Cuando quiso dejarle el puñal, ya se les echaban encima tres de ellos. Le bastó con unos simples giros de muñeca para atravesarlos y hacer que cayeran al suelo, pero eran muchos, y parecía que cada vez llegaban más hasta ellos.
    

    Milo no sabía qué hacer. Cuando uno de los niños se echó sobre él, le estampó un puñetazo en la cara y le retorció el brazo. Después un anciano apareció detrás del cuerpo del niño e intentó devolverle el puñetazo, pero Milo lo esquivó doblándose sobre la cintura y aprovechó para darle una patada y hacer que perdiera el equilibrio. Cuando hubo caído al suelo lo pisó fuertemente con todo su peso.
    

    Camus, por su parte, repartía tajos con la espada a todo hombre que se le acercara, pero sus ideales le impedían rotundamente atacar a las mujeres y a los niños. Una joven campesina corrió hacia él con el puño levantado, y no pudo hacer más que esquivarla apartándose a un lado y, cuando se quiso dar cuenta, uno de los caballeros lo derribó con un escudo de madera y le hizo caer al suelo.
    

    Milo se encontró frente a frente contra el segundo de los caballeros, que empuñaba su espada con las dos manos juntas, desprovisto de escudo. Pensó que para ser cuerpos sin vida conservaban toda su fuerza o incluso más. Cuando se abalanzó sobre Milo este se apartó y le dio un codazo en la espalda, pero el caballero se giró rápidamente y le pasó la espalda casi rozándole la cabeza. Milo lanzó una maldición y le dio una patada en las piernas con la esperanza de tirarlo al suelo, pero no pudo. El caballero era de dimensiones considerables y tenía una fuerza increíble. Este alzó la espada de nuevo y la echó sobre él, que cayó al suelo esquivando el tajo, aunque le alcanzó en el hombro izquierdo. Intentó levantarse pero el caballero le puso un pie encima para evitarlo, y volvió a alzar la espada para propinarle el último golpe.
    

    Camus volvió la cabeza desde el suelo para ver a Milo, y lo encontró en la misma situación en la que estaba él, bajo el peso de un caballero y rodeado por aldeanos que querían acabar con sus vidas. Cerró los ojos y pensó que iba a morir, que nunca más volvería a ver a su hermano Hyoga, que todo lo que había pasado hasta ahora había sido en vano. Por primera vez en mucho tiempo unas pocas lágrimas recorrieron su rostro, y empezó a recordar toda su niñez como un destello. Recordó el rostro de su hermano con claridad, pero sus padres apenas aparecían como el rastro de unas sombras olvidadas. Recordó al anciano de su aldea que le había pedido que no saliera en esa aventura que no podía ganar, y por un momento pensó que tenía que haberle hecho caso.

—¡Asmès vïreuhn! —Gritó una potente voz desde alguna parte, amenazante pero a la vez, llena de serenidad.
    

    De pronto, el peso de los cuerpos de los caballeros disminuyó, y cayeron hacia atrás como estatuas junto al resto de los aldeanos que los rodeaban.
    

    Camus fue el primero en incorporarse, tambaleándose y sin saber lo que estaba pasando, si estaba en el cielo o aún seguía con vida. Cuando vio al muchacho que estaba delante de él, pensó que se trataba de la primera opción: se trataba de un joven con los cabellos muy largos y rubios, con los ojos más azules que había visto nunca y una expresión en el rostro tranquila y llena de paz. Su constitución era delgada y cubría su cuerpo con una toga blanca y una banda de color azul. Cubría sus pies con unas sandalias de cuero finas, y llevaba un anillo de oro en su mano derecha.

—¿Sois... Shaka? —Preguntó Camus intentado levantarse.

—Soy Shaka. ¿Qué le ha pasado a esta aldea? —Preguntó muy serio.

—No lo sabemos. Nos atacaron... los habitantes.

—Están todos muertos —Dijo con un tono algo más triste.

—Y nos atacaron estando muertos.

—¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Camus, y mi compañero Milo necesita ayuda, creo que le han herido.
    

    Shaka se volvió y vio a Milo tirado en el suelo llevándose una mano al hombro dolorido, por el que brotaba sangre y caía por sus ropas. Caminó rápidamente hacia él y lo inspeccionó. Milo se resistió pero al final acabó cediendo.

—Os llevaré a mi hogar —dijo mientras ayudaba al peliazul a levantarse.

    

 

    Se había pasado prácticamente toda la noche y el día galopando, con todo el cuerpo temblándole bajo la ropa y temiendo por su vida. Hacía ya mucho que los bandidos habían dejado de perseguirle, pero no se atrevía a parar, se encontraba completamente indefenso en aquel lugar que no conocía, y tampoco tenía ni idea de a dónde se dirigía. Miró hacia el cielo que amenazaba tormenta, y su rostro se ensombreció al darse cuenta de que tarde o temprano tendría que bajar y comer algo o dormir. En ese momento su estómago, traicionero, le pidió ser saciado.
    

    Un cuarto de hora más tarde, y después de habérselo pensado mucho, decidió bajarse de su caballo y descansar bajo alguno de los árboles que había a los lados del camino, casi inexistente. Le acarició las crines y amarró las cuerdas a una de las ramas. Sacó de su bolsa un trozo de pan y queso, y se improvisó un bocadillo que devoró casi inmediatamente. Estaba tan nervioso que no dejaba de temblar ni un instante.

—Tranquilízate, Mime, los has despistado, los has despistado... —se dijo antes de dar otro bocado a la comida.
    

    Se sobresaltó cuando oyó un ruido entre las ramas de los árboles que había un poco más allá, y casi se le cae el bocadillo a la hierba. Se quedó paralizado donde estaba, sin atreverse a mover ni un solo músculo cuando una ardilla de pelaje marrón con pintas negras apareció a su vista y se subió a otro árbol haciendo el mismo ruido que el que había escuchado.
    

    Mime se tranquilizó un poco y suspiró, reprochándose su cobardía, pero una mano le tapó la boca y lo cogió por la cintura, llevándoselo entre los árboles e impidiéndole gritar y liberarse de él. Tampoco podía mirar de quién se trataba esta vez.
    

    Se integraron en el bosque y cuando ya no pudo oír a su caballo fue cuando el hombre que lo retenía lo soltó, y Mime se giró para mirarle bruscamente y se apartó de él unos pasos.

—No te voy a hacer nada —le prometió el joven que lo había llevado hasta allí.
    

    Se trataba de un muchacho apuesto y fuerte, con el pelo del color de cielo al igual que sus ojos, cayéndole por los hombros. Su expresión era muy seria y algo fría, y no le inspiró mucha confianza a Mime a simple vista. El hombre se acercó a él pero se alejó más pasos, manteniendo las distancias.

—Quién sois —quiso saber el rubio.

—Mi nombre es Orfeo, y te he salvado la vida de un destino fatal.

—Estaba solo.

—Te estaban observando entre los árboles. Unos bandidos que parecían relamerse los labios por tenerte.

—¡Pero eso es imposible! ¡Hacía tiempo que los había dejado atrás!

—Pues te han pillado. ¿Cómo te llamas tú?

—Mime —contestó después de pensárselo unos segundos.

—No me suena de nada.

—A mí el vuestro tampoco.

—Pero yo no voy vestido como un príncipe. ¿Acaso lo eres?
    Mime no sabía qué contestar, pero prefirió mentir sobre su condición por si acaso se trataba de una trampa.

—No lo soy.

—¿Y todas esas pertenencias? —Arqueó una ceja—. Bueno, es igual. Por allí está la cabaña en la que vivo con mi mujer. Si quieres despistarlos será mejor que te quedes con nosotros hasta mañana. Ya me topé con ellos varias veces y te aseguro que hasta que no consiguen su cometido no descansan.

—¿Quiénes son?

—Atracadores, violadores, bandidos, como quieras llamarlos. Están bajo las órdenes de un señor, eso es seguro, y este les manda asaltar a los viajeros que encuentran por el camino. Ven conmigo y te ayudaremos.

—Está bien —asintió no muy convencido y comenzó a seguirle entre los árboles hasta que llegaron a una pequeña cabaña de madera.

—No es muy grande pero es un hogar —dijo Orfeo.

—Es mejor que dormir a la entemperie.
    

    Orfeo se acercó a la puerta y la abrió, y una joven de cabellos rubios larguísimos se abalanzó sobre él dándole un abrazo y un beso en los labios. Era de una belleza fascinante y sus ojos negros eran hermosos, como el más bonito de los azabaches.

—Orfeo, mi amor.

—Eurídice... —susurró con una sonrisa infinitamente tierna— Este es el joven al que perseguían. Conseguí traerlo a tiempo.

—Mi nombre es Mime, señorita —dijo cortés.

—Pobrecito, parece muy asustado. Pasa con nosotros, te prepararé algo de comer, ¿tienes hambre, muchacho?

—No... bueno, no demasiada.

—Ven, siéntate, ahora te haré algo.

—Muchas gracias, de verdad —agradeció mientras se sentaba a la mesa titubeante.

—Aquí estarás a salvo, créeme, nadie conoce este lugar.

—¡Espera! —Exclamó en un ataque de pánico —¡Mi lira! ¡La dejé en mi caballo!

—No irás a volver ahora, ¿verdad?

—¡Tengo que recuperarla lo antes posible! —Casi gritó mientras se levantaba y abría la puerta de la cabaña para salir.
    

    Orfeo se levantó a su vez y corrió hasta él dándole un fuerte puñetazo en el estómago, haciendo que cayera al suelo y se golpeara la cabeza contra él, perdiendo el conocimiento.

—¡Orfeo! —Gritó Eurídice tapándose la boca.

—Era necesario.

Notas finales:

Muchísimas gracias por leer y dejen rev si quieren :P Espero actuañizar pronto, pero no puedo prometer nada, jaja

 

Cuídense!


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