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A Rose For The Dead por ghylainne

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Afrodita hacía girar una rosa entre sus dedos con desgana. Incluso él estaba deprimido.

— ¿Qué te ocurre? — preguntó Cáncer, tirado en el sofá.

— Nada.

¿De qué serviría intentar explicar la profunda tristeza que lo embargaba? Todos se sentían igual. No sólo la Orden de Oro estaba incompleta, sino que ellos mismos parecían estar incompletos.

— Vale.

Máscara se levantó y se sentó a su lado, pasándole un brazo por los hombros y atrayéndolo hacia él. Afrodita se dejó abrazar, como si eso pudiese acabar con su pena.

 

 

En Acuario las cosas no estaban mucho mejor. Hyoga tenía que ser contenido por Shun y Shiryu para evitar que saliera corriendo a liarse a golpes con la roca esa para liberar a su adorado maestro. Hasta que se derrumbó llorando como un niño en el hombro de Shun.

— ¿Por qué? — sollozó— . ¿Por qué él no?

A ninguno de los dos se les ocurrían palabras de consuelo. Shun lo abrazó con fuerza, acariciando su cabeza y depositando en ella un suave beso. Shiryu le apretó amistosamente el hombro.

— Todo saldrá bien — le dijo, tratando de darle una confianza que estaba lejos de sentir— , seguro que pronto volveremos a verlo.

— Shiryu... — sollozó el rubio.

 

 

Otro que tampoco lo estaba pasando nada bien era Milo. Seguía enfadado no sabía con quién por seguir allí encerrado por la simple razón de emplear la Exclamación de Atenea. ¡Si al menos pudieran haber explicado sus motivos! Eran Caballeros de Atenea, tenían que defenderla de quien fuese, antiguos Caballeros o incluso de Hades. Pero no habían tenido esa oportunidad. Simplemente los habían dejado allí, abandonados como perros en medio de la carretera. El resto parecían haberlo asumido mejor, excepto Aioria. En ese sentido, los dos eran demasiado impulsivos como para aceptar aquella situación de buenas maneras. Además, el león tenía el dato añadido de que su hermano sí había vuelto a la vida.

— Milo...

El peliazul se giró hacia la voz. Camus estaba allí, mirándolo preocupado, y eso que se había alejado del grupo para estar solo y calmarse.

— Milo, esto es duro para todos — el aludido asintió con la cabeza.

— ¿Por qué, Camus? — preguntó mirando al suelo, mientras daba pataditas a las piedras— . Ni siquiera pudimos explicarnos. Se supone que los acusados siempre pueden defenderse — sonrió con amargura.

Camus se acercó con calma, encogiéndose de hombros.

— No lo sé, pero estamos juntos, ¿no? Eso ya es algo.

El escorpión se sonrojó al pensar en otro significado para esa frase. Evidentemente, el francés se refería a todos, pero le gustó pensar que se refería a ellos dos. Claro que el sexy Caballero de los hielos jamás admitiría algo así.

— Camus...

— ¿Vamos con los demás?

— Claro.

Milo le sonrió y comenzaron a caminar uno al lado del otro, cada uno sacando sus propias conclusiones de aquella situación, ninguna demasiado esperanzadora. Y los demás tampoco hacían progresos. Milo vio a Mu sentado con Aioria, hablando en voz baja; Shura se había alejado, al igual que había hecho él, y les daba la espalda, mirando al infinito, perdido en sus pensamientos; y Saga no dejaba de mirar al carnero y al león con todos sus sentimientos de culpabilidad reflejados en el rostro. Ni siquiera los miró cuando se sentaron a su lado, escondiendo la cara entre los brazos, sobre las rodillas, como si tampoco quisiera enfrentarse a lo que les había hecho a Milo y Camus.

— Nos estamos hundiendo — susurró el escorpión— , y sólo acaba de empezar.

Camus tomó su mano en la suya y la apretó con fuerza, sonriendo débilmente, como si quisiera transmitirle toda la fuerza de voluntad para salir de allí y que se esforzaba por no perder. Milo le devolvió el apretón y la sonrisa. Sí, si estaban juntos sería más fácil.

Enfrente de ellos, Mu y Aioria seguían discutiendo lo mismo: tener que soportar la presencia de Shura y Saga. Aioria no entendía la postura benévola de Mu de aceptarlo. Para el león ya era bastante duro tener que estar allí como para tener que hacerlo con los asesinos de su hermano. No entendía por qué Mu no pensaba de la misma manera, al fin y al cabo, Saga había matado a su maestro, aparte de causar multitud de muertes sin sentido, incluidas las de una guerra en la que varios Caballeros habían muerto sólo por culpa de su ambición. No, Aioria no estaba dispuesto a perdonarlos, a pesar de que la sola presencia del español le aceleraba los latidos y le hacía sudar las manos. Eso era lo peor de todo: amar a un asesino.

— Aioria, no creo que lo hiciera... — trataba de explicar el carnero.

— No insistas — lo interrumpió— . No quiero saber las razones de ninguno de los dos — dijo con dureza— , ni me importan. Sólo son un par de asesinos.

— Estoy seguro de que a Shura le dolió tanto como a ti.

— ¿Como puedes decir eso? — susurró con furia— . No me compares con un asesino.

Y levantándose con rapidez le lanzó una mirada de odio al décimo guardián antes de alejarse un poco del grupo en dirección contraria.

Mu cruzó las piernas en la posición de loto y apoyó las manos en ellas, agachando la cabeza y dejando que sus cabellos le taparan el rostro, ocultando las lágrimas que pugnaban por salir. Le dolían las palabras de Aioria porque él también se consideraba a sí mismo un asesino. En cierto modo, era como si el león tampoco lo fuera a perdonar a él. Si hubiera hecho algo por detener a Saga cuando estaba a tiempo... Le lanzó una mirada furtiva al acongojado gemelo y supo que no podría haberlo hecho. No a él, no al hombre que le quitaba el sueño.

 

 

En el Coliseo, Kanon contemplaba la inmensa roca desde las gradas. Concretamente, el lado desde el que se veía la figura de su hermano. Nunca habría creído posible que lo fuera a echar tanto de menos. Recordaba todo lo que había pasado entre ellos, todos los halagos a aquel ángel de cabellos azules, mientras que él sólo pensaba en acabar con los dioses y hacerse con el control del mundo, y la propuesta rechazada seguida de un encierro en Cabo Sunion, donde todo volvió a empezar: Poseidón, el Anillo de los Nibelungos, y los sacrificios de Atenea. Se sentía agradecido por su perdón, pero terriblemente culpable por todo lo que había hecho.

— ¿Tú podrías perdonarme? — preguntó a la roca.

— Seguro que sí — respondió una voz detrás de él, sobresaltándole.

— Aiolos, me has asustado.

— Lo siento — dijo sentándose a su lado— . ¿Tú también los echas de menos? — Kanon asintió con la cabeza— . Yo también. Pensé que podría volver a ver a Aioria después de tantos años, pero...

No terminó la frase. No sabía cómo decir todo lo que sentía, pero posiblemente tampoco hacía falta. Todos se sentían igual, porque los seis Caballeros que faltaban significaban mucho en el Santuario: familia, amigos, maestros, incluso un antiguo Patriarca. Sí, su ausencia era difícil de llenar, por no decir imposible.

— ¿Seguro que no podemos hacer nada? — dijo una tercera voz, demasiado dulce y aguda para un hombre.

— No lo sé, Afro, no lo sé — respondió Aiolos.

— ¿De verdad no podemos hacer nada? — el sueco parecía estar al borde de la histeria— . No me digas que tenemos que quedarnos con los brazos cruzados.

Aiolos no respondió, y Afrodita se limitó a lanzarle una de sus rosas al monolito, derrumbándose de pura impotencia. La rosa se perdió entre las figuras bajo la atenta mirada del nuevo guardián de Géminis.

— Tengo una idea — susurró— . Afro, necesitamos más rosas; ayudadme a llamar al resto.

Sus compañeros lo miraron sin entender, pero Kanon los obligó a levantarse y correr hacia las doce Casas mientras les explicaba su idea.

 

 

Los seis prisioneros estaban sentados en silencio, lanzándose miradas de odio o culpabilidad, cuando vieron algo que caía hacia ellos.

— Una rosa — dijo sorprendido Shura recogiendo la flor roja.

— ¿Cómo habrá llegado hasta aquí? — preguntó Milo intrigado. Se suponía que nadie podría entrar o salir. Shura se encogió de hombros. Él tampoco lo sabía.

— Tiene el cosmos de Afro.

En ese momento más rosas cayeron de la nada. Rosas rojas y blancas, llenas de unos cosmos sumamente familiares. No cabía duda, todos sus compañeros estaban lanzando las rosas desde el exterior.

Mu apretó con fuerza dos rosas blancas con los cosmos de Kiki y Shion, mientras Saga y Aioria hacían lo mismo con las de sus hermanos. Camus congeló la de Hyoga para evitar que se marchitara y tenerla a su lado todo el tiempo.

— Gracias por perdonarme, pequeño — susurró Milo a la de Shun, mientras Shura sonreía sosteniendo la de Shiryu y otra más de Aiolos.

Pero las rosas no dejaban de caer. Cientos y cientos de rosas de los tres escalones de Caballeros, recordándoles que afuera había quienes esperaban ansiosamente su regreso.

Y entonces vieron las últimas, las más especiales de todas: las que traían el cosmos de Atenea.

Ninguno pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas, agradecidos al saber que ellos sí los perdonaban, que su diosa los perdonaba, y, que, de alguna forma, por duras que fueran las cosas, estaban a su lado. Sí, saldrían de allí, lo soportarían todo y saldrían de allí.

 

 

— ¿Seguro que las han recibido? — preguntó dudoso Hyoga.

— Seguro que sí — respondió Saori— , estoy convencida de ello.

— Pero...

Shun le agarró con fuerza la mano, dándole ánimos.

— Seguro que Camus lo sabe — dijo con suavidad.

— Claro que sí — aseguró Kiki— . Seguro que mi maestro y el tuyo vuelven pronto.

Seiya alborotó el pelo del pequeño aprendiz de Aries, ahora a cargo de Shion, que lo agarró de la mano y se lo llevó de vuelta al Templo. Todos fueron detrás de él, excepto dos Caballeros. Aiolos quería quedarse un poco más, y Kanon se quedó con él. Tal vez sus hermanos regresarían pronto y todo volvería a ser como antes. Pero mientras tanto, aquella era su forma de estar junto a ellos.


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