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Sol en media noche. por Matsumoto Yuki

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Un día como cualquier otro era. El cielo impecable con sólo un par de nubes blancas, bastante amistosas al criterio de muchos, hacía dudar a la gente de lo pronosticado por el clima; Lluvia.

 

Cierto pelirrojo no podía darse el lujo de pensar en ello. Simplemente, tuvo tiempo de arreglarse apenas se despertó.

 

Fue directo a la ducha, y mientras sentía el agua recorrer su cuerpo, destinaba sus acciones a cada hora del día.

 

Más de diez minutos no pasó en la ducha. Seguido fue a su habitación, con una toalla cubriendo su cadera, y otra reposada en sus hombros. Revisó su calendario antes de siquiera ver con qué vestirse. El día estaba marcado con rojo, un círculo encerrándolo.

 

Kouen frunció el entrecejo, y se volvió a su closet. Bóxer, calcetines, pantalón camisa y chaqueta salieron de allí. Luego de secarse debidamente cada parte de su cuerpo, encajó en su imagen de hombre serio y formal.

 

Secó su cabello de manera rápida, y luego lo hizo hacia atrás, atándolo en su normal media coleta.

 

Al llegar a la cocina en su recorrido, puso unas tostadas a hacerse, y un café doblemente cargado. Encendió el televisor con el control remoto, en el matinal, y se sentó luego a desayunar.

 

Apenas soplaba su café, ni lo cargado ni lo caliente le molestaba, al menos a su lengua, así que no había mayor problema.

 

En todo el desayuno, tan sólo uso las voces del televisor como un ruido más en la casa. Realmente no le importaba qué decía esa bola de chismosos faranduleros, en un programa que era dedicado a las mujeres sin vida o amas de casa cotillas.

 

Cuando terminó de comer, apagó el televisor y dejó la taza en el lavado, luego se encargaría de ella.

 

Cogió el periódico diario, y luego las llaves de su auto. Mientras lo leía, se dirigió a su vehículo e inclusive entró. Dejó de lado el papel, y se centró. Posó las manos en el volante y vio hacia el frente.

 

El cielo difería ahora, en comparación a cómo estaba cuando se despertó. Los nubarrones llegaron, y poco a poco se hacían más oscuros, amenazando con que el pronóstico se cumpliera.

 

El entrecejo de Kouen se marcó paulatinamente, ante un recuerdo poco agradable. Su presión subía con sigilo, y no fue sino por un mensaje del trabajo que salió del transe.

 

Sacudió levemente su cabeza, y negó, cayendo su atención en el teléfono móvil. —Hoy trabajo no. —Susurró para sí mismo. Entonces activó el modo avión, y se desconectó del mundo.

 

Era un día especial, era su día, su momento… Su vida.

 

Encendió el motor del auto, y esta vez decidido, quitó el freno de mano. Cambió velocidades, y con el portón eléctrico abierto, salió de su residencia.

 

Condujo por la carretera hasta el centro de la ciudad, donde pasó a la florería, donde sabía, se hallaban sus rosas favoritas. Cuando llegó allí no eran más de medio media, pero al salir, sí. La clientela era extensa, y la mayoría, indecisa. Aquel no era su caso. Pidió un ramo de las azules y canceló, yéndose.

 

Admiró con diversión cómo los nubarrones ya hacían la profecía realidad, y gotas finas caían del cielo. La gente comenzó a correr, tratando de cubrirse, pero él no. Él se entregó al sentimiento de purificación que simbolizaba esa lluvia, y se dejó empapar. Al menos por unos minutos, hasta cuando cayó en cuenta de que tenía cosas que atender.

 

Subió a su auto aparcado, y volvió a encenderlo. Las rosas habían quedado un poco empapadas, pero no importaba, la sensación de alivio, de gratificación, había valido la pena.

 

Redirigió ahora su recorrido a las afueras del corazón de la ciudad, donde peladeros y entradas a la carretera parecían abundar en todas partes, sin dar espacio a más. Aunque no era así. Habían ciertos santuarios allí, ciertas áreas verdes que hacían el diario vivir de cualquiera, un en sueño.

 

Hermosos y espléndidos parques que tan sólo debías buscar con paciencia, pes esperaban ser descubiertos.

 

Allí iba Kouen.

 

De la cajuela sacó una caja acolchada, negra, y la posó en el asiento del copiloto, junto a las rosas. Sonrió para sí, estando satisfecho con su compra, y poco después se estacionó.

 

Salió del auto, dejándose tocar pos las gotas de lluvia. Dejó una de las ventanas abiertas, para que no se empañasen los vidrios, y cerró la puerta, yendo al copiloto. Sacó las rosas, la caja, y un paraguas para no empaparse más.

 

Podía gustarle la lluvia y todo, pero una cita era una cita, y nunca jamás llegaría impresentable a alguna.

 

Al entrar al parque, observó la soledad de este. La mayoría de las personas se habían ido, suponía él, por la lluvia. El pasto, las piedras y loza se empapaban sin testigo más cercano que él.

 

Caminó un par de minutos más por la acera, haciéndole el quite al barro para no estropear sus zapatos. Hasta que llegó al lugar fijado.

 

La sonrisa que alguna vez tuvo por el reencuentro se borró, y se arrodilló.

 

Dejó las rosas, y no volvió a moverse.

 

Se dejó envolver por toda la emoción que era necesaria sentir en aquel lugar, un par de minutos. Con el agua cayendo contra toda superficie, incluido su paraguas, de fondo, suspiró.

 

Tenía que preparar las palabras adecuadas antes de verle.

 

Pero siempre era muy difícil.

 

Como nunca, sintió un nudo en la garganta, y quiso empezar por lo que iba, por la caja. La posó en su diestra, queriendo explicarla.

 

— ¿Sabes? —Comenzó —Yo… Quería… Quería darte esto hace algo de tiempo ya. No sabía cómo. —Frunció un tanto el entrecejo, y respiró, tratando de mantenerse fuerte. —Nunca supe cómo. Y por ello nunca será. —Entonces decidió abrir los ojos, y enfrentarle, como lo hacía pocos días, en el silencio de su soledad y con nadie más —El día que me decidí a hacerlo, nunca llegaste a la cita, y bueno. —Se encogió de hombros —Aquí estamos… —Pasó saliva, sintiendo cómo sus ojos se cristalizaban y su máscara de acero caía. Arrugó la nariz, apretando la caja en su mano, y el mango del paraguas en la otra — A veces me detengo a pensar que si… Si me hubiese decidido más temprano… Las cosas serían distintas. —Leyó el nombre en la lapida, y el dolor tan sólo se hizo peor. La lluvia pareció acompañarle en su pesar, y se hizo más fuerte, con ráfagas de viento que le arrancaron el paraguas de su mano.

 

Ese día siempre era así. Siempre llovía, siempre sacaba lo más humano de él. Siempre… Podía con él. Desde hace tres años.

 

—Nunca debí citarte a esa fuente, Hakuryuu. Nunca debí tener esta clase de sentimientos por ti… Así no hubieses...

 

Su memoria se remontó a aquel fatídico día, en el que decidió ir más allá con alguien de su propia familia, y menor. Hakuryuu.

 

Recordó la pileta. Recordó la emoción. Recordó cómo el cabello azabache se agitaba mientras corría en su dirección, y él iba en su encuentro.

 

Recordó el toque de la bocina, y la luz cegándole. Recordó el último contacto que tuvo con Hakuryuu, con este empujándole.

 

Recordó cómo rodó el anillo de bodas, cayendo en la sangre recién derramada de quien se suponía, iba a ser su esposo.

 

Recordó que eso nunca será. 

Notas finales:

EnRyuu dedicado a Mircea.

 

Ustedes se preguntarán, ¿Por qué tantos de la nada? Pues... El Miércoles vuelvo a clase, y no sé cuánto pueda escribir.

 

¡Hasta la próxima! No pude escribir más. 


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