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Secreto de armaduras por MissLouder

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Notas del capitulo:

N/a: Debo admitir que me había olvidado de este fic.

 

IV

[ARMADURA DCÁNCER]

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A esta mendiga hora de vigilia donde todos los santos permanecemos despiertos, la brisa del estío sacude los cipreses, empujando la fragancia a las alturas donde el Santuario de Athena reposaba. Inquieto, asquerosamente temeroso, puesto que el rugido del inframundo inducía el estupor al cielo y a sus estelas.

Ya no había un sol que bañara de oro los pilares que levantaban los templos, y sobre ellos, las estrellas se niegan a brillar. Star Hill es el único sitio donde puedo conseguir el aliento de silencio, dejar que me seduzca y me haga descansar malditos los sentidos. Debo reconocer que el viejo, madeja de conocimiento y experiencias que son incentivos para dormirme, tenía ese apego paterno hacia mí. Sabía de antemano el motivo de su llamado, por supuesto, antes que empezara a sentir mi cuerpo erizarse, antes de ver henchir el aire con gritos, incluso antes, que la luz del doceavo templo se apagara.

—Permanece allí hasta que creas conveniente —me dijo—. La barrera se levantará pronto.

No asentí ni di señal que le oí. Era estúpido encerrarme en ese mugriento lugar, sólo para salvarme de la locura que pobres criaturas no saben controlar. A pesar de mis quejas internas, confinadas en mi cerebro, permanecí observando el pequeño jardín de tejados que se formaban en la lejanía que mostraban las alturas de ese monte. El molesto susurro de los lamentos intenta alcanzarme y cierro los ojos para contener la punzada que me aprieta el pecho al ver todas las luces perfiladas danzando en la oscuridad.

Una arcada se retuerce en mi estómago y la experiencia me obliga a controlarla. Así era la vida, ¿eh? ¿Cuántas más vidas a quien el mundo cree inútiles, adormecerá el dios de la muerte?

Un chasquido cobra sentido en mis labios al darme cuenta, como una bruma oscurecida que da el aire que guarda el luto por nosotros, nos cubre completamente. En Rodorio, las muertes fueron reducidas que eran fácil encerrarlas en dos dígitos, pero en nuestras líneas de soldados, las bajas se presentan en sus niveles bronce, plateados y uno dorado.

Las caídas eran inevitables y ahora sus almas se alzaban para alumbrar la penumbra que ese maldito Hades desea infundir. A pesar que los humanos están condenados a atarse a la fe y al escaso resentimiento de quienes se resisten a ella; todos al final caminaremos en el pedregoso pasaje al abismo, donde nos convertimos en simples suspiros que son arrastrados por cualquier ráfaga.

—Ya, cállense —bufé, girando en mis talones dorados haciendo que la capa dance ante las curvas del viento.

Descendí silenciosamente por los escalones, no tenía deseos de compartir el habla con ningún ser vivo salvo de los que me gritan al oído. Y, estos, no tenían forma corpórea que los representara. Claro que en sus tiempos debieron tenerlo, ahora, ¿qué eran, ahora? ¿Sólo basura? ¿Seguía con ese pensamiento juvenil y estúpido que las vidas eran poca cosa?

No.

Al llegar a la sala Patriacal, el viejo me espera y de su rostro pendían unas palabras de retención. ¿Autocompasión? ¿Sermón? No estaba de ánimos para ninguna. Lo enfrenté con un brillo y sonrisa sagaz rasgando mi rostro sin detener los pasos.

Noto el dolor que profundiza sus facciones y no tengo el decoro suficiente para consolarlo.

—Así es la guerra, viejo. —solté, emprendiendo a la salida—. Aunque usted debe saberlo más que yo.

Un resoplido burlón inunda el aire, y me detiene porque sé que las palabras venideras no las puedo evitar.

—Los seres humanos no deben acostumbrarse a las guerras, Manigoldo, tampoco a su dolor. —Pensó en voz alta con la mirada hacia el arco de Oro sobre su cabeza, con la luz apagada del símbolo doce—. Ni menos a oírlos, después que se van...

No escuché el resto, abandoné el templo con pasos fuertes.

El paso al pueblo estaba inundado por las sombras, y maldigo cuando las plegarias se vuelven más intensas, y sí, dolorosas. ¿Qué hacía allí, caminando en esa alfombra de sangre, para empezar? ¿Oír las voces de los compañeros, o lo que decía el viejo que eran y jactarme por ello?

Era Cáncer. No tengo ninguna clase de divinidad adjunta al repertorio de mis habilidades. No podía hacer nada por ellas, salvo de verlas perderse envueltas en velos que profetizan lamentación.

El aire está perfumado aún con el aroma de las rosas, tan dulce y gentil que su belleza alivia los sollozos profundos que oía en los hogares que rezaban a sus caídos. Atisbé cadáveres de malos afortunados bajo los escombros, sangre bordeando las paredes y pétalos que barrían el prado muerto.

Ahí eran más intensas las luces de las almas, las veía más clara y más espesas. Haciendo arcos alrededor de mí, algunas estaban mudas, otras sólo vibraban, sólo sus siseos sin sentido me dicen que están molestas.

—¿Manigoldo? —Una voz a mi espalda no me sorprende, mi armadura resuena en anticipación.

—¿No deberías estar protegiendo tu templo, Shion? —pregunté en retórica.

—Podría hacerte la misma pregunta. —contestó y por el tono podía adivinar que estaba con aquellas manchas que llamaba cejas frunciéndose.

Me reí y me giré para verle pese a las penumbras que nos rodeaban.

—Estoy de paseo —informé, con la mano derecha descansando en la cintura y la otra alzándola a la altura del rostro—. Y buscando con qué entretenerme.

Unos alientos de vidas pasadas se rizaron entre mis dedos, seducidas por mi poder, en esa lluvia de luciérnagas que sabía de antemano que Aries no podía ver. O tal vez sí, después de todo, su viejo gemelo tenía el mismo conocimiento que el mío. La línea que nos separaba no era tan extensa en el cambio de habilidades.

—No es hora ni el momento para pasear por los alrededores —insistió Shion, turbado—. Regresa al Santuario.

No lo contuve, me carcajeé.

—¿Y pretendes que, precisamente yo, Manigoldo de Cáncer te haga caso? —La burla juguetea entre mis palabras, envolviendo cada una con un sutil y pintoresco acento de mi lengua materna.

El silencio cayó cargante, dejando pitidos hasta que Shion ahuyentó todo aquello con estertores.

—Camaradas nuestros han muerto y tú...» —dijo, y empezó a exponer algunos datos pesados que ni el viejo tocaba.

Con un ademán, contuve el torrente de palabras que no me interesaban oír.

—Soy consciente de la situación —apacigüé, ensombreciendo mi expresión—. Soy bastante consciente, de hecho.

Vi el exquisito desconcierto de Shion, además de su esfuerzo por contener la niebla de lágrimas que prometía cubrir sus ojos. Quise reírme, pero me contuve. No soy tan insensible.

Pasaron unos segundos, seguidamente él cerró los ojos y maldijo.

—Aún eres un mocoso —apunté con un divertido aire travieso, y una insinuación en la comisura de los labios que daba la perfecta imagen de cansancio que sabía que yo estaba presentando.

—Cállate —ordenó, pasándose rápidamente los dedos por el rostro. Recomponiéndose rápidamente, una ráfaga de aire nos acompañó atrayendo las palabras—. ¿Puedes verlas? —me dijo después—… A las almas, quiero decir.

Seguí caminando, no deseando abordar con tales fines ese tema. Sin embargo, como quien tiene la respuesta y no puede evitar soltarla, respondí:

—Sí. —El monosílabo me salió con aprieto.

—¿Hay algo que puedas hacer por ellas? —El tono suplicante, la necesidad, el impulso de la falsa esperanza, se sujetan de la pregunta.

—¿A parte de hacerlas explotar? —ironicé, sin ápice de compasión—. Debes madurar en ese aspecto, no se puede hacer nada por los muertos.

Una capa lívida de la purísima rabia envolvió la piel de Aries, quien apretaba los puños y sus pupilas eran como discos de fuego. Temblaba de pies a cabeza. Parecía más joven a esa distancia.

—Que tengas ese pensamiento cuando nosotros llevamos la carga del mundo, me molesta —El ácido de su cólera se desplazó lentamente.

—¿Y qué quieres que haga? Es la verdad —Me encogí de hombros, y antes que saltara con sermones no acorde a su edad, me anticipé con una idea que me rondó en la cabeza—. Tú puedes ver las memorias de las armaduras, ¿no? —resalté en una pista por salvar el cruce de la conversación—. Puedes ver quienes fueron, si mal no recuerdo.

—¿Y eso qué tiene que ver con esto?

—Es un don. El mío, en cambio, es ver en lo que nos convertiremos —finalicé, sonriente, enviando la mirada al cielo sin color—. Y por supuesto, es frustrante.

Una palabra grotesca se desprendió de mi lengua y Shion se mantuvo a la distancia. Un minuto después, volvió a hablar:

—No estamos peleando para morir. No tenemos miedo de hacerlo tampoco —dijo para sí, como si tratara de convencerse de ello.

Una leve sonrisa redondeó mi boca, y asentí:

—Estamos peleando para salvarnos el culo de los dioses. —corregí—. Shion —Y luego suspiré, ahora yo sería quien daría una reprimenda—. Tenerle miedo a la muerte, es evidente e inevitable —Capté su atención y eso me motivó a seguir—. El miedo proviene de la ignorancia, el tonto valor que muchos idiotas alegan tener valor también. Yo no poseo ninguna. Pero tampoco soy imbécil, ¿sabes? No le tengo miedo a esa vieja, porque he visitado su asqueroso lugar lleno de mierda cuyo pasaje de regreso sólo nosotros podemos pagar. Y, porque he estado allí, he visto, sentido, es que no quiero regresar para hacerme una estadía. Así como evitarla en otros.

Él me observa, intenta recibir mis palabras. Desecha las innecesarias —dichas al azar sólo para hacerme el sabio— y entender mi verdadero motivo que me empuja a ese campo donde la sangre todavía está húmeda.

—Manigoldo... —balbucea—. ¿Acaso tú...?

—No, no soy tan milagroso —Alcé mi dedo, llamando a todos orbes danzantes en una espiral que hizo arcos de luz.

—No, en eso estamos de acuerdo. —Shion pareció atrapar mi idea finalmente y vi como una sonrisa se asomaba en su boca—. Pero eres un santo que busca obrar por sus semejantes.

No respondí, estaba concentrando cosmos en mi dedo, tomando la fuerza de mi constelación para hacerme con todos los espíritus que me rodeaban. Todas empezaron a levantarse, creando órbitas en esa infinita cantidad que no podía contar, alterando al aire que nos cortejaba.

Había aprendido un truco de las sartas de Virgo, y pese a que no podía darles redención, podía salvarlas usándolas con las ondas infernales en esa guerra santa. La recogería en mis manos, y las colocaría contra ese Dios que les arrebató la existencia física. Les daría poder y deseo; fuego fatuo y orgullo; para juntos, destronar las coronas que sólo jodían nuestras existencias. Porque, aunque fuera insignificante para esas malditas divinidades, la vida, incluso en su máxima expresión y en su versión más idiota, era adictiva.

Sentí un extraño fulgor viajarme por las venas y una vibración que me llenó de una satisfacción que hacía mucho que no sentía. Me di cuenta que era un agradecimiento y, esa vez, sonreí con arrogancia ante ese placer sencillo.

 

Notas finales:

Me inspiré desde el gaiden de Shion pese a estar basado en el manga. Y Manigoldo me salió filosofico x'D Algo debía aprender de Sage. Si a alguien le sorprendió, ambas personalidades justificadas, por supuesto. La de Shion, por lo que le dice a Agasha. Y la de Manigoldo, por los diálogos de la vida que dice en su pelea con Thanatos, incluso en el gaiden de Shion. Puede ser un idiota, pero sabe comportarse cuando tiene que hacerlo.

Agradecimientos a los reviews recibidos, me alegra saber que les guste.

Próximo capítulo:

ARMADURA DLEO.


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