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Y no nos libres de todo mal, amén. por HellishBaby666

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Notas del capitulo:

Hola a todos! solamente me gustaría avisarles que voy a actualizar esta historia todos los miércoles y sábados, y muy probablemente sea una historia corta, de no más de 7 capítulos.

Muchas gracias a Selly, quién se tomó la molestia de dejarme un review. 

Espero que les guste! Chao

El mayordomo de la mansión Phantomhive empacaba las últimas cosas necesarias para el viaje. Doblaba cuidadosamente cada una de las camisas de su señor, asegurándose que no hubiera ni una sola arruga en la tela de blanco algodón. Se encontró a sí mismo sonriendo involuntariamente al haber pensado por un momento en lo pequeñas que eran aquellas camisas. Cerró la maleta con más fuerza de la necesaria, no le agradaba hacia donde se dirigían sus pensamientos. Hizo las últimas maletas y las apiló todas en la parte trasera del carruaje, secándose el sudor de la frente una vez que todos los preparativos estuvieron listos. Los sirvientes y lady Sullivan se quedarían a cuidar de la mansión, mientras que él y su amo viajarían a Italia por órdenes de la reina. El sol apenas comenzaba a despuntar, pintando las nubes de tonos rojos y naranjas y haciendo un poco más favorable el clima del invierno. El joven amo le había dejado bastante claro que quería emprender el viaje lo más temprano posible, pues no había tiempo que perder. Observó el reloj que siempre llevaba consigo, marcaba las cinco en punto, hora de despertar al joven amo, si es que querían alcanzar el tren que salía más temprano de la estación. Subió hasta los aposentos de su joven amo con el desayuno, abriendo las cortinas y llamándolo a despertar.

 

-Buenos días joven amo. -Lo tomó suavemente por el hombro. -Se que es muy temprano aún, pero tenemos un tren que alcanzar. -Lo llamaba suavemente, moviéndolo un poco.

 

-Hmm... Ya estoy despierto... -Balbuceó el menor, reincorporándose y tomando entre ambas manos la taza que su mayordomo le extendía.

 

-Lo preparé especialmente cargado, mi señor. -Dijo el mayordomo.

 

-Hmm... -Asintió el menor, calentando sus pequeñas manos con la taza primero, para después darle un gran sorbo, ayudándolo a despertar. -¿Estamos listos para partir?

 

-En cuanto lo haya vestido, nos iremos cuando usted lo ordene my lord. -Hizo una reverencia el mayordomo.

 

Lo desvistió del camisón blanco que usaba para dormir, reemplazándolo con una camisa y un chaleco de piel, pantalones y su abrigo, pues la temperatura no parecía subir. Ató las cintas de sus zapatos y le colocó el parche, cubriendo el sello que marcaba su contrato.

 

-Vamos Sebastian. -Ordenó el joven conde, una vez que su mayordomo le entregó su bastón.

 

-¡Ciel! -La niña de cabello corto y que aún vestía su camisón para dormir se abalanzó sobre el, irrumpiendo en su cuarto. -¿Porqué no me dijiste que te irías?

 

-¡Lady Sullivan, esa no es manera de presentarse frente a un caballero! -La reprendió Sebastian, cubriéndola con su propio saco.

 

Ciel trataba de quitarsela de encima, con la cara completamente roja y maldiciendo por los pésimos modales de su invitada.

 

-¿Les gusta? -Preguntó provocativa la niña, haciendo un par de poses que ella consideraba sensuales. -Esta hecho de satín verde, como mis ojos.

 

-¡Joven ama, le dije que no se acercara a la habitación del conde! -La regañaba Wolfram, tomándola entre sus brazos.

 

-Aún tiene mucho que aprender sobre el arte de ser un mayordomo, señor. -Lo miró con desaprobación Sebastian, abriendo la puerta para su amo. -Espero que para cuando volvamos pueda notar una mejoría. -Sonrió burlón el mayordomo, ganándose una mirada asesina del aludido.

 

-¡Espera Ciel, llévate esto contigo! -La niña arrojó un pequeño cilindro plateado al chico, quien lo atrapó torpemente con ambas manos. -Puede que lo necesites. -Dijo guiñándole un ojo.

 

-Nos vemos. -Se despidió el joven conde, dedicándole una pequeña sonrisa a la chica.

 

Sieglinde y Wolfram observaron a amo y mayordomo marcharse en un carruaje jalado por dos caballos hasta que se perdieron a lo lejos. La chica no podía dejar de pensar en su amigo el conde, pues sabía por Sebastian algo sobre la vida de Ciel, pero no le había dicho exactamente qué le sucedió en el pasado, en parte por su aversión por las historias tristes, se había negado a escucharlo, pero era en esos momentos que le hubiera gustado saberlo, para así tal vez poder comprender mejor la razón de su ser. No podía evitar sentir tristeza por él y su manera de ver las cosas, con una visión de la vida tan desesperanzada.

 

-Necesito hacer una nueva poción, Wolf. -Llegó a la conclusión.

 

-¿Qué clase de poción my lady?

 

-¿No es obvio? -Dijo subiendo a su andador nuevamente. -Una de amor.

 

El mayordomo la miró con confusión escrito en la frente.

 

-Resulta que Ciel tiene un fetiche por los uniformes, como lo supuse. -Exclamó llevándose un dedo a la barbilla en signo reflexivo.

 

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-¿A que hora zarpa el barco? -Preguntó el menor, agitando inconscientemente la pierna derecha con cierto nerviosismo.

 

-No debe preocuparse por eso bochan. Tenemos mucho tiempo de ventaja. -Lo animó su mayordomo, cortando un poco de fruta con la navaja que llevaba en el bolsillo.

 

Las vibraciones del tren en marcha, aunado a la falta de sueño, comenzaban a arrullar al joven conde, quien viajaba junto a su mayordomo en una cabina de primera clase. El mayor le extendió un gajo de manzana y él lo tomó gustoso entre sus labios, saboreando el dulce jugo de la fruta en su boca. El hombre sentado frente a él lo observaba fíjamente, mientras que el pequeño conde fingía que no se sentía intimidado. La presencia del demonio no era lo que lo molestaba, era tenerlo frente a él y aún así no poder deducir lo que sucedía en su cabeza.

 

-Que alcancemos el barco o no, no es lo que realmente le preocupa ¿cierto? -Casi afirmó el mayordomo, extendiéndole un trozo más de manzana.

 

-Algo en todo esto me da mala espina. -Murmuró el menor, recargando su cabeza sobre su puño, mientras observaba por la ventana.

 

El mayordomo lo observó con ojos carmesí por un momento, pues sabía que aquello era solo una parte de la verdad, pero se limitó a extraer un pedazo de papel de su saco, entregándoselo a su amo. El conde lo leyó detenidamente, de pronto su expresión fue de sorpresa.

 

-¿Esto es...?

 

-Una lista de los actuales alumnos de la Escuela de Clérigos y Monjas Saint Francis. -El demonio sonrió con malicia y un brillo característico en su mirada. -Donde se encuentra el nombre del sobrino de la reina.

 

-Pero ¿porqué no me lo dijo? -Cuestionó sorprendido el joven conde, leyendo una y otra vez la lista escrita con la caligrafía de Sebastian.

 

-Ella no está segura de que lo que sea que le haya sucedido a su sobrino haya tenido lugar en esa escuela.

 

-Eso solo nos deja con más preguntas. -Suspiró el conde. -¿Qué sucedió con Victor y qué le hace sospechar a la reina que la escuela pueda estar involucrada?

 

El mayordomo le sonrió, entregándole un gajo de manzana. -Eso tendremos que averiguarlo.

 

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El invierno arribó a Roma junto con un conde y su mayordomo, quienes después de días navegando al fin pisaban tierra firme. Un carruaje los esperaba al arribar, el cual los llevó hasta el centro de la ciudad, donde se encontraba la escuela. Sebastian le dió un par de monedas de oro al cochero y este los ayudó a bajar su equipaje. El edificio en cuestión se veía antiguo, pero carecía de los rasgos góticos de la época y en su lugar estaba decorado con prístinas esculturas de mármol que retrataba ángeles, santos y vírgenes, típico de las iglesias católicas.

 

-Mira, eres tú. -Ciel le susurró a Sebastian, señalando la gran escultura sobre ellos, que representaba al ángel Miguel sometiendo a Lucifer.

 

-Muy gracioso joven amo. -Sonrío sarcásticamente el mayordomo, tocando la gran puerta de madera.

 

Un hombre en sus treintas y de cabello castaño los recibió rápidamente. -¡Usted debe ser el padre Michaelis! -Exclamó enérgico, estrujando la mano de Sebastian con la suya. -Encantado de conocerlo.

 

-El placer es mío. -Correspondió galante el mayordomo.

 

-Y tú debes ser Ciel, el nuevo monaguillo. -Dijo el alegre hombre de gafas, revolviéndole el cabello. -Yo soy el padre Joseph, director de la escuela. Bienvenidos a Saint Francis, los estábamos esperando. Pasen por favor, no quiero que se congelen. Mis chicos los ayudarán con el equipaje.

 

El hombre en sotana tocó una pequeña campanita dorada y pronto cinco niños que aparentaban la edad de Ciel se conglomeraban en la entrada, todos vistiendo sus uniformes blancos y pulcros.

 

-Ayúdenle a los caballeros a llevar sus cosas adentro, mis niños. -Ordenó el clérigo.

 

-Si padre. -Contestaron todos al unísono, obedeciendo las órdenes del hombre.

 

Ciel y Sebastian se observaron el uno al otro, tendrían que investigar a ese hombre. El padre Joseph los guió através del antiguo edificio, dándoles un pequeño recorrido, pues ellos podrían explorar por su cuenta más tarde. Los pisos eran de madera blanca y las paredes de marmol, todo parecía ser de color blanco y dorado en aquel lugar. Sebastian caminaba al frente junto con el clérigo, este le explicaba la historia de su antigua iglesia y de los primeros católicos en Roma, mientras que Ciel observaba sus alrededores en busca de algo sospechoso. Caminaron hacia una pequeña capilla, donde los niños del coro practicaban para el oficio de la tarde, uno de los niños miró fijamente a Ciel al verlo pasar, haciendo un tímido ademán de saludo con la mano. El joven conde se detuvo por un momento para corresponder al saludo de aquel misterioso niño y cuando quiso seguir con su camino no se percató de la presencia frente a él, haciéndolo caer sobre sus codos.

 

-¡Ah lo lamento! -Se disculpó el menor, volteando a ver a la persona frente a él.

 

-No te preocupes, ¿te encuentras bien? -Le preguntó un hombre alto y esbelto, extendiéndole la mano.

 

Ciel se quedó muy quieto por un breve momento, observando sorprendido al sujeto frente a él. No tenía más de treinta años y poseía unas facciones parecidas a las cinceladas en las esculturas de mármol que había visto más temprano. De pelo rubio como hilos de oro y ojos tan claros como el cielo, parecía tener una luz propia que irradiaba de todo su cuerpo. Había algo con ese sujeto que le estaba llamando y a la vez activaba todas las alarmas en su cabeza. Mirarlo a los ojos era como estar hipnotizado y en una especie de trance, quería levantarse y correr hacia donde estaba Sebastian, pero sentía las piernas débiles y no podía quitarle la vista de encima a aquella persona. Inconscientemente estiró su mano para alcanzar la del hombre, pero la voz de Sebastian lo trajo de nuevo a la realidad como un balde de agua fría.

 

-¡Ciel! ¿Te encuentras bien? -Lo ayudó a levantarse rápidamente el mayordomo, jalándolo lejos del extraño hombre.

 

-Si, sólo tropecé. -Respondió, sacudiéndose el polvo de los pantalones, confundido por todo lo que sucedía.

 

-¡Oh veo que ya conocieron al padre Gabrielle! -Exclamó el padre Joseph.

 

-Mucho gusto. Tú debes ser el monaguillo que todos estaban esperando, he escuchado maravillas sobre tí, Ciel. -El hombre rubio tomó la pequeña mano del niño y lo jaló hacia si mismo. Cuando lo tuvo cerca, depositó un beso en cada una de sus mejillas.

 

Ciel se alejó de inmediato en respuesta al gesto inesperado de aquel hombre, sonrojado y tratando de no parecer grosero, pero claramente incomodado por el comportamiento del adulto. Sebastian lo observaba fíjamente, sin siquiera hacer un intento por disimular su desagrado. Su instinto demoniaco le decía que había algo extraño en esa persona, casi podía olerlo en el aire. “Es demasiado... Limpio”. Se dijo a sí mismo en su cabeza. El padre Gabrielle notó la mirada del mayordomo y le dedicó una sonrisa a ojos cerrados.

 

-¡Ah una disculpa! -Rió avergonzado. -A veces olvido que ya no estoy en Francia.

 

-Justo ahora llevaba a el padre Michaelis y a Ciel a su habitación. -Dijo el hombre de gafas.

 

-Claro, disculpen las molestias. -Sonrío el hombre de cabello rubio, poniéndose una mano en la nuca. -Cualquier cosa que necesiten, no duden en buscarme. Nos vemos después, Ciel. -Se despidió, pasando al lado del menor, no desperdiciando la oportunidad de tocar su cabeza.

 

Sebastian tampoco quiso perderse la posibilidad de arrancarle la cabeza con la mirada y Ciel sintió como sus piernas se hacían gelatina de nuevo y su corazón latía con fuerza. Se miraron amo y mayordomo una vez más, algo andaba más que mal ahí.



-Estos son los dormitorios. -Indicó el padre Joseph, invitándolos a pasar a una nueva habitación. -A la derecha estan las literas de los monaguillos y a la izquierda las del resto del personal. Sus pertenencias ya fueron colocadas en su respectivo lugar. Ahora antes de que me vaya, hay unas cuantas reglas que deben saber. -Dijo sonriendo con algo de nerviosismo. -No se preocupen, son solo formalidades. Queda prohibida la entrada a las recámaras a cualquier persona del sexo opuesto, evidentemente. No se permiten visitas después de las diez y las luces deben apagarse antes de las once. Dejando eso de lado, sean bienvenidos.

 

El hombre de gafas le entregó un juego de llaves a Sebastian, ya que sería el nuevo padre. Los tres se desearon buenas noches y el padre Joseph se alejó por el pasillo, dejándolos a solas.

 

-¿Y bien? -Vociferó el menor, cruzándose de brazos.

 

-El padre Gabrielle no es humano. -Sentenció el mayordomo, sintiendo sus entrañas arder con el simple recuerdo de ese ser repulsivo.

 

 

 


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