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La Manzana de Oro por Juan de las nieves

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Capítulo 2: Los ojos de mi niña./la bruja de las calabazas.


Carmen revisó la habitación de arriba a abajo. Era mucho más sencilla de lo que podría haber llegado a pensar, pero tampoco la importaba. De echo, esa sencillez la gustó, ya se encargaría de llenar de vida aquella morada. La llenaría de dibujos y aquel orden pasaría a un desmadre total. La estantería se llenaría de libros sin orden alguno, el papel pintado se convertiría en una nueva pared llena de lienzos y manchas por sus pinturas. EL vacío escritorio que tenía frente a ella lo transformaría en su santuario personal. Lo llenaría de tinta y manchas para hacerlo más vello y una habitación caótica propia de una mente prodigiosa que alcanzaba los límites humanos de la creatividad. Su desbordante imaginación logró enardecer toda proyección creada por el hombre.


Agarró la poca ropa que tenía y abrió el armario.


Ahí estaba su uniforme. Una falda negra de tablillas, con una blusa blanca junto con la chaqueta y corbata a juego, todo colgado en una percha. De alguna forma, Carmen tuvo la extraña sensación de que lo habían echo con sumo mimo y cuidado. Sabía que era absurdo tener esa idea, después de todo, era un simple uniforme en una simple percha guardada en un simple armario dentro de una simple habitación. Pero Carmen había aprendido junto con su madre y de ella misma, a fiarse de su instinto, el más natural y primario. Y eso, lo tendría en cuenta.


Sin embargo, el momento no era el más propicio para estar pensando sobre qué y quién se estaba tomando tantas molestias en hacer de su estancia un lugar agradable. Además, el precioso uniforme que estaba en aquel mueble la pedía a gritos que se lo pudiera. Y lo haría, la verdad era que la estética de portar algo como eso la encantaba. Ya se lo probaría más tarde, pero ahora la urgía deshacer la maleta. Aún así, no pudo evitar quedarse contemplando el enorme armario de caoba, que ahora fue el que clamó la atención de la muchacha. Eran de un hermoso tono rojizo que haría que cualquiera posase su mirada en aquel mueble. Carmen dejó a un lado la ropa, encima de su cama al igual que quitó el uniforme de su percha. Cuando lo hizo, observó el armario.


El delicado arte que habían echo con aquel simple mueble era para aplaudir, era bastante antiguo, se notaba como la carcoma había echo su trabajo aunque se pudo ver el aprecio que se le tenía, al ver que había varias capas de barniz. Carmen, sin quitarse los guantes de hilo blanco lo tocó varias veces, dejando que sus dedos pasearan libremente por aquella madera noble. Probablemente lo que mas la gustara fue el talle echo por expertos ebanistas en las puertas de ese armario.


Un ciervo y un unicornio imitando el símbolo de los alquimistas, los uróboros. Aquel ser mitológico que a tantas novelas había inspirado; mordía las patas traseras del ciervo, mientras que el ciervo mordía la cola de este. El infinito, la eternidad absoluta. Y eso fue algo que la llamó particularmente la atención ¿por qué había en ese armario tan antiguo in símbolo del calibre del misticismo usado por los alquimistas? Y otra cosa que enrarecía más la situación si es que era posible ¿que diablos hacía ese armario en su habitación? ¿No habría sido mejor que ese armario estuviese en otro sitio? ¿en una recámara secreta tal vez? ¿que sentido tenía colocarlo en la habitación de la llegada de una alumna extranjera? ¿acaso era tal la soberbia económica que tenían que podían darse el lujo de repartir esos armarios en todo tipo de habitaciones? Aquel quebradero de cabezas no dejaba en paz a Carmen, había tantas preguntas sin resolver que de un momento a otro se acabaría volviendo loca.


Sin embargo, eso no fue lo que llamó precisamente la atención de la Sevillana, más allá de tan extraño dibujo y de la simbología que representaba esta, se deleitó al comprobar que su imaginación era tan exquisita que incluso era capaz de coincidir con las imágenes que ella había proyectado en su cabeza. El mismo armario, tal vez sin la simbología del uróboro, pero si la esencia misteriosa que portaba el mueble.


—Es igual que el armario al que entraste, Lucy —dijo para si misma.


Era tal como se había imaginado la entrada a la puerta a Narnia. La misma descripción que hizo el gran escritor sobre la puerta a tal mágico mundo. Aquel mismo año, leyó el primer libro de C.S Lewis, llamado; “El león, la bruja y el armario” y cuando lo hizo, la encantó.


La sola magia que desprendía cada página la transportaba a ese fantástico mundo nevado. Se imaginó cada rasgo facial de la familia Penvensie, desde a Lucy hasta el idiota de Edmund. Y el eterno cariño que desarrolló por el señor Castor y su mujer (aunque lo le guste admitirlo la encantó).Cada copo de nieve, cada rayo de luz, cada animal. Incluso pudo oler los aromas que desprendían las briznas de las hiervas verdes de los bosques. La humedad de las hojas y la fina escarcha que cubría la corteza de los árboles. El frondoso pasto verde ilimitado que solo Narnia podía ofrecer. Cada parte, cada fragmento, fue transportada a ese mundo que el señor Lewis tuvo la generosidad de ofrecer.


Tal vez no único que realmente la entristeció con gravedad fue el hecho de que no podría entrar a ese mundo, que solo los descendientes de Adam y Eva habían podido entrar en ese lugar. Por que, para Carmen; Narnia existía, los Penvensie existían, Aslan existía, el señor Tumnus existía, Cain Parabel existía, todo existía. Simplemente, ella no era lo suficientemente digna o afortunada como para encontrar por el puente de la imaginación a tales tierras fantásticas dignas de comparación a las odiseas del poeta Homero.


Solo Dios sabe lo que lloró Carmen cuando leyó que el señor Tumnus fue petrificado por la bruja de hielo, y lo mucho que la odió, la detestó más que el insufrible de Dorian Grey. Hasta tuvo que venir su madre a calmarla. Más tarde, cuando se enteró de los motivos por el extraño llanto de su hija, Carmen si que tuvo verdaderas razones para llorar.


Cómo si de una niña se tratase, se metió en el aparador y se acurrucó en una de las esquinas y cerró los ojos. El manto oscuro proporcionado por sus párpados no impidió que no pudiera imaginar, todo lo contrario, sus sentidos estaban a flor de piel, imaginándose aquel mundo fantástico lleno de una deliciosa magia y fantasía. Un lugar que iba más allá de las estrellas de Orión. Más allá de los cosmos y las infinitas estrellas del universo. Más allá de los que el hombre a sido capaz de imaginar, sentir y soñar. El suave aroma del soplido de la poderosa atmósfera enriquecida de la magia. Carmen tembló ligeramente, el frío se hizo más presente en su piel, ahondándose profundamente en sus huesos, atravesando como un arpón ballenero cada porosidad que tenía esta. Las manos, pese a tener esos guantes de tela se sintieron como bloques de hielo, a la vez que su cabello comenzaba a rizarse. El silbido del viento apareció en sus oídos como si la estuviera cantando una sonata celestial, como si las ninfas del aire la estuvieran contando el secreto de la creación del universo. Los susurros de aquel viento imaginario se transformaron en palabras dulces y suaves. Tan tiernas y delicadas que la forzaban de manera disfrazada que entregarse a ellas.


—Creo que vas a necesitar mucho más que ser española para entrar a Narnia. —habló una gravísima voz arrogante que a más de uno asustaría.


Carmen abrió los ojos con una profunda lentitud. Frente a ella había un enorme lobo negro o al menos una extraña subespecie al que se le parecía. Tenía unos brillantes ojos naranjas, similares a las ascuas del fuego de la chimenea de su casa que ardían con furia en su mirada. Su piel, era una marea negra de plumas que fácilmente se las asemejaba con las de un cuervo con unos inusuales reflejos dorados. La cola no era de pelo como se podría imaginar o al menos con esas inusuales plumas negras, si no que estaban conformadas por unas largas escamas doradas que brillaban al compás de su pequeño caminar. El morro, era mucho más alargado de lo que cualquier otro lobo lo tendría y la punta de su hocico había sido teñida de un rojo chillón que con facilidad se le recordaba al cuenta navideño de Rodolfo el reno. A la vez, había dos afilados dientes salían hacia abajo de cada lado de su mandíbula y que de una manera y otra atraía la risa de la española al compararlo de una manera perruna al Conde Drácula. Si uno miraba hacia el suelo, verían con sorpresa que no eran zarpas la que tenía si no que habían sido formadas por pezuñas de un equino, no sabía si eran los de un caballo o los de un burro.


Pero en secreto Carmen aseguraba que eran los de un burro, su genética mental se lo demostraba con creces cada día.


—Esto es Narnia —contestó solemnemente la Andaluza. —y te recuerdo que eres un producto de mi imaginación —finalizó mientras se levantaba del suelo del armario.


El lobo bufó mientras se movía por la habitación dando círculos continuos.


—¡Soy mucho más que una simple producción de tu cabeza! —bufó indignado.


Carmen reprimió una sonrisa. En parte, por la reacción infantil del lobo y por otro lado al ver que la nieve empezaba a descender del techo húmedo de su habitación mientras empezaba a colocar la ropa en el armario pasando literalmente por el cuerpo del animal que se esfumó en dos al tocarlo.


—¿Ves? Eres solo de mi cabeza. —dijo con intención de molestarlo.


—¡Y un cuerno! ¡soy mucho más que eso!


Carmen sonrió aún más, dejando que sus ojos castaños se desprendieran un infinito cariño.


—Y lo eres Asriel, y lo eres. —añadió dando unas suaves caricias en la cabeza del lobo —si yo soy real, tu también lo eres, aunque solo pueda verte yo.


Aquel lobo negro se tranquilizó y de estar dando vueltas como un león enjaulado se tumbó el la cama estirando sus patas.


—La profesora Ingram va a ser un problema majestad. —se quejó con dolencia. —tiene algo que no me agrada.


—¿Y eso por qué?


—Te miraba mal.


Carmen rió con ganas. Imaginó de su cabeza una bola de fuego que no dejaba de arder. Y tal como lo imaginó, se proyectó dejando que aquel chucho negro comenzase a jugar con ella con sus patas delanteras.


—Serás un lobo, pero tienes más de gato que de perro.


Asriel se giró por unos segundos y la sacó la lengua.


—Hágame caso alteza, trate de mantenerse alejada lo máximo que pueda de esa mujer.


Carmen lo escuchó.


Por un lado, quería hacerlo, las gélidas miradas que la lanzaban eran más que una advertencia de que su presencia la desagradaba rayando la repugnancia. Y no entendía el por qué ¿hizo algo mal? ¿hizo algo incorrecto y no se dio cuenta? Su lado más racional la pedía que, irónicamente hiciese caso a ese lobo imaginario. Que era lo mejor si quería pasar desapercibida y bajo ningún concepto llamar la atención.


¿Pero cómo hacerlo? Si el primer encontronazo que tuvo con ella fue en la estación, y más que el encuentro fue lo que ella vio. Solo fue un instante, nada más. Algo que no llegaba ni al fragmento del segundo aunque el tiempo se congelase al punto de realentizarlo. Aún así, se le quedaría la imagen grabada para el resto de su vida.


Era una reina la que vio, no una simple humana.


Ya la había ocurrido desde el primer momento en que pisó la estación. Sabía que no debió de mirar, no tendría que haberlo hecho y sin embargo, mala decisión que tomó que lo hizo. Todo estaba nevado, una densa capada de nieve se había echo con el lugar como si hubiese reclamado lo que era suyo desde siempre. La sensación fue algo incómoda, no se atrevió a mirar hacia arriba y trató de concentrarse en una carta que la directora Alexandra la había enviado donde la indicaba cada paso que debía de seguir para llegar a Panddington con un pésimo español. No quiso mirar hacia arriba, realmente no quería. Mirar a los ojos de las personas podía pasar de ser una increíble experiencia a las más aterradora de todas.


Mírame


Mírame


Fue todo lo que pudo escuchar, lo que la hizo levantar la mirada. Una suave voz que clamaba su atención. Era casi como si la estuviese rogando para que sus ojos se posasen ante su presencia. Sonaba lejana, cristalina y desesperada.


Y lo hizo.


En vez de ver a una mujer alta y de cabello corto, con un traje de chaqueta negro vio a una mujer esbelta y escalofriantemente poderosa. La piel era totalmente blanca, tan pura como el correr de un manantial. No era pálida, no era que tuviese un tono que se asemejara al níveo o al menos a un tono lechoso. Era literalmente blanca, no tenía melamina, era como tan pura como el lienzo de un pintor. La piel, que era casi etérea se contrastaba con el elegante vestido blanco con una ingente cantidad de cristales azules que se esparcían por toda la estación con un manto de nieve que caía con intensidad. Sus pestañas rubias junto al cabello largo que caía como cascadas opulentas rozaban el suelo sucio de aquella estación. Fue por eso que cuando la vio se quedó embelesada con ella, hipnotizada por su presencia. La corona de hielo que portaba, quitaba el aliento a cualquiera, todas las tiaras y diademas portadas por los grandes reyes del pasado se habían quedado como vulgar bisutería al compararla con la de aquella mujer. Eran témpanos de hielo que subían hacia arriba y a cada lado iban descendiendo hasta hacerse con el pelo y camuflarse en él, y ni siquiera estaba segura si habían sido conformadas por la nieve, si las miraba fijamente se hubiera dado cuenta de que eran de diamante y no de agua congelada. Si con todo ello no era suficiente para quedarse atónito… había algo que a esa mujer la hacía imposible despegar la vista aún más.


Sus ojos.


No había emociones cuando la vio en su estado natural, en su ridículo estado mundano. Pero cuando la vio como era realmente, su verdadera forma, su forma pura, sin imperfecciones ni disfraces, se quiso derretir, hundirse en los secretos infinitos que guardaba aquel mar verde. Eran hielo, hielo glauco, incluso llegó a pensar que eran esmeraldas derretidas a las que tiempo después fueron vertidas en su iris. Un océano de desesperación y dolor verde, con un brillo y una fuerza que llegaban a marear..Había tanta melancolía en sus ojos, que sintió la necesidad de ir hacia ella y tocarla, había incluso hasta vergüenza. Lo que a su ver, la resultaba ridículo. Ella era la mujer más elegante -después de su madre- a la que había visto en su vida. Era regia, austera, hermosa y con un poder inigualable que se podía expirar por cada poro de la piel, y todavía lo pensaba después de verla como la profesora Ingram y no como la reina de Cristal.


Tenía que pintarla.


Pero… antes tenía que poner la ropa en su sitio o de lo contrario su traicionera mente proyectaría la imagen de su madre con la zapatilla de alpargata en mano con una mirada que haría que hasta Iván el Terrible se echase para atrás… bueno; Iván el terrible, la armada invencible, los tercios de Flandes, Vlad el empalador, Napoleón, Nerón y así, una larga cola que la seguía.


Si, las madres eran las únicas criaturas capaces de hacer que hasta el mismísimo Satanás se pudiera a cantar el padre nuestro en latín con un crucifijo en mano.


Controlando como podía una futura risa, trató de no tardar mucho en deshacerse de la poca ropa que había traído. Pero entonces ¿por que diablos la pesaba tanto la maleta? La explicación era bastante sencilla.


Un tocadiscos con sus correspondientes vinilos habían sido los culpables del extremo peso que llevaba la chica. La verdad es que cualquier viaje merecía la pena si luego era recompensado con buena música. Carmen sacó de la maleta negra varios álbumes de diversos cantantes y de géneros musicales totalmente opuestos. Desde óperas y zarzuelas a la música jazz y flamenca que tanto había aprendido a amar. Sin estar del todo segura sobre que género musical escoger acabó eligiendo un disco de; “Imperio Argentina”, en la caratula de cartón se podía leer; “La maja de los cantares; cuando me columpias tú


La joven Andaluza quiso dar pequeños saltitos de alegría, la había visto en el cine proyectado de su casa (por aquel entonces, solo la gente muy rica podía tener cine en casa) y la pareció junto a muchas otras actrices la mujer más bella del universo. Sus ojos amables, junto con sus delicados rasgos, hacían de esa mujer una auténtica leyenda. Haciéndola pasar de una adolescente de diecisiete años a una niña de cinco atenta ante una tienda de dulces. Su perfecta y cristalina voz provocaba que los oleajes de su alma la estremecieran por completo y las vibraciones ejecutadas por las membranas de su voz hacían que todos los empleados del cortijo en el que vivían hicieran un pequeño descanso y se juntasen entre ellos, en la esquina del marco de la puerta y escucharan las canciones de la cantante de cuna Argentina.


Sacó el disco de la caratula y puso en funcionamiento el tocadiscos al que lo dejó encima de su escritorio.


La canción comenzó a sonar mientras bailaba al son de la música mientras empezaba a ordenar la ropa del armario.


Asriel miró con atención a la joven mujer e inmediatamente bajó de la cama y se sentó al lado del tocadiscos.


La chica sonrió por completo cuando abrió los ojos y su propia imaginación la había transportado de vuelta a su amada Sevilla. Con sus callejuelas doradas y coloridas, con los gitanos cantando coplas en grupo al compás de sus guitarras, la furiosa luz que lanzaba el sol que bañaba cada rincón de su amada Andalucía como si los hubiera bendecido con la alegría eterna. Las casas blancas, donde sus respectivos dueños tenían las puertas abiertas por si había algún curioso que quisiera ver los jardines interiores que tanto mimo y cariño les habían dado. Ese aire árabe que solo Andalucía había logrado conservar y guardar como suyo que era. Y que decir, de los grandes poetas, dramaturgos, inventores, almirantes y artistas que su amada España había amantado hasta hacer de ellos unas brillantes personas que marcarían un antes y un después en la historia, no solo de su tierra, si no del mundo.


Al darse cuenta de sus pensamientos el cuerpo de Carmen se tensó ligeramente. No había pasado ni un día y ya comenzaba a echar de menos su casa. Paró en seco y miró los zapatos medio rotos que había traído, recordándola así los sabios consejos de su estricta madre.


Si alguna vez, comienzas a añorarnos, dibújanos ¿de acuerdo? Dios te dio un increíble don, úsalo a tu favor


La verdad era que, la capacidad que tenía para pintar era envidiable, pero su verdadero potencial, el verdadero talento que tenía era su extrema imaginación. Su arrolladora capacidad para proyectar formas en su mente y hacerlas reales con capacidad para hablar y pensar por si mismos, dotarlos de personalidad propia, era tan aterradora como maravillosa. A veces era una desventaja, era incapaz de concentrarse debidamente, y tan pronto cogía un libro como en ese instante que a raíz de esas palabras que leía aparecían criaturas que se atrevían a salir de su subconsciente que comenzaba a proyectar. Y es que, eran tan reales, tan vivos que a veces la costaba creer que eran producto de su cabeza. A veces, tener esa imaginación era terrible, tenía sus propios comportamientos adversos que a veces la jugaba una mala pasada, podía crear monstruos horrendos y terribles, con la capacidad de hacer que hasta el más valiente temblase de terror. Desde criaturas amorfas y aterradoras, hasta personajes literarios que salían de las páginas de las novelas que leía. Razón de más por lo que evitaba en la medida de lo posible leer noveles góticas que iban encaminadas a las del terror absoluto. Incluso, de una manera un tanto irónica acabó conociendo al mismísimo conde Drácula, que desde luego muy buenas vibraciones no la dio. Sin embargo, tuvo que admitir muy a su pesar que las conversaciones que tuvo con él, pese a ser escalofriantes fueron inusualmente agradables, lo suficiente como para no volver a repetir semejante experiencia.


Ni pensar del llorón de Frankenstain.


Muchos, llegarían a renegar de ese extraño e inusual talento, y no era para más. Carmen se solía quedar hablando a solas en la nada o incluso hablaba a objetos inanimados, ya en su tierra se había ganado el apodo de; “la loca de alcázar” “la novia de Lucifer” “Bicho raro” “la trovadora de los locos” y así un sin fin de largos apodos que dejaban mucho que desear.


No maldecía su don, todo lo contrario, lo agradecía enormemente, pero eso no significaba que no quisiera tener más control sobre si misma, sobre su descomunal imaginación o al menos, poder apagar su cabeza de vez en cuando y dejar de imaginar.


—¿Soy una molestia majestad? —preguntó aquel extraño cánido al ver a Carmen hundida en sus pensamientos, dejando que su cráneo se apoyase en sus pies.


La chica reaccionó y acarició su cabeza. Que esas maravillosas criaturas suyas existieran quería decir que venían de su cabeza y por tanto, podían saber en lo que pensaba.


—Ni por asomo, eso nunca Asriel —dijo la Sevillana —Simplemente a veces pienso cómo sería si fuese normal.


—Más aburrida que ver crecer el pasto del campo. —respondió con rapidez.


Y era verdad, sería tan mundana como el resto del mundo. Una oveja blanca más del rebaño, sin nada con que destacar, con los mismos resultados, nada que valiera la pena recordar. En cambio, la personalidad distraída de Carmen junto con sus idas y venidas a la realidad hacían de ella un sujeto muy extraño y digno de conocer. Y si bien, por norma general la gente solía alejarse de ella por su rareza, los pocos que la conocían se deleitaban con sus historias.


La chica comenzó a quitarse la ropa y comenzó a ponerse el uniforme, negro. So pudo evitar tocar las cicatrices de sus rodillas cuando fue liberada de aquellos calcetines. Había pasando tanto tiempo…


Más tarde, se colocó unas medias negras que rezaba que la ayudase a protegerse un poco del gélido frío Londinense.


La muchacha sonrió aún más al verse reflejada en el espejo. La gustaba el uniforme, la falda negra seguía los reglamentos. Hasta la rodilla, la blusa estaba abotonada hasta el último botón y el jersey rojo con la chaqueta negra hacía del conjunto algo digno de ver. Aunque, lo que más la gustó a Carmen fue la heráldica cosida en las prendas de la ropa. El mismo talle que vio en el tapiz del pasillo.


La joven sonrió y se tiró a la cama extendiendo los brazos.


—¿Qué crees que ocurrirá Asriel? ¿qué nos deparará este lugar?


El animal se subió a la cama y se tumbó con las patas hacia arriba, imitando a un gato.


—No lo sé alteza, pero las aventuras se inician de este mismo modo.


Y vaya que si, no se la olvidaría el modo en que casi tuvieron que salir pitando de su casa. Aunque lo amargo de aquel recuerdo fue intercambiado por uno hermoso, fresco y agradable. Ver a su hermano, en el puerto, despidiéndose de ella fue algo hermoso, increíblemente bonito. Aún con todas las dificultades que habían tenido.


El estallido de la guerra Civil había sido algo terrible. Algo que no se tenía ni debía volver a repetir. Las imágenes de civiles esqueléticos clamando por un miserable trozo de pan duro no se la iba de la cabeza, ni ahora, ni nunca. Cadáveres, uno encima de otros. Zombies impasibles que hasta el mismísimo Lovecraft usaría para sus relatos tentaculares.


Moscas. Sed. Hambre.


Una imagen apocalíptica, desastrosa e inhumana que solo el hombre podía causarse a si mismo por la terquedad de sus pensamientos, las obras degeneradas de gente sin intelecto y sin conciencia. Hombres máquinas sin corazón, “hombres de hojalata” pensó con cierta amargura Carmen. Hasta el personaje del mago de Oz, el hombre de hojalata les podría dar clases sobre cómo amar. Algo de apocalíptico tenía esos pensamientos. Debería de escribir un libro, puede que incluso el propio Dante resurgiría de los muertos para estrecharla la mano.


Alguien llamó a la puerta.


Por unos instantes creyó que se trataba de su profesora, pero tan pronto tuvo esa idea como la desechó. Dudaba que hubiese tardado tan poco como para volver a su habitación para explicarla los horarios y el resto de la organización del colegio y del alumnado. Así que ¿quién diablos era?


Carmen se levantó y abrió la puerta para recibir un fuerte abrazo de la nada que casi la hizo caer al suelo.


¡Oh Dios mío! ¡tengo una nueva compañera de cuarto! —exclamó en inglés. A lo que, evidentemente Carmen fue incapaz de comprender que era lo que esa nueva compañera la decía. Además, aquel furibundo abrazo la estaba asfixiando. —¡Hay Dios mío! ¡Hay Dios mío! ¡Hay Dios mío! ¡Hay Dios mío! —añadió en su euforia con pequeños saltos que por inercia de la gravedad, Carmen fue arrastrada por dicha acción.


La chica pareció darse cuenta y se separó de ella.


Hay, perdona, me emocioné demasiado je,je,je —rió nerviosamente rascándose la nuca—¡Katherine, encantada! —exclamó estrechándola la mano.


Carmen al recuperar el oxígeno que segundos atrás la habían robado, logró alzar la cabeza sin que sus cervicales comenzaran a quejarse. Y cuando lo hizo su mundo entero se paralizó, y su oxígeno se congeló. Y por dos motivos que a cualquiera dejarían sin habla.


La Andaluza se quedó atónita ante la belleza que desprendía la que sería su nueva compañera. La piel era la más blanca que había visto, casi tanto como la de la profesora Ingram. Sin purezas ni imperfecciones, fina y suave como la porcelana biscuit. Su pelo rojizo bailaba entre una delgada línea entre el dorado y el rojo que se hicieron de notar, tan cercano al fuego y tan cercano a los rayos solares de su tierra, oro fino derretido que fue vertido en su cabello, fuego puro con la que fue bendecida. Su rostro era redondo, de mirada tierna y trémula, sin pecas, la nariz era recta y perfilada, de perfil griego. Los pómulos eran altos y marcados pese a la cara rellena y redonda que tenía. Sus cejas eran casi invisibles al igual que sus pestañas. Sin embargo, más que hacerla fea, la daba una rara belleza de la que no te aburrías de mirar. Sus labios eran rosados y rectos. Su anatomía era robusta, con curvas pronunciadas. De brazos toscos, cintura amplia y caderas anchas, de la misma manera que su pecho eran de un considerable tamaño.


Carmen tuvo que tragar con fuerza, probablemente si Lisipo, Fideas, Bernini o hasta el propio Miguel Ángel la hubiesen conocido, habrían enloquecido por esculpirla. Era el ideal de belleza femenina, la propia Andaluza pensó que probablemente, si esa tal Katherine hubiese nacido en el año mil seiscientos, habría sido vanagloriada e Idolatrada por el mismísimo Rubens. Ay, hubiese sido con diferencia la favorita después de su esposa.


Pero alejada de la furiosa belleza clásica que poseía la joven pelirroja de busto considerablemente grande, fue las emociones que evocaba lo que realmente la dejó son habla.


La sensación fue muy extraña, su alma temblaba, su pulso también. La sensación era familiar a la vez que lejana. Tan similar como aire fresco como lo efímero de una pompa de jabón. Era como si ya la hubiese visto de antes, pero eso era imposible. Jamás olvidaría una cara como la que tenía aquella muchacha pelirroja. Era muy absurdo, pero casi notó que hilos blancos estaban unidos a su pecho, dentro de ella, latiendo al compás del suyo. Raro e ilógico fue lo que sintieron ambas a partes iguales, una mezcla entre un Deja vú, y la firme impresión de que sus costillas estaban unidas. Un mismo corazón en diferentes cuerpos. Un mismo corazón, unido, un mismo corazón en distinta carne. Era la sensación de volver a ver a una amiga tras haberse perdido en el limbo del tiempo. Viejas amigas que habían vuelto a verse tras largos años, sin que el tiempo amedrentara en tan pura y sincera relación.


—K… Katherin —fue todo lo que pudo decir Carmen en medio de aquel torbellino de confusión que traía.


La chica pelirroja sonrió de repente y asintió sin corresponder a la confusión que tría la Sevillana.


¿Y tu eres… ?


Carmen no tenía ni idea de lo que decía, pero a sabiendas de lo corta que era la frase y el saludo que tienen las personas al hablar por primera vez, pudo deducir que preguntaba por su nombre o algo similar.


—Carmen de Rivera.


—Creo que está loca —susurró el lobo o lo que diantres fuera la criatura.


La Andaluza tuvo que contener una risa, en especial al escuchar a Asriel tachar a Katherin de loca. Cómo si ver seres mágicos de su cabeza y entablar conversaciones con ellos fuera la cosa más cuerda del mundo.


—Yo… lo siento, no entiendo lo que dices. —se disculpó la española, con la vaga esperanza de que las expresiones de su cara fueran suficientes para que entendiera su inentendible idioma.


¡Ah! Hablas en otro lengua, bueno, eso ya me di cuenta antes, pero eso da igual —siguió en su propio monólogo, donde todavía creía que era capaz de entendera— por eso estamos teniendo esta conversación de besugos—siguió hablando la pelirroja con un tono donde era evidente el humor que estaba empezando a usar.


—Lo siento, pero sigo sin entenderte, trataré de aprender inglés lo más rápido que pueda, pero apenas logro comprender lo que dices.


—Te dije que la tipa está loca Alteza, hágame caso —volvió a hablar el cánido que miraba a la chica sin pudor.


“¿Te quieres callar de una santa vez?” maldijo al perro para sus adentros.


—¡Vale, vale!, ya me voy, que humos tenéis, majestad.


Y tan pronto como terminó la frase, desapareció en una neblina negra. Neblina, que Carmen ignoró por completo. Si se daba la vuelta, Katherin imitaría su misma acción y al ver que no había nada en la habitación la tomaría por loca y volverían a empezar los problemas.


Me temo que por mucho que hablemos, ninguna de las dos nos vamos a entender. —razonó Katherin.


Carmen se quedó en blanco, no recordaba haber sentido tanta desesperación por entender a una persona y que esa persona la entendiera a ella. Pero, una idea se la encendió en la cabeza. Había ciertas cosas que no necesitaban idiomas para entenderse. Idiomas universales.


Carmen rebuscó en su nuevo escritorio para buscar una hoja y un lapicero y con ello comenzó a dibujar y a hablar por señas.


Tal vez funcionaría.


 


 


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