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La Bella Durmiente por CrawlingFiction

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La Bella Durmiente


Capítulo 7: Profecía rosa


 


Relámpagos retumbaban sobre el castillo en ruinas y cubierto de bruma a lo alto de la colina. HongBin agazapado bajo una lona en la carreta miraba con asombro. Ni por los libros más espeluznantes se había imaginado un lugar así. Ken sacudió las riendas de Choco y el caballo cruzó los escombros, que antes habían sido una fortaleza. No había rastros de vida alguna, pero si fragmentos de humanidad dejada atrás. Hasta la rueda de la carreta pisó una muñeca de trapo, mohosa y abandonada por la prisa. El lugar parecía estancado en el tiempo. Un rayo iluminó el camino, revelando algunas extrañas estatuas de piedra. Hombres, mujeres o niños que habían corrido con pavor, pero no fue suficiente para librarse del mal.


Bajaron del caballo y los cuatro entraron al castillo, con la lona encima para resguardarse de la lluvia. Hyuk sacó su varita y apuntó al techo, iluminándose en serie todos los candelabros. No había nadie en ninguna parte y el polvo alfombraba el gran salón. Amplio, con lámparas de araña y remembranzas de piano, debió ser el hogar de ya olvidadas celebraciones. HongBin se sacó la lona y giró en sus tobillos, mirando cada cuadro y cada huella pisoteada de aquel castillo de fantasía. Una corazonada muy adentro le estrujaba el pecho, siéndole insoportable ver en lo que se había vuelto algo que no conocía, pero juraba, nunca debió lucir así.


—¿Qué es esto…? —murmuró por fin, rompiendo el mutismo sembrado entre los hechiceros y él. La tríada se miró entre sí y N asintió.


—Estas son las ruinas del Castillo de los Lee —dijo—. Hace quince años, el Rey Loco derrocó al Reino del Oeste, adueñándose y destruyendo todo a su paso. —HongBin deslizó los dedos al polvo sobre el piano de cola—. Pequeñas facciones y reinos vasallos sobrevivieron apenas…


—Todo lo demás se ha vuelto de piedra. Hombres, mujeres y niños —agregó Hyuk con tristeza.


—El príncipe Leo me dijo algo sobre eso —parpadeó HongBin—. Que seguían en guerra y-y eso…


—Pero, hace diecisiete años, algo más pasó aquí… —dijo lentamente, temiendo todavía sus palabras. Tantos años tan adentro de él que era extraño pronunciarlas—. Y, quiénes lo vivimos. Quiénes quedan, no debían decirlo jamás.


—¿Qué cosa? —el chico los miró. N se acercó a él y tomó de sus manos con suavidad.


—Tu nacimiento, HongBin —sonrió apenas—. Eres el príncipe Lee HongBin.


—¿Qué? —soltó sus manos de golpe. Pálido como un papel volvió sus ojos a los otros dos.


—Eres el heredero legítimo al trono, el que dejaron tus padres al morir. Nosotros estábamos ahí —dijo Ken—. En la celebración de tu primer cumpleaños, llegamos los tres de diferentes partes del mundo, por el mandato de las sabias Estrellas. Ellas nos quisieron como tus padrinos —sonrió, tal vez recordando esa noche en este mismo salón, más de una década atrás—. Esa noche todo era alegría, hasta que el Rey Loco apareció y…


—Sembró una maldición en ti —intervino Hyuk—. Una que decía que, si te volvías un caballero capaz de enfrentarlo, sufrirías algo peor que la muerte…


HongBin parpadeó, empeorando su expresión de confusión.


—¿E-Es en serio? No, no es cierto. No es cierto, tío —miró con necesidad a N, el suficientemente cuerdo para no jugarle una broma tan pesada como esa.


—El Rey no quería, no queríamos eso para ti… —cabizbajo evitó sus ojos ansiosos.


—Así que… —la voz de Hyuk retumbó dentro la cabeza de HongBin—. N hizo un contra hechizo para evitar que se cumpliera esa profecía.


—¿Hechizo? ¿U-Un hechizo? —retrocedió.


N remordió sus labios y le miró en un acopio de valor.


—Volverte mujer.


HongBin tuvo que sostenerse de la pared por el flaqueo repentino de sus rodillas. Llevó sus manos a su cuello, incapaz de respirar. Sus uñas se afincaron a la gargantilla de terciopelo que usaba. La arrancó de un tirón y ajustó sus manos a su garganta, palideciendo al sentir la apenas palpable manzana de Adán que tenía.


—N-No fue tan efectivo como deseamos —balbuceó Hyuk—. Lo evidente aún sigue allí, sobre todo tu corazón…


La gargantilla escapó entre sus dedos temblorosos y cayó al piso. El camafeo se partió, abriéndose en dos. HongBin se agachó a recogerlo, descubriendo un mechón fino de cabello castaño y un pedacito de pergamino doblado. Con torpeza extendió el papel y leyó:


“Un día, las Estrellas nos permitirán volvernos a encontrar, mi niño.


Mamá.”


—Todo este tiempo… —su voz quebró y apretó los dientes. Su puño trémulo envolvía el papel, quemándole la piel como si estuviera al rojo vivo—. ¿M-Me mintieron?


—Fue para protegerte —dijo N.


—¡¿De qué!? —Se levantó de golpe, pegándole el collar roto al pecho—. ¡Mira! —señaló el salón desconsolado—. ¡¿Qué importaba vivir si querían mantenerme encerrado e ignorante de todo!? ¿Sin saber quién soy? —gritaba ciego de ira. Sus manos se hundieron en su propio cabello—. Todo este tiempo… Todos estos años… Me hicieron sentir un monstruo… —las lágrimas caían, a pesar de los gruñidos de frustración por contenerlas.


—HongBin, por favor. Escucha… —Hyuk se acercó, a lo que el chico se apartó con desprecio.


—¿De verdad querían obligarme a ser algo que no soy por cobardía…? ¿De verdad, Hyuk? ¡Me engañaron toda mi vida!


—¡Por años buscamos soluciones, pero la maldición era demasiado fuerte! —intervino N—. ¡Te di parte de mi alma para protegerte! ¡Lo hice porque te amamos!


—¡No me interesa tu alma! ¡Me arrebataste la mía propia! ¡Tú maldito amor me arruinó! —gritó. N retrocedió incrédulo. HongBin sacudió la cabeza y trató de escapar. Ken le agarró la muñeca, pero lo empujó—. ¡Aléjate! ¡No me toques!


—¡HongBin, por favor! —lo contuvo Hyuk—. ¡Somos una familia, podemos arregl-!


HongBin se zafó de su agarre, empujándolo contra la pared.


—¡Ustedes no son mi familia! —gritó antes de salir corriendo del salón.


••••••


Serpenteó pasillos y salones buscando la salida. Corrió y corrió, como si pudiera realmente sacarse las ganas de llorar y gritar de encima. Escuchó a lo lejos las voces y pasos de esos tres, que hasta hacía poco fueron sus tíos. Se pasó el puño debajo los ojos y desvió hacia una torre, subiendo a zancadas las escaleras de caracol. Sus pies tropezaron, cayendo de bruces a mitad de camino. Se agarró de la escalinata y maldijo entre dientes el golpe en la boca y el tobillo doblado. Allí fue imposible ser fuerte y comenzó a llorar como un niño. Su largo cabello se derramaba como un manto sobre su espalda temblorosa por los sollozos. La ira nublaba sus pensamientos y el desconsuelo consumía su corazón. 


Todo lo que creyó fue una mentira. El tiempo perdido odiándose a sí mismo jamás lo podría recuperar. Cada momento, cada instante regresaba a sus memorias, amargándole aún más el llanto. ¿Cómo tuvieron tal sangre fría en disfrazarlo y obligarlo a ser una mujer? ¿Cómo ignoraron sus quejas y miedos desde pequeño? ¿El repudio a su cuerpo que concordaba con su corazón, pero para ellos era un error? Y saber ahora la verdad no daba alivio alguno, sino más rencor. Su familia muerta, pueblos enteros arrasados por el egoísmo de mantenerlo con vida. ¿Realmente su vida valía más que la de cientos de hombres, mujeres y niños? ¿Ellos pudieron elegir sus destinos o fueron obligados también?


Un fulgor esmeralda iluminó las oscuras escaleras. HongBin escupió sangre y se levantó costosamente, buscando la fuente de la luz. Un hálito friolento erizó su cuerpo, pero algo en aquella luz le obligaba a subir paso a paso. Sus pies lo llevaron hasta el final, cruzando un breve pasillo en lo alto de la torre. La luz provenía de aquella puerta entreabierta.


—¿Quién anda ahí? —dudó, apretando los puños—. ¿Hyuk…? —Terminó de abrirla y entró. La puerta se cerró a sus espaldas, sobresaltándole. Sin embargo, mayor impresión tuvo al volver sus ojos al frente.


Estaba en una recámara cubierta de espejos. Al ver a lo lejos su reflejo se le empeoró el nudo a la garganta. Ahí estaba él, tan hermosa como siempre. Su vestido rosa todavía con motas de tierra, Escoba colgando de su cinto, el largo cabello como el fuego y esa cara de princesa del bosque. Desenvainó su espada y tomando de su falda con el puño, la cortó de un tajo. Entre gritos de rabia arremetió contra la falda, mangas y bordados, volviendo su reflejo una estampa harapienta y cubierta de arañazos. Tiró de su cabello en alto y se miró, decidido a cortarlo, cuando rompió en llanto. Soltó la espada y se encogió de cuclillas. El ardor de los cortes en sus muslos y hombros le avivaba el mal adentro. Saber la verdad no lo hacía libre.


—Doloroso… ¿no es así, mi niño? —susurró una voz. HongBin subió la cabeza del susto—. Entre ese pelo largo y vestido bonito, lo puedo ver…


—¿Q-Quién es? —Se levantó y recogió a Escoba, apuntando a todas partes—. ¡Muéstrate, no tengo miedo!


La hilera de espejos mostraba únicamente su reflejo en todos los ángulos posibles. Sin embargo, al acercarse más al centro de la habitación, el reflejo cambió. La espada cayó al suelo. Vacilante se aproximó mucho más, negando trémulo a cada paso mostrarle esa imagen a mayor claridad.


La sonrisa plácida, la casaca a hilo oro y rojo escarlata; aquellos colores estaban también en la vaina de su gran espada. Una corona adornaba su corto cabello café, complementando aquel júbilo en el rostro. Lentamente HongBin movió una mano, replicándose simultáneamente a su reflejo. El reflejo sonrió. Ese reflejo que era él, pero no él.


—¿Soy…yo?


—Un príncipe, un apuesto príncipe… Un caballero —dijo la suave voz. Era la voz de un hombre, firme y seductora. HongBin llevó las manos al frente, chocando con el espejo. Sus ojos lagrimearon cuando el reflejo le imitó—. Pero, ¿para quién luchas? ¿Por tu sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo…? —El reflejo del príncipe desvaneció, regresando a él su desdichada imagen a harapos, sangre y tristeza.


—¿¡Quién eres!? —gritó, buscando la voz en todas partes—. ¡Sal!


El rayo de luz verde tras el espejo lo encegueció. Se cubrió con los antebrazos y se acercó, apartando el espejo a cuerpo completo. Detrás y entre armaduras olvidadas, estaba una espada con empuñadura de oro y carmesí. El fulgor esmeralda provenía de la espada y lo llamaba como nada en este mundo.


—¿Por sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo? —repitió la voz—. Levanta esa espada y lo descubrirás…


Los demás espejos le regresaron su imagen, aquella que toda la vida había deseado que fuera realidad. HongBin lagrimeó y retrocedió, abrumado por aquella posibilidad.


—¿Por sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo? Levanta esa espada y lo descubrirás… —el susurro revolvía aún más sus pensamientos huracanados—. ¿Por sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo? ¿Por sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo? ¿Por sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo?


HongBin gritó cuando a su reflejo apareció Leo. Uno al lado del otro, como los iguales que eran, pero con algo más.


—¡Leo! —corrió hacia el espejo, chocando sus manos y desvaneciendo el hombre ante sus ojos. Sus uñas se resbalaron y lagrimeó. ¿Era posible? ¿Tener lo que siempre soñó y más? ¿No tener que renunciar a lo único que lo hizo feliz en esos años de mentiras?


—¿Por sangre? ¿Por amor? ¿Por ti mismo? Levanta esa espada y lo descubrirás. ¡Levanta la espada, príncipe HongBin!


La doncella y el príncipe en su reflejo tomaron la espada sin dudar. Apretaron la empuñadura, calentándose el frío metal a sus puños.


—¡Levántala!


HongBin gritó y la desenvainó en alto. La aurora azul, rosa y verde escapó de su pecho y rebotó a los espejos, estallando en pedazos. Relinchos, luces zafiros y pétalos de cerezo lo envolvieron antes de desaparecer. Tanto el príncipe como la doncella cayeron fulminados al piso al lado de la espada. La espada del príncipe Lee HongBin. Sólo se escuchaba una risa desquiciada, y un halo de luz esmeralda sombreaba su cadáver pálido.


Pasos se precipitaron por las escaleras, guiados por la aurora antes de morir.


—¡HongBin! —corrió N, sin importarle la alfombra de cristales. Se abalanzó sobre el chico, rodeando sus hombros y despejando su cabello hacia atrás. Este ya no era rojo, sino de tierno castaño—. ¿HongBin…? ¡HongBin!


Ken y Hyuk lo siguieron y el menor tomó de su muñeca, buscando con desespero su pulso. N lo zarandeaba, palmeaba su mejilla y suplicaba bajito, pero no respondía.


—No tiene pulso. HongBin, por favor… No. No tiene…


—N-No respira… —balbuceó Ken—. Llegamos tarde…


N negó una y otra vez entre sollozos aferrándose a HongBin. Esos brazos a sus hombros fueron lo peor. Su grito desgarrador retumbó por toda la torre. Aquella risa cantarina fue la contestación.


—¡Es el Rey Loco! —exclamaron Ken y Hyuk al unísono. Sin más corrieron afuera, persiguiendo aquella voz burlona que inundaba todo el lugar. N lloraba abrazado a HongBin, arrullándolo en el mecer desquiciado de su cuerpo.


—Mi niño… —hipaba, palpando con torpeza sus mejillas, cada instante más frías. Alcanzó su manita y la estrujó entre las suyas, renuente a soltarlo—. HongBin… HongBin… Por favor, no… —apartó los pétalos marchitos de entre su pelo y ahí las lágrimas cesaron. Apretó los dientes y llevó su mano a su abanico—.  No… No, no lo voy a permitir, ¡maldito bastardo! —Se levantó con HongBin en brazos y con una mano llamó al viento. Los pétalos marchitos se alzaron y unieron con los demás que ya los rodeaban. Giraron dentro del espiral de cerezos que revolvían sus ropas y cabellos. N remordía sus labios para no llorar y finalmente creer.


Sólo el amor es lo que nos hace realmente libres. Cerró el abanico de un golpe y una aurora rosa los cubrió. Aquel relativo amanecer duró apenas dos segundos cuando cayeron al suelo, de regreso a la oscuridad.


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