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La Bella Durmiente por CrawlingFiction

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La Bella Durmiente

Capítulo 9: Sueños.

 

—¡Hey! Hyuk… —un chillido sonó cerca de su oído. Leo gruñó y resopló con la nariz, crispándose por las cosquillas—. ¿Está vivo?

—Respira —dijo—. Eriza mi pelito.

Leo estornudó y cubrió el lomo de Hyuk de moco. El ratoncito chilló horrorizado. El príncipe carraspeó y costosamente entreabrió los ojos.

—¡Shh! Está despertando.

—¿Princesa…? —Finalmente abrió los ojos, topándose de lleno con tres ratones mirándole fijamente.

—¡Ah! —gritó, levantándose de golpe. Cogió un libro y los trató de aplastar.

—¡No nos apachurres! ¡No somos ratones! —chilló Hyuk, esquivando el librazo—. Bueno, sí ratones, pero, pero.

Leo soltó el libro y desenvainó su espada, apuntándoles a la yugular a los tres.

—¡¿Ustedes quiénes son?! ¿Vienen de parte del Rey Loco? —reclamó.

Ken y Hyuk tragaron grueso. Sin embargo, N turnó sus ojitos al príncipe y al poemario en el suelo. Por supuesto que lo había reconocido…

—¿Cómo pudiste despertar? Todo tu reino, hasta el mismo castillo, está dormido… —murmuró incrédulo.

Leo parpadeó ofuscado y miró a la ventana. El sol estaba tan alto como recordó estuvo antes de caer dormido.

—¿Cuántos minutos han pasado? —preguntó.

—Un día entero… —dijo Ken.

Leo palideció y bajó el arma.

—Las tropas del Rey Loco están saqueando los primeros fuertes y vienen para acá… —agregó el ratón de nariz puntiaguda—. Este es el único lugar para la resistencia.

—Binnie... —balbuceó—. ¡Debo buscarla!

Hyuk se atragantó con su saliva.

—¡Te dije que era él! —cuchicheó Ken a Hyuk, todavía con la boca abierta.

—¿En serio? —replicó él—. ¿¡No podía gustarle uno más guapo!? ¡O que no viviera a un día en paloma! —cuchicheó decepcionado.

—¡Shh! —ordenó N.

—Binnie está en peligro allá mientras el efecto no acabe… —razonó Leo con preocupación—. ¡Debo buscarla!

—¡Eh, príncipe! —Saltó a la muñeca de Leo y trepó hasta su antebrazo—. El efecto que dice… No desaparecerá.

—¿Qué? ¿Qué dices? —el príncipe frunció el ceño—. ¡Yo desperté! Todos eventualmente lo har-.

—No despertarán… —interrumpió N.

—Y… La doncella Binnie no está en el bosque —agregó Ken con cautela—. Está en el Castillo de los Lee.

—¿Cómo saben que está ahí? —balbuceó incrédulo. Frunció el ceño y volvió a apuntarlos con su arma—. ¡Muéstrense, roedores! ¡¿Para quién trabajan!?

Los tres ratoncitos se miraron entre sí.

—Somos los tíos de Binnie —confesó Hyuk.

La expresión firme de Leo mermó. ¿Era una trampa o la verdad?

—¿Lo son? —dudó—. Entonces, son…

—¡Somos brujos, sí! —dijo Hyuk.

Leo bajó la espada y recordó su encuentro con Binnie en la fuente de piedra. ¿Entonces nunca había mentido su princesa?

—Brujos, ¿dicen? —tanteó pensativo—. …Y, ¿por sus brujerías todo el reino fue maldito y por eso Binnie está a merced del Rey Loco?

Los tres ratones parpadearon.

—Eh… ¿Sí?

—Llévenme con ella —Leo gruñó y envainó su espada—. ¡Y apenas todo vuelva a la normalidad les cortaré la cabeza por brujería! ¡Andando, roedores! —ordenó, saliendo de la habitación.

Los tres ratones se dejaron caer al suelo, por fin volviendo a respirar.

—Hay que decirle la verdad —cuchicheó Hyuk. No creía al príncipe tan estúpido para aceptar de buenas a primeras esa explicación. Bueno, no tanto.

N negó con fervor.

—¿Y si al saberlo se rehúsa? —replicó—. ¿Si la deja de amar? ¡Estaremos perdidos! ¡Es un hombre, los hombres son malos!

Ken asintió no muy animado. Mientras el príncipe Leo esté enamorado de una mentira, el reino y HongBin todavía podrían ser salvados. Si sabía que, esa doncella en apuros, en realidad era el príncipe Lee HongBin, un hombre, no se auguraba un final feliz.

Pero, ¿hasta cuándo podrían encubrir la mentira? ¿La mentira sería mayor que el amor, o el amor mayor que la mentira?

—¡Roedores! —llamó Leo desde el pasillo.

—Como sea, él es nuestra única esperanza —resopló N, correteando afuera.

—La esperanza para todos… —suspiró Ken.

—No era más fácil decir algo como: ¡Oye!, ¿Esa bruja campesina, la que está enamorada de ti, en realidad es el príncipe HongBin, legítimo heredero de la dinastía Lee, y que por una maldición del Rey Loco se hizo pasar por mujer para que todos no muriéramos? ¡Tachám!

—¡Qué tonterías dices, Hyuk!

—¡Vamos, roedores! ¿O necesitan que los cargue desde sus colitas? —burló de mal humor Leo.

—Lo único certero ahora es que lo detesto —entornó los ojos N.

••••••

Al lomo de SiWol el príncipe y los tres ratones se apresuraron hacia el Oeste. A cada galope se revelaba ante ellos un paisaje de pesadilla. Hombres, mujeres y niños sin distinción alguna dormían como estatuas de pasados mejores. Los animales inclusive se sumaron al sueño eterno. Leo no podía creerlo.

¿Por qué su caballo y él eran los únicos despiertos? Sin embargo, los ratones tampoco podían explicarlo. Darle muchas vueltas a todo esto empeorarían sus nervios. Sólo tenían una única oportunidad, puesta en ese príncipe valeroso y furioso.

Al atardecer, SiWol resoplaba agotado, aminorando el trote. Leo tomó las riendas y el caballo comenzó a andar por el sendero. A cada paso el bosque se iba ciñendo sobre ellos, acercándolos al castillo puesto al horizonte.

Ya no había poblados ni transeúntes a la vista, sin embargo, una sensación de naturaleza muerta espesaba el aire.

—¿Y si acampamos aquí? El sol comienza a ponerse —dijo Hyuk. Leo gruñó y bajó de SiWol de un salto.

—Ni hablar —rechazó, abriendo su propia cantimplora para darle de beber al animal.

—Príncipe, si seguimos sin descanso, SiWol ni usted tendrán fuerzas para lo que vendrá —advirtió Ken, saltando a su cabeza sudorosa.

—La princesa no puede esperar —sacudió la cabeza, haciéndolo bajar al suelo.

—Tiene qué —volvió a pedir Ken.

Leo frunció el ceño y miró al caballo. El animal jadeaba mientras tragaba sediento de la cantimplora. Revolvió sus crines rizadas y pegó su frente contra la del corcel.

—¿Estás bien? Lo siento, amigo —susurró, igual de agotado—. Te recompensaré con muchísimas manzanas, todas las que puedas comer, ¿sí? —sonrió, abrazando y revolviendo su corto pelaje—. Tú también la extrañas, ¿verdad? —rio al relincho avergonzado del caballo—. Yo también, también lo hago. —El animal bufó y con el hocico le acercó las riendas. Leo asintió y miró retador a los ratoncitos asustadizos—. ¡Agárrense, roedores! —De un salto subió al caballo y este se alzó en dos patas—. ¡Vamos!

Los ratones saltaron y treparon hasta la silla y se reanudó el veloz galope. La noche sin estrellas los cubrió con su manto tenebroso. Ni la oscuridad lo alejaría de su amada, parecía prometer cada jadeo del príncipe Leo.

—Vaya… —murmuró N, sentado en su hombro. Desde esa cercanía detallaba su rostro concentrado—. Realmente le preocupa Binnie…

—¿Lo dudas, roedor? —jactó con una sonrisa ladina. Gotas de sudor corrían por sus sienes, perdiéndose al viento que revolvía su cabello. Apretó los dientes y las riendas sin vacilación—. La conocí en un sueño, y ese sueño también me hizo despertar —juró. El poemario en uno de los compartimentos de su asiento también lo juraba.

N asintió temeroso.

¿Incluso para dejar para después a su reino entero? ¿Por una simple mujer? ¿Un simple hombre?

El animal saltó un tronco podrido y profundizó al bosque. Sin embargo, Ken aguzó la mirada y se puso en guardia.

—Un momento… —murmuró, mientras Hyuk bostezaba acurrucadito a su lado—. Cambió la vegetación. —Palideció y saltó a la espalda del príncipe—. ¡Leo, espera!

Las hiedras negras en el suelo cobraron vida y capturaron las patas del caballo en una trampa que los suspendió al suelo.

—¡SiWol! —gritó Leo, atrapado entre el caballo volcado y las hiedras espinosas—. ¡Mi espada! —gruñó al verla en el suelo a metros de alcance. El caballo relinchaba y coceaba aterrorizado, lastimando a Leo sin remedio.

—¡Vamos a roer! —N se escurrió entre sus cuerpos y comenzó a roer con sus dientes la hiedra. Ken le imitó, sin embargo, eran muy resistentes hasta para ellos.

—¡Amigo, calma! —pedía Leo, tratando de tranquilizar a SiWol a caricias.

—¡Ay, déjamelo a mí! —Hyuk apartó a los dos ratoncitos y tomó una junta de hiedra. De un mordisco con sus grandes dientes las hiedras se reventaron.

Leo cayó debajo de SiWol, soltando un quejido adolorido. No obstante, alcanzó su espada y se puso en guardia, haciendo retroceder las hiedras malditas a machetazos. SiWol se agachó y lo subió a su lomo, huyendo de las hiedras que los perseguían.

—¡Hay que apresurarnos! —chilló Hyuk agarrado de la cola del caballo.

—Necesitaremos más que dientes para esto, chicos —dijo Ken, juntando sus patitas. N tragó grueso al entender a qué se refería.

—No cualquiera puede materializar ese conjuro… —recordó inseguro. Miró a Leo y negó con la cabeza. Sino era él el indicado, ¿quién más podría?

—¡Ven, niño! —N jaló los bigotes de Hyuk y lo subió al lomo del caballo. Detrás de ellos las hiedras los perseguían como una ola tenebrosa de espinas.

Los tres ratones juntaron sus patitas y una débil aurora tricolor alumbró por sobre el bosque nocturno. N se desvaneció agotado en brazos de Ken, ya incapaz de conjurar tanta magia por su pasado sacrificio hacia HongBin.

Leo detuvo de golpe a SiWol, blandiendo una nueva espada y escudos resplandecientes.

—¿Qué es esto? —vaciló, turnando sus ojos a las dos armas de reluciente plata.

—¡Son la Espada de la Verdad y el Escudo de la Virtud! —sonrió Hyuk—. ¡Todo hado padrin-! —el codazo de Ken lo calló—. Digo, tío brujo malvado, tiene el poder de hacer uno —sonrió nervioso.

Leo acunó al débil ratoncito entre sus manos, pasando los pulgares a su blanco pelaje. N abrió los ojos con cansancio.

—Eres digno de ellos —dijo, curvando sus bigotitos.

Leo asintió y tomó a los tres ratones, ocultándolos dentro su armadura.

—Agárrense bien, roedores —dijo.

Leo alzó al caballo en dos patas y galopó hacia las hiedras, obligándolas a retroceder con la brillante espada. Las hiedras espinosas parecían chillar a cada corte, finalmente alejándose de ellos.

Sin embargo, el júbilo de los cinco duró poco. Un rugido que remeció hasta los más viejos árboles, advirtieron la presencia de algo más. Leo miró alrededor en medio del claro. El rugido provenía de una caverna al horizonte. Un mal augurio lo hizo tomar las riendas de SiWol y cabalgar colina arriba.

Al mirar a su hombro tuvo razón. Un enorme dragón negro de irises verdes salió de la caverna. Desplegó sus demoniacas alas y sobrevoló la noche hacia ellos.

—¡Príncipe! —chilló Hyuk, ocultándose a su hombro. Leo miró adelante y tiró las riendas antes de caer al precipicio. SiWol encabritó inquieto, sin saber adónde cruzar. Sólo el abismo y el gran dragón eran opciones.

—¿Y ahora qué haremos? —lloriqueó Hyuk.

Leo bajó y tomó con firmeza de las riendas. Se sacó a los ratoncitos de encima y los puso sobre SiWol. Sacó el poemario y con una sonrisa triste, se lo acercó a la nariz del animal.

—Ve hacia ella, amigo —despidió acariciando su crin—. Los alcanzaré luego.

—¡¿Qué planeas, príncipe estúpido!? —reclamó N.

—Si ustedes mueren no podrán buscar otra persona o forma de salvar a la princesa y despertar al reino —razonó—. Si sólo yo muero, todavía hay una oportunidad.

—¿Qué dices? —exclamó Ken—. ¡Ni se te ocurra! ¿Por qué haces esto?

Leo remordió sus labios y los miró.

—Porque la amo —sonrió—. ¡Ve! —Palmeó a SiWol y galopó cuesta abajo escapando del dragón, ahora más interesado en el temerario príncipe de pie al precipicio.

Leo desenvainó su espada y se puso en guardia. Sonrió. Lo poco que conocía a su princesa de los bosques le aseguraba que dormir por la eternidad no era lo que querría para su vida. Ella quería perfeccionarse en la espada, leer los libros prohibidos de la biblioteca y conocer el mundo exterior. Si tenía que dar su vida por una nueva posibilidad de vida para Binnie, lo haría.

El dragón aterrizó y gruñó. Una estela verdosa lo envolvía. Leo apretó los dientes y maldijo. Era el Rey Loco.

—¿Con qué eres tu quien osa enfrentarse a mí? —gruñó el dragón en una burlesca y distorsionada voz—. Veo valor en tu mirada, así como estúpida ingenuidad…

—¡Soy el príncipe Leo y acabaré contigo, bestia asquerosa! —juró, alzando la Espada de la Verdad en alto.

—…Erígete como caballero y soportarás el más doloroso de los finales —repitió el dragón, resoplando fuego verde de su nariz.

—Muéstrame cual, entonces —sonrió retador.

El dragón rugió y escupió una llamarada de fuego de sus fauces. Leo se protegió tras el escudo y corrió hacia él. Gritó y saltó, listo para dar su vida por amor.

••••••

Encogido sobre el asiento, N se mantenía con las orejitas gachas. Nadie había hablado en lo que llevaban de camino. Sólo la vaga esperanza de que el príncipe regresara los mantenía en la ruta hacia el castillo.

—Pudimos haberlo salvado… —musitó con tristeza—. Si tan sólo tuviera mi abanico o más magia… Se sacrificó.

Ken y Hyuk agacharon las cabezas.

Un graznido espeluznante en el cielo los hizo subir las miradas.

—¡¿Qué es eso?! ¡¿Otra de tus odiosas palomas!? —reclamó Ken, intentando mirar arriba.

—¿Palomas? —dudó Hyuk—. No llamé a ninguna palom- ¡Cuidado! —saltó sobre Ken, esquivando el planeo del cuervo sobre sus cabezas.

—¡Es el cuervo del Rey Loco! —exclamó N. SiWol se detuvo y comenzó a relinchar y cocear asustado. N saltó hacia su cabeza y tomó las riendas—. ¡Tranquilo! ¡Tranquilo! ¡Sácanos de aquí!

—Esto es malo, ¡esto es malo! —chilló Ken—. ¡Y de paso somos ratones! ¡¿No pudiste habernos transformado en algo mejor, mocoso!? ¡No sé, águilas!

—¡A tu derecha!

N alzó las riendas y SiWol saltó los troncos caídos, esquivando los ataques del cuervo.

—¡Jodido WonSik! ¿En serio nos tiene tanto rencor por no haber sido invitado a una tonta fiesta? —lloriqueó Hyuk, cansado de todo, incluso de decirle Rey Loco a quién en otrora fue un hechicero más, como N o él.

—Más bien, por no haber sido elegido padrino de HongBin —murmuró N.

—¡¿Qué!? —exclamaron Ken y Hyuk al unísono.

—Bien, eso sí que te lo tenías bien guardado… —dijo Hyuk.

El cuervo graznó y recogió sus alas, lanzándose en picada hacia ellos.

—¡Me harté! —Ken royó y arrancó una clavija de la montura. Estiró la larga cola de Hyuk y la lanzó como una resortera.

La clavija estrelló en el ojo del ave, haciéndola caer al suelo.

—¡Le di! —exclamó Ken.

—¡Auch! ¡Mi colita! —lloró Hyuk.

N los miró y sonrió.

—¡Vamos! ¡Al castillo! —tiró las riendas y el caballo aceleró, entrando al Castillo cubierto de hiedras marchitas.

Ahora sólo quedaría tener fe.


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