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Lluvia de Oro por Kikyo_Takarai

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Notas del capitulo:

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Después del desayuno algo que realmente gustaba a Elliot desde que era un niño siempre era salir a caminar, no le importaba llenarse las botas de lodo siempre que pudiera estirar los dedos y tocar las briznas de hierba cubierta del rocío de la mañana.


Levantaba la vista y se perdía en los bordes desenfocados del bosque y de la villa un poco más lejos, con sus casitas con techo a dos aguas de un desgastado tono rojizo y pequeños puntos que se movían en el ajetreo de prepararse para un nuevo día de hacer, apresuradamente, lo que sea que hacían.


La atmósfera aletargada que la niebla daba a todo lo que cubría, el frío que llenaba sus pulmones, la humedad en sus mejillas, era una especie de arrullo que el omega encontraba reconfortante.


Cuando se encontraba así, de pie en medio del campo, a unos cuantos metros de su casa, sumergido en ese ambiente irreal y fantasmagórico, Elliot se sentía en paz. No había hambre, ni miedo. No había un mundo más allá de la niebla, no había reyes ni reinas, no había ciudades enteras llenas de gente que se creía mejor que él. No había presión por casarse antes de ser demasiado viejo o de terminar en el convento de la Orden de San José simplemente por tener la mala fortuna de nacer en una familia sin...bueno, fortuna. Tenían algo de orgullo pero ello le parecía mucho más peligroso.


El orgullo evitaría que sus padres accedieran a dejarle desarrollar una pasión con cualquiera en el pueblo que no tuviera al menos la dote suficiente para cubrir sin ayuda los costos de la boda. El resultado era que todos en su familia, Elliot incluido, habían resultado pobres en cuestiones de convivencia social. Eso no significaba que no cultivaran amistad alguna, por el contrario, nadie en el pueblo parecía mirar hacia arriba al conde y a sus hijos, eso facilitaba su comprensión y compromiso cuando había decisiones difíciles de tomar.


Esa mañana era especialmente fría. Había llovido la noche anterior y sus pasos habían dejado un sendero de huellas en el lodo del jardín. No esperaba correspondencia de su prima en unos días más, no esperaba que el viejo cartero hubiera siquiera llegado ya a casa por su respuesta, pero deseaba saber de un mundo lleno de sol, luces y fiestas más que nunca. La temporada de lluvias significaba que su paseo estaba tapizado de niebla, pero también que cada labor era mucho más agotadora y estaba, inevitablemente, contagiada del aletargamiento que traen consigo las capas adicionales de ropa.


Volvió a su casa cuando había suficiente luz como para hacerle imposible retrasarlo más. No había dado ni dos pasos dentro de la misma cuando escuchó pasitos apresurados. Su madre le tomó del brazo y lo empujó suavemente hacia la cocina antes de que pudiera decir nada.


—Elliot, cariño, tenemos un invitado—. Elliot la miró sorprendido pero su madre continuó antes de dejarlo hablar.— Habría preferido que no te fueras hoy a caminar, mira nada más que desastre de botas tienes, pero no podemos hacer nada ya. Quítate la chaqueta.


— ¿Madre, al menos puedo preguntar qué sucede?


—Tenemos visita, ya te lo he dicho—replicó como si aquello le ofreciera cualquier tipo de resolución a sus dudas. Rápidamente le quitó la chaqueta gris que usaba a diario y le puso una que el omega reconocía como la favorita de Charlotte, si bien los tres hermanos la usaban cuando ropa formal era requerida, era muy raro que los 3 tuvieran que asistir al mismo evento así que la prenda, de oscuro color vino y con lo que solía ser un esplendoroso bordado, pasaba entre ellos según hiciera falta. Había dado más de lo que podía, se notaba que había visto mejores épocas y estaba algo pasada de moda, pero lo que ayudaba aún menos era el contraste de la misma con los burdos pantalones color hueso y las botas, lodosas a pesar de sus intentos de limpiarlas antes de entrar a la casa, su camisa tampoco estaba en el mejor estado y ni hablar de que no llevaba nada más que un corsé sencillo por debajo. No estaba exactamente presentable y su madre estaba de acuerdo. Ella usaba un vestido viejo pero en buen estado y hacía hasta lo imposible por tratar de que sus rizos oscuros parecieran delicados y agradables en lugar de una peligrosa bestia instigada por la humedad.


—No tenemos muchas opciones, Elliot, sabes que haría las cosas diferentes si fuera posible.


—Está asustandome, madre—. Pero ella no se dio por aludida, lo empujo hasta la oficina, el salón de dibujo definitivamente no estaba en condición de ser usado para recibir visitas, y fue segundos después que Elliot entendió que estaba haciendo ahí para empezar.


Horace Hamilton era un hombre ordinario, no era apuesto pero tampoco tenía una apariencia desagradable. Era un Alfa, pero no tenía la violenta imposición en su andar o sus modales como su propio hermano. Era además un mercader adinerado y casi 25 años mayor que Elliot. Lo último se hizo evidente con lo mucho que se parecía a su padre cuando reían.


—¡Ahí estás! Elliot, este es el Sr. Hamilton.


—Es un placer conocerle—.Dijo mientras bajaba la cabeza y flexionaba su cuerpo en una sutil reverencia, sabía perfectamente quién era sin haber intercambiado palabra alguna. El hombre correspondió su cortesía tomando su mano y besándola. Oh no.


—El placer es todo mío, su padre habla maravillas de usted.


—Le aseguro que exagera mis virtudes—.Murmuró Elliot, confundido y ahora preocupado. Hamilton ensanchó su sonrisa aún más.


—Todo buen padre haría lo mismo.


—¿Se quedará para comer, Señor?


—Oh sí, James me ha invitado. Y pensar que venía sólo a dejar unos recibos.


— ¿No le extrañarán en casa?—Su padre lo miró con una expresión que demandaba cautela y Elliot se mordió el labio, nervioso y acorralado. Su madre había huido en cuanto él estuvo dentro.


—Oh no, es una placer aceptar su amable invitación. El único familiar en casa es mi prima Sarah y disfruta bastante sólo con la compañía de sus perros. ¿Le gustan los perros, joven Dalton?


—Mucho—. Confesó. Solían tener perros cuando era un niño, los últimos que habían quedado de su abuelo, perros de caza, sólidos y mucho más grandes que él. Pero en algún momento los habían vendido, o habían muerto simplemente por su avanzada edad. Después de eso tener cualquier tipo de animal de compañía no era una opción para su familia. Pero el recuerdo de sus cuerpos calientes a su lado en invierno, respirando tranquilos mientras se echaban a su alrededor frente al fuego, era uno que conservaba con cariño.


—A mí no, si puedo ser honesto—. Claro que no, aquello significaría que podrían tener un interés en común, Elliot no era tan afortunado. — Soy un hombre de pesca, no de caza, no disfruto de la falta de sutileza de las bestias.


Esto era lo peor que podría haberle pasado. No había ninguna otra razón para que un hombre como Horace Hamilton estuviera en su casa, sólo aquella en la que Elliot no quería ni pensar. Pero Hamilton era rico, hijo de un abogado, un muy respetado hombre de negocios que se había mudado a su diminuto y empobrecido condado por el bajo precio de la tierra pero se había quedado, invadido por el compromiso de mejorar la vida de sus vecinos y amigos. Su dinero mantenía negocios y familias enteras en pie, incluyendo la suya, al parecer al punto en que no se le había siquiera mencionado la negociación que sin duda había llevado a este encuentro. Debía ser una oferta generosa o su padre se habría arriesgado a que se viniera abajo si Elliot no estaba especialmente emocionado con su pretendiente. Había hecho bien, indudablemente no lo estaba.


El podría dar dinero a su familia, a cambio tendría la amistad de un miembro de la corte, si bien uno a quién la corte no estimaba mucho, y mejor aún, un esposo omega, joven y virgen que pudiera desposar a la brevedad. Sintió escalofríos sólo de pensarse casado con el hombre. Podría ser su padre... tenía la misma apariencia apacible y Elliot estaba seguro que su vida la pasaría entre criar a sus hijos y acompañarle en viajes de pesca. Elliot odiaba pescar casi tanto como odiaba comer pescado. Detestaba la textura y los huesos que siempre parecían encontrar el camino a su plato. Una vez, cuando niño, se había cortado el labio con una espina y había sangrado sobre su muñeco favorito. Jamás pudo jugar de nuevo con él, aterrado por el aspecto que la mancha le daba, imposible de sacar de la tela sin importar cuantas veces su madre la había tallado. Se había absorbido tan profundamente como el odio de Elliot por la comida que viniera del agua.


No le sorprendió nada que hubiera arenques ahumados en su plato unas horas después. Miró su comida fijamente, dejándose consumir por el silencio sepulcral del comedor que sólo rompía la animada charla de su padre y el Sr. Hamilton con respecto a cuáles eran los mejores puntos de pesca en la localidad. Sus hermanas sabían tan bien como él lo que sucedía, si bien intercambiaban expresiones de confusión cuando bebían de sus copas. El tintineo de los cubiertos contra la porcelana y de las mismas golpeando la mesa estaba poniendo a Elliot al borde de la histeria. ¿Cuándo sería su boda? ¿Podría decidir algo sobre ella? La fecha, la lista de invitados quizá. Se conformaría con saber que podía invitar a suprima.


Pensar en Georgina, siempre sonriente, hermosa y llena de luz, provocó que su corazón se iluminara con esperanza por apenas un segundo. Podría ser que esto fuera sólo una visita social. Su mente desbordó emoción con esa idea. Una visita social, hacerse amigos del viejo Hamilton era una jugada inteligente. Elliot era demasiado joven para un esposo así, no tenía experiencia con negocios como el suyo, no conocía a su familia siquiera. Quizás ese era el primer paso. Hamilton no era desagradable a la vista, tenía bonitos ojos y sin duda era un hombre relajado y afable. Pero mientras más lo observaba, tan discretamente como le era posible, más cuenta se daba de que cada cosa que encontraba agradable sobre el hombre era algo que le gustaba de su propio padre.


Su forma de reír, su pasión por algo aburrido como la pesca, su entusiasmo por poner un toque de whisky en el café al terminar el almuerzo, su educada curiosidad para aceptar escuchar una canción de sus hermanas antes de retirarse. No había nada más. No había nada de lo que pudiera enamorarse, nada que le hiciera sentir pasión, nada que pudiera siquiera encender en él interés. Viviría el resto de su vida en apatía, sabiendo que había hecho lo correcto pero jamás estaría satisfecho.


—Elliot, Horace y yo hemos hablado el día de hoy sobre muchas cosas—. Su padre habló finalmente mientras tomaban el té en la destartalada mesita del jardín. Su madre era experta en ocultar sus fallas con bonitos manteles, pero el crujido de la madera por el peso del servicio sobre ella tenía a todos, con excepción del Señor Hamilton, temerosos de siquiera levantar sus tazas para beber.— Estamos entusiasmados por las posibilidades que se abren hoy día, gente como nosotros tiene que ser muy aguda, sólo así podemos levantarnos victoriosos entre los problemas.


—Padre...—Elliot se sorprendió de escuchar la voz de su hermano. Su expresión a lo largo del día había sido de entusiasmo, quizás creía que Hamilton estaba ahí para ofrecerles un trato de negocios, pero con su hermano menor incómodamente sentado entre su madre y su invitado ni siquiera su privilegiada mentalidad, lujo que podía darse a sabiendas de que había mucho menos presión sobre su matrimonio por el simple hecho de poder decidir sobre él, podía seguir ignorando lo que ahí sucedía.


—Cómo conde de Whitebury hay muchas cosas que deben decidirse—.Interrumpió el mayor. Edward no se atrevió a decir nada más pero su expresión se endureció mientras su padre hablaba. —Hay mucha gente que depende de las cosas que hacemos, de las que no hacemos y de las que se salen de nuestro control. Pero hay veces, raras, en que podemos celebrar con las decisiones que tomamos.


—¿Habrá una fiesta?—Charlotte trató de relajar el ambiente con esa pregunta, sin miedo de sonar tonta, una estrategia que Elliot siempre admiraba de ella.


—De cierta forma...


—Les ruego que no malentiendan a su padre, ambos tenemos las mejores intenciones en mente. No hay nada más que buena voluntad y una admiración a las virtudes de su persona que me invitan a pedirle a su hermano que se convierta en mi esposo.


Edward tenía una sonrisa tan tensa que decidió bajar su taza de té, incapaz de beber de ella. Anne y Charlotte sonrieron y aplaudieron con un entusiasmo tan falso como las palmaditas de emoción que le dieron a su hermano. No eran una celebración, eran para empujar al pobre muchacho del estupor en que su ridícula esperanza lo había sumido.


—Es usted muy amable...—Atinó a decir luego de un largo e incómodo minuto. La mirada de su padre le rogaba decir algo más pero las palabras parecían evadirle. —Es un honor para mí que me considere digno de ser su esposo.


—El honor es mío, no dude de eso por un segundo. —Elliot sintió su mano ser besada de nuevo y sonrió con tanta honestidad como pudo antes de retirarla y ponerse de pie.


—Me siento un poco... abrumado. Es muy embarazoso que una propuesta así se haga frente a toda mi familia. —Explicó rápidamente. Su rostro estaba rojo y sin duda podría hacerlo pasar por pudor. —Por favor no se retire sin dejarme despedirme, será sólo un momento.


No espero respuesta, entró a la casa en segundos y corrió escaleras arriba. Su carta para su prima estaba aún en la pila para enviar. Se la llevó a su habitación antes de rasgar el sello y escribir con manos temblorosas una última línea.


"P.D Voy a casarme. Ayuda"

Notas finales:

Muchas Gracias por leer


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