«Ciudad de los condenados, niños perdidos con caras sucias a día de hoy, a nadie parece importarle realmente»
Su mamá está en el salón, peleándose con Brad. Él no entiende por qué sigue con su padrastro, pero luego recuerda de que él también está en la misma situación con Bucky y hace una mueca. Anthony se recuesta en la habitación y mira el techo. Escucha a su mamá llorar, en verdad se siente mal por no poder ayudarla. El olor a cigarro se impregna en su habitación, abre las ventanas para liberarse.
Es víspera de navidad, pero desde hace cuatro años las navidades ya no son las mismas y ya ni siquiera hay un árbol en su salón. Su mamá y él habían hecho el acuerdo tácito de no hablar sobre esa fecha. A Brad no le importa con tal de que hayan botellas de vino en la cena. Quiere llorar, no sabe por qué pero tiene un nudo en la garganta. Está harto de todo y todos. Tampoco entiende por qué está tan deprimido. Tiene todo para ser feliz, dinero, un novio maravilloso, nada de obligaciones y un lugar donde caer muerto. Pero está incompleto, vacío por dentro y se da asco a sí mismo. Si desapareciera tal vez lo extrañarían un mes o dos, hasta que alguien más venda cocaína de mala calidad a un precio sospechosamente bajo y él se convierta en el nuevo Jesús de los suburbios.
No soporta el griterío un minuto más. Toma su chaqueta y el dinero que consiguió gracias a Bucky ayer. No mira a ninguno de los dos cuando pasa por el salón, cierra la puerta de un portazo y aprieta los dientes.
Marca a su novio un par de veces, pero no contesta. Ríe entre dientes antes de echar un vistazo a la carretera. No tiene a dónde ir, ahora que es navidad y todos están ocupados con sus familias o algo así. Tiene veinte dólares en sus bolsillos, veinte dólares que gastará en un paquete de cigarrillos y soda.
Deja su moto en el estacionamiento de un 7-Eleven, era casi lo único que estaba abierto a esas horas de la noche. Se para frente a la acera y sonríe para sí. El lema que estaba escrito en el letrero era bonito, pero era más falso que la sonrisa con la que se había acostumbrado a tener.
El dependiente lo atiende casi temblando. Anthony quiere bufar, sus pintas no eran las mejores pero tampoco era para tanto.
Se recuesta en su moto y prende el primer cigarro. Huele a pólvora por los fuegos artificiales, huele a conformismo y mediocridad. Deja su vista vagar por un momento y cae en cuenta de que hay un par de niños en la otra acera, acurrucados contra el otro porque sólo tienen abrigos que probablemente no servían de nada contra el frío navideño. La gente pasa frente a ellos, acelera el paso sin siquiera mirarlos. A nadie parece importarle realmente.
Ahora sabe lo que sucede. No es él el problema, es la ciudad. Estar ahí lo aprisiona y no se siente como en casa. Su lugar no está ahí. El centro de la tierra era el fin del mundo y eso podría importar menos.
«El lema fue sólo una mentira. Dice que el hogar está donde está tu corazón, pero qué pena, porque los corazones de todos no laten al mismo tiempo»