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Neverland por Jahee

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Notas del capitulo:

Ha pasado mucho tiempo, lo sé. Espero sepan disculparme. Se me atravesaron un montón de cosas, sin más les dejo el capítulo. Besos!

Sus comentarios ya han sido respondidos! 

XVI

 

Preludio de esperanza

 

Egoísta, así era Hilarion. Un cazador del bosque, enamorado de Giselle, que al saberse no correspondido, había optado por la venganza. Una venganza que terminó en la locura y muerte de su propia amada. Hilarion la había encontrado bella, le adoró, le confesó su amor pero ella ya había entregado su corazón a Loys: un aristocrático que escondía su verdadera identidad bajo los harapos de un pueblerino. Con aquella fachada y un nombre simple, Loys buscaba aventura y diversión, además de olvidarse que ya estaba comprometido.  

En cambio, Hilarion era un humilde campesino, su baile debía denotar aquello. Pero éste Hilarion, diferente a los demás, tenía un estilo distinto: bailaba de forma limpia, elegante en sus movimientos. Su mímica era la encargada de proyectar el orgullo herido, el dolor al ser rechazado, los deseos de venganza. Todo impecable, sobrecogedor. Se deslizaba sobre el escenario, ligero y sutil, como un ángel parecía suspenderse en el aire, las puntas de sus pies rozaban la superficie por efímeros segundos para impulsarse sobre los aires y extender sus piernas como alas.

La puesta en escena estaba cargada de detalles que enriquecían la obra; el elenco florecía ante el goce de la audiencia: se notaba la confianza que había entre ellos, bien amalgamados, sus actuaciones fluían sin errores evidentes. A medida que sembraban su particular estilo la historia se volvía más compleja, pero creíble. Empatizaban con el público, que atento, se adentraba a cada personaje, a la historia que se encaminaba hacia la tragedia.

Hilarion volvió, enfrentó a Giselle y descubrió ante todos el velo que escondía la verdad de Loys: que era un conde, y no cualquiera, sino uno que estaba juramentado a una hermosa mujer. La locura reclamó a Giselle, ella bailó con el alma, con los cabellos sueltos y enmarañados, la mirada desorbitada y con movimientos convulsivos, bailó con la muerte en una escena funesta hasta que la vida le abandonó. Se sintió su pena, la desesperación del engaño. Pero la maldición de las novias que caen vírgenes, la consumió por igual. Giselle se convirtió en una Willi, un espíritu vengativo que castigaba a los hombres responsables de sus penas, haciéndolos danzar hasta morir. 

El cuerpo de baile de las Willis era impresionante, encabezado por la reina de los espíritus y Giselle, aportaban un desplazamiento diferente y arrebatador. Con sus preciosos trajes luminiscentes bajo la luz azul del bosque mágico, brindaban una sensación de ensueño e irrealidad. En éste bosque, al borde de una laguna e iluminado por la luna, a la medianoche, las ánimas de las novias abandonadas comenzaron a bailar, dando la bienvenida a una desdichada más. A Giselle.

Hilarión irrumpió en la tumba de su amada, abrumado por la culpa, se arrodilló, arrepentido, pues bien sabía que su delación llevó al sepulcro a Giselle. Cuando miró a su alrededor, percibió en el ambiente la fantasmagórica amenaza. Intentó huir, pero una hilera de Willis impidió su propósito. Luego, corrió al otro extremo, pero nuevas formaciones se sumaron. Le flanquearon, determinadas, ante la mirada insensible de la Reina y la vengativa de Giselle. Lo obligaron a bailar. No podía escapar. Él rogó perdón, al límite de sus fuerzas, cayó en varias ocasiones, pero el indulto le fue negado. Las Willis lo envolvieron y le arrojaron al lago. Así encontró la muerte. 

Hilarión mostró su capacidad técnica en cada brillante ejecución. Estalló en escena sus dotes artísticas: el desasosiego que mostraba su rostro, el dramatismo en sus saltos y giros, la expresividad en los largos brazos. Su coreografía fue tan alucinante que al término de ésta, la multitud se deshizo en aplausos. El solista que daba vida a Hilarión se notaba prometedor, la crítica aclamó su interpretación artística y la perfección técnica. Y el nombre de Andrei Niccol se leyó en un par de periódicos importantes los días siguientes.

 

Andrei parpadeó, el recuerdo se disipó y quedó frente a sus ojos el cartel promocional de Giselle, presentada por The Royal Ballet. Lo observó con detalle a pesar de los minutos que llevaba plantado en aquel sitio. Seguro debía lucir absurdo detenido a mitad de la acera, mirando intensamente el anuncio en la parada de autobuses, sin mover un músculo. Pero su extraño comportamiento tenía justificación: Giselle fue su ballet predilecto. Por Giselle, el Director Artístico del Bolshoi había puesto sus ojos en él y lo invitó a integrarse al prestigioso ballet. Giselle formó parte de las actividades previas a su gala de graduación y ,también, fue su último ballet. Después de Hilarion, no hubo nada más.

El ballet sería siempre la maravilla de su vida. Fue su pequeña fogata en la oscuridad que le acompañó a lo largo de su existencia. El ballet era bello, a la par de cruel. Un arte celoso, que exigía y engullía sin reparos, se alimentaba de la perfección, por ello, la carrera del bailarín era corta, como corta era la juventud. Las estrellas más grandes opacan a las pequeñas, aunque el fulgor no es eterno y hay un precio a pagar: el tiempo de vida. Cuando el destello de los astros más resplandecientes se apaga en el firmamento, las estrellas que apenas iluminan perseveran. Andrei lo entendió desde el inicio y creció con tal certeza. Sin embargo, ¿qué había sido él? Su carrera empezaba a despuntar cuando todo futuro le fue cruentamente arrebatado. Ni estrella ni chispa. Sólo una rotunda nada. Un vacío que oscurecía su manera de apreciar la vida. Un velo de rabia. Un agujero negro donde latía su corazón. A esto se reducía. Y su ira… su ira era capaz de devorar a todos en un minuto.

No hubo sorpresa cuando arribó a Neverland y uno de los guardias le interceptó antes de entrar con Karol. Le entregó un sobre blanco y elegante, con una sonrisilla de complicidad.

—Es un regalo—le dijo—, de parte de uno de tus admiradores.

Pero no lo era. Era una burla; un escupitajo en plena cara. Una amenaza sofisticada. Eran un par de boletos para el ballet Giselle. Y una nota pálida, con la caligrafía desordenada de Vladimir:

 

Si le hubiera cortado las alas, habría sido mío.

No habría escapado.

Pero así, habría dejado de ser ave.

Y yo…

Yo lo que amaba era el ave.

 

Rompió la nota en cuatro pedazos, también las invitaciones al ballet, que no eran cualquier cosa, no cuando el prestigioso Royal Ballet era quien lo presentaba. La realeza solía acudir a éste tipo de actuaciones. En Bolshoi era de la misma manera, la clase política y las celebridades habrían sido su público, desde los dorados palcos del Teatro Bolshoi habrían aplaudido sus presentaciones. Pero esa posibilidad se desvaneció de la mano de Vladimir y ahora sólo contaba con la pista burda de Neverland, donde el talento se limitaba a la habilidad en quitarse la ropa al ritmo de la canción. Donde la recompensa se tasaba en billetes y la crítica se simplificaba al nivel de decibeles en chiflidos y gritos. Lo más sencillo no siempre era lo más fácil. Bailar en Neverland no estaba resultando beneficioso como lo pensó al principio, se engañó a sí mismo, una vez más. Bailar en Neverland aumentaba su furia. Alimentaba sus anhelos de venganza. No le permitía sanar las heridas. Neverland era tóxico: un árbol de manzanas podridas que sólo los pordioseros gozaban, sus mismas raíces se hallaban corrompidas por la amargura de Karol, el miedo de León y, más recientemente, con la rabia de Andrei. No era un buen sitio para encontrar paz. En algún momento, Neverland se le figuró libertad. No hacía mucho desde aquello. Qué gran equivocación. Ningún hombre vivo es libre y Neverland se volvió su prisión personal. Una prisión que en ocasiones, asemejaba el infierno. Bailar sobrio ya era insoportable. Vislumbraba la multitud arrebolada a sus pies, embriagada y lujuriosa, y pensaba: ahí está tu público. Veía su pista de luces chillantes y pensaba: aquí está tu escenario. Bailaba su coreografía y pensaba: aquí está tu danza. Veía los monitores gigantes donde su baile era transmitido y se decía: aquí están tus sueños. Entonces, deseaba quemarlos a todos. Arder él mismo, allí dentro.

Tronó los nudillos en la puerta de madera; la voz de Karol, apagada y áspera, le permitió el acceso de inmediato. Adentro estaba en penumbras y el olor rancio del alcohol azotó contra sus pulmones al instante que atravesó el marco de la puerta.   

—Hace un día muy brillante para que estés en tremenda oscuridad—le dijo al entrar. Karol lo vio de soslayo, desde su posición arqueada.   

—Sí. Es un día soleado, raro en ésta época del año. Salí de casa temprano, el sol me pegó de lleno, pero no me calentó, Andrei. No sentí su tibieza, tenía el abrigo encima, aun así, mis huesos temblaron; el aire era frío, como el de una tormenta de lluvia. Estuve pendiente de mí alrededor, camino aquí: había más gente en la calle, vestidos con ropa ligera, sonreían fácilmente. No cargaban sombrillas. Y yo… yo sólo podía pensar si en realidad vivían tan tranquilos como aparentaban, me pregunté si tras esos rostros apacibles, se guardaban secretos que podrían cambiar el curso de sus vidas —así lo saludó Karol, tendido en el pequeño sillón de su oficina, lucía francamente perdido: el cabello desarreglado, la faz pálida. Y sus ojos… había en ellos un temor que nunca antes Andrei había atestiguado. No en aquella mirada acostumbrada a observar todo con melancolía. 

—Lloras y te quejas. Te han convertido en algo que nunca deseaste ser, te deprimes y añoras el pasado. Has soportado tanto sólo para seguir viviendo. Todo por tu vida… ¿pero una vida de qué?...  ¿qué es la vida cuando ni siquiera se es capaz de reconocerse frente al espejo?

Andrei apretó los pedazos de papel en su puño, mirando a Karol. No le dijo aquello, se quedó estancado en su mente. Sintió pena por él, por primera vez. Sus desdichas se parecían, pero Andrei ya no lloraba, y si alguna vez derramaba lágrimas traicioneras, eran lágrimas de coraje, más no de tristeza. Exhaló un largo suspiro de tedio, al menos, no hallaba gozo revolcándose en su propia miseria.

—No y sí —soltó el pelirrojo, en un tono de voz crispado. Era un mal día para jugar al comprensible y sufrido Andrei. Se adelantó al ventanal y sin permiso, corrió las cortinas. El lugar se iluminó. Karol se incorporó, aturdido. Una botella de vino tinto, vacía, rodó por el piso, Andrei la siguió con la mirada—.Esas son las respuestas a las preguntas que te hiciste —continuó. Cruzó los brazos sobre su pecho y retorció una sonrisa; la luz en su espalda le proporcionó un halo inquietante. Karol estaba borracho y Andrei… había amanecido bastante parlanchín y curioso—. Nadie es tan feliz como aparenta, de hecho, los que usan esa máscara son los más miserables. Pero eso lo aprendí con el tiempo. Yo solía jugar… hace años, solía jugar solo. Iba al parque, a uno de los suburbios, tú viviste en Kiev, sabes del tipo de lugar que hablo: los juegos son más peligrosos que recreativos. Las cadenas de los columpios oxidadas, los fierros de las resbaladillas agrietados; mientras los demás niños se entretenían persiguiéndose entre ellos, yo me sentaba en una banca, abstraído, miraba a los padres de los niños, a las parejas enamoradas, a los mismos pequeños. Todos parecían tan alegres… no me parecía justo. A veces, regresaba a casa llorando, otras renegando, siempre me quejaba… ellos vivían felices, en cambio, yo tenía que lidiar con una familia que parecía sentir poco aprecio por mí. ¿Qué solucionan lágrimas y reproches? Nada, nunca lo han hecho, así ha sido y siempre lo será.

»Entonces, me inventé un juego bastante peculiar: detrás de cada rostro había una historia. Yo la imaginaba. El niño que presumía su bicicleta nueva, ese, que siempre estaba sonriendo y miraba a los demás con arrogancia, lo imaginé siendo arrollado por un camión urbano. No moría, pero perdía una pierna. Su bicicleta era una silla de ruedas y ya no sonreía ni había en sus ojos chispa de superioridad. A la pareja de enamorados, que cada tercer día se citaban bajo la sombra de un árbol torcido: a ella la visualicé años después, obesa y rodeada de chiquillos, racionando la comida y al novio, cortando el césped de los barrios ricos, dudando si aquel año el Dinamo de Kiev se llevaría la liga una vez más. Así distraía mis sinsabores, fantaseando tragedias donde no las había. Maldiciendo los destinos de cada persona que se cruzaba en mis ratos de diversión.

»¿Por qué me miras así? Me funcionaba y no dañaba a nadie. Además, había ocasiones, cuando me encontraba de buen humor, que las historias tenían un final feliz, digno de melodrama o cuento de princesas y príncipes.

Karol salió de su estupor. Parpadeó, confuso.

—Hablaba de secretos, de incertidumbre y aflicción. ¿De qué me estás hablando tú?

—No necesito decírtelo, estoy seguro. El sol no calienta a todos por igual. Pero no nos quedamos entumecidos, esperando con las manos en los bolsillos. De niño, enfrenté mi amargura con aquellos juegos extraños para sentirme mejor, era lo que estaba a mi alcance, la imaginación fue una de mis vías de escape. Pero ahora somos adultos y enfrentamos las situaciones de manera diferente.

Karol farfulló en un lenguaje incomprensible, incluso para él mismo. E, incorporarse en el sillón, fue una tarea que estuvo a punto de volverse imposible debido a su embriaguez.   

—¿Qué sabes tú? No conoces nada de mí, Andrei —protestó, acomodando torpemente los cabellos rebeldes que se habían pegado al sudor de su rostro.   

—Quizás no. Pero sé bien que si el sol no calienta lo suficiente, entonces se hace una hoguera.

Curvó la comisura de su boca en una mueca agria.

—Y dime, Andrei, ¿cómo se hace una hoguera en un páramo de helor inconcebible?

El menor se aproximó un par de pasos, con cautela. Desde su altura, acarició la coronilla sedosa de Karol.  

—Crees no tener opción, pero siempre la hay. Tal vez tu pesimismo no te deja ver más allá con claridad. O quizá, te resulta cómoda tu decisión. Quizá te gusta llorar y lanzar plegarias a un Dios ciego y sordo. No tengo opción, es la frase favorita de los cobardes.

Cortó su caricia de un brusco manotazo. 

—También la he escuchado en tu repertorio —replicó, entornando sus obnubilados ojos.—Oh, sí. Por supuesto. Todos nos hemos sentido atrapados alguna vez.

Las facciones duras de Karol se relajaron. Vio a Andrei como lo que era: una marioneta del férreo destino, semejante a él.

—Te comprendo, Andrei. Sé lo difícil que debe ser vivir sometido a la voluntad de una persona como Grozny. Pero no podrías entender jamás mi situación.

—Explícame, entonces. Ayudémonos mutuamente, dejemos de formar parte de los planes de otros. Hagamos nuestro propio plan.

Distinguió el matiz insurrecto del pelirrojo, los ojos le brillaban con la pasión de un hombre de pocos inviernos que aún conserva esperanza. Karol se hubiese contagiado de su ánimo si los años no pesaran tanto en la espalda. Si la condena de León no estuviera a punto de prenderle, para siempre.

—Si yo te dijese que no soy quien tú crees… —tanteó terreno, pero lo lamentó enseguida. Andrei no le permitió corregirse, se adentró en el pequeño acceso de duda. 

—Te diría que ya lo sé. Que me di cuenta poco tiempo después de conocernos —respondió, desembarazado. La mandíbula de Karol se desencajó, pero en su corazón se rehusó a creer.  

—Andrei… ¿qué es lo que sabes? —Hubo temor en su voz. Un evidente espanto que Andrei se encontró disfrutando; alargó innecesariamente la respuesta.

—Que eres un hombre. Todo éste tiempo lo he sabido y nunca dije ni una palabra a nadie. A nadie, Karol. He sido una tumba, incluso con Grozny, aunque sospecho que él ya lo sabe.

Eficiente remedio contra la borrachera fueron sus palabras, pues Andrei pudo asegurar que toda secuela por el alcohol ingerido sin medida se cortó al terminar de escucharle. La expresión de Karol lució inanimada, como el rostro de una pintura exenta de emoción; como si la muerte le hubiese sorprendido con los ojos abiertos. Paralizado, le contempló, y una tercera persona que se hallara merodeando por allí, al verles frente a frente, un rostro atónito y el otro tan pacífico, se habría preguntado qué tipo de escenario reinaba entre ambos para que semblantes totalmente opuestos, se apoderaran de sus facciones en un segundo.

—Lo sabes —dijo Karol, a modo de lamento. Sabía que no tenía caso negarlo. No con Andrei, confiaba en él, como hubiese confiado en un charlatán si éste hubiera palmeado su espalda, condolido, en una adversidad. Creía en Andrei, a pesar de las innumerables advertencias de Sergey. 

—Una mujer administrando un lugar como Neverland. Una que además, llamándose como tú, provenga de Ucrania… es algo sospechoso. 

—Debe haber algo en mi físico también, es lógico —reflexionó, mirando el movimiento a consciencia de sus largos dedos, como si allí pudiese encontrar a ciencia cierta aquello que le delataba como varón—. En ocasiones, León afirma que mi caminar no ha cambiado, dice que hay algo masculino en mi voz y, otras veces, culpa a mis gustos poco delicados. No te comportas como una mujer, me echa en cara. Y yo me defendía diciéndole que no lo era. Soy un hombre, le respondía, con cierto matiz orgulloso, recordándome entre las pistas enlodadas del motocross, con la cara empolvada y el cabello deteriorado por el sol. Pero con una sonrisa sincera en los labios. Esos recuerdos, Andrei, se han perdido en el tiempo y ahora los contemplo, ajenos, sabiendo que no volverán. El cabello puede cortarse, el maquillaje se lava, la ropa se cambia, puedo quitarme las tetas, incluso. Hasta éste momento, todo es reversible, por eso, yo guardaba la ilusión. Pero mañana, Andrei, todo cambiará.

—¿Y por qué mañana sería diferente? —Preguntó, meditabundo.

—¿Eres creyente? —El silencio se sintió severo. Andrei detestaba que contestaran con otra pregunta, en especial cuando no existía ilación entre ellas. No al menos una aparente—. No. Por supuesto. Yo tampoco lo soy, sin embargo, he rezado. Más en estos últimos días que en toda mi vida. Dicen que si rezas con devoción, Dios te escucha. Dicen que si rezas con fe, Dios te cumple. Quiero morir, Andrei. Hoy, o mañana en la plancha. No quiero abrir los ojos y contemplarme de éste modo, para toda la vida. Quiero mi vida de antes: la ropa holgada, mear de pie, sentir el manubrio de la motocicleta vibrando bajo mis palmas. Que me griten maricón al besar a Sergey en las calles bulliciosas de Kiev…

Andrei le miró rigurosamente. Un presentimiento que juzgó insensato se instaló en lo más profundo de su ser. 

—¿Qué pasará, Karol? —Insistió, esforzándose en verdad, para que el timbre de su voz no denotara el desprecio que le generó semejante monólogo suicida. 

—Renaceré, como una auténtica mujer. Eso pasará. 

 

Se vería francamente mal si hubiese obedecido sus primeros instintos, mismos que le insinuaban marcharse a grandes zancadas de allí, encontrarse con Grozny y revelarle el nuevo tormento de Karol. Valiosa información que no le haría sentirse más como un inútil, ni daría derecho a Grozny que en un posible futuro, le insultara por su pobre capacidad como informante. Optó por permanecer al lado del desdichado hombre disfrazado de mujer, escuchó su llanto y le consoló, controlando los impulsos por largarse de la depresiva oficina; cuando los gemidos cesaron y el cuerpo delgado dejó de sacudirse, Andrei intuyó que Karol había caído rendido en un intenso sueño, o pesadilla, con mayor seguridad. Movió la cabeza de sus piernas y le acomodó un cojín. Karol no se quejó.  

Le observó con cautela. Tenía el aspecto incómodo, como si aún en sueños cargara con sus penas; las mejillas resplandecían por el rocío de las lágrimas, pero ni ésta imagen, enterneció el rocoso corazón de Andrei.

—Voy a salvarte —susurró, inclinándose para limpiar el rastro del llanto—. Aún sin quererlo o pretenderlo, te salvaré. Tienes suerte, Karol. Suerte que yo nunca poseí. 

 

1

 

Lena hablaba con una fluidez sin igual, sobrada de energía y entusiasmo, podía tocar diferentes temas de conversación, dejarlos inconclusos y retomarlos en el momento menos indicado de la charla. Roman la escuchaba atento, con una sonrisa espontánea en sus labios arraigados a la seriedad absoluta. El celular ardía en su mejilla, por el largo rato que tenían hablando sobre asuntos sólo concernientes entre padre e hija, tales como lo rápido que crecía Thor (así había llamado al cachorro, según ella, por guapo y rubio), los juegos de Play Station que había terminado, lo aburrida que se ponía la escuela por aquellas fechas y, en susurros, le confesó acerca del humor inestable de su madre, Nina.

—El tío Orel está de visita, papi, una vez, les oí hablar de ti, mami dijo que tú ya no la querías, que tu trabajo se ha vuelto más importante que compartir tiempo con nosotras.

Grozny enfureció, pero se vio obligado a aplacar su enojo. Respiró hondo y habló, cuando estuvo seguro de haber ahuyentado la molestia de su voz.

—Mamá está equivocada, Lena. No hay nada más importante que la familia. Trabajo por ustedes, para ustedes. Para ti, en especial, mi niña.

Andrei apareció en el umbral de la puerta, con el rostro radiante y la boca entreabierta, como si estuviera a punto de decir algo importante. Cerró los labios al verle ocupado, pero igual se acercó con la misma determinación que había en sus ojos. Grozny le reprendió con la mirada, le advirtió en silencio. Existían momentos donde la presencia de Andrei no era requerida y éste era uno de ellos. Le echó en un ademán cargado de desprecio, como si se tratara de un perro sarnoso al que nadie quiere cerca. Sin embargo, Grozny debía aprender que aquellas acciones no eran recomendables para una persona como Andrei, pues tenían el efecto contrario: nada lo motivaba más que el aparente disgusto por su cercanía.

—Tenemos que hablar —musitó, en su oído derecho. Luego, besó su mejilla, muy próximo a la comisura de la boca que ahora lucía torcida en un gesto desencantado.

Tomó asiento al filo del colchón, recargando su peso en los brazos tirados hacia atrás, logrando una pose sugerente que hermanaba con su sonrisa depredadora. Había pasado un mes desde el encuentro en el estacionamiento, un mes entre besos esporádicos y caricias insuficientes. Grozny había cambiado las huidas por el silencio. ¿Y cómo luchar contra la reticencia? Cuando todo apuntaba a subir de nivel, Grozny encontraba un atisbo de inútil pundonor que lo hacía detenerse, que helaba y apagaba todo artífice de Andrei por hacerlo caer en su totalidad.

Roman le dio la espalda. La tensa espalda de músculos definidos que Andrei acarició con la vista.

—¡¿Por qué le quitas el teléfono a mi hija?! —Bramó, de repente, sacando de golpe el ensimismamiento apreciativo del pelirrojo—. ¡Regrésaselo, Nina! —Demandó Grozny, con las facciones deformadas por la indignación. La tirante quietud fue tal que se escuchó la voz alterada de una mujer emergiendo de la bocina: reclamaba, seguro que lo hacía, aunque Andrei no llegó a comprender ni uno solo de sus alaridos.

Empero, Roman sí comprendió. Y no pareció placerle en demasía.

  —Tal vez así sea. Pero nada te da el derecho a lanzarme acusaciones con el imbécil de tu hermano, en un lugar donde Lena pueda escucharlos. ¿Cómo crees que una niña pueda digerir semejante información? —De nuevo, el griterío de la mujer se distinguió. Grozny reparó con un bufido histérico—. ¡¿Qué?! ¿Segura que no sabes? ¡Lena te escuchó, Nina! Te escuchó mientras hablabas con Orel. Te quejabas de mí y le decías que me importaba más el trabajo que estar con ustedes. Creí que ya habíamos aclarado ese punto. Evidentemente, pensé mal.

Andrei sofocó una risilla, dividido entre la satisfacción por la desenvoltura y confianza con la que Grozny hablaba a su mismísima esposa, estando él, escuchando cada palabra y, también, porque las riñas con Nina le daban mayor terreno para ir sembrando sus propias semillas. Fingió que observaba el perfecto recorte de uñas en una de sus manos, indiferente a la discusión. 

—¿No se te ocurrió pensar que, quizá, he estado muy ocupado? Que he hablado únicamente con Lena porque es una niña que no podría comprender mi trabajo y, por tanto, mi ausencia. Tú eres la adulta, la que debe ser consciente, sin embargo, comienzas a comportante como una infante.

Debió cortar comunicación. Nina, no Grozny. Porque éste observó la pantalla del celular con incredulidad, empuñando el aparato con más fuerza de la necesaria; los nudillos sobresalieron pálidos, como pálido era en ese instante su rostro. Andrei no permitió que descargara la frustración en su manera conocida y, esto implicaba que le considerara como el perfecto bote de basura para vomitar su rabia. Se levantó cauteloso y anuló la distancia que les separaba. Entonces, Andrei le arrebató el celular con ridícula facilidad.

—¡¿Qué demonios crees que haces?! —Vociferó, al momento, cogiendo el antebrazo del jovencito sin miramientos. Él se retorció, se liberó. Caminó al revés.

—Está molesta. No va a contestarte por ahora —advirtió.

Pero la mirada de Grozny también le advirtió. De hecho, lo sentenció. Dio un paso, Andrei retrocedió dos. Lo señaló con el dedo índice, le temblaba por la cólera acumulada.

—Dame el puto celular—exigió. Y no jugaba, Grozny nunca jugaba.

No sólo adrenalina corrió por sus venas. También se anidó la excitación. Caliente, palpitante. Le jodía la respiración. Hacía retumbar su corazón, como cascos de caballo al trotar sobre la tierra.

—¿Lo quieres? ¿Quieres tu puto celular? —Preguntó, con cínico énfasis—. Pues anda, ven y cógelo —le retó, introduciéndose el móvil debajo del pantalón y ropa interior. El teléfono estaba caliente, pero Andrei también se encontraba ardiente. No sintió gran diferencia.

—¿Te estás burlando, Andrei? —Preguntó. Sonó conminatorio. Andrei bajó las pestañas, alzando un hombro.

—En la burla sólo una persona goza. No, no me burlo, Roman. Quiero divertirme, contigo.

Grozny dibujó una sonrisa escéptica. Aquella que combinaba misteriosamente con la recia tajada. Andrei lo vio venir, con su andar orgulloso. En ese aspecto, no era tan diferente a Vladimir. Ambos vanidosos, seguros de sí. Como si uno cagara oro, y el otro, diamantes. Como si se pensaran irremplazables. Y quizá, así debía ser. Quizá ambos poseían una sana autoestima y el único jodido era Andrei. Le sorprendió el agarre brusco por las caderas; el aliento cálido de Grozny. Notó su mirada cambiada: el enojo seguía, pero en menor medida, eclipsado por un anhelo con nombre y causa, que sólo buscaba ser complacido.

—¿Crees que no me atreveré? ¿Qué alguien como tú, puede llegar a intimidarme?

—¿Alguien como yo? —Simuló buscar en sus memorias, tratando de recordar—. Sí. Ya lo habías mencionado antes: un puto sin oficio ni beneficio, que baila por unos cuántos billetitos. Es lo que hay. Una verdadera lástima que éste triste puto, te la ponga dura igual.

No lo negó, ni protesta o sonido de desaprobación. Roman sólo le estudió con acentuada frialdad. Como aquel que escucha una verdad incómoda que todavía le causa conflicto. Lo atrajo de un tirón firme. Nulo espacio entre los dos. Un combate de miradas. Y Nina convertida en un recuerdo estorboso. Roman introdujo su mano bajo las ropas de Andrei y extrajo el celular en un movimiento natural. La desilusión opacó el brillo entusiasta del pelirrojo.

—Me pides lo que no te puedo dar, Andrei.

—Te pido lo que cualquier otro hombre me puede dar. He sido un estúpido, perdiendo el tiempo contigo. Complicas hasta lo más sencillo —se alejó, encogiendo los antebrazos en señal de rendición—. Ya me cansaste, Grozny.

No hubo cambio alguno en su semblante, únicamente una ligera tensión en los hombros.

—Fue un error haberte traído aquí —expuso, con amargura, como si culpara a Andrei de la situación. De sus mismos embrollados sentimientos—. Fue un error desde el principio: nunca debí involucrarte en mis asuntos —agregó, arrepentido—. Pero te vi y yo nunca los veía, Andrei. Nunca me interesó ningún chico. Neverland siempre me pareció de mal gusto. Pero tú te veías diferente. Con poco o nada de ropa, a pesar de la música lasciva, tus movimientos eran artísticos. Tenías la expresión perdida; sabía que venías huyendo antes que me lo confesaras. Parecías débil y yo quise aprovecharme de eso. Usarte a mi favor. Ahora ya no estoy seguro de nada. Sólo sé con certeza que no eres débil, ni de mente ni corazón. En lo más mínimo.

Tragar saliva fue una tortura. Andrei entornó la mirada, resistiendo el picor en sus ojos a causa de las lágrimas que luchaban por salir. 

—¿Quieres que me marche? Podemos terminar todo, aquí. Ahora mismo. Nada nos une. Puedo irme, sin rencores, Roman… —dijo, aparentando la madurez que no tenía ni por asomo. La verdad era muy diferente. Quería romper cosas. Quería partirle el rostro a Grozny. Maldecir a su mujer. Sí habría rencores, lo odiaría hasta el final de sus días. Su resentimiento jamás moriría.

Roman oprimió el puente de su nariz. Un sencillo gesto que desgarró su máscara: él también se esforzaba para no sucumbir a la desesperación.

—No entiendes nada, Andrei. Eres tan joven… te falta tanto por conocer, por experimentar. ¿No entiendes que esto que nosotros tenemos, y que no me atrevo a nombrar, podría costarme el matrimonio?

—¿A eso le temes? ¿A que tu esposa se pudiese enterar?

—Ojalá fuera tan simple. Pero no. El problema, Andrei, es que ya me importa una mierda. Esa es la verdad —reveló, en un murmullo de voz. Un agotado murmullo.

Ni la confesión de Karol, que había sido todo, menos poca cosa, le impactó de tal forma. Andrei intentó acercarse pero Grozny negó, colocando aquella barrera invisible que cada vez era más delgada.

—Vete, sí. Pero vuelve después. Déjame solo, tu presencia me perturba, no me deja concentrarme. Y no digas ni una palabra más. Ha sido suficiente por hoy.

La petición trajo más frustración a Andrei, no obstante aceptó, cabeceó secamente, mordiendo una de sus mejillas internas y así matar cualquier reclamo inoportuno.

—¿Al menos puedo hablarte de Karol? —Inquirió, en el modo más profesional. Grozny ladeó media sonrisa, por un instante, pareció avergonzado. Asintió—¿Has escuchado hablar sobre las cirugías de reasignación de sexo?

Roman le dirigió una mirada suspicaz. Asintió por segunda vez.

—Una vez vi un documental, es bastante traumático, ¿sabes? —Continuó el pelirrojo—, pero debe ser doblemente traumático para una persona que no lo desea —supuso, soltando un prolongado suspiro de congoja; su mirada, ausente de luz, le transmitió el resto de la información.

—¿Quién te lo dijo? —Cortó, con dureza. Andrei no lo tomó personal.

—Karol. Estaba borracho y desesperado. Y con razón: la cirugía… es mañana.

Finalmente, fue Grozny el que partió, acelerado. Pero aun así tomó tiempo en observarle con indecisión, optando por revolverle el cabello; ésta vez, fue Andrei el que se apartó, mostrando antipatía.

—No hagas eso, haces que me sienta como un perro estúpido que su dueño acaricia en recompensa por haberle traído la pelota —masculló.

Grozny sonrió, tan tenue, que ni él mismo se percató.

—Eres más que eso. Mucho más. Cuando vuelva, intentemos sin engorrosas palabras. Hagamos que valga la pena.

Y Andrei quiso creerle. Pensar que no era una ilusión. Que sus palabras habían sido reales y que significaban aquello que Andrei deseaba que significaran.                

 

 

 

 

 

Notas finales:

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