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Neverland por Jahee

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Notas del capitulo:

Feliz Año, chic@s.!!!

Antes que me revienten a tomatazos por la larga espera, no daré pretextos, pero no estuvo en mí tardarme tanto. Ojalá pudiera escribir con más regularidad, al menos es mi propósito para este 2015 :D 

Me enfocaré en terminar Neverland. Promesa. 

Gracias por la paciencia, a todos los lectores y a Prue, que ha pesar de no saber nada de mí en mucho tiempo, igual sigue beteandome. Los quiero! 

Besitos!

XVII

 

Danza macabra

 

Una ligera brisa caía esa noche en la ciudad. Lluvia tenue y delicada que sólo prometía refrescar, sin amenaza de tormenta. Una figura espigada, ataviada en sencilla gabardina de lana, detuvo sus pasos en una esquina de la larga y luminosa avenida, observando la construcción elegante que se encumbraba con distinción y anchura vasta. Era lo que más destacaba allí: el Royal Opera House, blanco y magnífico, no pasaba inadvertido para alma alguna. Sobrecogido por aquella visión de ensueño, el joven cerró su sombrilla, pues no le permitía observar a placer, y con la cabeza echada atrás, hacia el cielo, el rocío nocturno le humedeció el rostro. Caminó por la acera, sin dejar de contemplar la obra que se extendía por decenas de metros hasta el Salón Floral; ahí, bajo los grandes arcos de cristales, había un espacio especialmente dedicado a la publicidad del ballet en turno. Andrei observó a la Reina de las Willis, interpretada por una bailarina de renombre, a la protagonista Giselle, de carrera envidiable, ausente de lesiones, también a Albrecht, rol interpretado por un bailarín experimentado, próximo a apagarse, pero famoso hasta el final de sus días, y luego… un cartel exclusivo para Hilarion, un Hilarion asiático, se percató Andrei, el nombre no le era conocido, pero la fotografía plasmaba  un rostro joven, tan joven que, en comparación, él se sentía viejo. Debía tratarse de una reciente promesa del ballet. Promesa, se repitió en la cabeza, con tal saña que pudo sentir la laceración de una tajada abriéndose por su carne, sin compasión, pues nadie se libraba de su intrínseca crueldad, ni siquiera él mismo.

La moderada afluencia de personas que caminaba por la amplia banqueta, refugiados del agua nocturna bajo sombrillas de sobrios colores, le pasaban de largo sin prestar particular cuidado, ni a la publicidad, ni al joven que, absorto, miraba con melancolía los grandes carteles. Andrei escuchaba los pasos apresurados azotando contra el concreto húmedo, uno tras otro, en una marcha incesante. Sólo uno se detuvo. Sintió su presencia, la mirada afilada que tan bien conocía, detenida en su nuca, y la voz que a continuación sobrevino, sólo afirmó su sospecha.

—A veces me pregunto si cuando piensas en el ballet, continúas viéndote en Bolshoi, pensando en lo que debió ser, lamentándote, llorando, ideando mil formas de matarme y sintiéndote  miserable al ser incapaz... —La voz emergió de atrás, limpia de mala intención. Andrei le miró de soslayo, apenas un parpadeo y volvió a enfocar su atención al Hilarion de papel—. Me pregunto si pudo ser de otra forma. Una más justa… para mí.

Andrei rió, suavemente al principio, amargo después.

—Ya no pienso en el ballet, Vladimir. No pienso en Bolshoi, ni en lo que debió ser. Ya no me lamento, tampoco lloro hasta quedarme dormido, como antes. Ya no pienso en nada y si evito el ballet es sólo por ti, porque fuiste tú el encargado de fabricar el indeseable vínculo que me lleva a pensar en ti en las maneras más mezquinas.

—Y sin embargo, estás aquí —Dijo, sin su intrínseco retintín arrogante. 

—Estoy aquí — concedió, aceptando lo obvio—.Hablando contigo, la razón de todos mis males, ¿acerca de qué? ¿Justicia? Voy a hablarte de justicia: que te murieras y no sólo morirte, que un tráiler te arrollara, que dejara tus sesos sellados en el asfalto, una brillante estela púrpura, que te destrozara vehículo tras vehículo hasta que ningún miembro permaneciera unido a tu cuerpo. Tu cuerpo ya vacío de entrañas. Eso sería una linda presentación de justicia —decirlo como lo dijo, tan ecuánime, dominando cualquier sentimiento, había impregnado sus palabras de un especial toque macabro.         

—¿Qué otras muertes has fantaseado para mí?—Inquirió el moreno. Una mueca divertida nació en su rostro.

—Sólo las peores —Andrei terminó de observar los carteles promocionales, suspiró a la nada y giró la espalda. Se encontró con el habitual Vladimir: bien vestido, cabello perfectamente peinado a pesar de la brisa, y la sonrisa arrebatadora que solía adorar. Las amenazas de Andrei eran azúcar para él y, podría decirse, por el brillo orgulloso que resplandecía en sus ojos esmeraldas, que le gustaba ser el motivo de la imaginación desbordada del jovencito. Era obvio que el moreno no le temía, que no lo tomaba en serio, que jamás experimentaría el pánico que él sí le causaba, aunque no lo demostrara en ese preciso momento.   

—¿Por qué has venido?—Quiso saber Vladimir.  

—Porque evitarte tampoco es una solución para mí.

—¿Solución? Lo dices como si yo fuera un problema. ¿En eso me he convertido? ¿En un molesto problema para ti?

Andrei dejó caer la cabeza hacia la izquierda. Estupefacto, abofeteado por su descaro. A veces, su cinismo era más que insultante. No existía palabra que lo definiera.

—No pienso seguir hablando aquí, bajo la lluvia y en plena avenida. Tampoco entraré a ver Giselle, fue un mal chiste de tu parte. Hice pedacitos las malditas entradas y de paso, tu nota ridícula. ¿Ahora te la das de poeta?

Vladimir entrecerró los ojos. La paciencia se le iba con cada desprecio expresado por la boca, aparentemente inofensiva, de Andrei. Y se notaba, porque sus ojos verdes enrojecían de rabia.

—Katrina tiene tanta razón cuando dice que eres una puta víbora que sólo vive para inyectar veneno.

Eliminó la poca distancia entre ambos con pasos coléricos. Andrei, de pronto agitado, le miró con odio. Los distraídos transeúntes fueron su único impedimento para golpear el rostro altanero de Fesenko. 

—Soy un estúpido por creer que podríamos llegar a un acuerdo. Te odio. Te aborrezco. No sé por qué he venido. Está claro que nada funciona entre nosotros.

Los ojos se le vidriaron, pero aun así alcanzó a vislumbrar la expresión asombrada de Vladimir. Caminó lejos de él. Pero el moreno le siguió, después de algunos segundos, cuando la impresión se hubo marchado, forzó la marcha hasta alcanzarlo, le cogió por el antebrazo.

—Andrei, por favor… —Rogó. Sí. Así lo evidenció su timbre de voz. Vladimir Fesenko, rogando por un poco de atención. Andrei se supo controlador de la situación. El miedo y la desesperación se habían evaporado de su constante repertorio de sentimientos, como si la ligera lluvia hubiese sido suficiente para lavarlas de su piel; viendo el rostro del mayor, consternado como hace muchísimo no recordaba, leyendo su abatido lenguaje corporal, le nació preguntarse a sí mismo, por qué había huido de Vladimir, alguien que se mostraba tan humano en aquel instante. Realmente, no había sido por temor y menos, por desesperación. Sonrió con los labios cerrados. Conocía bien la respuesta. Cuando Vladimir le arrebató el ballet, le quitó todo, todo, y cuando te despojan de lo más importante y preciado, ¿qué es lo único que queda?

Sólo la venganza.

—Cuando el mundo se esté cayendo a pedazos… —musitó Andrei, con la mirada perdida en un momento del pasado.

Fesenko no se molestó en disfrazar el desconcierto que se apoderó de su semblante por segunda vez, en tan pocos minutos de diferencia. Debía tratarse de un récord.   

—Sólo tienes que sostenerte de mí, para juntos caer —reaccionó enseguida, en un soplo. La calidez que emergió de sus entrañas recorrió su cuerpo y lo envolvió. Aflojó el agarre y lo convirtió en caricia.

—Tú me dijiste eso, hace tanto tiempo… y desde que dejé Ucrania, no he parado de soñarlo. De soñarte —Dijo el pelirrojo, tembloroso, con los labios pálidos—. Sigue nítido en mi memoria: estaba en la Academia, sólo yo, mientras afuera había tormenta de nieve. Bailé por ocho horas, sin parar. Estaba desquiciado, fuera de mí, recordando las crueles palabras de Tatiana, pero tú me ayudaste aquel día. Tenía los pies tan hinchados y sangrados que tuviste que cortar mis zapatillas, me llevaste en brazos, a pesar de mi histeria, y cuidaste de mí, mañana y noche, durante tres días.

Vladimir sonrió, relajado. Y Andrei se obligó a apartar la mirada, obnubilado por el gesto que en cualquier otra persona luciría común y ordinario, pero no en su ex amante. Esa sonrisa, aún tenía cierto poder sobre Andrei.

—Dijiste que no recordabas nada de lo sucedido.

—Estaba avergonzado, por mi infantil comportamiento —siseó, con la cabeza gacha, demostrando así que todavía era sensible al recuerdo.

—También está fresco en mi mente. La primera noche ardías en fiebre, decías que las paredes estaban fragmentándose, que la tierra se abriría y te tragaría. Que caerías al abismo oscuro, solo, en un descenso interminable. Que nunca podrías bailar —se acercó un paso. La lluvia caía, quizá con más fuerza que antes; ambos tenían ya el cabello empapado. Ninguno se quejó, demasiado concentrados el uno  en el otro—. Te repetí que nada de aquello pasaría, que sólo lo imaginabas por la fiebre, pero tú seguías en lo tuyo, una y otra vez. Llorabas, gritabas. No sabía qué hacer. La tormenta no hacía más que empeorar y el médico estaba atrapado en ella. Entonces, dijiste que te desplomarías en el pozo que se estaba formando debajo de la cama y sólo se me ocurrió decirte eso: aun cuando el mundo se esté cayendo a pedazos, sólo tienes que sostenerte de mí, para juntos caer. Dejaste de llorar y gritar, no soltaste mi mano en toda la madrugada.

Las lágrimas de Andrei se confundieron con las gotas de lluvia, pero su aguardentosa voz lo delató.  

—Qué imbécil fui. Yo pensaba que tú me amabas. Yo me sentía seguro a tu lado. ¿Por qué me traicionaste? Dame una buena razón, Vladimir. ¡No te quedes callado! ¡Siempre te quedas callado! ¡Eres el cabrón más egoísta! ¡Me enfermas, me hierves la sangre!... —cogió las solapas del elegante saco. Lo estrujó con fuerza desmedida. La respuesta de Vladimir fue puro silencio. Doloroso silencio—. ¿No tienes nada que decir a tu favor, maldito bastardo?

—Sí —estalló, eufórico como Andrei. Apretó una de las paliduchas manos encima de su pecho, sobre el corazón que palpitaba enloquecido —Sí. Con un demonio, siente. Siéntelo. ¿No es esto suficiente? —Golpeó su pecho con la mano ajena, una, dos veces. Lleno de brusquedad, transmitiéndole su desesperación y hastío—. Estoy así por ti, hijo de perra. Dime que me odias una vez más, grítame egoísta, cabrón y traicionero. Yo sigo aquí, aceptando lo que siento. Pero tú, te llenas la boca de mierda tratando de conectar la lengua con el corazón. ¿Cómo es eso, Andrei? ¿Cómo haces para que tu cabeza no explote? Deseando mi muerte y al mismo tiempo, deseando mi verga. Si me muero, no voy a poder cogerte, ¿estás consciente de ello?

—Púdrete, cerdo arrogante—espetó Andrei, fulminado por la rabia. Intentó deshacerse del brutal enganche, pero su liberación no estaba en los planes de Fesenko. Fue arrastrado por la avenida, ahora desierta debido a que la lluvia que, en algún instante de su discusión, se había desatado fría y torrencial—. ¡Suéltame, hijo de puta! —se resistió, sin embargo, Vladimir tiró de él en todo momento. Su auto estaba estacionado en una calle transversal, llegaron a él y, a empujones, el moreno consiguió meterle.

—Si haces un escándalo, voy a tener que golpearte. Lo haré en la cara, y ni el maquillaje podrá ocultarlo. A ver cómo bailas en ese burdel de mierda cuando pinte un arcoíris en tu bonita cara a base de puñetazos —advirtió antes de azotar la puerta.

Andrei obedeció, no por temor, sino porque inconscientemente, al mencionar  Neverland, dejó implícito que no lo mantendría a la fuerza. Vladimir bordeó el coche por el cofre y abrió la puerta. Entró, con la respiración agitada, introdujo la llave y la dejó allí, sin girarla para encender el motor. 

—¿Qué pretendes? —Inquirió, resentido, el pelirrojo.

—¿Sinceramente? —Le miró de reojo y torció una sonrisa desdeñosa. —. No tengo ni puta idea —Y se vio tan cansado, que Andrei no tuvo más opción que creerle—. Quisiera volver a Kiev, contigo. A la fuerza de ser necesario. ¿Pero qué caso tiene? Volverías a escapar a la menor oportunidad. No puedo mantenerte cautivo, no soy esa clase de perdedor.

—Nunca regresaré a Kiev —aseguró, vehemente.

—Lo sé —farfulló—, también sé que no es sólo por mí. Es por tus padres, por Katrina, por el ballet —Fue poco elocuente en su intento de autoconvencimiento. Andrei se giró en el asiento. Le observó con mofa.

—Tú piensas que sigues siendo importante para mí, ¿no es cierto? Estás tan perdido… yo estoy con alguien más. Y ya lo conociste, por cierto.

Vladimir desfiguró sus facciones, recordando el encuentro con Grozny, no hacía mucho tiempo. El maldito cararajada…

—Tu chulo… —Gruñó, sujetando el volante como si se dispusiera a arrancarlo.

—Es policía, no te confundas. Sabe nuestra historia y se ha ofrecido para hundirte. Con tal que desaparezcas —informó, con tono orgulloso.

Vladimir se ahogó con su propia saliva, iracundo.  

—¡¿Es una amenaza?! —Se escandalizó, esforzándose en verdad por no estampar la cabeza de Andrei contra el cristal de la ventanilla. 

—Ya no estoy solo, Vladimir. Si intentas una nueva estupidez, tengo a alguien que me respalda.

—¿Y sabe tu querido policía que has venido a verme? —Andrei apretó los labios, molesto—, ¿le dirás que estuviste metido en mi coche, retorciéndote las manos porque aún te pongo nervioso?

Involuntariamente, Andrei miró la posición de sus manos: crispadas, una sobre la otra, apretándose hasta marcar los blancos nudillos. Las apartó de un brusco movimiento y se sintió más estúpido al hacerlo. Vladimir se inclinó hacia él, lo tomó del mentón y le forzó a mirarle. ¿Por qué rayos tenía que conocerle tan bien?—. Él no podrá complacerte. Lo sabes. Ni él ni nadie. Sólo yo. Un policía… —bufó, burlón— por favor, Andrei, terminarás volviendo a mí, como siempre, aún con todo  el odio que pregonas por mí. —Leyó inseguridad en los oscuros ojos. Tan cercanos, su barrera adiamantada no podía ser activada y Vladimir se aprovechó de ello—. Ni te amará, no como yo lo hago.

Los ojos glaucos de Vladimir acapararon todo su campo visual. Se acercó y lo besó, tenía los labios fríos, húmedos por la lluvia. Andrei no pudo huir,  se aferró a los fuertes hombros, tratando de apartarlo como si el contacto le royera las entrañas; halar de su cabellera era imposible, pues la tenía muy corta, así que sólo le explotó el deseo de clavarle las uñas en la piel del cuello y llevarse toda la piel posible. Vladimir ni respingó, recordándole a Andrei que sus intentos por defenderse serían inútiles con él. Entonces, mordió el labio inferior con saña; el moreno se apartó de golpe, ceñudo, palpó su labio herido y manchó sus dedos con sangre fresca; observó el plasma carmesí como embelesado y luego sonrió, enigmático. Pero Andrei también le miraba pasmado, tragando saliva con la garganta reseca: le nació un ardor al verle herido, manando sangre. Quiso gritarle que se alejara, pero su lengua se sentía torpe cuando el aroma a óxido le impregnaba las fosas nasales y le llenaba los pulmones. El olor de la sangre, también lo paralizaba.

—Dime, Andrei… —susurró Fesenko, abrumándole con el calor de su hálito—, ¿qué es lo que me impide bajarte el pantalón y metértela aquí mismo?

Andrei quiso escupirle un insulto, decir algo ingenioso pero mordaz, para humillarle y que sintiera un poco de la rabia en la que él se ahogaba a diario. Y no pudo resultar peor. Fue un fracaso. Vladimir descubrió su erección, se encumbró con sonrisa triunfal, corroborando sus anteriores aseveraciones: que la boca de Andrei se llenaba de maldiciones mientras sus piernas aún se abrían para él. Andrei se removió, inquieto, la lucha entre el deseo y su buen juicio se vislumbraba en sus ojos, en la manera en la que vanamente trataba de componer su perturbada respiración.

—Estamos en Londres, no en Kiev —argumentó, con un hilo de voz.

Argumento inválido para Vladimir Fesenko: volvió al ataque besando sus labios y ésta vez no hubo sorpresa disfrazada de disgusto, sólo aceptación. Sumisa aprobación. Andrei se dejó explorar la boca, apretando los puños, con la cabeza hecha un espiral de emociones e incoherencias. Estaba mal, estaba tan condenadamente mal que se sentía bien. Se sentía correcto. El sabor metálico de la sangre le animó a responder el beso, que se tornaba intenso con cada segundo ganado. Fue tímido, como la primera vez en la boda de Katrina, inseguro y confundido, pero se mantuvo, el contacto, el calor en su cuerpo, los pensamientos absurdos.

Rompió en llanto, las lágrimas desbordaron por sus ojos, como el agua de un dique que cede ante la presión. Estar con Vladimir significaba sufrir todo aquello: pasar por el miedo, la rabia, el odio, hasta culminar en llanto. Una maldita montaña rusa de angustia.

—Perdóname, perdóname y te prometo que todo irá mejor —sólo él tenía la habilidad de hablar entre besos, sin alterar ritmo e ímpetu. El embrujo de su voz potenciado por sus caricias, volvían una masa manipulable el cerebro de Andrei. Lloró, siguió llorando, porque Vladimir podía adormecer su sensatez, pero no engañaba a su corazón, donde residía todo el dolor.

—Llévame a casa… —gimió, derrotado. Vladimir se detuvo; con el ceño fruncido y un velo de extrañeza opacando la brillante mirada, estudió cada parte de su rostro. Una simple frase, una sencilla palabra dicha con inocencia, entre lágrimas, le había oprimido el pecho dolorosamente, casi insoportable, como si la mano de un gigante le aplastara del todo, destrozándole el tórax. Andrei había vivido en la casa de sus padres y, ocasionalmente, en el departamento que Vladimir adquirió para ambos, para sus encuentros secretos, sin embargo, en ninguno de los inmuebles, bajo ninguna circunstancia, Andrei se refirió a ellos como casa… menos aún en el tono conciliatorio que empleó, como si fuera un lugar seguro al cual regresar, añorado y cálido. Un verdadero hogar.  ¿Cómo, en tan poco tiempo, un ruso cara cortada le había brindado lo que él no pudo en tantos años?

—Te llevaré —aceptó, forzado de palabra y sentimiento, limpiando las mejillas húmedas de lágrimas—. En paz. Tú estás cansado, igual yo. Necesito pensar.

En silencio pactaron una tregua indeterminada, más propensa a durar horas, quizá días, que semanas. Vladimir habría de pensar en un sinfín de detalles, mismos que formaban parte de un elaborado plan para salirse con la suya, como Andrei bien lo suponía, pues los años conociéndolo no eran como leche derramada y al menos, en ese aspecto, él llevaba la ventaja. Porque Fesenko desconocía al nuevo Andrei, el que nació del despojo, el que sólo deseaba ver arder al mundo para quemarse junto a él.

 

1

 

El Príncipe arribó a la residencia de León en su flamante auto deportivo,  sin haber avisado con anticipación, pues la familia no necesitaba  invitaciones. Familia, sí. Eso eran ellos: Mikheil y León, hermanos sin que la sangre los emparentara, ¿y qué lazo más fuerte que el sentimiento de hermandad sin la obligación del apellido? ¿Qué nexo más poderoso que las estrellas tatuadas en sus hombros?

El georgiano bajó de su coche y caminó con la gracia de su metro noventa y cinco, refinado en sus ropas y modales, nadie pensaría que aquel hombre tan galán fuera  en realidad una máquina de terror cuyo combustible era la sangre humana. Mikheil Arveladze, sonrió con verdadero placer al ser recibido por Karol; le besó las mejillas y estrechó los blancos hombros con sus manos.

—Siempre hueles tan bien, Karol —saludó, ensanchando la sonrisa cordial.

Karol apenas pudo responder con un gesto desencantado, visiblemente perturbado por su presencia, a la que nunca se habituaría. Había algo extraño en la mirada cerúlea que lo hacía sentir como una insignificante presa.

—León no está aquí —cortó su avance. Además, era la verdad: León estaba con Grozny, en Neverland. Se escuchó su voz golpeada, no había querido sonar grosero y ganarse la antipatía del cazador: un Vor sanguinario. Un asesino que horrorizaba a otros asesinos. Mikheil no pareció tomarle importancia.

—Lo esperaré, no te preocupes —guiñó uno de sus ojos y se adentró a la residencia, llevándose a Karol del brazo—, mientras tanto, podemos beber un poco y charlar. ¿Hace cuánto que no tenemos una plática decente? —Karol se dejó llevar, rígido como una esfinge de piedra, pálido como la luna. No se atrevió a negarse.

El Príncipe marcó el destino y, en atirantado silencio, se dirigieron al jardín japonés donde Karol todavía podía encontrar un poco de paz. Refugiándose de la ligera brisa, descansaron en la terraza; las sillas eran acogedoras y la mesa estaba cubierta de musgo natural.

—León dice que tú te encargaste de diseñarlo —Mikheil señaló el vergel enverdecido por la lluvia. Las gotas cayendo contra el riachuelo artificial se escuchaban como notas musicales, pero el rostro afilado del georgiano, mirándole como si supiera cada uno de sus secretos, no le permitía bajar la guardia y disfrutar de la relajante llovizna. Karol asintió, empequeñeciéndose en el asiento de madera blanda—. No puedo dejar de compararlo con el que vi en una película hace no mucho tiempo. Kill Bill, se llama. Seguro que lleno de nieve luce idéntico. ¿La has visto?

Karol, en alerta, le miró con recelo. Trató de encontrar el doble mensaje, pues le parecía inverosímil que Mikheil pudiera hablar de temas tan triviales sin tener un propósito  inicuo.

—No —susurró, acomodándose el cabello ansiosamente—. No pensé que te gustara el cine —añadió para no verse parco de palabras.

Mikheil sonrió. Una sonrisa perfecta. Demoledora.

—Me gusta. No cualquier cine, claro, pero en mis tiempos libres soy una persona bastante ordinaria.

Karol venció la risa burlona que pugnó por brotar de su boca. En su lugar, se levantó con pesadez ofreciéndose a ir por los tragos. Mikheil le pidió la botella de su coñac favorito: el mismo que tomaba León, el mítico Saradzhishvili georgiano. En un efímero minuto volvió con la botella y dos copas coñaqueras y sirvió sin prisa. Mikheil agradeció, como es debido, y se enfrascó en dos acciones: beber y mirar a Karol.

—Te pongo incómoda —aseveró tras un profundo estudio de observancia. Karol bebió la mitad del alcohol de golpe, cogiendo valor. —. ¿Es por las cosas que dicen de mí?

Por las cosas que León me ha contado, deseó corregirle. Negó con la cabeza, mirando la copa como si pudiera llenarla con el pensamiento. Recordó la cirugía y se le contrajeron las vísceras; el médico le había prohibido fumar y beber, ¿pero qué más daba? Tragó hasta el fondo el resto del licor, sintiendo el picor de las lágrimas en los ojos. Por enésima vez, deseó morir en la fría plancha del quirófano. Existía el riesgo y él apostaba por ello.  

—León también es un Vor. Dicen cosas terribles de él —chasqueó la lengua, un poco descarado— y la mitad ni se le acerca. Es capaz de lo malo y de lo peor. Así que estoy acostumbrada. 

Mikheil rió a sus anchas. Sirvió una nueva copa a Karol.

—Lo es. Pero no contigo. Te trata como a nadie y aun así te escuchas resentida. Problemas de alcoba, supongo —encogió los hombros, como ignorante del tema. Karol no dijo ni una sola palabra, pero en su semblante era obvio que no estaba de acuerdo—. Vamos, Karol. Están pasando por una mala racha, es normal. Él no me dice nada, pero no es necesario, me doy cuenta a pesar del poco tiempo que llevo aquí. ¿Quieres un consejo? Embarázate, dale hijos. Será bueno para ambos.

¿Cómo reaccionar ante aquello? Desatornillarse de la risa parecía ser lo natural, sin embargo, la estoica Karol no dejó entrever ni una pizca de sus verdaderas emociones. Surrealista, era el escenario que estaba viviendo; más que el hecho de imaginarse con una panza inflada, pariendo chiquillos,  o que unas pocas horas lo separaran de la temida intervención que volvería más miserable su vida, era el suceso insólito de escuchar hablar a Mikheil de la paternidad.

—Él te ama, Karol. Lo supe desde que los vi juntos por primera vez. —continuó, inclinándose para dar énfasis a su declaración; apoyó sus antebrazos sobre las piernas en una postura firme pero sosegada. Su elegante traje se ciñó en el área de los hombros, haciéndose uno con los trabajados músculos—. Pensé que eras una chica más. Nosotros solíamos compartirlas, pero él fue claro desde el principio: tú eras la chica de las llaves. Y la chica de las llaves, no se comparte.   

—¿La chica de las llaves? —Inquirió Karol, sintiéndose indeliberadamente, revolucionado.

—Tiene un significado cursi y estúpido que inventamos en una noche de borrachera de nuestros veintitantos. A modo de burla —reveló; la media sonrisa ladeada con cinismo—. Ya éramos Vor V Zakone, estábamos rodeados de putas, aún con la sangre seca de un pobre imbécil metida entre las uñas. Nos creíamos dioses y nos mofábamos del amor. León me dijo que cuando una chica tuviera las llaves de mi casa y de mi auto favorito, estaría perdido. Eso nunca sucedió, claro. Eso es para hombres comunes. Sin embargo, tú volviste a León un hombre ordinario. No sólo te adueñaste de su casa o de su intocable Mercedes, también echaste profundas raíces en él. La chica de las llaves… de su hogar y su auto y yo añadiría, además, de su corazón. 

Karol lució angustiado, miró hacia la lluvia y le pareció una imagen desoladora. Recordó que hubo un tiempo en el que también amó a León, aunque ya difuso y oscuro en su mente, próximo a desaparecer.

—¿Por qué me dices todo esto? —Lanzó la pregunta al aire. Su cerebro no paraba de enviarle sensaciones de peligro, a pesar que aparentemente, Mikheil no tuviera intención de amedrentarle.   

—Tú no lo amas. Pero él sí, él te adora y León no sólo es mi amigo: es mi hermano y lo que le lastima a él, me duele a mí.  

El Príncipe terminó su segunda copa y se incorporó. La lluvia no se detenía y comenzaba a encharcar algunas partes del jardín. Karol siguió al hombre con la mirada, sin moverse de su asiento. Todo indicaba ser el fin de la conversación. El largo silencio que acaeció, pesado como una lápida sobre el pecho, terminó por corroborarlo.

—Me iré a descansar, Mikheil. Puedes esperar a León aquí o donde te plazca. Estás en tu casa.

Se dispuso a marcharse; había caminado un par de pasos cuando Mikheil habló de nuevo, acaparando su atención.

—Esa película que te mencioné. Hay una pelea memorable en el jardín que tanto se parece al tuyo —Karol observó su ancha espalda, congelando su partida, y hasta el parpadeo—. Despertó mi curiosidad —el castaño giró el cuerpo, encontrándose nuevamente con el rostro de Karol—. Verás: con una katana, cortan parte de la cabeza humana, la coronilla para ser más precisos, ventilando la masa encefálica. Seguro que muchas personas se preguntaron si acaso aquello era posible. Cortar el cráneo como si fuese alguna especie de fruta madura. Pensarán que sí, los muy estúpidos o los que nunca han matado a una persona. En todo caso, mi curiosidad no radicaba en ello. Mientras yo veía la escena, cuando la mujer cae sobre la nieve con el cráneo expuesto, sólo podía pensar en cuál sería la sensación al hundir mis dedos en una cabeza cercenada, reventada como un melón. ¿Los sesos serían tibios o calientes? ¿Se sentiría suave o viscoso? ¿Cuánto puede soportar una persona consciente mientras le destrozan la cabeza? Cuestiones que podrían quedarse sin resolver para cualquier persona. Pero yo soy un hombre científico, curioso hasta el final. No me gusta guardar preguntas que se den el lujo de atormentarme por las noches, robándose mi precioso sueño. Así que estoy dispuesto a resolverlas, con la persona correcta. Con una víctima cuidadosamente elegida.

Karol, mudo involuntariamente, le observó con ojos rutilantes. Mikheil se acercó un paso; las manos dentro de los bolsillos de su pantalón de colección exclusiva y su expresión renovada: todo rastro de cordialidad se había esfumado. El Príncipe, mostrando la bestia que habitaba tras la fachada impecable, aterrorizó a Karol con el veneno de sus palabras.    

—A mí también me gusta el motocross, Karol. En Battersea, te vi al lado de un hombre, un ruso con pinta de maricón. Te besabas, te exhibías como una mocosa preparatoriana.

Encontró fuerzas en algún lugar recóndito de su cuerpo que le permitió seguir en pie. Karol, de mirada desorbitada, sintió el fin cerca, ¡y qué frío era!

—¿Así le retribuyes a León? Mientras él piensa en la Catedral de la Santa Trinidad, tú te paseas con amantes, como una prostituta cínica y frívola. Los mataría a ambos, a tu amante y a ti, si fueras mía. Pero León es débil cuando se trata de ti. Te perdonaría con lágrimas de cólera y vomitando sangre. Si yo le contara, sólo le traería dolor —Sereno, en su regulado tono de voz. Calmo en su faz, pero sus ojos azules eran como la puerta a un infierno de hielo. Los ojos se sentían como la mandíbula de una fiera atenazada sobre su yugular. Con la impresión que respirar podía matarlo, así mismo emitir palabra, Karol, temeroso, siempre temeroso, se tragó queja, justificación o disculpa, gemidos, ruegos o llanto, pues su juez era un Vor, y un Vor, especialmente uno como Mikheil, sólo encontraba resolución en la sangre vertida.

—En realidad, no vine a hablar con León, sino contigo —siguió, echando el pecho adelante, en una actitud de perdonavidas. Karol escuchó atento, bamboleando sobre sus rodillas; como hojarasca en medio de un violento ventarrón, así temblaba, anhelando que su espanto no fuera perceptible a la aguda mirada del georgiano—. Le mutilaré la cabeza. Hurgaré dentro de sus sesos soviéticos y su cuerpo será comida para mis perros. Te prometo que estará lúcido a lo largo de la tortura. Lo grabaré todo, para ti. Te obligaré a verlo hasta que el último pedazo de su carne sea devorado. Ese será su destino —Se escuchó como promesa pero lo selló como maldición. 

Karol podía llorar, podía tirarse a los pies de Mikheil, abrazarse a sus piernas y suplicar misericordia, semejante a un esclavo que al no ser bendecido de posibilidades, sólo le resta orar por un milagro. Y ciertamente, lo era: los grilletes, aunque invisibles, también le convertían en prisionero. Sabía llorar, sus ojos se volvieron un océano y sus rodillas se habían endurecido de tanto postrarse, pero esto sólo ante León. Él era su verdugo y nadie más. Perdió el miedo, estaba tan cansado de tener pavor, que éste mismo hartazgo se encargó de colmarle de valor, de bravura y de ese algo que ya creía perdido: de rebeldía ante la adversidad.

—Anda, atrévete. Tú le haces daño… ¡hazle daño y te arrancaré las estrellas de los hombros! —La gravedad en su timbre de voz sólo se comparaba a la intensidad de su mirada áurea, que ardía como una antorcha renuente a extinguirse—. Dicen que las estrellas compradas se remueven con mayor facilidad. Estoy dispuesta a comprobarlo, Mikheil.

Aprendió bien de León, de Grozny incluso. Los enemigos de El Príncipe habrían pagado por ver la expresión carente de control que se dibujó en sus facciones. ¿Quién osaría mofarse de su título adquirido con dinero? Ni sus mismos adversarios. Sólo un loco que nada tiene que perder. Un loco que no aprecia su vida. 

—Mi amistad con León es lo único que te salva de una muerte segura. Nadie me insulta de esa manera y sigue compartiendo mi aire. Hombre o mujer—Se acomodó el nudo de su corbata, con aire indignado, y concentró toda su molestia en unas cuantas palabras—pero que sepas bien una cosa: tu insolencia la pagará tu amante. Sufrirá lo impensable y deseará no haberte conocido. Antes de llevarme su vida, le arrebataré dignidad y espíritu. Y cuando sea la sombra que quiero que sea, morirá sin recordar su propio nombre. Palabra de Vor.     

 

2

 

Su pelea no fue impresionante ni vistosa, todo lo aprendido en sus respectivos entrenamientos pareció diluirse en el calor del momento; sus golpes respondían a motivaciones viscerales, cargados de frustración e ira. Los puñetazos, mecánicos pero hábiles, majestuosos como un ensayado vals, tan característicos en la defensa personal de León, fueron reemplazados por movimientos precipitados, golpes predecibles y guardia inexistente. Grozny no estaba mejor. Indignado y atropellado por la desesperación del Vor, se contagió de su carácter irracional. Peleaban como pandilleros novatos: con mucha pasión pero sin seso. Y como es habitual en esta clase de enfrentamientos, sin un claro vencedor.

Su sangre ya se había mezclado, el checheno tenía los nudillos descarnados, los labios partidos y la cabeza ensangrentada, además, un trozo de vidrio se había incrustado en su brazo, muy cerca del hombro. Las consecuencias de la pelea también se notaban en el ruso: un ojo cerrado que lagrimeaba carmesí, hemorragia nasal imparable y el meñique fracturado. No obstante, sus heridas no fueron impedimento para seguir intercambiando reveses, aunque cada vez más torpes y poco efectivos.

La reyerta había iniciado tras una breve lucha de poder verbal, debido a la incapacidad de llegar a un común arreglo. León era fuego y Grozny, gasolina: explotaron al minuto, cediendo a una rabia primitiva que sólo buscaba drenar la tensión física y emocional. ¿Y qué mejor manera que una pelea? Ambos desfogaron sus tormentos en brutales puñetazos, en patadas coléricas e involucrando objetos que estuviesen al alcance.    

Y, después, el cansancio pasó factura: León resbaló con su propia sangre y el alcohol derramado de la botella que previamente había estrellado en la dura cabeza de Grozny; cayó al húmedo piso, con la misma gracia de sus golpes anteriores. Su contrincante intentó aprovecharse del burdo error, para finiquitarlo, pero un mareo lo atacó, quizá producto de la herida en la cabeza, quizá por la pérdida de sangre, o tal vez por ambas. El tremendo vértigo le provocó irse de lado, cuatro pasos y chocó contra una mesa de cristal de baja estatura, se derrumbó sobre ella, bocarriba, sin poder evitarlo, y su peso fracturó no sólo el vidrio, sino las fuertes patas de roble. Así, abatidos por el agotamiento de su espíritu, débiles de voluntad, se quedaron donde la tierra les había reclamado, con un extraño sentimiento de serenidad.

La quietud fue quebrantada por jadeos y respiraciones excitadas, hasta que León decidió llevarlo a otro nivel: rompió a carcajadas, revolcándose en la charca. Rió, mirando hacia las luces del techo, que permanecían apagadas. Neverland, antinaturalmente silencioso y sombrío, había sido único testigo de su enfrentamiento sin precedentes.

—No habrá ninguna cirugía para Karol —demandó Grozny, cortando la risita del Vor. Era la segunda vez que lo decía, en la primera, apenas minutos atrás, León había respondido con el poder de su puño—. Traicionaste nuestro acuerdo y la poca confianza que tenía en ti.

—¿Confianza? —León se incorporó con lentitud, escupió a un costado, saliva y sangre, lleno de desprecio—. Nunca confié en ti. Eres un maldito policía, uno del FSB, además. Eres una mierda, con planes de mierda en la cabeza. ¿Una redada para capturar a mis hermanos, a mi propio padre? Estás demente, Grozny. Siempre fue una mala idea, ¡una puta mala idea!

Exhausto, Grozny se levantó, desenterrando dos pequeños fragmentos de vidrio en su espalda, con  naturalidad, como si fueran simples pelusas que sólo arruinaran su aspecto. Lanzó los pedazos lejos, con rabia.

—Ahora que la fecha está tan cerca, ¿te estás arrepintiendo? Oficialmente, Karol está siendo estrictamente vigilado, al igual que Mikheil Arveladze, también cada uno de tus hombres y, por supuesto, tú.

León, con su único ojo sano, inyectado en sangre, le dedicó una mirada enconosa.

—Karol es por lo único que no te mato aquí ahora mismo. Por él, soy tu perro. Por él, renuncié a mi título, a mi familia. ¿Has pensado qué ocurrirá con Karol si tu magnífico plan llegase a fallar? No pensaba en traicionarte cuando decidí que Karol se sometería a la cirugía de reasignación de sexo. No pensé que una prisión femenil sería mejor opción para él. Toda mi preocupación reside en los Vory. ¿Qué destino hay para la pareja de un Vor que comete traición, aliándose con la policía? ¿Qué futuro hay para una mujer con un pene colgando entre las piernas? Te diré qué pasaría con Karol, aunque ya lo sabes bien: no lo matarían, al principio. Primero lo torturarían, lo violarían y luego, Mikheil lo arrojaría a su foso, donde habita su mascota. Un maldito reptil que ya ha probado la carne humana.

—¿Y por qué con Karol, siendo mujer en toda regla, sería diferente? Los Vor V Zakone son tan infames que no respetan vidas de bebés o niños, menos de mujeres… 

Hubo cínica amargura en su voz, porque recordó lo que prometió nunca olvidar: a su querida Dina, llorando desconsolada, con la muerte pintada en el rostro. Él había logrado verle, por una milésima de segundo: era macilenta, con una expresión particular que no podría describir; esa noche, mientras Dina era vejada y él, obligado a ver, supo que su hermana tendría una muerte violenta. Grozny, mejor que nadie, conoció el grado de ignominia de los Vor V Zakone.         

—Porque mi cadáver estaría aún tibio cuando Mikheil reclamara a Karol para él. Mikheil… el reconocido homofóbico, ¿imaginas su reacción al encontrarse con cierta parte anatómica masculina? El Príncipe, engañado, timado por tantos años. Toda su ira, la volcaría hacia Karol.

Grozny elevó la barbilla, entrecerrando los ojos. La duda, había nacido en su mente.

—¿Cuando Arveladze reclame a Karol? —Citó, incierto.

—Lo ha deseado siempre. Ahora lo finge mejor que antes, pero el interés existe y, me temo, se ha acrecentado con los años. Mikheil está acostumbrado a tomar lo que desea y si es a la fuerza, mejor para él. Pero es obvio que con Karol no puede actuar como está habituado, por esta razón, estoy seguro, el sentimiento se reforzó. Lo que es prohibido, siempre atrae más.

Grozny entornó la mirada, meditando la revelación por un momento.

—El Príncipe… vaya apodo tan más engañoso. ¿Qué hay de principesco en un torturador, sádico y violador? Y tú, León, corrígeme si me equivoco, ¿planeabas cambiar el sexo a Karol sólo para complacer a este cabrón? ¿Para que cuando lo ultrajase, no se llevara una desagradable sorpresa? ¿Estoy en lo correcto?

Su paciencia ya tenía una mecha muy corta; León, embravecido, cortó la distancia y le cogió de la chamarra de cuero, zarandeándolo.

—¡Hijo de puta! ¡Maldita la hora en que te cruzaste en mi camino! ¿Crees que planeé esto? ¡¿Crees que no me costó hasta el alma decidir por Karol?! ¡Yo le quiero! Le quiero tanto, que estuve dispuesto a ganarme su odio y desprecio, con tal de asegurarme de su supervivencia —le gritó a un palmo, tragándose la sangre que resbalaba por el arco de cupido, hacia su boca—. Mikheil podría golpearle y profanarle de todos los modos, pero viviría, Karol viviría; pensé que tú podrías compadecerte y ayudarle, pero nunca estuve seguro, ¿por qué habrías de auxiliarle? Hasta ahora, sólo te has mostrado como un egoísta rompehuevos. Sin embargo, lo que yo piense no tiene relevancia, quiero que me des tu palabra, la palabra de un policía honesto debe valer algo: si yo muero, no dejarás a Karol desprotegido. No le dejarás a merced de los malditos lobos sedientos de venganza. ¡Júralo, Grozny!

Allí estaba, una prueba del estratosférico orgullo de un Vor criado con el peso del apellido Korsakov, siendo subyugado por el infinito cariño que profesaba a Karol. Expuso su mayor miedo, rogando por ayuda, y Grozny reconoció el esfuerzo.

—No estará solo afuera, lidiando con escoria. Tienes mi palabra. Si tú mueres, Karol podrá contar con mi apoyo —León pareció complacido, aflojó el agarre y dio un paso atrás, avergonzado de confiar en la palabra de un policía, pero más humillado de que la promesa de Grozny, fuera su último consuelo—. Entiendo que seas fatalista, pero nadie tiene porqué morir, León.

—Eso era lo que quería creer. Lo hice por un tiempo. Me cegué con una visión paradisiaca, quimérica. Me vendiste una utopía para tranquilizarme y que cooperara. Karol y yo, empezando una nueva vida, lejos de todo lo conocido, del frío y de nuestro pasado. Qué ingenuos fuimos. Tu misión siempre apestó a muerte. Jugamos ruleta rusa. ¿A quién le tocará la bala? Es cuestión de tiempo.

Grozny sonrió a medias. El rostro se le iluminó.

—Arveladze —soltó, como si fuera la respuesta a la pregunta del siglo. —. Él es un peligro desde cualquier ángulo en que lo veas. Investigando, sospechando, poniéndose quisquilloso. Empero, es un Vor cuyo título fue comprado, su opinión siempre será cuestionada y, por si fuera poco, no goza de la aceptación de la mayoría de los Vory. ¿No lo ves claro? Él es nuestro perfecto chivo expiatorio, León.

 


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