Mañana te levantarás sin ganas de ir al trabajo, ese trabajo que al principio tanto te llenaba porque conseguirlo fue tu sueño, pero que poco a poco la gente ha hecho de él un desperdicio de tiempo.
Bajarás a la calle y casualmente te encontrarás con el vecino de enfrente, que a tus ojos no es más que una cucaracha que quiere ligar contigo. Te mirará y al fin preguntará: “¿cómo estás?” “Fuera de tu alcance”, pensarás, aunque te limitarás a mentir con un “bien”. Verás cómo recorre tu delgado cuerpo con la mirada y pensarás: “tu cuerpo me incita a hacer cosas sucias… Vomitar, por ejemplo”.
Irás a tu trabajo en el hospital, anteriormente mencionado, y notarás cómo a tu alrededor la gente calla y aparta la mirada al pasar por los pasillos. Entonces te darás cuenta de que tu compañero de trabajo, aquél que siempre habla contigo y te sonríe, no está. Pensarás que lo más probable es que ya haya decidido pasar de ti. Entrarás a tu consulta a esperar a los primeros pacientes. Para empezar la rutina entrará una mujer con cara de maruja que empezará a contarte gilipolleces que no tienen nada que ver con la medicina, y tú te pondrás a escribir pensando: “haré como si estoy ocupado para ver si así me dejas en paz”. No se callará, y al final de todo lo que te ha contado consigues averiguar que lo único que quiere es que le recetes algo para el resfriado. Tienes claro el diagnóstico: “mi diagnóstico es que usted sufre una enfermedad llamada creerse importante”. Pero ignorarás a tu sabia mente y tan sólo le diagnosticarás las primeras pastillas que se te ocurran.
Bajarás a la cafetería para descansar un rato y tomarte el café que a todos les encanta, pero que a ti te sabe a agua de fregar. Pero no hay otra cosa que echarse a la boca, porque por todo lo demás te cobran un ojo de la cara, y personalmente prefieres morirte de hambre a darles dinero a los antipáticos camareros. Te tomarás el asqueroso café mientras observas a una pareja de jóvenes, la mujer está intentando comerse una alita de pollo con los cubiertos y no podrás evitar pensar: “te da vergüenza comer pollo con las manos en la primera cita, pero si fuera una polla, hasta los dedos te chuparías. Puta”. La mujer sonreirá y dirá: “me haces sentirme viva cuando estoy a tu lado”, el hombre también sonreirá y responderá: “tú a mí también”, pero sabes que lo que esconden esas palabras es: “tú me haces querer pajearme hasta la muerte”.
Cuando te tomes el café con todo el asco que te da, irás a pagar a la entrometida chica de la barra, que empezará a hablarte sobre mil y una cosas a una velocidad impresionante, mientras quieres decirle: “no hables tan rápido, no me da tiempo a ignorar todo lo que dices”. Al final le dirás que habla muy rápido y que no le entiendes, y ella te cuestionará tus palabras y es entonces cuando querrás decir, pero no dirás: “creo que tengo Alzheimer, porque no recuerdo cuando fue que te pedí tu puta opinión”.
Al fin lograrás librarte de la chica y te pondrás en marcha de nuevo, perdiendo poco a poco la mínima esperanza que tenías sobre que la inteligencia humana sigue existiendo con cada persona a la que atiendes.
Al terminar de trabajar a las tantas de la noche irás a tu apartamento hipotecado, el cual no es más que una caja de cerillas. Te tumbarás a tu cama sabiendo que esa noche será otra de las tantas noches que te pasarás en vela. Harás una lista mental sobre cómo has pasado el día, y sacarás dos conclusiones: “la única razón por la cual no he cometido hoy un asesinato es porque no quiero ir a prisión, nada más” y “otro día de pensamientos psicópatas enmascarados en gestos de amabilidad forzada”.