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El rencor contra el amor por Alexis Shindou von Bielefeld

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Epílogos

 

 

Sólo un individuo se encontraba dentro de aquella celda. Una única luz brillaba tras los garrotes de una ventana e iluminaba ese cuarto húmedo y frío con paredes de cemento y una maciza puerta metálica. El olor a secreciones y moho era insufrible. Todo estaba en rotundo silencio excepto por el chirrido de las ratas que se paseaban libremente desnudando sus dientes amarillos. 

Aquel individuo solía ser un orgulloso miembro de la nobleza. Aquel individuo solía tener la confianza del rey. Aquel individuo lo tenía todo para ser exitoso, pero la codicia y la lujuria lo cegaron. Su primer error fue el resultado de algo que había deseado y ese algo marcó su destino para siempre. El creer que podía mancillar el cuerpo de la joya más preciada de ambos reinos fue su perdición. Ese día había puesto a prueba, sobre todo, su valor. La satisfacción de sus deseos carnales lo llevó a la locura y se había sorprendido a sí mismo al hacerlo. Sin embargo, nada resultó según lo había planeado. Nada.

Ahora, el pobre desdichado solía llorar lágrimas de sangre tras su condena…

Cada noche, su espalda era cruelmente desgarrada con una tanda de azotes con un látigo de nueve puntas impregnadas; la sangre fluía de su piel a cada azote chispeando las capuchas y los pechos desnudos, sudorosos y formidables de sus verdugos. Pese a la crueldad e inhumanidad del acto, él no podía hacer más que gritar con lágrimas en los ojos y un solo deseo cruzando su mente, el deseo de morir.

La paz ni siquiera le llegaba durante el día, pues su mayor condena fue pagar ojo por ojo su intento de violación. Su cuerpo era mancillado por dos, tres, cuatro, hasta cinco sujetos a la vez. Lo besaban y lo mordían al tiempo que él estimulaba y chupaba sus órganos sexuales sintiendo aquel sabor intenso y salado del sudor de sus miembros. Se tragaba su asqueroso esperma mientras otro le penetraba desde atrás sin piedad hasta hacerlo sangrar y temblar del dolor. Cuando esos sujetos se sentían satisfechos, lo dejaban tirado en el suelo como si fuera basura, y de la manera más descarada, se burlaban de él. Y al sentirse basura un mismo deseo se instalaba en su mente, el deseo de morir.

Diez meses fueron más de lo que pudo soportar, había llegado a su límite. No hubo ni una sola noche en el transcurso de ese tiempo en la que no le aplicaran aquel castigo que se le había impuesto bajo ley, y que lo estaba llevando lentamente a la locura.

Esa mañana, después de la curación, se acostó en la cama y simuló estar dormido. Faltaban unas horas para que lo cambiaran a la celda de aquellos asquerosos sujetos que lo violaban. Sin esperar por mucho tiempo, inhaló profundamente tras lo cual, con cada mínima proporción de la fuerza que le quedaba, se concentró en morderse la lengua; sus colmillos incrustándose lentamente en ese músculo hasta herirlo profundamente liberando un torrente de sangre de las arterias. Deseaba morir cuanto antes, no le importaba si era ahogado por la sangre o ensangrentado. Le daba lo mismo siempre y cuando acabara con aquel sufrimiento de forma instantánea.

No pasó mucho tiempo para que comenzara a experimentar aquellas sensaciones que eran sin duda lo más cercano al paso a la muerte. El momento en que se siente circular la sangre y se sabe que el silencio está a punto de ser alcanzado y se experimenta la maravillosa satisfacción de saber que morirás.

La oscuridad parecía casi un brillo cegador. Cerró los ojos y escuchó la vigorosa circulación de la sangre en los pasadizos naturales de sus venas, liberándose de su boca. Después, sintió un calor que se iniciaba en sus extremidades y se propagaba hacia su interior, aglomerándose en el centro de su cuerpo que ardía al rojo vivo. Mantenía los párpados cerrados mientras llegaba al clímax de aquella sensación dolorosa.

Comenzó a temblar. El calor se convirtió en frío. Sus órganos comenzaron a fallar. Un olor cadavérico se producía en el aire espirado. Finalmente, sus sentidos, ya hiperventilaos, se paralizaron hasta que ya no fue capaz de sentir y respirar.

 

De la manera más baja terminaron sus días. En medio de la soledad y el dolor, el deshonor y la vergüenza. Como una criminal más.

De un miembro de la Nobleza, Lukas pasó a ser un suicida. Un espíritu cobarde e ignorante que huye de su realidad; una que él mismo se encargó de forjar.

 

 

***

 

 

El silencio de aquella celda solo era perturbado por el sonido de las moscas. El zumbido que provocaba el batir frenético de sus alas. Había un cuerpo dentro de esa celda, pero llevaba un tiempo sin moverse y estaba tan frío como un tempano de hielo.

El olor a sangre inundaba el lugar y seguía escurriendo desde la lengua de aquella figura inerte. A lo largo de la boca. Por la pata de la cama. Hasta llegar al suelo, donde finalmente se había detenido formando un charco. Las moscas revoloteaban en manadas sobre ese charco, posándose en esa sangre, adsorbiéndola con sus trompas, saciándose de ella. 

 

—¡Maldición! —espetó uno de los guardias de aquella cárcel de máxima seguridad a otro, al entrar a dicha celda—. Ahora debemos dar muchas explicaciones a nuestros superiores.

—¡Tsk! Pues ni modo —respondió su compañero mientras miraba con repugnancia aquel cadáver. Habían acudido ahí como todas las tardes para cambiar de celda a ese prisionero—. De tantas veces que habíamos evitado que escapara del castigo de la ley por medio de la muerte, finalmente se salió con la suya.

Los guardias se tomaron su tiempo, y examinaron varias veces cada centímetro de la celda, pues debían concluir si se trataba de un suicidio o un asesinato. La intuición era uno de sus mayores talentos y disponían de todo el tiempo del mundo.

El primer guardia hizo de tripas corazón y cruzó la celda en dirección al cadáver que estaba en la cama para hacer un rápido escrutinio.

—Mira —señaló—, creo que podemos afirmar con relativa certeza que murió como consecuencia del severo traumatismo y la masiva pérdida de sangre provocado por el corte parcial de su lengua. —Hizo una breve pausa para suspirar y rascarse la oreja—. Debemos avisar a alguno de sus familiares —opinó al cabo—. ¿Su madre tal vez?

Con su último comentario oyó a sus espaldas una maldición entre dientes, y al volverse su compañero negó con un gesto de cabeza.

—Solamente tiene un tío —explicó. Había sostenido una que otra conversación con el susodicho en las pocas veces que llegaba de visita—. Será una pena darle la noticia a tan buena persona.

El otro hizo un gesto de cansancio y se pasó la mano por la frente apartando unas gotas de sudor.

—Deberá comprender que este tipo de incidentes ocurren con frecuencia en este tipo de cárceles. —resolvió con un suspiro.

—Sí, tienes razón.

“Incidente”. La muerte del pobre infeliz no significaba nada menos que un incidente para esos hombres tan acostumbrados a la crueldad que eran capaces de mantener la mente fría ante este tipo de escenarios.

En seguida, los guardias se retiraron para dar aviso a su superior y poco después, y entre más guardias, se encargaron del cuerpo.

 

 

 

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Cada día, el sol quemaba sus pieles. El sudor escurría de sus rostros y de sus axilas dándoles un aspecto y un olor poco agradable.

De grandes amos y señores pasaron a ser simples campesinos.

Durante cinco años estarían bajo vigilancia militar haciendo servicio comunitario. Trabajar en el campo para proveer de alimento a los más necesitados era la condición que el Consejo de Nobles había impuesto para aceptarlos de nuevo en la corte, siempre bajo estricta cautela.

Además, el título nobiliario les fue revocado hasta que volvieran a ser acreedores de ellos, y algunos de sus bienes les fueron confiscados y utilizados como escuelas, hospitales y orfanatos. Ellos no pudieron ni quisieron poner objeción, eso era mejor que ir a la cárcel por intento de rebelión contra el rey.

Decir que estaban arrepentidos era poco para describir la gran vergüenza que sentían por sus actos, pues aquel del que tanto habían renegado les había salvado la vida en aquella legendaria batalla y los había dejado callados.

Sus vidas dieron un giro total. Ahora se levantaban temprano todos los días. Los largos y relajantes baños aromáticos se convirtieron en duchas de agua fría. El desayuno servido en la cama pasó a ser obtenido y cocinado por ellos mismos. El estar sentado en una oficina siendo atendidos por sus sirvientes pasó a ser trabajo duro en la tierra. Sus plumas para firmar documentos pasaron a ser un arado acompañado con elementos más pequeños como la guadaña, el mayal y el rastrillo, los que les hacían enormes ampollas y cicatrices en las manos.

En resumen, día a día era un nuevo reto a vencer, y de su orgullo y prepotencia, no quedaba nada.

 

***

 

—Harry, ¿te quieres mover? ¡Me estorbas! —señaló Charles al notar como su hermano se había quedado varado en medio del campo de cosecha evitando así que él continuase con su trabajo.

—Ya voy, ya voy —respondió, haciéndose a un lado—. ¡Qué fastidioso!

La figura andrajosa y maloliente de Harry caminaba arrastrando los pies justo delante de él. Sus finas ropas habían pasado a ser un overol de mezclilla, una camiseta, botas lodosas y un sombrero de paja.

—Más fastidioso eres tú. ¡Estorbo!

Harry le hizo el menor caso al comentario de su hermano para derramar sobre su pañuelo un poco de perfume de un pequeño frasco que sacó de su bolsillo. El hecho que trabajara como un mozo no significaba que oliera como uno. Le picaba en los lugares más recónditos del cuerpo, pero decidió no rascarse. Rascarse implicaba tocar el viejo y mugriento overol que llevaba, o la roñosa camisa de poliéster. Se preguntaba a quien habían pertenecido esas ropas anteriormente. Le daba asco usarlas. Pero al mostrarse reacio a aquella condena y a usar aquella vestimenta, Destari y todo el grupillo del consejo de Nobles se habían limitado a decir: «Tómenlo o déjenlo, pero la cárcel será la siguiente opción.»

Ni modo, tomaron la decisión más inteligente.

A unos cuantos metros, los soldados mantenían sus ojos en ellos para evitar que hicieran la estupidez de escapar. Lo que era algo imposible pues no tenían adonde ir a parar.

Harry exhaló un suspiro de autocompasión.

—Me pregunto cómo le estará yendo a Alexander con las vacas —rio de pronto—. Ni ellas lo soportan, nunca le dan leche. —rió aún más.

—Pues ve e inténtalo tú que ya tengo hambre —respondió Charles—. Y de paso ve al corral y consigue unos huevos. Te toca hacer el desayuno y esta vez no lo arruines —advirtió con una mirada acusatoria.

Harry miró a Charles con aire ofendido. Había hecho un enorme esfuerzo la última vez y no era justo que su hermano se atreviera a quejarse en su cara. Además de lo difícil que era para él acostumbrarse a su nueva vida.

—Ya no se me quema tanto como antes —se defendió—. No te quejes.

Charles rodó los ojos y resopló. A su hermano menor prácticamente se le quemaba hasta el agua.

—Pues más te vale. Ahora vete ya.

Harry suspiró al tiempo que obedecía a su hermano mayor. ¡Dioses! ¿Cuánto les faltaba para salir de esta tortura?

No alardees demasiado de tu posición, cualidades o logros, aunque las cosas puedan ser fáciles hoy, mañana será un nuevo día y uno nunca sabe lo que le depara el futuro. Mejor haz el bien a los demás y comparte lo mucho o lo poco que tengas con los más necesitados, las bendiciones vendrán a ti por añadidura.

Al otro lado de la granja, Alexander opinaba lo mismo. Ser embestido por las vacas o ensuciado por los cerdos no era de su gracia. Vivir y aceptar la realidad era su castigo más grande.

Lloró su derrota en contra de Willbert. Donde el otro había salido victorioso, él había fracasado. Donde el otro había hecho acopio de fuerza y valor, él había sucumbido al miedo y a la incertidumbre. El otro no solo se había ganado el perdón de su hijo sino que además había conseguido una hermosa esposa. Él no había sido capaz de reconciliarse con su hijo y ninguna mujer lo quería a su lado. Estaba solo, abandonado en la esclavitud. Aquélla era la verdadera manifestación del mal que había hecho durante toda su vida, y lo atormentaba pensar que no se había dado cuenta antes. Nunca sería Maou, la gente ya no le tenía confianza, su hijo lo repudiaba. Su vida estaba arruinada.

 

 

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Su carruaje aparcó frente a una gran mansión. Con un suspiro, se bajó y caminó hasta detenerse frente a un enorme portón de hierro que estaba protegido por medio de Maryoku. Siguiendo las reglas del lugar, primero se anunció con los guardias para que le permitieran la entrada, pues nadie de ese recinto podía entrar o salir sin permiso, y luego esperó.

De manera cordial, los guardias le abrieron el portón, y una vez adentro avanzó hasta la entrada principal atravesando un largo camino. Caminaba con paso enérgico, ajeno a todo, respirando el aire. Soplaba una agradable brisa fresca y tonificante, ideal para un día de campo en esa bella tarde. Le dio la falsa sensación de paz y armonía. Falsa porque era claro que armonía era lo que más le faltaba a ese lugar.

Diez minutos después, ya estaba en el vestíbulo. La recepcionista lo saludó con una sonrisa y le indicó que podía pasar a la habitación de la persona que había llegado a visitar entregándole una llave al mismo tiempo.

Durante el lento recorrido, no pudo evitar desviarse para curiosear en el jardín del patio trasero lo que le hizo sentir un poco de pena ajena. El panorama era, por describirlo, hombres y mujeres vagando de aquí para allá, riendo sin razón, llorando sin razón, cada uno en su mundo particular, sumergidos en lagunas mentales.

Volvió por sus pasos de manera apresurada, subió las escaleras y recorrió un par de pasillos. Enfrente distinguió por fin los precisos contornos de la puerta que buscaba, reforzada con numerosos remaches. Un macizo candado colgaba de la chapa frontal. Metió la mano en el interior de su bolsillo, extrajo la llave que le había entregado la recepcionista, y la metió. En cuestión de segundos, el candado estuvo en sus manos.

Permaneció inmóvil por un momento sin atreverse a entrar. Respiró hondo antes de abrir la puerta procurando prepararse lo mejor posible para un próximo escenario. Seguramente ella estaría ahí, haciendo lo mismo de siempre. No era tarea fácil tener que presentarse allí y ser testigo silencioso del dolor de esa desdichada, pero nadie más lo haría.

Finalmente, lanzando un juramento de autocontrol, abrió de un empujón la bendita puerta y avanzó unos pasos. No había terminado de entrar cuando escuchó a lo lejos el tarareo de la marcha nupcial.

Entró por fin de lleno, sentía cada paso como una descarga eléctrica en el corazón. El tarareo se hizo más perceptible. Guardó silencio, obligándose a sostener su mirada en ella. La mujer aún no se había dado cuenta de su presencia.

Por un corto momento, se permitió apreciarla con detenimiento notando al instante los indicios de su cambio. Su cabello estaba sucio y despeinado después de haber tenido una de las cabelleras más envidiadas de la corte. Sus ostentosos y elegantes vestidos habían sido sustituidos por una bata de hospital. Sus accesorios de oro y piedras preciosas ahora sólo eran unas cintas de papel.

El impacto que le había causado esa imagen seguía siendo tal cual las primeras veces. Se enjugó la cara, tratando de amasar la lástima, el dolor y la conmoción que sentía para reducirlos a una pequeña bola que fuese capaz de digerir.

En la marcha nupcial ella pareció tambalearse, y él se apresuró a cogerla del brazo. En ese momento, ella dejó de cantar y lo miró, como si de pronto hubiese olvidado sus propósitos.

—¡Qué bueno que ya está aquí! —exclamó—. Lo estábamos esperando Su Santidad. Ahora podremos comenzar con la boda.

La mirada distante nunca desapareció de los ojos de ella; le dio un fuerte apretón en el brazo, casi doloroso, y lo arrastró.

—¡Anette, espera!

Martin quiso morderse la lengua. No era indicado llevarle la contraria, no con la condición que tenía su hermana. Lleno de autocontrol, carraspeó un poco y miró al techo tratando de controlar el llanto.

—Si hija, ya podemos comenzar —terminó diciendo, siguiéndole el juego.

Anette se aproximó a Martin con una postura desequilibrada y cuando estuvo cerca de su oreja, le susurró:

—Su Santidad, ¿Con quién me voy a casar? No me acuerdo.

Martin se quedó paralizado de horror. No se atrevió a hablar, ni siquiera a respirar, se mantuvo callado, atento a su comportamiento.

—Yo amo a Willbert…pero creo que me voy a casar con Alexander —musitó Anette, apartándose y haciendo memoria—. ¿O amo a Alexander, y me voy a casar con Willbert?

Su mente se negaba a responder. Fue entonces que, como siempre sucedía, entró en pánico. Se sentía perdida, angustiada, ahogada.

—¿Usted sabe a quién amo en realidad? —le preguntó al “sacerdote”, en busca de auxilio.

Ante la falta de claridad en su mente, Anette cerró los ojos, llorando de dolor, miedo y rabia. Estaba siendo víctima de un ataque de ansiedad severa.

—Es que yo no sé… —lloriqueó, moviendo  la cabeza de un lado a otro—. No sé… ¡No sé!... ¡No sé! ¡No sé! —Se agarró el cabello y comenzó a jalárselo gritando al mismo tiempo “¡No sé!” de manera repetitiva—. ¡No lo sé!

Martin se apresuró a abrazarla, estrechándola fuertemente sin dejarla continuar. Podía escuchar el golpeteo desenfrenado de su corazón y al tomarle las manos las sintió tan frías como los granizos. Ella forcejeó con todas sus fuerzas tratando de soltarse.

—¡Calma!¡Calma hija mía!

Con aquella desgarradora súplica, la calma vino a ella llenando de un profundo silencio la habitación.

Anette respiraba con un jadeo rápido y entrecortado, pero permaneció quieta. Cuando tomó distancia extendiendo los brazos, Martin pudo ver la extrañeza y la confusión en su rostro, pero más pronto de lo que captó esas emociones, ella le sonrió.

—¡Ah! ¡Qué bueno que ya está aquí Su Santidad! ¡Ya podemos comenzar la boda!—volvió a decirle, para después, de manera solemne, volver a tararear la marcha nupcial.

“~tan tan taráan...tan tan taráan…tan tan tarán tan tarán…tan tarán~”

La armonía de su alma y de su cuerpo estaba destruida. Era como si estuviera atrapada en ese lapso de su vida. Martin permaneció cerca de ella mientras danzaba alrededor de la habitación impulsada por su propio motor interno.

Ella ya se encontraba en el día de su boda, le importaba poco con quien. Jugó con su sueño, lo anidó a su alma, animándose cada vez más; lo adornó con todos los delirios de la fantasía, se elevó hasta las alturas del placer; se vistió de blanco, se dejó contagiar por la música desenfrenada, bebió hasta embriagarse, danzó como una bailarina profesional frente a los invitados.

Una ráfaga de viento muy frío azotó la habitación en esos momentos, despeinó su cabello y se llevó las lágrimas que corrían en sus mejillas, que a ciencia cierta no se sabía si eran de felicidad o de tristeza.

Anette se comportaba como una chiquilla jugando al día de su boda. No recordaba a su hijo. Tal vez nunca se enteraría de la muerte de Lukas hace dos meses atrás. La locura comenzó en ella poco después de firmar el divorcio con quien ahora probablemente soñaba que se estaba casando. La locura podría considerarse como su aliada para escapar de su realidad, la locura la hacía feliz, y solo por eso, su hermano mayor la dejó ser.

Si tuviese fuerza y energía, tal vez Martin habría podido usar su humor para convertirlo en una terapia para Anette. Ahora, en cambio, era como si se hubiera rendido antes de intentar hacer algo al respecto, porque de alguna u otra manera, suponía que así era mejor. Estaba contenta y ya no hacía el mal a los demás.

Cuando Anette se agotó, cayó rendida en la cama. Al principio, no era consciente de nada. Luego hubo oscuridad, y junto con la oscuridad, vino el dolor ardiente en su pecho que la ahogaba y la llenaba de amargura. Cuando se quedó dormida, Martin la arropó y le dio un beso en la frente. Luego caminó a la salida, la miró por última vez desde el umbral de la puerta y se marchó en silencio.

 

 

Notas finales:

Se podria decir que estos son los finales de los villanos.

Maté a Lukas, si lo maté. Así liberé al mundo de una escoria como él.

¿Se esperaban lo de Anette?, de hecho ella ya estaba dando indicios de locura desde unos capitulos atras-

Quisiera saber sus opiniones. ¿Como imaginaban que iban a terminar estos personajes? ¿Les gustó como terminaron? ¿se lo esperaban?


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