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Wish You Were Here por midhiel

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Wish You Were Here

Capítulo Dos: Entender

Charles . . . Charles Francis Xavier era el nombre que imploraba la mente de Erik cuando el dolor lo atormentaba. No como un pensamiento o un recuerdo sino como una necesidad imperante. Cada célula de su cuerpo le reclamaba su presencia. Con los síntomas cada vez más frecuentes y severos, Erik no vio otra salida más que encontrar a su viejo amigo. Esperaba que el dolor no volviera a atacarlo hasta llegar a Westchester, pero ahí estaba la cuestión: ¿cómo llegaría a Westchester sin un medio de movilidad propio?

La mansión estaba demasiado alejada de la ciudad para acceder por el transporte público. El taxi quedaba descartado porque no tenía suficiente dinero para pagar el viaje y, además, el taxista podía reconocerlo de las noticias. Podría robar algún coche o alguna moto, sin embargo, el temor de que los síntomas reaparecieran a mitad de la carretera lo hacía desistir. Por la misma razón ni se le presentaba por la cabeza la idea de rentar algún vehículo. ¿Qué solución podía encontrar? Parecía atado de pies y manos.

Tras saldar la cuenta del motel, salió a la calle. El tráfico todavía no era intenso porque la gente recién comenzaba a levantarse. Era el momento ideal para viajar. Pero la cuestión era cómo. La única respuesta que encontró fue arriesgarse a conseguir algún automóvil y confiar en que llegaría a destino antes de sufrir otro ataque. Un Impala negro estacionado junto a la vereda de enfrente llamó su atención. Con sus poderes podría abrir las puertas sin problemas y poner en funcionamiento el motor. Después de todo, lo único que necesitaría para encenderlo sería algún cable de metal. Nada complicado.

Erik se disponía a cruzar la calle cuando se vio rodeado de cinco hombres robustos. Estaban vestidos de civil pero por sus posturas y el corte de cabello, advirtió que eran militares. Percibió que no llevaban nada de metal, o sea, estaban preparados para enfrentarlo.

Sin amedrentarse, Erik volteó para atacarlos. No era un hombre que se defendiera al luchar sino que directamente atacaba. Pero eran soldados bien entrenados. Descargó el puño en el estómago de uno y pateó a otro en los testículos. De inmediato, volteó para enfrentar a los dos a sus espaldas, pero lo sujetaron de ambas muñecas y, antes de que entendiera qué ocurría, le inyectaron un sedante.

Erik sintió que todo se ponía oscuro y cayó vencido.

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Al despertar se encontró perdido en el tiempo y en el espacio. Tenía la sensación de que todo a su alrededor estaba dando vueltas por el efecto del sedante y sentía un sabor amargo en la boca. Lo primero que percibió fue que sus muñecas estaban atadas por medio de un lazo, que parecía de cuero por lo resistente, y amarradas a una tabla de madera sobre la que yacía acostado boca arriba. No había nada de metal cerca. Cuando el mareo se fue apagando, abrió los ojos y se encontró en tinieblas. La habitación, pues era un espacio cerrado, no tenía ninguna luz encendida. Luego sintió su carne apoyada contra la madera, ya que le habían quitado la chaqueta y la camisa, y le habían dejado el torso desnudo. Pero sintió además el metal de la hebilla del cinturón debajo del ombligo y así supo que tenía los pantalones puestos. También los zapatos y las medias. Notó el ardor de la jeringa con la que le habían inyectado el sedante, y dos pinchazos más, uno en el brazo izquierdo y otro en la zona baja del vientre. Intentó liberarse en vano. Lo único que consiguió fue lacerarse las muñecas. Quiso estirar las piernas para incorporarse y se dio cuenta de que también estaba amarrado de los tobillos.

De pronto, oyó pasos que se acercaban y alguien abrió una puerta y encendió la luz.

Erik estiró el cuello para ver de quién se trataba y para su horror y furia, se encontró cara a cara con Bolivar Trask, el científico famoso por experimentar y torturar mutantes.

-Buenas tardes, señor Lehnsherr – saludó con su serenidad habitual.

-¿Buenas tardes? – repitió Erik. Lo último que recordaba era el enfrentamiento con los militares cuando acababa de amanecer, y ahora este sádico lo saludaba con un “buenas tardes”. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué le había hecho?

-Estuvo inconsciente por doce horas – explicó el científico y se acercó a la tabla. Erik vio que tenía una planilla en la mano -. Esto me dio tiempo para examinarlo. Le extraje sangre y líquido de su vientre. Su nueva mutación es maravillosa.

-¿De qué está hablando? – demandó el prisionero, aunque sabía que tenía relación con los síntomas que estaba sufriendo.

-¿Quiere saber la respuesta?

En el fondo, ahora que se lo planteaba directamente, Erik dudó. Pero mantuvo una mirada desafiante en su captor.

-Usted debe estar necesitando desesperadamente a alguien – dedujo Trask -. ¿Sería tan amable de nombrarme la persona en la que piensa cuando surgen los síntomas desagradables?

-No sé de qué está hablando – fue la dura respuesta.

Trask permaneció inmutable y se acomodó los lentes.

-Sabe perfectamente de lo que hablo, señor Lehnsherr. Mareos, jaqueca y dolor en la parte baja del vientre, también hinchazón del mismo. Han recrudecido en los últimos días y estoy seguro de que su visita a Nueva York tiene que ver con ello. Tal vez esté buscando a un especialista, o, lo más probable, esté buscando a la persona de la que aún no me ha dicho el nombre.

Erik trató de que su rostro pareciera ilegible, pero por dentro estaba aterrado de que justo Bolivar Trask supiera con tanta precisión lo que estaba padeciendo. Por supuesto que quedaba descartado el mencionar a Charles ante ese psicópata.

El científico esperó un tiempo prudencial y al no obtener respuesta, leyó la planilla.

-Bien. Está visto que usted es un hombre obstinado y no me parece sensato obligarlo en el estado en que se encuentra. Sin embargo, considero un deber explicarle su situación – se quitó las gafas y lo miró de frente -. Señor Lehnsherr, usted está, lo que se diría vulgarmente, embarazado. Tuvo relaciones con una persona de su mismo sexo sin precauciones tomando la posición pasiva, y una mutación nueva en su cuerpo lo hizo concebir.

Erik rió con sarcasmo. Trask estaba definitivamente loco.

-Yo no lo tomaría con hilaridad – continuó el científico serio -. La gestación en su caso es un asunto complicado. Como su cuerpo no nació con la habilidad para concebir y la mutación es muy reciente, su organismo no está pudiendo alojar al embrión e intenta deshacerse de él. Por eso sufre ese malestar. Sin embargo, el embrión comienza a desarrollarse lentamente a pesar del rechazo, por eso los síntomas se volvieron más frecuentes y prolongados. Como la Madre Naturaleza es sabia, aún en el caso de los mutantes como usted, su organismo está reclamando al otro progenitor que transmitió el ADN para poder transformarse y alojar el feto. Su cuerpo le exige la presencia del otro padre para salvarle la vida porque si el embrión no consigue implantarse pronto, usted morirá, señor Lehnsherr.

Erik había dejado de reírse y ahora estaba pálido. De igual manera, se negaba a creerle, más por desesperación que por terquedad.

-Señor Lehnsherr – siguió monologando Trask ante la falta de respuesta -. Si no me dice quién es la persona con la que engendró a su hijo, no podría encontrarlo yo y usted moriría de una manera dolorosa y cruel. Los síntomas se acrecentarán con el correr de las horas hasta el grado de que su cuerpo no lo resista. Sufrirá finalmente una embolia cerebral y sus entrañas estallarán, para exponerlo de una manera gráfica.

-Si tanto le preocupa mi salud, ¿para qué me tiene atado? – demandó Erik con dureza.

-En su situación, usted necesita más que nadie la ayuda de la ciencia. Señor Lehnsherr, voy a preguntarle una última vez: ¿con quién engendró a esta criatura?

-¿No le parece que ya se ha inmiscuido demasiado en mi vida privada? – fue la sardónica respuesta.

-Bien, parece que nos cuesta entendernos – concluyó Trask -. Si otro fuera su estado, buscaría métodos poco ortodoxos para hacerlo hablar, pero dejemos que la Naturaleza siga su curso. Cuando los síntomas aumenten más y ya no pueda soportarlos, me lo dirá. Según el avance de los ataques, calculo que no resistirá más de cuarenta y ocho horas. Buenas tardes, señor Lehnsherr – volvió a colocarse los lentes y se marchó tras apagar la luz y cerrar la puerta.

Erik permaneció con los ojos abiertos en la oscuridad, mordiéndose el labio inferior. Rogaba no sufrir otro ataque, al menos hasta que consiguiera la manera de huir. Sin embargo, Trask era reconocido por secuestrar a sus víctimas mutantes e impedirles escapar hasta que saciara sus caprichos en nombre de la maldita ciencia.

•••••••••••••••••••••••••••••••

Cuando la noche oscureció el ventanal del despacho de Charles, este se encontraba arrojado en la silla frente al escritorio con una palidez espectral en el rostro. Dos horas antes había sentido el impulso de romper los frascos de suero que le quedaban y enseñárselos a Hank como muestra de que aún tenía control de su cuerpo.

El jovencito lo había herido al dudar de él. Claro que podía dejar de inyectarse cuando le diera la gana. Le había prometido que lo haría para conectarse a Cerebro y rastrear a Erik, pero Charles no consideraba necesario hacerlo. Después de todo, el autosuficiente Magneto no desearía ser encontrado. Charles recordaba que ahí, a pocos pasos de su escritorio, en la caja fuerte del despacho, había guardado el casco que Erik dejara en el pasto la última vez. ¿Para qué lo había guardado en su propia caja fuerte? ¿Se trataba de sentimentalismo?

No, para nada. Erik Lehnsherr ya no tenía importancia para él. Con la ilusión de la juventud, Charles se había enamorado del hombre que rescató del mar, pero como se lo había dicho a Moira, ya no quedaba ningún resabio de él en el Magneto actual.

Charles echó la cabeza hacia atrás. Estaba decidido a inyectarse otra vez cuando el efecto de esta dosis pasara dentro de dos días. El rastrear a Erik no era un incentivo suficiente para perder las piernas. Se masajeó los muslos. Era reconfortante sentir sus extremidades. Mucho más reconfortante que sus intentos estériles por olvidar a Erik.

-Tú me abandonaste – murmuró con la mente perdida en el pasado -, y así asesinaste a la persona que una vez amé. Pero no vale la pena seguir regodeándome en el dolor.

Con determinación, levantó el tubo del teléfono en su escritorio y marcó el número de Moira. Si su amiga tenía la noche libre, la invitaría a cenar.

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Nota: Espero que les siga gustando. Gracias por leer.

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