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Delicatessen por Radhe

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Hielo

 

Afrodita miró al chico con disgusto, había crecido bastante desde la guerra contra los dioses, debía tener ya los 17 años pero seguía siendo poco más que un bebé de teta para su gusto.

Sin embargo sus acciones no eran por atracción, sino por venganza. Durante su juventud se había entretenido con algunos de sus compañeros y Camus era el único que le había insultado. Ahora su discípulo vagabundeaba por los bosques, completamente a solas y Afrodita iba a retomar las cosas. 

Cambió su rumbo y adelantó al otro; sospechaba que se dirigía al lago, así que desnudándose se metió a él. Su atractivo y lozanía estaban en la cumbre, encendió un poco su cosmos y eso lo embelleció aun más: le dio un destello dorado a su piel, iluminó sus ojos, añadió brillo a su cabello y lo hizo ondear aún si viento. Con gestos apocados se mojaba el pecho y los brazos, en un baño fingido y fue perfectamente consciente del momento exacto en el que el cisne comenzó a verlo. 

Su energía se extendía subrepticiamente, afectando al menor, motivándolo. Hyoga no supo cuando –ni exactamente porqué– comenzó a excitarse. Profundos instintos –que nunca había sospechado que existieran– comenzaron a tomar control sobre él, alterándolo con fuerza, obligando en su mente pensamientos descabellados y terribles, quería lanzarse sobre Afrodita, lastimarlo. Y cuando éste terminó de lavarse y se acercó a la rivera –a él– no pudo controlarse. 

Le saltó encima, a puñetazos; porque sabía que si no lograba dominarlo por la fuerza, nunca podría gozar de su cuerpo. Afrodita peleó, pero no iba serio: los gritos indignados y la violencia de sus golpes eran fingidos, y no había precisión en los mismos. Alzó su cosmos, ya desplegado, en un llamado que  no podía pasar desapercibido. 

Los otros caballeros sintieron la situación anormal y se hicieron presentes momentos después, ya para entonces Hyoga lo tenía debajo suyo y se forzaba en él, y no se percató de los gritos. Los brazos de Shion lo sujetaron, tratando de apartarlo, pero no lograba calmarse, estaba cegado: su necesidad era tan fuerte…

Los otros caballeros permanecían mudos e impresionados, apreciando por un lado el herido cuerpo de Afrodita, que ya comenzaba a levantarse, y por otro los gruñidos y maldiciones del cisne, totalmente fuera de sí. El patriarca tuvo que someterlo a viva fuerza y fue el dolor lo que hizo reaccionar al cisne, que quejándose agónicamente, fue obligado a quedarse quieto.

El sueco tenía la mirada fija en Camus, que dese que llegó había tenido la suya clavada en su discípulo. El francés tenía la cara pálida y  la expresión desencajada, había perdido toda su frialdad característica, todo su control; incapaz de reaccionar, se veía… herido. 

Afrodita supo que estaba hecho, no más deudas pendientes entre ellos. Se colocó sus ropas con gestos suaves y cojeando, se alejó sin decir nada, sin explicar lo que para todos había resultado obvio. Estaba satisfecho. Lo que le sucediera al cisne le interesaba poco.

 

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