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Delicatessen por Radhe

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Carrusel

 

Sintió su cuerpo ser arrebatado de la tierra, elevarse unos tres o cuatro metros y caer de nuevo; creyó que se estrellaría contra el suelo, pero no fue así; sino que volvió a subir, con el cabello ondeante y las rodillas dobladas. Parecía que estuviera montando a un caballo enorme e invisible. Y ciertamente que esa era la intención del niño que obligaba sus movimientos. 

Cuando Afrodita aceptó que tratara de explicarle lo que era un carrusel no se esperaba aquel derroche de energía psíquica, ni aquella humillación. No podía resistirse, no podía hablar, la fuerza de aquel niño era increíble; todo ese tiempo había pensado que no era nada más que una molestia necesaria para su amistad con el guardián de la primera casa, pero Kiki parecía tener más poder y control que el mismo Mu.

– ¡Basta! – Logró articular por fin –, ¡déjame bajar!

Kiki lo hizo al momento sin rezongar; no se había percatado de la mirada de escándalo e indignación del mayor, así que se le acercó, con movimientos firmes y la mirada brillante y le dijo:

–A que ha sido maravilloso, ¿eh? Yo quiero volver a la feria y hacerlo de nuevo, es como ver todos los colores juntos, como subir y bajar en una montaña, como si pudieras hundirte en un océano de luces…

Y le dijo tantas cosas bellas que a Afrodita se le pasó el enojo.

Le sacudió el pelo con algo de de contrariedad –y con un poco de afecto– era un buen chico. Sin embargo cuando Mu finalmente regresó al primer templo soltó un suspiro de alivio.      Salitre.
Salitre. Lo sentía en el cuerpo de Kanon. 

Se decía que era sólo su imaginación, porque aquel iba siempre muy limpio y su episodio en Cabo Sunión había sido hacía años y había durado muy poco. Aun así, terminaba sintiéndose infectado de aquel aroma cada vez que lo aceptaba en su cama. 

Solía pensar en qué tan extraña era la relación que habían desarrollado, no solía admitir a su lado a alguien así, con tanta facilidad, y aun menos dominando sobre él; pero algo había en Kanon, probablemente su perfidia y su dolor que hacían que no resintiera su compañía, sino que la agradeciera. 

Afrodita lo había buscado primero, para exorcizarse de su pasado con Saga, pero aunque los gemelos eran idénticos en su apariencia, no se sentían iguales. Las manos del gemelo menor eran suaves, pero vacías de intención: ni disfrutar ni lastimar, sus gestos fueron mecánicos, respondió por complacerlo, por no molestarse en darle una negativa, pero no sentía debilidad por él y tampoco desprecio. 

Al final aquel intercambio no fue desagradable, sino liberador y tuvieron que repetirlo. Era como si estando juntos estuviera cada uno consigo mismo. Hacían sólo lo que deseaban, sin preocuparse por lo que podría pensar el otro y precisamente por eso no se estorbaban entre sí, ni se sentían comprometidos o amenazados. Nunca hablaban, dejaban que sus cuerpos hicieran el trabajo y luego se alejaban sin ningún reclamo, sin ataduras ni lazos, con la libertad de poder reencontrarse más adelante.

Y cada con más frecuencia, Afrodita se sorprendía a sí mismo extrañando aquel aroma, aquella sensación que le dejaba el salitre.

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