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Segundas Partes por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

Bien, antes que nada, este capitulo queda dedicado a mi Kuromi, no solo por betearme sino por aguantarme durante tres semanas todo lo que ha supuesto este capitulo xDUu,

Por cierto, si alguien se acuerda de que me quejé de un capitulo anterior porque me salió hiperlargo (15 páginas), pues que he superado el récord (18 páginas).

Hala, a disfrutar y tomárselo con calma xD

 

Capitulo 23. Silencio II

 

Fue una noche rara, extraña; un hechizo que paró el tiempo y le hizo dejar de ser todo lo que había sido hasta ese momento. A cualquiera que se lo hubiese explicado le hubiese dicho "claro, lo hiciste por despecho", pero no fue así. No, aquello no sucedió porque se peleara con Shanks. Lo que vivió con Zoro; su cuerpo tembloroso, su calidez y sudor, su voz, su aliento en jadeos y sus palabras en balbuceos tiernos, la manera suave de abrazarle y sus miradas reflejada la una en la otra; lo que sintió por él... le atravesó hasta las entrañas.

Sin embargo, una vez empezó a despuntar el alba, comenzó a contarse mentiras. Y al peliverde también.

–¿Estás casado con una mujer?

Dudó una milésima antes de contestar:

–Sí.

¿Quién sabe por qué le dijo eso? ¿Para apartarle? ¿Para, quizás, hacerle creer que era menos accesible a él por estar casado con una mujer? ¿Para que pensara que sólo había sido una mera distracción en su rutina de hombre casado? ¿Por qué? ¿Qué más le daba? No se iban a volver a ver. Cuando ambos se despidieron aquella mañana había sido un adiós definitivo. Lo más posible es que pasaran el resto de sus vidas sin recordar ni a ellos mismos ni a esa noche.

Aun así, en todo el trayecto en el tren de vuelta, no fue capaz de quitárselo de la cabeza; cerraba los ojos, lo revivía y se dejaba llevar por lo revivido. Tanto fue así, que la realidad le hizo caer de golpe, cuando llegó a casa y Shanks le recibió con una mirada arrepentida.

–Siento lo que te dije. No es que lo crea de verdad, pero lo tenían enquistado desde hace tiempo.

–No tienes que disculparte. Yo tampoco debí decir lo que dije.

El pelirrojo le sonrió con tristeza, se acercó y le tomó de la barbilla. Mihawk le apartó la cara cuando fue a besarle.

–¿Qué ocurre? –hubo un quiebre de temor en su tono.

Se mordió los labios y cerró los ojos un momento. Negar la verdad, negar esa noche y a Zoro, requería una entereza de la que ese instante carecía. Miró a Shanks a los ojos.

–Me he acostado con alguien.

Los párpados del pelirrojo se abrieron. Fuera de eso, su expresión era indescifrable. Desvió la mirada, se rascó por detrás del cogote. Soltó una risa débil.

–Vaya, sé que suena raro oír esto, pero es un alivio. Quiero decir: No es que me haga precisamente feliz, pero todos estos años sospeché que me ocultabas una aventura. El que ahora me lo hayas dicho... Además, tampoco es que estuviéramos en nuestro mejor momento –le sonrió, todavía un poco triste, un poco cansado–. ¿Qué ocurre? –preguntó al verle cada vez más callado y quieto.

–No es la reacción que podría imaginarme.

Shanks sonrió una vez más con ese cansancio.

–Llevamos juntos casi veinte años. Si después de lo de antes de ayer te acuestas con alguien y aun así decides volver, me vale la pena para intentarlo de nuevo.

Shanks esperaba que le correspondiera la sonrisa, se forzó a ello. El pelirrojo le acarició su cara con el dorso de la mano, luego acomodó esta en su mejilla. De nuevo, hizo un intento de juntar los labios. De nuevo, Mihawk se apartó.

–Aún no me ha dado tiempo de ducharme –se excusó–. No quiero que...

Dejó la frase sin terminar. El gesto y tono de Shanks se suavizó.

–Está bien. No te preocupes –hizo una pausa–. Mihawk, tú sabes que te quiero, ¿verdad?

Un último esfuerzo. Unos segundos más y dejar de observar esa turbieza en sus ojos.

–Y yo a ti.

Una vez desnudo en el cuarto de baño, abrió la ducha; dejó caer el agua, sin atreverse a entrar. Sus sensaciones eran irreales, aprensivas. Como si en dos décadas hubiese estado bajo la superficie del mar y de repente hubiese podido salir a flote, tomar una bocanada de aire, disfrutar de la luz del sol; para un segundo después notar como agarraban su pierna y hundirle otra vez.

Se miró en el espejo. Las marcas que le había dejado Zoro todavía eran visibles, pero acabarían desapareciendo, como su olor y calidez que aún permanecían pegados a su cuerpo. Suspiró. No quería deshacerse de lo único que le quedaba de él. Observó la ducha. Tomó aire y metió la cabeza bajo el agua. Se dejó arrastrar a las profundidades.

Pasaron dos años en los que consiguió hacer de la noche con Zoro un sueño, una enajenación que no se repetiría. Se convenció de que su mente tenía que estar donde había estado los últimos veinte años: con Shanks.

–Hoy ha entrado un chico nuevo en la sección Entrevistas –le comentó el pelirrojo al llegar a casa–. Parece de los que valen, con carácter difícil. Me recuerda a ti a su edad.

Era imposible que se lo hubiese imaginado.

La jornada en Grand Line se dio por concluida. Shanks y él fueron a reunirse en un bar cercano con Bellemere y Yasopp. Sin embargo, al pasar por la planta baja, una de las secretarias detuvo al pelirrojo, Mihawk se adelantó para salir al exterior. Al atravesar las puertas, sus latidos retumbaron en sus costillas. Donde terminaban la escalinata había dos personas; una, el jefe de Recursos Humanos, Ace D. Portgas, otra, le hizo creer que se había vuelto loco.

–No quieres cortar conmigo –pronunció aquel individuo, su voz seguía intacta.

–¿Yo? –respondió el pecoso–. ¿Por qué iba a querer cortar contigo? Es a ti quien parece que todo esto le molesta. Que yo te molesto. Joder...

Se quedaron parados, enfrentados. A continuación, el otro joven adelantó los pasos hacia Ace, decidido, firme; se detuvo, con sus labios muy cerca del otro. El pecho de Mihawk se llenó de frío.

–Oh, mira los tortolitos –apareció Shanks detrás suya–. Qué lástima sería cortarles el rollo. ¡Ey! Ace, Zoro –la idea de que se estuviese volviendo loco fue arrebatada el oír ese nombre fuera de su cabeza–. Cómo os gusta a los jóvenes hacer horas extras, cuando tengáis mi edad ya os arrepentiréis. ¿No es así, Mihawk?

Al oír cómo le llamaba se dio cuenta que debía reaccionar. Las manos le temblaban, las escondió en los bolsillos del pantalón y siguió al pelirrojo hasta donde estaban los dos jóvenes.

–Creo que todavía no os conocéis –comentó el Shanks–. Zoro, te presento al Señor Dracule.

–El co-dirigente de la revista –dijo el peliverde, con bastante naturalidad, bastante cómodo.

–¿Lo ves? te dije que era un chico bien espabilado.

Mihawk comprendió, con nerviosismo, que era el novato tan capaz del que le había hablado el pelirrojo. Miró al joven a los ojos. Nada más que con eso ya se sentía estremecido.

–Ya veo –logró decir–. ¿Cómo dices que te llamas?

–Zoro Roronoa.

–Encantado.

Sus manos seguían temblando, formalizó el apretón lo más rápido que pudo para que no se diera cuenta. Segundos más tarde, en dirección al bar sin la compañía de los dos jóvenes, se pudo permitir respirar un poco.

–¿Te ha dado buena impresión? –le preguntó Shanks sobre Zoro–. Yo todavía no sé si es más fachada que cimientos. Luffy me contó que se hicieron "amigos" el día que se presentó para el puesto. Por no hablar de que Ace fue el que le entrevistó; no niego que es uno de los mejores profesionales que tenemos, pero mi hijo influye mucho en él, aparte de que no es un secreto que es sumamente enamoradizo; empezó a salir con Zoro a las semanas de unirse a nosotros, ¿sabes?

No quería guiarse por el hilo de pensamientos que le estaba indicando el pelirrojo. Pero también había una coincidencia que él no sabía: que de todas las revistas que había en la faz de la tierra, tuviese que ir a parar a la suya. Giró su vista hacia atrás, los dos jóvenes ya no estaban; lo más probable es que se hubiesen ido a otro sitio, juntos, a realizar ese beso que antes les habían interrumpido. Su pecho se nubló de bruma negra.

Para colmo, horribles días después, se lo encontró en el despacho de Shanks sin motivo de peso alguno. La bilis se le subió a la garganta.

–¿Te acuerdas de Zoro? –le comentó el pelirrojo mientras firmaba los papeles que le había traído.

El peliverde, todavía sentado en la silla de espaldas a él, se levantó y fijó su vista en la suya, con un halo de desafío que no entendió, que le perturbó.

–No –contestó. Desde luego que no recordaba un Zoro así, que parecía dispuesto a hacerle caer de una manera o de otra. ¿A quién pensaba contar lo que tuvieron? ¿A Shanks? ¿A la prensa? Cualquiera era una amenaza para Grand Line, un chantaje a él. Su sangre hirvió. Cuando Shanks desvió su atención de ellos por una llamada, le agarró del cuello de la camisa–. ¿A qué demonios estás jugando?

Si creyó que en algún momento podía cortar ese problema de raíz fue muy ingenuo. Zoro no sólo no se achantó ni un ápice, si no que encima se le puso chulo.

–Si tanto te jode mi presencia lárgate tú, porque yo no me voy a ninguna parte.

Debía resignarse. Por mucho que se pareciera al Zoro que conoció dos años antes, ese individuo que había acabado en Entrevistas en un tiempo sospechosamente prodigioso no tenía nada que ver. Y si no podía hacerse la idea de ello, de que esa era su verdadera cara, por lo menos debía separar lo que fue de lo que estaba siendo.

–¿Hoy no me dices nada? –le preguntó Zoro en otra ocasión al coincidir en el ascensor; supuestamente porque estaba roto, aunque no lo estuviera; con la misma chulería de la última vez–. Ahora mismo lo tienes más fácil que en el despacho de Akagami.

–¿Acaso me insinúas que si te fuera a decir algo cambiaría la situación?

–No.

–Entonces hablar es inútil –suspiró por la nariz irritado, cansado, deshecho–. Creí que eras diferente.

–¿Diferente? ¿Diferente a qué? –le espetó el joven–. Si tanto te jode haberte acostado conmigo ya podrías haberlo pensado mejor hace dos años.

Su pecho le dio un revés. Esa última frase; dicha con esa desgana, asco incluso, reduciendo lo que tuvieron a menos que un par de polvos; fue como el aguijonazo. Le agarró del brazo, forcejearon a empujones y tironazos. Lo estampó de espaldas, lo suficientemente fuerte para que soltara un quejido de dolor. Reaccionó, se apartó asustado de sí mismo. ¿En qué momento había perdido los papeles?

–¿Sabes que es lo peor? –arrastró el joven sus palabras con saña, con la fiereza concentrada en sus ojos–. Que pareces decepcionado de mi cuando aquí el único decepcionante eres tú.

Las puertas se abrieron, Zoro salió sin pensárselo dos veces. El ascensor se cerró; al notar su descenso, Mihawk se miró las manos, le temblaban; como la vez que le pusieron contra la pared.

–Mira que bien, estáis los dos aquí –irrumpió Yasopp, en otra ocasión, en el despacho de Shanks.

El jefe de Entrevistas dejó un manuscrito impreso en la mesa, con partes marcadas a rotulador. Era el artículo sobre Zeff Piernaroja, respecto al partido de veteranos; Robin había sido la periodista encargada.

–¿Y qué con eso? –preguntó Shanks ojeando el artículo–. No parece que tenga nada raro, incluso las cosas que has subrayado, más que mal, son excelentes.

–Lo subrayado han sido las aportaciones de Zoro –al oír eso Mihawk sintió como si aporrearan su pecho con el mazo de un gong–. Como ves no sólo intervino en algunas preguntas, también en la redacción; Robin piensa que ya está listo para que abandone la etiqueta de becario y le demos una mesa.

–Será una broma –se contrarió Mihawk–. Es demasiado pronto. ¿Cuánto lleva trabajando aquí?

–Muy poco –reconoció Shanks–. ¿Qué dicen los de Recursos Humanos, Yasopp?

–Mejor no contar con ellos mientras Ace siga de baja por asuntos propios.

–¿Y Marco?

El jefe de Entrevistas hizo una mueca, puso los brazos en jarra. Negó con la cabeza.

–Lo mismo que yo: que cualquier otro, con la mitad de su talento y un tercio de las ganas que le pone él, no hubiese tenido ni que pasar por becario –se encogió de hombros–. Pero es un crío engreído e impertinente que le encanta ir por libre, sobre todo cuando le tiras de sus estribos.

–Bueno –comentó Shanks entretenido–, no veo que sea para tanto esos defectos. Se difuminarán con la madurez. Tampoco es como si fuera a la cafetería para ver con quién se pelea por una mesa, ¿no? –le sonrió a Mihawk, llevándose así una mirada afilada–. ¿Tú que piensas?

Aún sin saber lo que sabía, pensaba que era muy pronto. No obstante, miró el artículo que seguía en manos del pelirrojo. Pensó en lo sucedido en el ascensor. Le debía una.

–Deja que vea como escribe.

Leyó así el artículo y, como no fue suficiente, leyó también todos los demás en los que Zoro había intervenido, así hasta llegar a la entrevista que él peliverde le hizo a Keimi Gyojin. Vio que Yassop no exageraba, al joven le faltaba madurez, pero, por todo lo demás, el nivel que tenía no era ni mucho menos de un simple becario.

Cerró la tapa del ordenador y apoyó la frente en sus manos entrelazadas. Allí, en la soledad de su despacho, se reconoció así mismo que se había asustado por unas estúpidas casualidades y que se había comportado como un auténtico cretino. Y si recapacitaba aún más, sobre aquel momento en el ascensor, se dio cuenta que su actitud, aparte de deleznable, no había tenido ni fundamentos ni razones lógicas. Después de todo, el que Zoro no viera aquella noche como la gran cosa, era lo mejor que le podía pasar a ambos; sus vidas debían seguir. Debían ser, únicamente, jefe y empleado.

–Yasopp –le llamó por teléfono–. Estoy de acuerdo, a Zoro se le debió hacer un contrato fijo desde el principio. Estamos tardando en darle la mesa.

Ojalá hubiese podido decir que con eso su conciencia quedó tranquila, pero no fue así. En otra ocasión, Yasopp comentó como Zoro llegaba el primero a la oficina y se quedaba hasta tan tarde que no le extrañaría nada que él mismo cerrara el edificio. Mihawk vio su oportunidad.

–¿En serio vas a quedarte trabajando? –le preguntó Shanks cuando le informó de que volvería más tarde a casa–. Bueno, tú verás. No te esfuerces demasiado. Lo único que te falta es que se te doble la espalda de currar para ser un viejo revenido al completo.

Esperó unos tres cuartos de hora prudenciales antes de bajar a Entrevistas. Lo encontró solo, tirado en su silla, con los ojos cerrados mientras esperaba a que su ordenador terminase de apagar; su aura era cansada, pero a la vez relajada. Mihawk inspiró para tomar calma.

–¿Todavía sigues aquí?

Zoro incorporó la cabeza hacia él. Sin contestarle, le ofreció un ceño fruncido; se levantó para recoger sus cosas. Mihawk no se sorprendió, pero no se le hizo más fácil. Lo volvió a intentar.

–He leído tus artículos.

–¿Ah, sí? ¿Y qué quieres? ¿Un premio?

Al mayor se le afilaron los ojos de crispación. Desde luego que era impertinente.

–No –se controló–. Tan solo disculparme.

Zoro se quedó parado. Le escrutó con sus ojos negros.

–Son un buen trabajo –se obligó a seguir–. No niego que tal vez haya que pulirlos, pero tienes talento.

–Vaya, ¿Y sólo por eso ya no piensas que soy un interesado lameculos que busca tu dinero? Que detalle.

–¿Quieres dejar de ponerte a la defensiva? –se exasperó–. Mira, sé que mis formas no han sido las más correctas. Me vi asaltado por esta situación, dije e hice cosas que no debería. Pero parece que los dos vamos a trabajar por mucho tiempo aquí. Sería conveniente que enterrásemos el hacha de guerra.

Zoro le echó otra mirada, que podía ser de todo menos conciliadora.

–Me parece bien –contestó por fin–. Yo nunca desenterré un hacha, pero me parece bien. Por todo lo demás que te jodan.

No podía decir que estuviese satisfecho con esas formas y esa conclusión, pero estuvo dispuesto a aceptarlas. Se merecía aquel trato por cómo le había tratado él. Y así el asunto quedaba zanjado.

Pero algo plateado brilló en el cuello de Zoro cuando pasó por su lado.

–¿Qué quieres ahora? –preguntó el joven cuando le detuvo poniendo una mano en su hombro.

Su mirada quedó hipnotizada, como antaño. Con mucha cautela, tiró de la cadena plateada del peliverde. Descubrió aquella placa, la que hacía dos años también llevaba de colgante. Puede que fuese un detalle sin mera importancia, pero para él fue la confirmación física de que aquel era el Zoro que había conocido.

–Aún la llevas puesta –dijo y le miró a los ojos.

De no haber sido el colgante suficiente prueba, la expresión del joven hubiese valido por si sola; porque, en cuestión de segundos perdió su arrogancia, su enfado, sus barreras. Zoro le miró como lo había hecho aquella noche. Duró menos de una milésima; le arrebató el colgante de las manos.

–Hazme un favor y déjame en paz.

Se fue. Mihawk tuvo que apoyarse en una mesa, llevarse la mano a la frente. De repente se sintió muy mareado, un dolor de cabeza le martilleaba. Ni supo cómo no se desmayó.

Recuperó la calma, volvió a casa. Decidió olvidarse de lo que acaba de pasar. Ya se había disculpado, ambos habían establecido las pautas de cara al futuro próximo. Tenía que recuperar la naturalidad de su rutina. Casi lo consigue.

–Es Zoro –le dijo Shanks así tal cual, a menos de doce horas de coger el avión, que el peliverde iba a ser el que le acompañara a Londres.

Tuvo que salir del dormitorio para no colapsar delante del pelirrojo. Aunque no supo si oyó el cabezazo que se dio contra la pared del baño. ¿En qué jodida pesadilla le habían metido?

–¿Te encuentras bien? –le preguntó Shanks cuando por la mañana tomó el manillar de la maleta dispuesto a ir al aeropuerto. Más a regañadientes que dispuesto en realidad.

–Sí, sí. Preocúpate más por recuperarte.

–Mihawk –le detuvo antes de que saliera por la puerta–. Échale un ojo a Zoro, ¿quieres? Es verdad que ha demostrado que vale para periodista, pero todavía me suena raro que rompiera con Ace nada más conseguir un puesto fijo. Como si de repente esta relación no le hiciese falta, ya me entiendes.

–¿Qué dices? Yasopp nos ha venido más de una y de dos veces diciendo que trabaja más que todos los periodistas de su sección junta.

–Ya... –se encogió de hombros, lo que pudo con el collarín–. ¿Pero quién sabe si no es para disimular? –le sonrió–. Que tengas un buen viaje. No te olvides de que te quiero.

Llegó a la terminal con tiempo de sobra, con tanto que, en periodos cada vez más cortos, miraba una y otra vez el reloj. Al final, cuando creyó que lo había dejado plantado; y que tal vez fuese un golpe de suerte; Zoro llegó con los minutos pisándole los talones.

–Mihawk. Estoy aquí.

"Estoy aquí", ¿eso era lo único que tenía de decirle? ¿y que eran esas confianzas de llamarle por el nombre? Valiente gran...

–Eso ya lo veo. Como veo que lo tuyo no es la puntualidad. Esto no es como coger el metro que pasa cada diez minutos.

Le dijo eso, pensando que así dejaría claro el rango jerárquico y que de paso escarmentaría un poco. Pero una vez obtenidas las tarjetas de embarque, el joven desapareció sin dejar rastro. Había oído hablar de su orientación, pero le daba más bien que se estaba riendo a su costa. Por lo menos, llegó al avión antes del despegue.

–¿Pero qué mierda te pasa? –le replicó el peliverde tras dejar en su regazo, de una manera no muy suave, un contundente tocho de papeles.

–¿Crees que esa es forma de hablarle a tu superior?

–Oh, sí, perdone usted: ¿Pero qué mierda le pasa, señor Dracule?

A Mihawk se le hinchó la vena de la frente. Iba a ser un viaje muy largo.

–Tienes que tener estudiados esos documentos para mañana. Esto no es un viaje de ocio. Vas como mi ayudante. Y si mi ayudante no se sabe todo esto, es mejor que no me aporte ninguna ayuda y se vaya a casa –y de paso, si se centraba en esos apuntes tal vez tuviesen la fiesta en paz.

–Menos mal que querías enterrar el hacha de guerra –le reprochó.

–Está enterrada, lo que no voy a hacer es darle un trato especial a nadie.

–Como si quisiera tu estúpido trato especial.

Algo pinchó al oírle decir aquella última frase. Recordó lo que le había dicho Shanks antes de salir. No quería caer otra vez en esas ideas, pero... Observó al peliverde de reojo, se había concentrado bastante en apenas unos segundos, aún de malas le estaba poniendo su esfuerzo a los papeles que le acaba de dar. No, lo que le había dicho Shanks no concordaba con lo que veía. Desvió su vista a la ventanilla, tenía problemas más importantes con los que lidiar en ese viaje.

Como que cuando llegaron la reserva del hotel estaba mal hecha y tenían que compartir habitación. Fue tal el disgusto que ni quiso separar las manos del joven del cuello del recepcionista asiático.

–Me extraña que no sea una suit presidencial –comentó el peliverde una vez los dos en la habitación resignados a ese surrealismo mágico–. ¿Se han equivocado también en eso?

–¿Me has visto a mi alguna vez en una suit presidencial? –le atacó. El viaje no había hecho más que comenzar y ya estaba lo suficientemente harto como para escuchar hablar al peliverde como si lo de hace dos años no hubiese pasado. Zoro, por su parte, no le dio respuesta, lo cual le irritó bastante más–. Sigue estudiando los papeles que te he dado –se marchó con un portazo.

Menos mal que Perona le recibió con los brazos abiertos y que sus inherentes caprichos le hicieron olvidarse, levemente, de la que traía encina. Eso no quitó que, conforme avanzaba la tarde, se hiciera más presente la idea de que iba a dormir en la misma habitación que el peliverde.

–¿Te pasa algo? –le preguntó su hija mientras paseaban por unos puestecillos de Covent Garden–. Estás un poco raro.

–Estoy como siempre –le espetó–. Solo es el cambio de hora –le dijo más suave.

Pasaron por un tenderete de peluches excéntricos hechos a mano y ella se fue corriendo para allá. Mihawk suspiró, intentado que ello aliviara su pequeña jaqueca. Pero no podía ser tan fácil. Algo brilló, entonces, para captar su mirada. Eran unos pendientes, tres aros plateados sostenidos en un pequeño cartón. Los recogió, Zoro llevaba unos igual aquella noche. En su boca se formó una media sonrisa, de pesar, pero también de cariño. Qué fácil hubiese sido todo si simplemente se arrepintiera de haberse acostado con él.

The earrings costs three pounds, sir –le comunicó la vendedora muy amable.

–Ah, sí, gracias –dijo aun en sus recuerdos y sacó tres monedas de su bolsillo. Para cuando se dio cuenta era demasiado tarde –. Eh! wait a moment...

–¿Papá? –apareció Perona por detrás dándole un susto de muerte–. ¿Qué haces?

–Nada –escondió rápido los pendientes en uno de sus bolsillos–. Absolutamente nada. Vámonos.

–Pero...

–He dicho que nos vamos –tajó y le dio la espalda con paso firme y orgulloso. Pero tan desacostumbrado estaba a que los descolocaran de esa manera que el resultado fue que se dio de frente con un cartel de obra, de estos de metal, y se calló al suelo de espaldas.

Perona, que tampoco le había visto actuar así en su vida, armó un buen drama pensando que su padre estaba enfermo de la cabeza o viejo chocheante. Para cuando volvió al hotel decidió que se merecía una buena copa. Sólo fue una, pero de cara a las complicaciones que iba a tener para dormir se tomó un tranquilizante de los fuertes; no le sentó bien.

Al regresar, Zoro estaba en la cama, todavía con los apuntes por delante. Llevaba unos pantalones que le llegaban por encima de la rodilla, con lo cual podía ver buena parte de sus piernas, y una camiseta de mangas cortas, que aparte de dejar sus brazos al aire no es que le quedase muy suelta.

–¿No tienes otra ropa?

–No. ¿Te molesta? –seguía en sus trece de impertinencia y chulería.

Evidentemente que le molestaba. Le molestaba ver su cuerpo y no poder tocarlo, le molestaba que el joven ninguneara ese hecho como si el que se acostaran fuera un problema psiquiátrico de Mihawk; le molestaba pensar que tal vez tenía algo que ver con lo que le había dicho Shanks sobre acercarse a los que le convenía y luego apartarlos cuando le fueran inútiles. Masculló un improperio y se metió en el cuarto de baño para cambiarse. De suerte, la pastilla que se había tomado le hizo dormir como si hubiese muerto.

El segundo día de viaje, lo tuvo que admitir, se quedó sorprendido con Zoro. Sin decirle o indicarle nada, se comportó como el mejor ayudante. No veía en él aquella altanería y rebeldía de la que tanto se quejaba Yasopp, o el mismo había palpado; lo único que parecía haber en su cabeza era hacer bien sus encomiendas. Hacían, además, buen equipo. Se esperanzó, quizás eso significase que, si eran capaces de trabajar juntos, alguna vez todo aquello parecería normal. Que podría conformarse con un mero compañerismo laboral y no hiciese falta apartarlo de su vida. Eso pensó antes de que la cagara con ese inglés de mierda. Lo peor no fue la vergüenza que pasó, lo peor era no entender como alguien con ese nivel de idiomas acaba en un viaje de negocios. Las palabras de Shanks retumbaron en su cabeza, salieron a matar.

–Ya no es que no entienda que se les pasó por la cabeza a Shanks y a Marco para decidir enviarte a ti. Es que menos entiendo como Ace se le ocurrió darte el puesto.

Se separaron, Mihawk no lo volvió a ver hasta la noche en la habitación. El joven estaba en la cama durmiendo; ni se arriesgó a encender la luz, lo último que quería era verle la cara. Se tropezó, así, con una botellita del minibar, no era la única desperdigada por el suelo. Más le valía a Zoro tener los mismos cojones para rendir el día siguiente que para emborracharse en un viaje laboral.

En el tercer y último día le relegó a llevar cafés, quería tratar con él lo menos posible. Así que cuando llegaron a la fiesta que habían sido invitados, respiró un poco al ver que Zoro pululaba por su cuenta. Pero eso fue al principio. En un momento dado, se percató de que hacía un rato largo que no lo veía. Lo buscó sin resultado, preguntó pero nadie sabía de él. Recordó que en un par de ocasiones le había visto empinar el codo. Le llamó a su móvil, no contestó. Resopló y llamó otra vez, nada. Intentó tranquilizarse diciendo que ya apareciera y se contuvo de llamarle otra vez. Entonces, oyó a dos camareros comentar como cierto joven de pelo extravagante había salido por la cocina y se había ido por los callejones. Su mente le empezó a jugar malas pasadas, sobre todo con la idea del sentido de orientación que tenía Zoro, sobre todo con sus pintas de turista, sobre todo si estaba borracho, sobre todo con su inglés de mierda.

–¿Se puede saber dónde estás? –le dejó un mensaje en el contestador–. Hazme el favor de llamarme.

Al final se fue para el hotel, pensado que si no estaba allí podría emprender una búsqueda más eficiente. Lo que menos esperaba era encontrárselo en la habitación, tan campante, fumándose un porro. Superó sus líneas de comprensión, pero no de manera simpática, no para bien.

Discutieron. Discutieron más y elevaron aún más el tono.

–Tú, que crees que soy la persona más despreciable del mundo –alzó el joven sus palabras con ira contenida–. Tú, que hace dos años me llevaste a tu habitación de hotel y me preguntaste si iba al instituto. ¿Cómo crees que sentaría eso al oído de la prensa, bastardo pederasta? No se te ha ocurrido pensar en eso ¿verdad? ¿O es que también esa noche ibas tan borracho que no eres capaz de acordarte ni de un puto instante que estuvimos tú y yo juntos?

Se desbordó. Estaba de espaldas a Zoro, se volvió con el puño cerrado y le ajustó un revés debajo del ojo. Luego de caer el joven sobre la cama, le agarró del cuello y lo estampó contra la ventana.

–No vuelvas a insinuar que las cosas que te hice aquella noche fue porque estaba ebrio.

Tal y como pasó en el ascensor, reaccionó, sintió miedo de sí mismo, quiso apartarse. Pero Zoro le miró de aquella manera, con esa expresión marcada por sus labios entreabiertos, con la ventana a su espalda como hacía dos años. Y su mano levemente levantada como si quisiera alcanzarle, decirle que no se apartara. "no eres capaz de acordarte ni de un puto instante que estuvimos tú y yo juntos"

Le besó. Puede que ello fuese el final. O el principio, porque su beso fue correspondido. Se hizo así una locura, vestida de calidez, que envolvió a ambos incluso hasta después de amanecer, incluso hasta minutos después en que Mihawk despertara abrazado a Zoro y se permitiera una sonrisa. Sin embargo, su cordura volvió, de golpe y con un aura flagelante. Empezó a agobiarse de manera seria, a hiperventilar; necesitó un café por encima de todo. Se vistió, hizo su maleta más el vuelo de regreso era dentro de pocas horas, le dejó dinero al peliverde para que cogiera un taxi y salió de la habitación. Para entonces, la culpa del pecho podría haberle matado. Culpa por haberle hecho eso otra vez a Shanks y culpa por Zoro. Había que ser sinceros, no le había dejado opción al joven, básicamente era como si le hubiese obligado a tener sexo con él.

Seguro que me odia, pensó con su café por delante y sin tocar, me odia y me lo he ganado a pulso, hasta podría denunciarme por abuso de autoridad. Resopló, mientras notaba como un aura negra le consumía hasta el alma. Sacó, entonces, los pendientes que había comprado.

Vislumbró el momento en que aupó a Zoro y lo dejó sobre la cama, como empezaron a acariciarse y el joven le detuvo para cambiar de posición y que él pudiese ponerse a horcajadas sobre Mihawk.

–¿Estás bien? –le preguntó preocupado al ver como el joven, al acomodarse sobre él, con esfuerzos contenidos por no quejarse, exhalaba gemidos sordos de dolor.

–Sí, no te preocupes –le sonrió con la cara perlada por el sudor–. Es que hacía como dos años que no era el "pasivo".

Nunca se había sentido así; no de esa manera, no con esa intensidad; que podía perderse con tan sólo un par de palabras, ni siquiera con Shanks. Zoro conseguía que todo su mundo se volviese patas arriba. No se arrepentía. Sentía una inmensa culpa, pero no arrepentimiento. Eso era lo que más le preocupaba, significaba que era cuestión de tiempo que aquello volviera a suceder; más si eran jefe y empleado, más si Zoro iba escalando puestos que lo acercaran cada vez más a él.

Necesito que me diga que no, concluyó, sé que es injusto, pero tiene que decírmelo, así se acabará. Creyó que esa negativa por parte del peliverde estaba firmada, que para la lógica de Zoro mantener una relación extramatrimonial era contraproducente e inmerecida. Más cuando vio el trato frío del joven al reencontrase en el avión; más cuando vio el moratón que el mismo le había dejado en la cara. Era imposible que el joven quisiera volver a saber nada de él en lo que le restaba de vida.

No calculó que su miedo a ese preciso "no" le hiciera autoboicotearse.

–Esto no puede salir bien, Mihawk.

No calculó que su mano tomaría la de Zoro, que sus miradas se cruzarían con firmeza a pesar de las turbulencias y tambaleos que estaba padeciendo el avión.

–Tranquilo.

No calculó el rubor de las mejillas del joven, su cohibimiento. Mucho menos su respuesta.

–Vale. Podemos probar –balbuceó con la mirada en el suelo–, al menos por un tiempo.

Sonaba raro, pero era la primera vez que Mihawk se lanzaba a besar a alguien en público; Zoro no lo apartó, al contrario; y su pecho se llenó de una calidez inmensa. Si el avión se hubiese estrellado en ese mismo momento no le hubiese importado en absoluto.

Hasta que aterrizó, entonces sí deseó que de verdad se hubiese mil pedazos contra el suelo y que de su cuerpo no quedase ni las cenizas.

–¿Dónde está tu anillo? –le preguntó Shanks cuando fue a recogerle.

–En la maleta. Lo guardé para que no pitara en la aduana –contestó con sinceridad, mientras que por dentro entendió esa pregunta como un interrogatorio inquisitorial. Pudo haberse sincerado, pero no le pareció la mejor opción. No, antes tenía que arreglar eso. Tener la ciencia cierta de que iba estar arreglado. Tenía que hablar con Zoro, ponerle punto y final, nada de que le dijera que "sí" o que "no". Tenía) que solucionarlo como el adulto que era.

Los siguientes días no coincidió con él, ya no trabajaba hasta tarde en Grand Line. Se cruzaron en una única ocasión, a hora punta, en la recepción del edificio. Enlazó la mirada con él, la apartó un segundo y, cuando volvió a mirarle, el peliverde la había retirado. A lo mejor, pensó, él también ve que esto no es buena idea. Quizás los dos, al volver a la rutinaria realidad, decidieron alejarse de mutuo acuerdo.

–Hombre, Zoro. Buenos días –le saludó Shanks al encontrárselo tras abrirse las puertas del ascensor en el que estaban los dos dirigentes.

Llevaba de nuevo esos pantalones cortos y una camiseta sin mangas, aún más ajustada que la anterior. Ese día hacía calor, pero muy mamarracho había que ser para venir con esas pintas de vigilante de playa a trabajar a ejercer de periodista.

"Se te ha olvidado la ropa en casa o es que pretendes distraerme?", le escribió tajante. En realidad, con "distraerme", quiso decir "distraerme con tus tonterías de no saber en qué trabajo estás". Era una simple reprimenda de jefe. No obstante, Mihawk; al igual que era un hombre que pensaba que la elegancia del trabajador residía en vestir acorde; había sido un niño que no se había criado con la mensajería de móvil y no sabía que había que matizar bien lo que se quería decir. Para nada se imaginó que el otro lo entendería como un coqueteo."Si no has visto mi ropa es porque ni me has mirado", le respondió Zoro. Ahí su despiste no pudo persistir. Entendió lo que había entendido el peliverde y su cara de poco no estalla le rubor de la vergüenza. Al instante, guardó el móvil en un cajón, con intención de no volverlo a ver en su vida, de prender fuego a la mesa de despacho si hacía falta. Esa intención duró poco."Te miro más veces de las que te puedas dar cuenta".

Eran sólo mensajes; sobre el tiempo, sobre deporte, sobre las horas de trabajo o los compañeros; a veces aparecían frases con un poco de doble sentido, pero no llegaban a nada más que eso. Shanks y Bellemere se decían cosas peores delante de todo el mundo. Pero su pecho bombeaba algo que cada vez tomaba más intensidad:"Quiero verte".

Era consciente de lo que estaba haciendo, de lo que suponía, pero no de lo que buscaba con ello. Su necesidad por una respuesta le hizo seguir adelante, recoger a Zoro con el coche un sábado y llevarlo hasta su piso. Hasta aquel apartamento.

El aura se sintió diferente cuando entró el joven. Recordó como Shanks, la primera vez que estuvo, lo había invadido todo, sin pudor, y le había hecho sentir desagradablemente incómodo; esa sensación, con los años, no mermó, por mucho que pelirrojo le visitase o se quedase a dormir, incluso tuvieron que irse a otra casa para vivir juntos. Con Zoro fue totalmente diferente. El apartamento cobró con él una tonalidad más cálida. Sobre todo, cuando, al despertar el domingo, la luz que se colaba por las rendijas de la persiana rozó un poco sus cuerpos; le permitió encontrar los dos lunares en el omóplato derecho del peliverde. Los acarició con el pulgar. Eran muy pequeños, casi escondidos en el relieve del hueso; le gustó pensar que no eran accesibles para cualquiera. Los besó y se levantó para hacerle el desayuno.

Aun así, esa tonalidad no era impermeable. Se había percatado de la aprensión de Zoro cuando llegaron a la tarde, cuando preguntó si le había traído a un "apartahotel". No era justo lo que le estaba haciendo, guiarle por una relación así. Tampoco se olvidaba de Shanks. Pero... sí con eso vieran que eso iba más allá de unos mensajes de móvil, de acostarse un par de veces... ¿No podría mantener, aunque fuese un tiempo, esa situación? El propio Zoro le dio algo así, de "probar". Sólo un tiempo. Para conseguir respuestas.

Terminó de hacer el desayuno y esperó a que el peliverde se despertara. Esperó un buen rato. Esperó otro más. Al final fue a la habitación para ver si seguía respirando. Dormía como un tronco. Resopló. Recibió un mensaje de Shanks, quería que volviera para revisar unos informes de cierta urgencia. Observó al peliverde.

–Zoro –le tomó del hombro con un traqueteo suave–. Tengo que irme. Tengo trabajo que hacer.

–Mmm... pues vete –se quejó con pronunciada molestia y se volvió del otro lado.

Eso fue todo. Mihawk se quedó un poco cortado, pero Shanks empezó a insistir y tuvo que marcharse. Dio por hecho que Zoro le vendría con alguna justificada recriminación; pensó que más adelante le podría explicar que se fue por trabajo. Sin embargo, el peliverde no le recriminó nada, no comentó sobre el tema. Se inquietó, se inquietó demasiado respecto esa apatía. El siguiente fin de semana que estuvieron juntos probó, otra vez, irse antes de que el joven despertara. Tampoco le dijo nada, ni ese ni los siguientes. Nada, ni tan siquiera un "¿por qué te marchas siempre tan temprano?". Tal vez, el peliverde lo prefería así, prefería que el tiempo con Mihawk durara lo menos posible. Una premisa que podría no tener sentido, a menos que Zoro solo estuviese con él por conveniencia. Como Shanks había sospechado que hizo con Ace.

Y a eso se le sumaba la presunta ignorancia respecto a no saber quién era su "mujer". Podría no saberlo; los de Grand Line que sí lo sabían guardaban el secreto con lealtad; pero Luffy era de todo menos discreto. Si como tenía entendido seguían siendo amigos, le costaba mucho creer que en algún momento no hubiese soltado algo. Todo junto hacía que la inquietud se desbordara, que actuara más violento de la cuenta. Como en aquella vez:

–Akagami y tú os conocéis desde hace bastante –le comentó el peliverde–. Te debes complementar muy bien con él para sacar algo como Grand Line adelante.

La manera en que lo tomó podría haber quedado en una anécdota, en un poco de sexo agresivo y nada más, si hubiesen seguido. Pero Shanks le llamó. Le dijo que volviera corriendo, que uno de sus promotores se había declarado en contra de un artículo aún no publicado, pero ya salido de rotativa. Eso era serio, tanto que, aun con el peliverde debajo de su cuerpo, se despegó de él y fue a Grand Line como su estuviese poseído. Únicamente, cuando lo solucionó, se dio cuenta de que se había descargado con él y lo había desechado como una servilleta. Cogió el móvil varias veces para disculparse, pero no sabía ni como empezar. Además, temía enfrentarse de nuevo a su apatía.

Aunque apatía no fue precisamente lo que vio cuando se lo encontró delante del ascensor con Ace. De lejos los veía tratarse con pronunciada confianza, pero ni delante suya se cortaron, ni un pelo. ¿A qué venía ese tonteo en sus narices? ¿Se la estaba devolviendo por lo del fin de semana? Si así era le estaba poniendo todo su empeño; usar a Ace para dejarle claro que tenía una vida a le que él no podía acceder y de la que era oficialmente prescindible. Se envenenó, sobre todo porque Zoro no había tenido reparo en hacer planes de fin de semana que no le incluyeran. Sabía que no le podía hacer ningún reproche, dada la situación menos, pero incluso si no estuviese casado no podía evitar que el peliverde saliera sin él, que se fuera con alguien con el que tuviera más afinidad o le resultase más divertido, con alguien mucho más joven que él. Suspiró, exhausto. Debía disculparse, el único que estaba haciendo mal las cosas era él mismo.

Lo cierto era que no acostumbraba a pedir perdón, le era muy difícil, y el no poder por móvil le hizo ver que no le iba a quedar más remedio que hacerlo cara a cara, lo cual era gravemente peor. Recordó, entonces, los pendientes que había comprado en Londres; no pensaba usarlos como compensación, pero si como buen inicio para iniciar sus disculpas. Además, aunque hubiese sido inconscientemente, aquellos pendientes los había comprado para él.

–¿Por qué me los has regalado? –el tono neutro de Zoro le alertó.

–Pensé que te gustarían –contestó con cautela.

–Y supongo que queda más elegante pagar en especias que en metálico, ¿verdad?

Un escalofrío le recorrió de pies a cabeza. ¿Qué le acaba de decir? El joven encaró a Mihawk con frialdad, tiró de bajo de su camiseta, ofreciendo un poco de su desnudez.

–Esto es lo que quieres ¿no? Por eso me estas poniendo un precio.

El pecho de Mihawk se estaba llenando de esa gelidez que desprendía Zoro. Temió que estuviese empezando a mostrar su verdadera naturaleza, que le dijera en ese mismo instante la inminente verdad de porqué había aceptado esa relación.

–Piensas que soy esa clase de persona que cree que puede comprar a la gente.

–No lo sé –le dijo el joven con sorna–. Dímelo tú.

Parecía dispuesto a escupirle que lo que quería no eran unos ridículos aros plateados. Su temor se convirtió en rabia hacía sí mimo por haber sido tan estúpido. Soltó una risa sarcástica ¿Qué le pediría? Un ascenso, quizás. ¿Qué haría cuando lo tuviera? Irse con Ace. Atacó.

–Sí has llegado a esa conclusión es que debes de estar bastante acostumbrado a hacer tratos así.

Pero sus palabras no causaron el efecto que daba por hecho. Zoro se colgó su mochila al hombro, dispuesto a irse. Mihawk le tomó el brazo para retenerle.

–Suéltame. Estoy harto de tus humillaciones –forcejeó el joven y se deshizo del agarre. Adelantó sus pasos hacia la puerta.

Mihawk luchó para permanecer quieto, para dejar que se fuera; se argumentó que el que Zoro saliera de su vida en ese momento era lo mejor, que siempre había sido lo mejor. Su cuerpo se movió solo, su mano abierta cerró la puerta que el peliverde acababa de abrir.

–No te vayas. No te vayas, por favor –era la primera vez que rogaba a alguien, que confesaba unos celos, que bajaba la cabeza para pedir perdón–. Quédate conmigo.

–Vale...

¿Cuánto más iba a ser doblegado para que Zoro se sintiera satisfecho? No lo sabía. Mientras, era envuelto por la calidez de las caricias y besos del joven.

El sábado que Zoro quedó con Ace, Mihawk no fue al apartamento, si lo hacía se le comerían los celos. De hecho, lo hicieron, aunque no fuera. De madrugada se levantó al cuarto de baño, a echarse agua en la cara. Se miró en el espejo. Las marcas que le había dejado el peliverde el fin de semana anterior habían desaparecido, la de la clavícula era la única que sólo estaba difuminada. Rozó esta última con la yema de los dedos, sonrió al recordar la ternura con la que el joven se la había hecho. Y los pendientes, casi le da un paro cardíaco cuando vio que, el lunes, Zoro los lucía en su oreja delante de todos. No va a pasar nada por un fin de semana que no nos veamos, se dijo, debería permitirme confiar un poco en él, de lo contrario nada de esto tendría sentido.

Notó como algo caía por su sien, se tocó con la mano y se la encontró manchada. Al principio se alarmó creyendo que era sangre, sin embargo, el color era demasiado oscuro, alquitrán. Igual que su pelo. Volvió a mirar su reflejo, lágrimas negras caían desde su cabeza; su cabello perdía el color, se volvía blanco, como el de un cadáver; peor, como el de un anciano.

Despertó de la pesadilla con una bocanada y bañado en sudor. A la hora del desayuno, Shanks se rió a su costa.

–¡Muerte en Venecia! No sabía que esa película te hubiese marcado tanto, tampoco que te tiñeras el pelo –le hizo una burla bastante corrosiva–. Siempre te vi más de arrancarte las canas. Sabes que así salen más, ¿no? –se carcajeó hasta hartarse–. Supongo que hasta tú eres susceptible a la crisis de los cuarenta. En nada te veremos con un deportivo rojo de esos que hacen parecer más joven pero que sólo son conducidos por la tercera edad.

–¿Quieres parar? –a punto estaba de estallarle la vena de la frente por la presión sanguínea.

–Vale, vale –cedió–. Te lo estas tomando a la tremenda –se encogió de hombros–. Es verdad que con la edad que tienes ciertos grupos no te consideraría "joven", pero el día en que tengas que ir a la tienda de andadores todavía está muy, muy lejos.

–¿Ciertos grupos?

–Hombre, tu atractivo sigue ahí y dudo mucho que alguien pueda quitártelo, además ahora amasas una gran fortuna y diriges una de las mejores revistas de país, esos son añadidos que antes no tenías. Pero ya no estás para... que te digo yo... ¿perseguir a jovencitos confusos? –soltó una última risa.

Shanks siempre le había considerado una persona vieja y nunca había dudado en decírselo, por ello sus palabras no le sorprendieron. Sin embargo, fueron de una realidad demoledora.

–Eh, ¿qué te pasa? –le preguntó el peliverde cuando se reencontraron al siguiente sábado y Mihawk le aferró contra su cuerpo–. ¿estás bien?

–Sí –se recompuso y se apartó un poco para sonreírle y acariciarle la mejilla–. Sólo estoy impaciente por ver cómo te intimidas hoy.

–Anda –se divirtió bastante creído–. ¿De verdad crees que lo conseguirás?

Qué fácil hubiese sido decirle "no quiero que vuelvas más a esta casa", pero no podía. Cada rato que pasaba con él; a pesar de sus miedos, de sus celos, de sus circunstancias; se hacía más perfecto. Se sentía atrapado y a la vez no. Sentía que quería arrancar la máscara al peliverde de cuajo y a la vez que podría dormir con la cabeza recostada en su pecho para siempre. Así pasaba el tiempo, en constantes tira y afloja que al final le dejaban justo por donde había empezado mientras se preguntaba por qué Zoro seguía volviendo cada fin de semana cuando podría conseguir a quién quisiera.

–Ya me imaginaba que eras un reprimido –le dijo–. No tengo ningún problema si quieres pegarme.

O por qué aguantaba su violencia en la cama cuando colapsaba.

–¡Está bien! ¡Cómo quieras! –se enrojeció el joven hasta las orejas–. ¡Seré yo quien se ponga el jodido traje de policía prostituto! ¿¡Estás contento!?

Por qué hacía caso de todas sus exigencias.

–Mihawk... Quiero tenerte –le susurró una noche–. Deja que esta vez sea yo quién te lo haga a ti.

No era capaz de entender que buscaba aparte de convertirse para él en algo tan necesario como el oxígeno. Quizás, simplemente, disfrutaba con tenerle a su absoluta merced.

El timbre empezó a sonar uno de aquellos sábados, no una vez, sino varias veces de manera repetida, constante y alterada. Mihawk abrió la puerta del piso y Zoro entró como un ciclón.

–Yasopp me ha llamado. Necesita que le escriba para mañana por la mañana una entrevista. ¡Ah! –se quejó–. Pero no te preocupes, seguro que no tardo más de un par de horas en escribirla.

Y se puso a trabajar. El gesto de Mihawk se quedó marcado por una mueca mientras lo observaba. Podía ser verdad que Yasopp le hubiese mandado ese artículo tan repentino, pero lo de venir con el portátil a terminarlo allí en vez de en su propia casa le parecía querer dar un número. Querer, lo más seguro, que se le acercara en calidad de jefe y le dijera algo como que no se preocupara por ese artículo, que él hablaría con Yasopp, que para eso era el jefe. Apoyó las manos en el respaldo de la silla en la que estaba sentado Zoro y bajó la boca para besar al cuello del joven.

–No tienes que hacer ese trabajo si no quieres –le dijo suave y sensual al oído.

Entonces pasó lo que pasó. Que no se puede ir por la vida poniendo a prueba a la gente.

–¡Quita de encima, plasta!

En aquel exabrupto, Zoro alzó sus manos hacia atrás. De manera que Mihawk se llevó un buen golpe en la nariz que le hizo retroceder varios pasos. Con la mano sujetándose el tabique, observó de nuevo a Zoro, como si fuese una ecuación irresoluble. Se percató, entonces, de que el joven permanecía fuera de la realidad, concentrado. Aún con recelo, y muy aturdido, le dejó trabajar.

Pero no dejó de mirarle, de fijarse como mantenía la espalda recta, los ojos en la pantalla y la cabeza en lo que tenía que hacer; como, de vez en cuando murmuraba lo que estaba escribiendo o paraba para documentarse. Todos sus sentidos, de una manera que se podía decir hasta apasionada, estaban dedicados a lo que hacía. Mihawk, casi inconsciente, sonrió; con sólo sentarse frente a un ordenador, Zoro ya le ganaba.

Sin embargo, al avance de la tarde, el joven empezó a estirarse en la silla para un lado y para otro, a rascarse en cuero cabelludo, a gruñir. No supo por qué hasta que se dio cuenta de que le lanzaba, esporádicas veces, una mirada nerviosa, angustiada. Pensó que tal vez le preocupaba tenerlo ahí esperando, después de todo parecía que no iba a terminar en las dos horas que dijo en un principio.

Además del cómo me acerqué antes, pensó culpable, no ha debido ayudarle.

Preparó un poco de café para ambos y se sentó a su lado a compartir la tarde de trabajo, eso relajó al joven, le devolvió su rendimiento y concentración. Parecía una tontería, pero eso y lo juntas que estaban sus manos sobre la mesa le hizo sentir más cerca que de él que nunca.

Mihawk, en su despacho, miraba la llave que sujetaba entre sus dedos con el ceño fruncido. Era la que tenía de repuesto para el apartamento. Llevaba días debatiéndose si dársela a Zoro o no. Por un lado quería, el peliverde se había hecho parte de ese apartamento casi tanto como él mismo. Por otro, era muy consciente de que podía tirársela a la cabeza. "Menos llavecitas y más divorcio", algo así le diría; es decir, le diría en el caso de que tuviese interés en una relación convencional con un hombre huraño, receloso, carca de nacimiento y que le superaba por dos décadas... Guardó las llaves antes de ser consumido por un vórtice de ponzoña.

–¡Mihawk! –le llamó Shanks desde la sala de reuniones–. ¡Ven! Tienes que enterarte de las buenas nuevas.

Chistó con molestia antes de acercarse. Sufrió un repullo. No esperaba encontrarse a Bellemere allí, mucho menos a Zoro.

–¿Qué quieres ahora? –le preguntó al pelirrojo.

–Que reprimas tu innato mal humor y felicites al nuevo miembro de Competiciones.

Sintió la arremetida de una alabarda. Miró a donde señalaba, a Zoro.

–El chico no es un periodista oficial de Competiciones –intervino Bellemere–, sólo está a prueba.

Esa afirmación pudo haberle calmado, pero su sedante no fue suficiente. El peliverde tenía talento, se esforzaba más que muchísimos, aun así... ¿Cómo un crío recién salido de la universidad llegaba a Competiciones, la sección que había hecho ser a Gran Line lo que era, la que sólo estaba compuesta por periodistas del nivel de Ryuma? ¿Cómo si no tenía experiencia, un nombre ganado con el paso de la edad? ¿Qué había hecho?

Una vez más, se llenó de bruma negra.

Llegó el siguiente fin de semana. Entró en el piso con sus propias llaves y las dejó sobre la mesa. Con la mirada en el cielo al otro lado del ventanal se preparó mentalmente. Tal vez, Zoro, con las puertas de Competiciones semi-abiertas, le dijera que era mejor no verse. Eso si se presentaba, puesto que no había recibido ni un sólo mensaje suyo en toda la semana. Tal vez lo único que recibiría de él a partir de ese momento sería el silencio, la indiferencia, la apatía.

–¿Por qué sonríes tanto?

Pero apatía no fue lo que se encontró cuando vio que, al contestar un mensaje de Perona, Zoro se había enfadado. Enfadado de verdad, enfadado por celos, celos por él. Podía no significar nada, pero era la primera vez desde que se encontraron en la escalinata de Grand Line, que el peliverde mostraba un interés real, material, por retenerlo. Miró las llaves de la mesa. Zoro las recogió al vuelo.

Esa vez, el peliverde le abrazó por la espalda, le susurró al oído con calidez. Se dejó llevar por ella.

Una semana más tarde, Mihawk entró en el apartamento con la copia de las llaves que tenía en el despacho; que ahora eran las suyas oficiales.

–¿Hum? –había algo en la mesa, una bolsita de terciopelo azul. No la recordaba. La recogió y abrió con cuidado. Dentro había un alfiler para chaqueta de hombre, de color oscuro, se le hacía una espada de hoja larga con la empuñadura con forma de cruz. Muy elegante, muy de su estilo.

Pasaron una ristra de deducciones por su cabeza hasta que al final acertó en la única posible: Zoro había utilizado las llaves para ir al piso cuando él no estuviera y dejarle, regalarle, aquel adorno. El corazón le estalló. Las piernas le flaquearon, se tuvo que sentar. Se llevó la mano a la boca, absolutamente enrojecido. ¿Pero cómo se le ocurría hacerle un regalo a los días de darle unas llaves? ¿Para qué? El muy idiota ¿Y ahora qué le decía? ¿"Gracias"? No podía decirle un simple "gracias", le había regalado un alfiler no un paquete de pipas.

No hubo oportunidad de agradecer nada. Cuando Zoro llegó, un muro se había levantado entre ellos, Mihawk lo sentía con fuerza. Había algo que el joven no le quería contar.

–¿Ocurre algo?

–No, nada –respondió con tristeza mal escondida.

No se atrevió a insistir, pero con esa expresión de abatimiento por parte del peliverde se fue de vacaciones de puente.

–¿Y Luffy por qué no viene? –preguntó Perona sin demasiado interés mientras pasaba su dedo por la pantalla del móvil desde el asiento trasero del coche–. Creí que le gustaba la playa.

–Se ha ido de excursión al campo –contestó Shanks–. Aunque también dijo algo de vencer a un lama, esos monjes del Tibet. Y no sé qué de un toro. Tenía la boca llena, no lo entendí muy bien. ¡Eh! Más cuidado, Mihawk. ¿No has visto esa señal tampoco? Como sigas de distraído así no llegamos vivos.

–Es que ya chochea –suspiró resignada la chica a la vejez de su padre–. Como en Londres...

Se pasó eso días algo más que únicamente "distraído". Zoro le dijo que vendrían amigos suyos a visitarle, por lo menos no estaría solo; incluso pudiese que se lo estuviese pasando en grande en esos momentos; pero Mihawk no podía dejar de sentirse preocupado.

El lunes de puente, mientras almorzaban en un chiringuito, recibió un mensaje suyo:"Me gustaría verte hoy". La angustia le subió por el pecho. ¿Qué le había ocurrido? ¿Tan mal estaba? Con nerviosismo respondió: "Ya sabes que no. ¿No puedes esperar al fin de semana?". Se sucedieron un par de segundos. "Sí, sólo pensé que querrías saberlo". Se despidieron. No hubo más mensajes.

Volvieron al hotel, Perona se fue a su habitación a dormir la siesta, Shanks y él a la suya. Mihawk se sentó a la orilla de la cama, agotado, "sólo pensé que querrías saberlo". ¿De verdad? ¿De verdad que era sólo eso?

Le vino un pequeño destello, de cuando estuvieron en Londres. Lo engreído que se comportó, lo insoportablemente independiente que se declaró. También recordó la tarde de trabajo que compartieron; Zoro lo hizo todo solo, no le preguntó nada, ni la más absoluta duda. Una persona así era muy difícil que pidiera ayuda, aunque fuese un problema grave, aunque no pudiese solo...

Incluso aunque se estuviese muriendo, pensó con claridad, no pediría ayuda.

–¿Qué haces tan serio? –Shanks se sentó a su lado le rodeó con su brazo para atraerle, le besó la cara–. Cualquiera que te hubiese visto estos días diría que estás más en una cárcel que de vacaciones –le acarició el pelo, la cara, bajó su pecho hasta su cintura. Empezó a besar el cuello.

Le detuvo cuando notó que iba a por su cinturón.

–No me encuentro bien. Creo que es mejor es que vuelva hoy a casa. Cogeré un taxi, Perona y tú...

Shanks agarró su mandíbula e invadió su boca. Su primer impulso fue apartarle, pero mientras él se contenía, el pelirrojo no tenía problemas en resultar brusco. Le obligó a tumbarse.

–Hacía meses que no nos tocábamos de esta manera –le susurró en un jadeo mientras su mano bajaba por el cuerpo de Mihawk–. Que ni nos besábamos –llegó a su cintura, a sus muslos–. Si seguimos con esta rutina nos vamos a aburrir de nosotros mismos.

Le apartó de un empujón, porque, como desde hacía meses, no quería sentir ni su tacto ni sus labios; le apartó, porque lo único que ocupaba su cabeza era que mientras él seguía ahí, Zoro podría estar donde fuera, con sus ideas de niñato engreído y sin pedir ayuda a nadie.

–Te he dicho que no me encuentro bien –se levantó y fue a por sus cosas–. Necesito volver a casa.

Shanks le agarró por debajo del hombro, se miraron. La expresión del pelirrojo era de odio gélido.

–Está bien, vete. Nos vemos mañana –mostró una sonrisa propia de él–. Te quiero mucho, Mihawk.

No tuvo tiempo de pensar que significaba aquello. Tenía que llegar donde Zoro, lo más rápido que fuera. Pagó al taxista de más para que fuera al doble, el triple, el cuádruple de velocidad; cualquier marcha le parecía lenta. Al llegar al portal indicado casi salta antes de frenar. Incluso el ascensor pareció haberse ralentizado; tomó las escaleras, sin detenerse. Llegó a su puerta en el cuarto piso; jadeando, con dolor en el pecho por la falta de aire y flato cerca del riñón derecho.

Sonaba raro, pero esa era la primera vez que hacía algo por alguien más, íntegramente por alguien más, sin pensar ni un segundo en sí mismo o en las consecuencias.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó Zoro al verle, con los ojos como platos y un quiebro en la voz.

Y se alegró de hacerlo. Porque cuando vio su cara al abrir la puerta supo que no se hubiese perdonado el dejarle solo.

–Te he dicho que no me gusta así –le espetó agresivo después de apartarle–. Si no eres capaz de entender eso te largas.

Ni siquiera en ese momento pensó en irse.

–No me voy a ninguna parte –le abrazó–. Estoy aquí.

Sí eso era lo que necesitaba, si eso era lo que quería de él.

–No sé qué hacer... –se derrumbó–. La echo de menos.

Le aferró contra su cuerpo y dejó que derramara las lágrimas en su hombro, el tiempo que hizo falta, hasta que vio que sus sollozos se habían detenido. Después, le guió de nuevo a su cuarto para que descansara.

–Mihawk –le llamó con voz débil y la mirada en el suelo–. ¿Puedes... quitarte la ropa? No es que quiera que lo hagamos –se enrojeció–. pero... Podrías tumbarte conmigo, si quieres.

Le sonrió, tomó su cara entre sus manos, la acarició con cuidado, le beso.

–Claro que quiero.

Le habló de aquella chica, de aquella que había sido su mejor amiga, su rival y su primer amor. Le abrió las puertas de una parte de su corazón que nunca se hubiese imaginado. A él y a nadie más. Descubrió más de él en esa conversación que en todos los meses que llevaban juntos.

–Quédate. Si mañana me despierto y no te veo no creo que pueda soportarlo, quédate. Mihawk...

Zoro estaba más dormido que despierto. Pero el escucharle aquellas palabras, escuchar su nombre salir de su boca, su nombre y no el de otro, consiguió que su pecho se hinchara de aire fresco, amplio. Incluso que se le humedecieran los ojos. Le hizo creer que el joven le había dado algo más que su cuerpo.

Se quedó dormido mientras le velaba. Despertó horas más tarde, con la luz de la mañana. Zoro seguía abrazado a él, se alivió al ver que tenía mejor cara. Con mucho cuidado, salió de la cama y fue al baño. Al volver al salón se le hizo extraño estar en su casa, haber dormido en su habitación. Vio un paquete de tabaco en el sofá, un mechero. "Te queda bien". Se lo llevó al cuarto del peliverde, se apoyó en la mesa cerca de la ventana para no molestarle con el humo. Observó entonces aquellas cuatro paredes; descubrió unas pesas, ropa desordenada por el suelo, un par de posters ingeniosos a favor de la bebida, pocos libros en la estantería y un trofeo de kendo. Definitivamente era extraño que él estuviera ahí, pero, por alguna razón no se sentía mal con ello, no se sentía fuera de lugar. Dio una primera calada al cigarrillo, le supo a aire puro. Oyó, entonces, un movimiento de sábanas, Zoro se fue incorporando en la cama. Mihawk sonrió. Que guapo estaba recién levantado.

Jugaron a intimidarse aquella mañana, por fin con la luz del día; aun así, aquello no fue lo mejor. Fue el preparar el desayuno juntos, sin los muros de misticismo que siempre se interponían, con torpeza, ruborizados, tropezándose el uno con el otro, cometiendo errores y riéndose por ellos.

–Qué raro –comentó el joven–. Desayunar juntos, la última vez fue hace dos años.

Mihawk sonrió antes de darle un sorbo a su taza de café.

–Eso me recuerda algo: ¿qué pasó con la novia que tenías?

–¿Novia? Ah, la chica que me despertó con sus mensajitos. Ni sé cómo puedes acordarte.

–Me dejó bastante celoso –reconoció–. ¿No montó en cólera cuando le dijiste que te gustaban los hombres?

–Se puso a llorar y a llorar. Aunque si sólo hubiese sido por eso... Íbamos al mismo gimnasio, les contó a todos que había salido del armario –resopló–. Los homófobos eran soportables, pero las tías que miraban como un cachorrito y los tíos que se mi insinuaban eran asfixiantes. Aguanté dos semanas y me fui a otro gimnasio. Por lo demás no cambió mucho mi vida.

–Te lo tomaste con bastante calma –comentó entretenido–. Yo no me recuerdo tan sensato.

–¿Saliste del armario?

Observó al joven, extrañado por aquella pregunta, aquel interés.

–No, al menos no intencionadamente, mi padre me descubrió y me desheredó al instante. Pero tampoco tuve de que quejarme; con la suma de dinero que me dio para que desapareciera de su vida pude vivir por mí mismo, comprarme aquel apartamento. Otros no tienen ni siquiera eso.

Terminó su relato con otro sorbo de café, Zoro mientras tanto quedó callado, pensativo.

–¿Por eso te casaste con una mujer? –le preguntó, consiguiendo que sintiera el pinchazo de una aguja en el pecho– Lo siento –se aturrulló el joven por su silencio–. No debí haber preguntado.

Demasiado tarde, ya lo había hecho. El joven tomó su mano con un halo de consuelo, con una mirada de preocupación. ¿De verdad no lo sabía? Mihawk enlazó y sujetó sus dedos.

Volvió a la casa donde acostumbraba a dormir. No sabía cómo enfrentar al pelirrojo después de lo que había pasado; no obstante, aunque hubiese tenido una idea, de igual forma hubiese sido echada por tierra. Al regresar, Perona le sermoneo con ganas mientras aporreaba su pecho con indignación, nada que se saliera de lo previsto; por su parte, Shanks le abrazó y besó en el rostro con un cariño empalagoso.

–Me dejaste muy preocupado ayer, ¿Te encuentras ya mejor?

–Sí. Eso creo... ¿Y tú? Pensé que estarías... –no sabía ni como decirlo.

–¿Enfadado? Es verdad que quería pasar más tiempo contigo, a solas, pero si no pudo ser tampoco me vale la pena enfadarme –le sonrió–. Sabes que te quiero, ¿verdad?

Hablar ahí delante de Perona no le pareció la mejor opción, así que lo dejó estar.

–¿Qué os ha parecido Torao? –comentó Luffy después que su pareja se hubiese ido–. Es un poco serio, pero muy inteligente. Y deberías ver como defiende a su hermana, es una risa –carcajeó.

–¿Dónde le conociste? –le preguntó el pelirrojo.

–En casa de Zoro, son compañeros de piso.

Otro pinchazo más. Se cargó de nerviosismo, ¿de verdad Zoro no lo sabía? Las manos le temblaron. Terminó el puente, avanzó la semana, llegó el viernes sin noticias del peliverde, tal vez... Su cuerpo sufrió un sobresalto cuando, al ponerse la corbata para ir a trabajar, oyó un estruendo de cristales contra el suelo. Fue a la cocina. Encontró a Perona, apurada, recogiendo con las manos el plato roto y los restos de comida; a Shanks sentado como si nada, sin mirarla. Ambos se volvieron hacia él, su hija con susto, Shanks con indiferencia, aunque al hablar sonrió.

–Se le ha caído un plato –dijo, y Perona se levantó y se fue sin mirarle–. Viene susceptible desde lo del puente, no le hagas caso.

Al que no le hizo caso fue a él, siguió a Perona hasta su habitación. Se la encontró llorando.

–No me pasa nada –le dijo entre intentos por recuperar la compostura–. Sólo estoy en mis días.

Mihawk no le creyó, insistió, le preguntó que si era por lo del puente. No, no era por lo del puente. Volvió a preguntar. Nada, no es nada. Tú no estás así por nada.

–No me dejes más con Shanks –le rogó al final–, por favor. No para de repetirme que... –dudó, se calló, Mihawk insistió–. Que tú no querías hijos –volvió a llorar–. Que te negabas en rotundo, pero por suerte salí buena hija y... –no pudo continuar–. Lo siento, no quería decirte nada.

La abrazó, le dijo que él era el que debería pedir perdón, porque esas palabras eran culpa suya. Y le dijo que eran mentira; él no cambió de opinión porque fuera buena hija, cambió de opinión porque la conoció.

–Las cosas no están bien entre nosotros –le explicó– y la ha pagado contigo. Entre semana no tenéis porqué coincidir, pero los fines de semanas sería mejor que te quedases en casa de alguna amiga.

–Vale –dijo un poco más calmada–. ¿Puedo llamarte si quiero verte?

–Las veces que haga falta.

Luego fue a por Shanks.

–Si tienes algún problema conmigo me lo dices de frente, pero a mi hija la dejas en paz.

El otro le dedicó una mirada seria que no pudo descifrar.

–¿Iras a tu apartamento este fin de semana? –le preguntó, pero de alguna manera le sonó a amenaza.

–Sí.

Shanks dejó fija sus ojos sobre él unos segundos.

–Está bien, como quieras.

Shanks sabía que se acostaba con alguien, y sabía que Mihawk lo sabía. Pero ninguno de los dos dio el paso para abrir aquella caja. Mientras tanto, Zoro, seguía actuando como si no hubiese caja alguna. Se vieron el sábado, como siempre, y nada comentó sobre su compañero de piso, compañero que era el novio de Luffy, Luffy que vivía con Shanks y con él. ¿De verdad no lo sabía?

–No puedo quedarme a desayunar contigo mañana –le dijo con pesar al joven–. Tengo que arreglar algunos asuntos y es mejor que vuelva temprano.

No mintió, con el nuevo estado de Shanks le parecía que desaparecer más tiempo no haría sino empeorar las cosas, por lo menos debía mantener el modus operandi. A parte de que Perona solo pasaba fuera la noche del sábado, tenía que estar en casa para ella como había prometido.

Zoro le entrecerró los ojos.

–¿Por qué me lo dices como si fuese un inválido? Estoy perfectamente, no tienes que velarme todas las noches como si fuera un crío –se mostró altamente ofendido, pero, de seguido, apartó la mirada con un gesto enfurruñado e infantil–. Tampoco es como si quisiera molestarte todo el rato.

Con todo cayendo en ese momento, parecía imposible que Zoro pudiese conseguir convertirse en su luz, pero lo conseguía, como con esas palabras que rebatían más de la mitad de las suposiciones negativas que había tenido Mihawk durante todo ese tiempo.

–Tú nunca molestas –le dijo mientras lo atrapaba en un abrazo por la espalda, entre beso y beso.

Ya no quería arrancarle la máscara a base de sexo agresivo, ya no se preguntaba por qué seguía con él. Sólo quería cuidarle, quería que se quedara con él.

Llamaron al a puerta de su despacho. Antes de que diera paso, Bellemere asomó la cabeza.

–¿Tienes un segundo?

–Claro, adelante.

Entró, entonces, con un pequeño manojo de papeles en una mano y con la tirante oreja de Shanks en la otra.

–Ay, ay, ¡ay! ¡Pero que bruta eres! –se quejó una vez fue arrastrado hasta la mesa.

–Leed esto –le ignoró y pasó a cada uno una fotocopia del mismo artículo.

Se trataba del artículo de la Final Nacional de Fútbol, escrito por Ryuma. O mejor dicho, firmado por él. Al llevar la mitad leída, Mihawk se percató de no era de él; la calidad era casi la misma de siempre, pero el estilo no; había algunas frases, algunas expresiones, algunas ideas que no coincidía con aquel periodista veterano. Lo había escrito alguien más joven. Alguien que creía reconocer entre todas esas letras.

–Como creo que ya os habréis dado cuenta –dijo Bellemere cuando vio que ambos habían terminado de leer– os lo confirmaré: Ryuma no ha escrito este artículo. He hablado con él, segundos antes del partido tuvo que ausentarse por problemas de salud y dejó al mando a su ayudante. Éste ayudante fue el que ocupó su puesto e hizo nuestro modelo de Competiciones, absolutamente solo, como lo lleva hacían Ryuma todos estos años.

–¿Lo estás diciendo en serio? –preguntó Shanks bastante atónito–. Pero si ese modelo no se planteó nunca para que lo hiciera una persona. Ryuma ha sido el único que ha podido con todo.

Con una actitud divertida, Bellemere se encogió de hombros.

–Parece que tenemos al Ryuma de la siguiente generación –hizo una pausa–. Ha sido Zoro. Después de esto no es que se haya ganado el puesto en Competiciones, es que deberíamos ponerle una alfombra roja.

Se hizo silencio entre los dos dirigentes. Shanks soltó una pequeña risa, después una carcajada.

–¡Este muchacho es imparable! Como su ambición –rió de nuevo–. Si lo quieres incluir en tu equipo por mi estupendo, ¿a dónde llegara cuando tenga nuestra edad?

Tanto Bellemere como Shanks miraron a Mihawk, su respuesta era la decisiva. Ojeó una vez más las letras que habían sido escritas por el peliverde. Antiguos temores volvieron a él. No podía evitar pensar que ese era el último escalón que a Zoro le faltaba subir para que Mihawk le resultase prescindible. Pero aquel artículo iba más allá del periodismo deportivo.

–Estoy de acuerdo. Tiene demasiado talento para dejarlo pasar.

La siguiente vez que vio al joven fue después de salir de la sala de reuniones, su expresión mostraba una alegría, una satisfacción inmensa. Shanks y Bellemere ya deberían haberle comunicado su traspaso. Le siguió hasta el ascensor, así bajaron juntos; sin mirarse, sin hablarse.

–Enhorabuena –le dijo al nervioso, con algo de temor–. Ahora entiendo por qué viniste tan agotado el sábado. Lo que hiciste no lo hace cualquiera, debes de estar orgulloso.

Zoro le miró estupefacto, como si en sus cabales no entrara que le dirigiera la palabra. El miedo de perderlo, de que le desechara en ese momento, casi le consume. Quizás por ello, casi no pudo creer lo que pasó a continuación.

Zoro se arrojó a besarle. Casi se muere por ello; correspondió, le aferró y disfrutó de manera reciproca de su boca. Una vez más, lo acorraló en la pared, con fuerza sí, pero no con rabia, ni con miedos, no para hacerle daño. Se separaron para tomar aire; con la respiración alterada se observaron a los ojos. Se sonrieron. Mihawk besó su mejilla.

–Tranquilo –le susurró aquella palabra, aquella que nació como parte de su complicidad; que había sustituido a otras dos que, durante veinte años, se habían convertido en algo manido, rancio y asfixiante; que había adquirido un nuevo significado para ellos.

Zoro cerró los ojos un momento, le volvió a mirar, con una sonrisa, como si entendiera lo que le quería decir con aquella palabra. Se volvieron a besar. La bruma negra se extinguió. Le hubiese desnudado allí mismo. Quizás Zoro siempre supo de Shanks; quizás, lo que de verdad pasaba, es que esperaba que se lo dijera Mihawk; que una vez lo hiciera significaría que podrían estar juntos de verdad, como cualquier pareja.

Llegó a la conclusión de que eso era quería hacer. Aun) así, las cosas no eran tan fáciles como sentarse delante del peliverde y empezar a hablar. Como tampoco lo era hablar con Shanks; la cosa no era tan simple como firmar un papel de divorcio y listo. No, habían pasado veinte años juntos, deshacer todo aquello iba a requerir tiempo, esfuerzo y una mentalidad fuerte para soportar todo lo que viniera de daño directo o colateral. En ese último aspecto le preocupó el estado del pelirrojo, que por muy bien que lo fingiera en la oficina o delante de Luffy, el resto era un pantano de ponzoña; si se enterase de que era Zoro el que había estado con él tanto tiempo... Además de que Zoro no tenía por qué aguantar las ruinas que vinieran de su divorcio, menos si ahora lo que debía hacer era centrarse en su carrera profesional. Una vez le contase, tendrían que estar separados por algún tiempo, hasta que todo estuviese resuelto y los dos fuesen igual de libres.

Lo intentó varias veces. Pero por muy bonito que sonara lo de "libres", cuando calculaba el tiempo que tendrían que estar sin verse ni relacionarse con el peliverde, se le formaba una piedra en el pecho. ¿Acaso de estar mucho tiempo separados, Zoro no se cansaría, no se buscaría a otro menos viejo?

–¿Viejo? –le replicó el joven–. ¿En qué planeta del espacio exterior se te podría ver como un viejo?

Lo intentó varias veces, pero cada vez que daba un paso retrocedía dos. Un fin de semana más, se decía, déjame estar con él un fin de semana más antes de perderle. No podía saber que, a aquellos fines de semana, se les habían incluido una obsolescencia programada.

Zoro estaba invitado al cumpleaños de Luffy que se celebraba ese sábado. No creía que fueran a verse, aun con esas Mihawk se quedó dormido mientras le esperaba. Le despertaron con un traqueteo suave. Sonrió al descubrir al joven a su lado.

–Creí que no vendrías –pero dejó de hacerlo cuando vio que Zoro le miraba con tristeza– ¿Qué ocurre?

No obtuvo respuesta, empezó a preocuparse en serio, a preguntarse si no le había pasado algo parecido, algo peor, a lo que le ocurrió el puente. Se levantó y acercó a él.

–¿Estás bien?

Tomó el rostro del peliverde con cuidado. Al notar el contacto, su pecho se quebró. Lo único que sintió de él era frío. Y supo que era por él, por la decepción con que la que le miraba. ¿Porque en ese momento y no antes? Porque ya tenía lo que quería, su puesto en Competiciones. La inquietud volvió, la bruma negra, el miedo. Volvió las ganas de retenerle, de arrancarle la máscara. Le tomó con la misma agresividad que creía ya extinta; mientras lo hacía se daba cuenta que eso era el final.

–¿Por qué no me dijiste que estabas casado con Shanks Akagami?

Ahí estaba. Terminó de romperse. Se sostuvo así mismo como pudo. Salió de él con cuidado. Le subió los pantalones y le dio la que sería la última caricia en la espalda, en aquellos dos lunares.

–Porque no me fiaba de ti.

El joven se incorporó y le apartó de un empujón. Le miró, lleno de ira.

–¿Qué quieres decir con eso? Fuiste tú el que empezó, el que me dio coba en mitad de esa mierda de vuelo de regreso.

Ahora si le venía con reproches. Podría habérselos ahorrado y marcharse a su casa; podría no mostrarle su verdadera cara.

–Pensé que te negarías –apartó la mirada–. Que en tus planes no entraba una relación de este tipo.

Al notar que Zoro hacía una especie de tropiezo, de mareo, y se apoyaba en la mesa, le volvió a mirar, a la espera de algún numerito. Se estremeció.

–¿Por qué mierda creías que estaba contigo? –le preguntó de una manera tan desolada, con un gesto tan abatido, que a cualquiera le hubiese hecho dudar. A cualquiera como él. Se acercó a tomar su brazo para sostenerle. Se olvidó, por un segundo, de que ya estaba todo decidido– ¡No me toques! –le apartó de un matonazo, con una mirada cargada de odio, odio hacia él, odio que asesinaba todo lo demás–. Ni se te ocurra volver a tocarme. ¿¡Te ha quedado claro!?

Abandonó el piso, llevándose con él la calidez con la que había impregnado todo.

Mihawk se sentó, puesto que sus piernas temblaban demasiado y sus articulaciones amenazaban con tambalearse, como si fuera por una cuerda floja imaginaria a más de diez mil metros de altura. Se miró las manos, éstas también temblaban más que nunca. Un pinchazo dio en su pecho, no era de angustia, de rabia u odio, era mucho peor. Era uno de estos pinchazos que te privan de la fuerza necesaria para levantarte. Apoyó los codos en las rodillas; se tapó los ojos con su mano derecha.

Zoro se había llevado la calidez, pero la había dejado el silencio. En él se envolvió y, por primera vez en su vida, se dio por derrotado.

 

 

Continuará...

Notas finales:

Notas finales: Siento como que quiero decir muchas cosas y a la vez nada sobre este capítulo. Siempre tuve claro el punto de vista de Mihawk, que pensaba y que sentía en este momento; pero retratarlo en palabras ha sido muy difícil; de hecho pensé varias veces mandarlo al carajo (pero no porque ya estaba el anterior y hubieses sentido que quedaba incompleto); pero, al final, aquí está, para bien o para mal.

Sea como sea, ya para el capítulo 24 se retoma ya la línea presente. Nos vemos! Bye!


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