Parte XVI: Llegada.
Samuel.
Durante las horas siguientes, aunque parecen segundos efímeros, mi única actividad productiva es acariciar la cabeza del menor con suavidad y mimo. Su cabeza está apoyada en mi pecho, y yo, como tontaco, tengo una sonrisa gigante que no puede describir ni una mínima parte de todas las emociones sinceras y maravillosas que ahora mismo viven en mí.
Sigo recordando el momento en el que él empezó a balbucear cosas carentes de sentido, pero después, cuando me abrazó y segundos después tenía sus labios sobre los míos, me olvidé de todo y solo me concentré en ese mero acto que provocó cosas que quería rememorar por siempre, guardarlas en una cajita morada y ocultarlas detrás de mi corazón eternamente. Aunque una gran parte de mí se pregunta qué estaría pasando pro la cabeza de Guillermo para actuar de tal manera cuando él era… bueno, cuando él era todo lo contrario, y que siempre se rehusaba a tener ningún contacto conmigo, mayormente cuando horas atrás me había rechazado totalmente, con lágrimas en los ojos y gritando cosas verdaderamente horribles, que, por desgracia, se han clavado en mi cerebro y se niegan a salir.
Me giro y lo veo dormir, y es que me he dado cuenta de que esta es la actividad que me encantaría hacer a todas horas, verlo de esta forma, tan en paz, tan brillante, sonriente y… feliz. Y es que así son las cosas, cuanto más pequeñas, más tiernas, más suaves y más maravillosas, más deseos tienes de apreciarlas y no dejarlas ir. Y así es Guillermo, no es una figura de cristal, no es un muñeco de porcelana, él es una gran roca, dura, de hierro, que a simple vista parece completo, pero que cuando lo vas conociendo poco a poco, te das cuenta de que es pequeño, frágil y está muy roto. Mucho. Y entonces, como me pasó a mi, caes por él y ya solo puedes pensar en sanarlo, en abrazarlo tan fuerte que todos sus pequeños y tiernos fragmentos se unan en un entero y aún más adorable Guillermo de mejillas sonrojadas y ojos brillantes y llenos de vida.
Gracias al pequeño que duerme a mi lado he aprendido que una mirada vale más que miles de gesto, porque en esas eternas clases, cuando me dejaba cogerle de la mano y acariciársela hasta que me sentía profundamente tranquilo porque lo tenía a mi lado, era suficiente. Significaba más que todas las palabras de amistad o de amor que le pudieses dar a alguien. Me ha enseñado que una sonrisa de él, esas que eran de verdad, que tanta competencia les hacía a las estrellas, aquella sonrisa que tanto lo iluminaba, era más importante que todos los “Estoy bien” del mundo. Que una simple llamada de él, pidiéndome quedar, era mucho más que cualquier llamada de otra persona, fuese cual fuese el motivo. Porque sí, él me estaba enseñando que cosas a las que antes no les prestaba atención o las pasaba a segundo plano, son las que más debemos atesorar.
“Quizá por eso él es tan increíble, aunque no pueda verlo.”
Me volví a girar hasta estar frente a él, y sin poder evitarlo, besé su frente.
-Prometo que estarás bien, Guillermo.- Seguí acariciando su cabello y cerré los ojos, dejándome llevar por mis pensamientos.
“Quizá él tiene el complejo de mariposa”- Asentí para mí, y es que él era maravilloso, pero no podía verlo. Estaba seguro de que si hubiese alguna manera de que se metiese en mi mente y se viese con mis ojos, él se miraría a sí mismo como yo lo hago: como la persona tan increíble que es, y por supuesto que todos tenemos un lado oscuro, pero eso es lo que nos hace especiales; aprender a vivir con ello.
Sentía como mi cuerpo empezaba a estar flojo y mi vista estaba cansada, y me sentía tan completo al lado de Guillermo que me permití dejarme llevar por ello, aunque deseaba seguir viendo a Guillermo dormir.
Iba a quedarme dormido cuando sentí unas llaves en el exterior, y segundos después, como la puerta de la entrada se abría lentamente.
Salté de la cama y miré la ventana.
“¿Qué podía hacer?”