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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

¡Y se acabó la espera! (Al menos para este cap x'D)

Ok, como a veces (todo el tiempo) las personas mentimos para quedar bien, culparé a Ina-Stardust por mi tardanza xD ella pidió que no actualizara hasta que se pusiera al día (¿?) jajaj Bien, bien, sincerándome con ustedes, debo decir que escribir este capítulo me llevó dos días. Pero ya arreglando detalles, agregando, quitando, se llevó los otros tres. Como dije en todas las historias que publicaba antes de actualizar ésta; estaba en una laguna mental del que sólo salí después de hacer en hojas un esquema del capítulo completo. Allí fui descartando ideas, probando otras, hasta que salió esto jaja

Hemos llegado a la parte cumbre de la historia en 10k+ palabras —aplausos, aplausos—

Advertencias: Violencia y tortura. No está tan explícito, pero sí creo que puede estar, quizás, un poquito fuerte a quienes no toleren esos temas.

 


Noche de tragos.

Capítulo 10.

Lágrimas del infortunio.

.

.

.

Cuando la ligera brisa agitó los árboles de la villa de los jardines, un identificable perfume de rosas se conservó en todo el aire acariciando cada sentido que la percibiera. La escarcha matinal plateaba la hierba como un manto de joyas, iluminando el paso de santos que caminaban entre los entresijos de las sin número de personas.

Habían permanecido en silencio cuando las palabras de Nicole, les dieron el voto de certeza y especulación de lo que pronto ocurriría. En lo que era natural y en lo que era imaginable, haciendo comparaciones con los documentos que anteriormente estudiaron.

—¿Y aparte de esto, hay algo más que ocurra en esta mansión de tercera? —fue Manigoldo quien indagó más en esa maraña de misterio.

—Desapariciones…, muchas desapariciones —reveló la doncella con unas manos que no dejaban de temblarle, y aún sin conocerla lo suficiente, Albafica podría adivinar que estaba conteniendo las ansias de llorar.

—Se más específica, mocosa —presionó el canceriano.

—Mayormente cuando ocurre un castigo, esas personas son invitadas a un invernadero si desean redimirse ante los ojos de Hellaster —continuaba diciendo Nicole—, pero quienes entran allí… Nunca más, vuelven a ser vistas.

—¿Podrías llevarnos hasta ese invernadero? —habló finalmente Albafica, después de permanecer en el amparo del silencio.

—Puedo pero no debo —Negó con la cabeza—. El único que tiene acceso es el señor Rinaldi. Nosotros los criados sólo tenemos permitido escoltar hasta la entrada.

—Más que suficiente —Esbozó una sonrisa el italiano—. Cuando salgamos de aquí, llevamos a ese lugar.

Si a la doncella le resultó curioso el hecho que esa pareja claramente extrajera deseaba mirar las zonas prohibidas y porque querían hacerlo; se ahorró las palabras cuando sus ideas parecían sacudirla a un próximo ataque de pánico que ya circulaba por su cuerpo. Albafica pensando que no era necesaria su presencia, dirigió su atención a ella.

—Nicole, no tienes que acompañarnos. —le dijo, deteniéndose en uno de los portales de extravagantes rosas blancas que lagrimeaban sus pétalos en una lástima bienvenida—. Puedes ir a nuestra habitación y esperar que esto acabe.

Deteniéndose con una estupefacción plasmada en su semblante, más por la atención en su voz que por adivinarle las emociones, Nicole balbuceó:

—Mi señora, yo…

—Mi mujer tiene razón. —Oh, qué genial se sentía decir eso. Lo disfrutó, lo hizo a lo grande hasta sentir un golpe seco en el estómago segundos después, trancándole las palabras e incluso la sonrisa. Casi como si le hubiesen petrificado—. Maldito seas… —insultó en la mente del caballero de Piscis que lo miraba de soslayo, siendo el obvio patrocinador del codazo recién recibido.

—Agradece que estamos en público —fue la respuesta.

Con una sonrisa sutil la doncella los observó. Estaba sumamente sorprendida de la impresión producida por las palabras de aquellas personas que destilaban un aire convincente e inequívoco.

—Si el señor Rinaldi se llegase a enterar…

—Tienes nuestra palabra de que no será así —prometió el caballero de Piscis y una ligera ventisca aleteó su cabello en una mezcla de pétalos y gracia que se perdieron entre las miradas que captaron el cuadro reservado en las memorias—. Ve, nosotros regresaremos pronto.

Ella buscó aprobación en el "marido" de la señora, y notando que ya recuperaba un aire que desconocía cuando lo perdió, éste le alzó el pulgar con una forzada sonrisa. Asintiendo, se dio vuelta en sus talones empezando a mezclarse entre el gentío que no dejaba de circular.

Restaurándose de la inyección física producto del amor y entrega de su compañero de armas, Manigoldo irguió su espalda. Dejando de lado la hilera de reclamos que se le había ocurrido, se pasó la mano enguantada por el cuello como costumbre animal.

—Parece que la mocosa ha visto esto muchas veces. —soltó esas palabras con un suspiro hastiado—. ¿Qué mierdas se traerá entre manos ese Rinaldi?

—No lo sabremos hasta que lo averigüemos —reconoció sin mirarlo directamente, apartándose instintivamente de las personas que le pasaban por un lado.

—Entonces, movilicemos el culo —le tendió el codo, uniéndose al flujo que parecía circular casi como si hilos invisibles los obligasen.

—Modula tu vocabulario, Manigoldo, ya te lo advertí —reprendió, tomándolo en un suspiro resignado.

Principiando sus pasos, siguieron un fin en concreto, como hormigas que marchaban sin tener la evocación de preguntarse a dónde iban. Muchos pares de personas iban escoltados por mozos, doncellas, guardias como si estuviesen en una clase de castillo sin rey quien dictara su mandato.

¿O quizás eso era lo que verían?

Albafica no sabía si su creencia de que el miedo sólo era el momento racional donde el cerebro alertaba que lo rutinario estaba siendo alterado, y que la tranquilidad estaba siendo corrompida, podría decir que esa tarde tenía una mezcla de ese sentimiento echando chispas en su pecho.

Tenía dobles advertencias campaneando, cada una floreciendo en cada poro de la piel que lo cubría. Bajo aquella masa de tela, agradeció profundamente ser prisionero de ella, por las razones cruciales que ahora le tomaban la cabeza. No era comparable sentir la curiosidad trastornada en desentrañar aquella masa de misterio, a la balanza desequilibrada que favorecía el temor de percatarse de las tantas personas que fluían a su lado, sobre una corriente que cargaba el ambiente de una electricidad paralizante.

—Dioses, tanta gente —murmuró para sí, haciendo sonreír al otro caballero.

—Fue como cuando estábamos en Venecia —Hizo la comparación—. ¿Recuerdas cuando nos tocó meternos entre los desfiles?

—No deja de preocuparme —Miraba a su alrededor con recelo, aun cuando caminaban a cierta distancia. Porque como era de esperarse, nadie pasaba desapercibido sus presencias con miradas crédulas que parecían ansiosas de ellos.

Qué guapo es él, ¡qué hermosa es ella…!

A pesar del margen, los oídos desarrollados de los santos atrapaban perfectamente las palabras. Dándole el puntapié a uno de ellos —sensible en esa área— para que apretara los dientes como un cascanueces por no saber sobrellevar los halagos.

No soportaba ese terreno cuando dejaba que el sol, que había bendecido su naturaleza, le admirara con su calor y le perfilara con su brillo. Era un insulto bien armado que le abofeteaba al ser consciente de lo único que admiraban de él; era su apariencia. Una que muchos parecían idolatrar, cuando era un tema que era demasiado perecedero para tomárselo a pecho toda la vida.

Si los dioses le permitían saborear la vejez, cuánto disfrutaría en deslizarse frente a ellos y que el mundo le viese el rostro, para ver cómo llevarían esa nueva apariencia. Era molesto pensar en como la regla social se perdía cuando lo superficial arrimaba su vuelo en busca de posarse en otro rostro al que bendecir, en sólo temporadas de glorias.

"Quisiera ser como ella"

"Vendería mi alma para poseer ese rostro, por los dioses"

"Ni siquiera tiene maquillaje"

"Los dioses los han bendecido"

"¡Qué encantadores son!"

"Pediré que su doncella sea mía"

"Necesito conocerla"

"Yo puedo ser más hermosa que ella, tengo más elegancia"

Comentarios que le crisparon los nervios que ya de por sí tenía correteando por su cuerpo. Sintió que las venas de la sien se le prensaban apretando con firmeza el brazo de Manigoldo por inercia. Así que, si perdía su apariencia, ¿perdía la aceptación del mundo?

Patraña superficial. Como la odiaba, como detestaba poseer algo que desviaba el quién era él. Un guerrero. No una damisela. Era un santo. No una muñeca de cristal. Él había sido entrenado para estandarizar un orgullo, no para perderlo luciéndose en un espejo.

Bufó hacia un lado cuando otro comentario más irritante le llegó al tímpano. En sus ojos parecía haber una huella permanente de severidad, y su expresión escenificaba la distancia que quería mantener de todos, menos del santo que tenía como pareja de misión.

—Alba-chan, me estás cortando la maldita circulación del brazo —La voz de Manigoldo llegó a él con una mueca.

Percatándose del asunto, regresó a tierra sorprendido en como le irritaba el tema.

—Disculpa —Desvió la cabeza, y disminuyó la fuerza sin soltarlo del todo.

—De alguna forma, estas viejas me hicieron acordarme del rarito de Rose —apuntó, en un intento de sacarle conversación a la quimera—. Todas quieren derrotarte en belleza y a ti te vale madres.

—Detesto esto. —Chasqueó la lengua—. Si supieran lo que soy.

—O lo que tienes entre las piernas —Sonrió y se ganó una mirada iracunda como réplica. Manigoldo rió por debajo, añadiendo más letras a su oración, antes de desatar a la bestia—: Saber lo que eres, no restará lo que llevas en el rostro. No minimizará lo que muchos idiotas creen que es un pecado no aprovechar.

—Pecado es creer que tener esto, conduce a algún lugar —Intentó controlarse, cuando deseaba quitarse esos harapos y llamar su armadura para que vieran que no era una mariposa en pleno vuelo de una juventud, que destacaba gracias a las líneas perfectas que lo conformaban.

—Claro que conduce a algo, a una parcela en el Yomotsu si puedo comentar. —El punto era descabellado si se tomaba literal, pero si se parafraseaba, cuanta razón tenía, creyó Albafica—. La belleza es como el sinónimo de tentación, y la única manera de pelear contra ese sentimiento, es cediendo ante ella.

Albafica frunció el ceño y apartó la mirada. Le era imposible mirar con buenos ojos esa observación, porque como todo humano conducido al pecado, él había caído también. Había dado su brazo a torcer, y lo sabía porque el mismo demonio escarlata que compartía un lugar en su cuerpo, le sonreía desde el rincón, con una insinuación que blandía una araña cuando la presa caía inocente en sus incorpóreas redes.

Sí, has caído en el pecado, Albafica. Has roto tu promesa hecha a tu maestro y has caído como el animal humanista que te haces llamar.

Se mordió el labio inferior con la flecha que había sido lanzada y gracias a Manigoldo, había olvidado esquivarla. Por otra parte, su compañero le dedicó la mirada, como si le hubiese atado una soga al cuello y lo hubiese sacado de una asfixia para sumergirlo en otra.

—El pecado es parte de lo que somos, parte de lo fuimos, Alba-chan. —congregó, regresando la vista al frente—. No te agobies por algo que ni la primera vieja supuestamente perfecta, pudo evitar.

—Y mira las consecuencias. —dijo, antes de repetir en su cabeza lo que había resaltado—. ¿Primera?

—Ah, sí, ¿Eva no es que se llamaba?

—¿Conoces de religión judía?

—¡¿Qué clase de pregunta es esa?! —se quejó abriendo su boca para vociferar la pregunta—. Mi maldito viejo quiso meterme en la cabeza toda la biblioteca de mierda que tiene en su oficina. Aunque sólo recuerdo lo que hable de mujeres.

Entendiendo la fuente de dónde venía el conocimiento basto de Manigoldo, se mantuvo en silencio porque no vio la necesidad de agregar algo. La mano del italiano se posó sobre la suya, atrayéndolo de nuevo antes de volver a hablar:

—Yo he probado muchos tipos de consecuencias, Albafica, y te puedo asegurar por el dinero que no tengo, que no hay mejor placer que sucumbir ante tu propia razón. —Y sin esperar una contradicción, apoyó sus palabras con un hecho propio que ellos habían vivido—: Por ejemplo, en nuestra noche en el bar de Calvera nos cargamos este castigo. Y pagando la factura, por mi lado, gané más de lo perdí —Esbozó una sonrisa, cuando aquellos ojos celestes cambiaron el cruce que perdía su brillo—. Después de conocer la antesala del Mekai, debo reconocer que para darle el valor a la luz, hay que saborear la oscuridad.

—Tenemos maneras diferentes de ver este mundo —suspiró derrotado—. Y aún así…, parte de mí desea compartir tu razón sin que contraríe a la mía.

Manigoldo rió, cuando ya parecían olvidarse de lo que fue el punto inicial de esa conversación.

—Me había extrañado que no se te hubiesen entrecruzado los cables —dijo reduciendo el ritmo que llevaban, cuando finalmente llegaban al final de ese camino—. Aunque no importa. No dejarías ser tú, si así fuera.

Un ligero silencio abrió paso entre ellos, al mirar como la insistencia de agraciar sus apariencias no mermaba. Hombres que le desvestían con la mirada, mujeres que le maldecían por los celos injustificados; ignorando el propio pecado que él cometía al haber salido a la luz, y con eso en cuenta, logró conseguir la fuerza para hablar:

—Ellos no saben a lo que los estoy exponiendo, el riesgo que corren por pasarme por un lado, creyendo que soy un arte digno de admirar. —dejó salir su más grande pesar, el que sabía que Manigoldo conocía demasiado bien.

—No puedes obligar a que el mundo piense como tú —implantó esa razón en otra reconocida—. Entiendo lo difícil que es dejar de ser lo que eres. De la molesta mierda que llevas en el rostro, pero tristemente, como tu sangre; es parte de tu identidad. Como mi encantador vocabulario. —Le guiñó el ojo para hacerlo sonreír, pero más que coincidir sus miradas, fue el único resultado.

Albafica sin objetar la obvia conciencia que abruptamente habían sacudido el aire, suspiró dejando que éste se llevara todo lo que estaba carcomiendo. Y ya cerrando esa conversación cuando debían abordar su misión, Manigoldo se detuvo unos segundos para verle, en ese instante de desviar sus obligaciones.

—Tener impulsos y contenerlos, Alba-chan, es una mierda que terminará pudriéndote poco a poco. Que el cuerpo peque una vez, no significa que caerá en la plena oscuridad; porque la acción de dejar salir la basura de nuestra cabeza es un modo de purificación. Dicho por el vejestorio de cuero caducado sino me crees —argumentó, tomándole del rostro con ambas manos—. Después de eso, sólo quedan las dos insignificantes consecuencias. Ya sea el recuerdo de un placer o el amargo sabor del remordimiento de cuarta.

—Aún así, no deja de ser una locura, Manigoldo. —susurró Albafica, en su parte consternado por esa lógica que venía de doscientos años atrás.

—Dicen por ahí que el errar es parte de esta humanidad. —Le besó la frente y se apartó para seguir el camino.

No volvieron a tocar el tema.

Cruzaron el último acceso circular floral, para cuando un ruido ensordecedor de una multitud que se oía incluso a esa distancia, brindándoles una recudida bienvenida. Más allá, se formó el contorno de una gran tarima que esperaba delante de una arboleada, arruinando la imagen ética y detallista de jardineros que habrían dejado las manos en aquel lugar.

Las personas se apretujaban entre las gradas que los preparaban para propiciar la comodidad en el próximo espectáculo, mientras mayordomos carentes de expresiones los ordenaban pulcramente en cuanto iban llegando. Uno se les acercó y le indicó un puesto para ambos, como si el mismo teatro de una clásica obra literaria haría su presentación frente ellos.

Siguiendo la misma saña de minutos atrás, varios regresaron los ojos a su dirección, cuando formaron parte de un público que extrañamente parecía sediento de un agua que destilaría ese evento. El miedo se veía en algunos rostros compungidos, y en otros, la excitación de una nueva actividad que estaba por empezar.

Lo que llamó la atención de Albafica, fueron dos estructuras extrañas colocadas sobre la plataforma. La primera era una especie de jaula colgante con la forma y tamaño ideal para que un humano entrara en ella. La segunda, parecía ser un gran bloque de madera con aros en ambos extremos con… ¿sangre seca?

La sorpresa fue evidente para los dos santos, porque no necesitaban ser videntes o seres intelectuales como Dégel para saber lo que pasaría en los posteriores segundos.

Al concluir aquello, un dolor muy agudo golpeó en el pecho del santo de Piscis, como si el mango de un cuchillo se fuese estrellado contra él, haciendo que se estremecieran todas las fibras de su ser. El azul de sus ojos se oscureció como un velo de lágrimas, y como si un manto de hielo le cubriera el corazón, percibió como el cosmos de Manigoldo se encendía en un bramido silencioso, rugiendo de tal manera dentro de él.

Antes de dirigirse a él, fue su propio compañero quien expresó lo que le salía por dentro, en esa nevada de frialdad en la que se había convertido su cosmos.

—Vaya, quién diría que estos parásitos intestinales fueran capaz de manejar este tipo de mierda —murmuró con una sonrisa extraña, culebreándose en sus comisuras.

—¿Manigoldo? —intentó captar su atención cuando reconoció el sentimiento que ahora fulguraba en el arte cósmico que le rodeaba y era casi palpable.

Sin embargo, éste no había respondido su llamado por estar muy concentrado mirando al escenario. Su expresión delataba muy poco la avives de los centenares recuerdos e imágenes que le cruzaron por la cabeza, reviviendo un pasado que llamaba a una muerte del cual se había hecho amigo.

Consciente de que había sido víctima de un pasado terrible, Albafica sintió tanto externa como internamente la tormenta que había descarnado su poder dentro del canceriano. No sabía si agradecer a su percepción cósmica, o el haber estado íntimamente con él, y era por eso que podía dibujar la idea exacta de como el desprecio de un ayer, regresaba al de ese hoy. Albafica le palmeó la cara con sutileza, con el pensamiento vago de anclarlo a la tierra.

—Hey.

Los ojos parecieron orbitarse y se centraron en él, mientras el público aún esperaba al anfitrión. Manigoldo cayó en tierra, soltando una risa amarga, tan agría que su parabatai percibió perfectamente.

—A estos chacales les gusta jugar con escobas, ¿no lo crees, Alba-chan? —A pesar de haberlo nombrado, no parecía dirigirse a él.

Un momento más tarde, antes de pedirle que se calmara, y que idearan un plan para evitar lo que futuramente sería un caos, los vítores de la gente se convirtieron en abucheos haciendo que giraran su atención en lo que sea que hubiese encendido a la multitud.

En el camino que se abría entre las dos gradas que rodeaban todo el lugar como si fuese un coliseo, una mujer y un hombre, encadenados, pasaron entre ellos digiriéndose a la tarima. Albafica no perdió de vista a ninguno de los nuevos residentes que, al parecer, eran los que habían marcado el fin a su espera. La mujer con una belleza definida, de tez blanca, labios rojizos y unos ojos insondables de color esmeralda; tenía el vestido rasgado, totalmente cubierto de suciedad. El cabello parecía un nido de aves y con el maquillaje disuelto en manchas negras bajo sus párpados, era la prueba clara que había estado llorando. A su espalda, venía un hombre que presentaba un cuadro diferente al tener un cardenal en el ojo y el labio partido. La misma suciedad estaba en su traje de levita y, a diferencia de la mujer, caminaba con cierto orgullo.

Sólo cuando la dama tropezó con su propio vestido, desgarrándolo aún más, se vio la preocupación patente en su mirada. Un escalofrío recorrió la espalda del caballero de Piscis con sólo ver esa atmósfera espeluznante.

—Tenemos que hacer algo. —expuso, y como si su voz hubiese alertado a un ente invisible que disfrutaba de la exhibición; ambos caballeros se vieron paralizados con una fuerza que les inhabilitó las extremidades.

Pareció como si sus cuerpos se transformaran en granito sólido, cuando sus articulaciones perdieron mandato. Albafica no tuvo que fijarse a su lado para verificar que su compañero estaba igual, luchando entre maldiciones de lo que fuera que los bloqueaba. Reconoció esa restricción, era fácil concluir que era la misma entidad que había reprimido el cosmos de Manigoldo, anteriormente y éste lo sabía. Era insultante pensar que ese poder provenía de un hechizo o conjuro producto de un espectro, Manigoldo lo reconocía, había sentido lo mismo en su anterior misión con Shion.

Ese poder provenía de una divinidad; un dios estaba metiendo sus asquerosos dedos en el asunto.

Manigoldo tuvo el pensamiento que quizás fuera inútil la posibilidad de ganar, pero si su maestro les había encomendado esa misión a ellos, debía confiar en que podían hacerlo. Aunque claro, lo de ellos fuera un castigo y no hubiese sido planeado…

¡Ja! ¡No sería divertido si fuese tan sencillo!

Y algo que había aprendido a las malas, es que el patriarca siempre iba un paso delante de todo. Así que, aunque hacer súper milagros no era cosa suya, sabía que Albafica estaba con él, y eso podría bastar para recuperar y/o destruir ese cofre del demonio.

Ahora la nueva pregunta recaía en la mente del italiano:

¿Cuál dios de mierda era el causante de eso?

Mientras cavilaba aquello, Rinaldi no tardó en aparecer cubierto por una atmósfera escurridiza rodeándolo. Tenía una pertinente sonrisa en los labios y se sentó en primera fila cuando un segundo hombre con el rostro cubierto por una máscara negra se presentó en el estrado.

—Hoy, presentamos a nuevos pecadores, hijos de Hellaster —anunció cuando las dos personas finalmente subieron a la plataforma a trompicones y empujones—. ¡Malditos sean, aquellos infieles!

El público aclamó el discurso del verdugo y empezaron a gritar en unísono: "¡Castigo!".

Un temblor animal, de rabia, sin quejidos, de instinto puro, como si lo que en realidad temblara fueran sus almas, les penetró los huesos a los dos caballeros con el mayor desdén dirigido a Rinaldi, por ser el agente más involucrado del asunto. Intentaron luchar contra la paralizante aura que los ataba, con la fría acritud latiéndole en las venas cuando la extraña cadena parecía ajustarse cuan más forcejaran, al punto de comprimirles el aire.

—Albafica... —intentó comunicarse Manigoldo—. ¿Puedes oírme?

Recibió la respuesta casi al instante.

—Esto que nos está deteniendo… —Se cortó por unos segundos—, está... consumiendo mi cosmos.

—El mío también. Estoy seguro que no es una intervención normal... —jadeó Manigoldo—. Hay un maldito dios aquí metido.

—Tenía mis sospechas —sus voces sonaban forzadas, incluso en sus propias mentes—. Nunca pensé que esta misión llegara a este calibre.

Se escuchó la risa agrietada del italiano, haciendo acopio del cosmos que les estaban arrebatando.

—Siempre nos tocan los pelos más difíciles de cortar. Pero eso no importa, no podrán detenernos.

—Suenas como si tuvieras algo en mente.

—Me conoces bien. Lo tengo, sólo debes confiar en mí.

Y si supiera Manigoldo que esa petición era innecesaria. Desde el inicio, desde mucho antes, él confiaba plenamente en su fuerza. En cuanto los santos trabajaban por liberarse, el "show" no podía detenerse cuando el verdugo presentaba a los prisioneros.

—La señora Dina Carlington, esposa del señor Adalberto Carlington, fue atrapada anoche por la red de nuestra benévola Hellaster en un momento íntimo con quien no era el hombre que le dio la lástima de compartirle su título, sino con éste individuo —decía, atrapado en la atención total. Señaló un punto impreciso en el cielo hasta ir bajando el dedo lentamente hasta apuntar con mano estelar al segundo participante que permanecía encadenado—, Boris Cazzaniga.

Entre la mezcla de excitación, llanto y miedo, en ese momento, el que habían identificado como el señor Adalberto fue llamado al estrado como fuente de anclaje a la inocencia de su mujer. Era un hombre de todo menos atrayente, producto de la cicatriz que surcaba su rostro y dividía su labio en dos. Tenía un tamaño menos tangible que Boris, y el brillo sanguinario que se escabullía de su mirada alejaba toda señoría que conllevaba su título. Éste subió con las manos en los bolsillos, con el semblante asqueado cuando caminó lentamente hasta Dina quien yacía en el suelo arrodillada. Cuando estuvo al frente, la observó con esa aversión retorcida de ver como su esposa se ahogaba y no hacía nada para ayudarla. Y, como primera prueba de aquello; le escupió en la cara.

—Perra —insultó. Luego, su mano se reflejó contra el rostro de su esposa palmeándola con una exagerada fuerza, haciendo que ésta cayera al suelo, como si hubiese sido atropellada por una estampida de elefantes—. Al fin tendrás el espectáculo que mereces.

Boris, antes de siquiera pensar intervenir, se encontró tirado en el suelo sosteniéndose el estómago, con una terrible rabia unida a la frustración de no haber logrado nada, cuando Adalberto abofeteó con una agresividad de exacerbación a su mujer. A diferencia del señor Carlington, Boris poseía una apariencia selecta y bien cuidada, que inspiraba una confianza claramente ausente en el otro individuo. Sus labios eran de un arco vidrioso, junto a unos ojos azules llenos de franqueza y azabaches cabellos rizados.

El verdugo estrechó la mano del esposo de la prisionera, como si ser parte de todo aquello, era el mérito más grande y perturbador que concurría a diario en esa mansión.

—Señor Carlington, ¿perdona usted a la señora Dina por el pecado de romper su juramento de lealtad? —Archivó ese paréntesis para añadir otro—: ¿O la entrega a la santa voluntad de Hellaster?

Carlington, sonrió, si es que lo que se había levantado en su rostro podría compararse con la definición de ésta, que fue capaz de helarle la sangre a Manigoldo quien deseó liberarse del hechizo que los tenía inmovilizados.

—Que Hellaster se apiade de tu alma, mujer —dictó, y luego miró a Rinaldi que pareció aprobarlo con la mirada.

Con esa respuesta, la gente supo cómo responder gritando blasfemias e insultos con la nuevas víctimas entregadas a merced de sus nuevos carniceros. Albafica sintió como el estómago se le revolvió y sintió náuseas resquebrajadas por el desazón amargo que le consumía por no poder detener esa estupidez mientras su plan se llevaba a cabo.

Su compañero le había trasmitido la idea con la astucia del don de improvisar. Pidiéndole que acumulara todo el cosmos que pudiese y rápidamente se lo transfiriera a él; rogando a Athena que la unión de dos dorados bastara para igualar al de un dios.

Con la adrenalina latiendo en sus sienes, y recorriendo todas sus extremidades bajo su vestido, el santo de Piscis había asentido. Seguía juntando su cosmos dentro de él, a pesar de la reacia limitación de manos férvidas y de uñas penetrantes a flor de piel que deseaba dejarlo fuera de combate. Fue concentrando su poder en su interior, que poco a poco iba acrecentándose. Sólo necesitaba un poco más de tiempo. Sólo un poco más.

—Boris Cazzaniga —mencionaba el voceador después que Carlington hubiera abandonado a la suerte a su esposa y se sentara junto a Danilo Rinaldi—, ¿se arrepiente usted de su propio acto, al estar con una pecadora como la señora Dina?, si lo hace, será libre de culpa y absuelto de toda mancha que ha caído sobre su nombre. La plegaria de su arrepentimiento será escuchada.

La propuesta fue encantadora, y la gente, que miraba con buenos ojos al caballero Cazzaniga le gritaba desde la gradas que abandonara a la insigne Dina al mandato de la gran M. Sin embargo, Cazzaniga ya recompuesto del ataque que había recibido anteriormente, se dedicó a mirar a la mujer con la que había sido impulsado a ser la nueva diversión de esos animales. Con la cara en alto, flanqueado por dos hombres, sus labios se abrieron y dejaron salir su declaración:

—El arrepentimiento, rechazo u olvido no cubrirán el resultado que es inevitable —dijo, su voz era dulce, manifestando una ligera calma y en sus palabras se oía el acento inglés bajo la placa de la lengua que empleaba—. No, no me arrepiento de estar con la encantadora Dina. Fue un sueño que rememoraré en cada día de mi vida. Y si puedo pagar por el pecado de los dos, no habría más satisfacción para mí.

Dedicándole una mirada a Dina, que albergaba la esperanza inconfesable, Boris le dio una sonrisa amable que la contagió y como si le fuese dicho algunas palabras, ella asintió.

La aceptación de esa respuesta fue mejor que los anfitriones esperaban. Todos empezaron a aplaudir y declaraban inocente al hombre que estaba a punto de ser apaleado. A Rinaldi se le contorsionó el rostro e hizo un ademán de mano al verdugo para que éste procediera con el castigo, al vociferar sus últimas palabras:

—Sueños y deseos —bufó éste—. Entonces, debes saber Boris Cazzaniga, que cada uno tiene un precio.

Y así, proclamó la sentencia de recibir latigazos en público, y a la esposa infiel, exhibición de su adulterio. Los guardias tomaron a los prisioneros sin tacto alguno e iniciaron con lo que todos ya temían y algunos esperaban. A Cazzaniga después de descubrirle la espalda, lo encadenaron al bloque de madera, ajustando sus muñecas a los anillos de hierros. Mientras que a Dina, por ser supuestamente la primera culpable según ese absurdo ideal que parecía tener algo en contra de las mujeres, fue despojaba de su vestido de seda para ser metida posteriormente en la jaula.

Intentó cubrirse con las manos, sufriendo la vergüenza cuando la prisión fue levantada y las personas que ocupaban la primera fila le arrojaban lo que sea que tuviesen en la mano; desde objetos hasta piedras, que lograron alcanzarla hiriéndola en distintas partes del cuerpo.

Su llanto desgarrado era un sonido que Albafica sentía que le perseguiría toda la vida sino detenían esa aberración. Las lágrimas de Dina parecían tener dos motivos de la cruz que le estaba abriendo el pecho; el insulto de ser apedreada por adultera, y otro que no iba a sí misma, sino a Boris, cuando el verdugo se acercó a éste con un rego del cual colgaban tres tiras de cuero que daban la alusión de que estaban hechas púas.

Mirando a la mujer con desdén, sonrió con malicia y blandió el látigo triple para arremeterlo contra la espalda del hombre que cerró los ojos con fuerza, cuando recibió el primer impacto, haciendo que se incrustara las uñas en las palmas.

—Todo va a estar bien… —le susurró a Dina, recibiendo el tres por uno del siguiente latigazo.

Conteniendo el aliento, muchos parecían fascinados del castigo, otros yacían refugiados en sus puestos con el miedo latente en sus poros. Los azotes seguían, abriéndole la piel en tiras a Cazzaniga y ya Dina tenía cortes severos en su blanquecino cuerpo que empezaban a sangrar. Algunos hematomas parecían florecer con rapidez, mostrando el capullo de lo que serían fuertes agresiones. Una piedra logró darle en la cabeza, haciendo que emitiera un gemido de dolor, como un perro que hubiera recibido una patada.

En los minutos más largos que muchos contaban con trémulos pensamientos, finalmente Rinaldi se levantó de su puesto, con una sonrisa burlona que había compuesto en una mueca que lo único que lograba reafirmar, era la expresión malvada de sus ojos. Caminó hasta el escenario como una novia deseada en su iglesia, produciendo que la exaltación elevara sus gritos y procediera a aplaudir la llegada del rey tirano que se gozaba con la tortura de sus súbitos.

Algunas mujeres buscaban protección en sus parejas quienes parecían estupefactos y, los que no, se dignaban a lanzar su veneno contra los desafortunados.

Sin poder moverse, entre aquella horrible partitura de gritos, llantos, y abucheos hasta ese escenario, Albafica logró acumular todo el cosmos que esa maldita red le permitió. Su mirada coincidió con la de Manigoldo, acertando en el pensamiento que ya estaba listo, y después de ignorar que quizás sería el doble, quizás triple de complicado volver a pasar desapercibidos en la mansión y en su objetivo en destruirla desde adentro, elevaron su poder al máximo.

En la unión de dos universos cósmicos, la parsimonia que Rinaldi manifestó sin signo alguno de alegría cuando sus ojos se posaron sobre las víctimas, había una sediciosa satisfacción que fue suficiente para que Manigoldo lograra superar la línea de detención gracias a su compañero de armas: se liberó.

Perdiendo el equilibro en limitantes segundos, se sintió compulsivo cayendo en la cuenta del deseo que tenía en partirle la cara de uno a uno; como a ese Danilo, al imbécil del esposo, al verdugo y a todo ser que estuviese disfrutando eso.

Él no era un débil que iba a permitirse estar sentado mientras otros eran abusados por la violencia ilícita de un absurdo juramento. Ya había cruzado la barrera invisible donde demostró ser un participante en la vida, más que un habitante que jugaba en el infierno.

—Es hora de purgar a la mierda, déjame el resto, Alba-chan —sentenció, con un nuevo semblante en su rostro. El italiano dejó que su cólera enardeciera, le cegara sus pensamientos y se le encendió la mirada después de recomponerse cuando el aire entró a raudales alimentando sus adoloridos pulmones—. Seki Shiki Meika Ha.

Cuando liberó su técnica, pocas almas atendieron su llamado para detener al verdugo que ya estaba salpicado de la sangre de caballero Boris. Y cuando éstas, finalmente lo envolvieron como fuertes cuerdas, su desconcierto fue algo que Manigoldo disfrutó de la mejor manera cuando lo vio luchar para liberarse y Rinaldi notaba la extraña actitud en su criado.

No importaba si un par de almas lo ayudaban, ya sabía que la maldita mansión las consumía, obligándole a irse a otra vía que hacía mucho que no frecuentaba.

Bien, hora nuevamente de improvisar. El cangrejo no sólo tenía las ondas infernales.

Saltó la valla de metal de las gradas y cayendo limpiamente sobre la tierra, se abalanzó hacia la plataforma para detener con sus propias manos esa inmoralidad. Los que advirtieron su aura asesina se quedaron boquiabiertos cuando no le fue difícil abrirse paso a los puños en la primera fila de guardias que rodeaban el escenario.

Sin quedarse atrás, después que su compañero rompiera el hechizo, Albafica perdió fuerza en sus rodillas por el temerario esfuerzo que tuvo que realizar. Fue como si le hubiesen asfixiado desde el principio y sólo hasta ese momento recordó lo que era respirar. Jadeaba y su cuerpo temblaba ligeramente como resultado, cuando podría decir que literalmente se vació de poder cuando Manigoldo lo tomó casi todo.

En tanto recuperaba sus fuerzas, un hombre se le acercó en auxilio cuando observó desde un inicio la liberación de Manigoldo y su pelea contra todos quienes se le oponían.

—¡¿Señora, se encuentra bien?! —le preguntó cuando intentó acercársele, pero él levantó la mano en son que no lo hiciera.

—Estoy bien. —afirmó, con la respiración insistentemente forzada. No creyó que romper esa barrera le dejara en ese estado.

Localizó a Manigoldo atravesando con un puño seco a Adalberto y seguidamente le asestó una patada en todo el rostro.

—¡Besa mi suela, gallina sin huevos! ¡Cabrón! —Más hombres le saltaron encima e intentaron contenerlo, pero había una rabia ardiendo dentro del canceriano, una que no disminuiría hasta que se tragara las cenizas de los esqueletos que ansiaba.

Rinaldi enrojeció de una delatable furia, apretando los puños y en sus pupilas desaparecía el hielo que había mostrado al inicio. Ordenó a sus guardias que detuvieran a ese traidor de la mansión, haciendo que una horda de hombres aparecieran para reprimirlo.

Fue suficiente que el cosmos del santo de Cáncer se estallara para que todos volaran por los aires. Un salto que desafió a la naturaleza según los inocentes espectadores que no conocían la fuerza del cosmos y el duro entrenamiento que arriaba de años atrás, Manigoldo aterrizó en la plataforma. Siendo su primer objetivo el maldito verdugo a quien le presentó sus fuertes nudillos con una ímpetu demoledora de dientes.

—¡Cobarde de mierda! —gritó, tomándolo del cuello en su arranque que ni los tres guardias que se abalanzaron a él, fueron capaz de separarlo—. ¡Pelea conmigo si tienes las bolas tan grande!

—¡Suficiente! —bramó Danilo quien había empujado a otro guardia y le había quitado la espada para emplearla contra Manigoldo.

—No se atreva a ponerle un dedo encima o la vida no le alcanzara para arrepentirse —intervino una voz desde lo alto y cuando todos dirigieron su atención a la persona que se había sumado a la "traición", Albafica se había recuperado y bajaba los escalones con altiva magnificencia.

A diferencia de Manigoldo, su naturaleza trataba más con el ámbito del acecho y antes que se percataran qué ocurría, sus corazones se encontraban apagando sus bombeos, alertándoles que todo había acabado para ellos. Él no podría abrirse a la fuerza, su ética y respeto a quienes carecían del nivel donde se levantaba le impedía hacerle daño a los débiles, por más que se lo merecieran. Su táctica era más silenciosa, más laborada y precisa. Su mirada fría guarnecía su iris y nadie se interpuso en su camino limpio hasta la escalera del teatro.

A pesar sentir sus dedos hormigueando, deseosos de querer hacer lo mismo que su compañero, debía calmarse. A pesar del exceso de angustia, logró mantener su serenidad perfecta y fue esa misma tranquilidad que le ofreció a Dina, hablándole mudamente de que todo iba a estar bien.

Ella le asintió débilmente.

—Señora Celeste —Rinaldi intentó mantener la compostura, cuando el santo de Piscis ascendía los escalones para llegar al estrado y se acercaba a él—, me temo que usted…

Pero no pudo acabar su frase cuando la mano de Albafica se levantó en lo alto, y cuando los presentes creyeron que lo abofetearía; un puño limpio, conteniendo todo lo que había reservado bajo su implacable seriedad, le dio de lleno el rostro del anfitrión enviándole una dulce invitación al suelo.

—¿Qué clase de insulto de primera mano es este? —le preguntó señalándole en clara advertencia—. Desnudan a una mujer, azotan a un caballero, ¿y pretende que aprobemos o disfrutemos eso?

Otro guardia apareció de espaldas al santo, quien con un movimiento legible, lo esquivó. Manigoldo sonrió, y convirtiendo su mano el cemento puro, le atestó una segunda trompada al verdugo quien ya no tenía dientes que enseñar.

Todos quedaron anonadados.

¿Quiénes eran esos tipos?, usualmente cuando alguien deseaba intervenir era castigado con el doble de hierro que a los primeros. Pero esas personas le habían hecho frente como si fueran una pila de dominós. Incluso la dama, tan serena y hermosa que se veía, mostró ese carácter poco frecuente en una señora de la cual procedía su categoría.

En el suelo, Rinaldi se limpliaba la sangre del labio y con la cabeza en alto se incorporó. Les hizo señal a sus subordinados que no operaran ningún movimiento, cuando su risa entre dientes, espesa y segura, rompió el silencio estoico que había caído.

—Es usted la que necesita saber dónde se encuentra, mi señora —dijo en matiz punzante que no surtieron ningún efecto en Albafica—. Aquí las cosas…

—Son las más patéticas que he visto. —interrumpió—. Al igual que todos los que aceptan y permiten esto.

Con el chirrido de la puerta abriéndose, el anfitrión advirtió sin expresión como Manigoldo había operado la polea que mantenía en el aire a la infiel mujer, invirtiendo su mecanismo para así bajar la jaula. Cuando lo hizo, la sacó de la prisión, mientras ella intentaba cubrirse inclusive con la longitud de su pelambrera hecha un desastre de tierra y sangre.

—Gracias… —lloriqueó con voz quebrada y Manigoldo no se le ocurrió algo más que sonreírle, mientras se quitaba la casaca y se la pasaba a la mujer.

—No es que yo sea un caballero, pero esta bolas de infelices y las circunstancias, me obligan a serlo —respondió intentando sacar el mal brebaje de los anteriores segundos.

Sin perderse un centímetro de esa escena, y notando que ese insulso hombre ya había derribado a todos quienes castigaban a Cazzaniga, Rinaldi se giró a la señora que poseía una insultante fuerza para su complexión. Necesitaba saber a quienes había dejado entrar a su palacio.

—¿Usted permite que su esposo atienda de tal manera a una mujer que provocó la infidelidad no sólo una, sino al parecer dos veces a nuestro ideal? —Señaló a Manigoldo con dedo acusador—. ¿No es eso una falta de respeto a su nombre?

Albafica había apartado la vista de su presa para dirigirla a su compañero, y eso le hizo sonreír entrecerrando los ojos. ¿Acaso ahí no conocían la palabra «caballerismo»?

—Se equivoca. —trancó haciendo eco en el ambiente—. Verlo oponerse a esto que ustedes consideran espectáculo, no pudo llenarme de más orgullo del que siento ahora. —Nunca creyó que esa declaración hubiese salido sin restricciones, ya que confesaba una gran parte de lo que sentía por dentro—. Demostrándome que su talla de moral está a una altura que ninguno de ustedes ha alcanzado y, como su compañera… —guardó silencio unos segundos, no, el "esposa" no le iba a salir ni aunque Hades le torturara. Ni siquiera sabía como logró intercambiar la "o" por la "a". Athena seguía haciendo milagros—, no puedo pedir más.

Inesperadamente, el público se ensalzó aplaudiendo las palabras del caballero de Piscis quien percatándose de la magnitud de lo dicho, sintió una lluvia de incomodidad sucumbirle en el rostro. Y más al verificarlo al ver a Manigoldo abriendo los ojos como dos cuencas de nácar y se quedó pasmado en su lugar, olvidando incluso a Dina que tuvo mayores prioridades como el hombre que seguía encadenado a la madera.

—¡Boris, amor mío! —Dina cubierta por la casaca que le había pasado Manigoldo se arrodilló frente a la piedra y le sostuvo las manos—. Por los dioses, esas heridas...

Boris con el rostro cubierto de sudor y lágrimas, sonrió tenuemente estirando su mano para acariciar uno de los hematomas que se extendía en la piel de la dama.

—Mira cómo te dejaron... —Sus palabras salieron esparcidas en largas separaciones.

Tomando su mano, Dina le besó la palma, diciéndole que estaba bien.

Apoderado por una gran frustración que logró dominar en los resquicios de su mente, Rinaldi ordenó con voz estelar y cavernosa que todo había acabado, que regresaran a sus habitaciones y se mantuvieran allí hasta que él lo ordenase.

—Y ustedes —se dirigió a los santos—, tenemos que hablar de cómo son las reglas aquí. Lamentablemente, su participación en este episodio no quedará impune.

Descojonándose de risa, Manigoldo fue el que primero respondió:

—Qué lástima, yo no respeto ninguna. Y no soy de quedarme a ver teatritos, cuando puedo participar. —Caminó un par de pasos, con esa postura encorvada y mal hecha—. ¿Entonces quieres que emplee mi papel contigo?, no tengo problema.

Para sorpresa de ambos caballeros, Danilo rió con recato a pesar de como su labio ya parecía escocerse cortesía de las dulces manos de Albafica.

—Vamos a posponerlo por hoy, ya hemos tenido suficiente. —se despidió y, después de relucir una peculiar sonrisa, les dio la espalda.

Después que Rinaldi descendiera el pulpito, todos empezaron a levantarse de sus asientos siendo escoltados por la servidumbre que aún quedaba ilesa. A Adalberto se lo llevaron varios señores inconsciente, igual al verdugo que fue asistido por otros guardias que inclinaron la cabeza ante los santos cuando se les pasó por un lado. Otros, se encargaron de liberar a Cazzaniga quien aún sufría un suplicio bajo las garras de las cadenas que lo hacían uno con las cadenas. Cuando fue libre, se desmayó unos segundos y Dina lo recibió con un nuevo llanto.

Manigoldo se le aproximó al desdichado que yacía arrodillado, en los brazos de la figura de la "supuesta infidelidad". Ajustó su expresión, cuando se le escapó un pesado suspiro mientras dejaba caer como peso muerto los brazos en su cintura, en su habitual pose de jarra.

—Hey, tú, ¿estás vivo? —preguntó, incluso advirtiendo como la sangre salía en cantidades abundantes por las profundas aberturas que se le abrían en la espalda.

—Muchas gracias…, señor —respondió a cambio el caballero—. Muchas gracias…

—Supongo que eso es suficiente para afirmarlo —Enarcó una ceja el santo de la cuarta casa.

En ese momento de descuido, cuando Cazzaniga le sonreía al santo y Albafica se mantenía a distancia; el verdugo se recompuso de su anestesia, empezando a gritar y a removerse de los brazos de quienes lo ayudaban.

—¡Todos son culpables! —acusó, empezando a correr a grandes y pesadas zancadas, alzando nuevamente su látigo sobre Boris y Dina, quienes cerraron los ojos abrazándose a sí mismos para recibir la siguiente tunda—. ¡No se saldrán con la suya!

Todo pasó tan rápido que nadie pudo ver la transición del momento crítico cuando Manigoldo se interpuso en medio, recibiendo el zarpazo en la espalda que le abrió la ropa en dos. Soltó un gruñido de dolor cayendo de rodillas, mientras de su piel una nueva cascada de sangre abría paso a su yacimiento.

Cayendo en la cuenta del nuevo resultado, perplejo del momento, el verdugo se quedó estático razonando, antes de sentir unos toques sutiles en el hombro. Viró el rostro para observar quien le llamaba, pero sólo vio como "la dama" esgrimió su mano cerrada alentada por una avasalladora respuesta, estrellándosela con una fuerza pertinaz que hizo que conociera lo que era volar sin alas, para abandonar el escenario y caer en las gradas.

Nadie fue capaz de eludir la sorpresa en aquel impulso descomunal, sorprendentemente disimulada en la dulce belleza de una señora de alta casta. Sin embargo, Albafica no era de alta casta y mucho menos era una mujer. Y con todos los murmullos que pulularon en el aire, Manigoldo ya se encontraba levantándose con su mano alcanzando lo poco de la abertura de su herida, en tanto la tinta roja que se albergaba en sus venas le arruinaba el pantalón lustroso de color heno.

—Ustedes, lárguense de aquí —le ordenó a los anteriores prisioneros.

—¿Se encuentra… bien? —balbuceó Dina, absorta en la sorpresa que había dejado huella en sus trémulos labios.

—¿Están sordos? —interrumpió, ladeando la cabeza con las cejas curveadas y esa torcedura en su boca—. Quiero que muevan el trasero. Esto es sólo un rasguñito de gato.

La orden fue alcanzada hasta por los vasallos de la mansión, y dos doncellas luciendo el mismo uniforme de Nicole, se les acercaron ofreciéndose a escoltarlos hasta su habitación. Aceptando la ayuda, se levantaron con pasos desequilibrados tanteando en una fuerza que había sido agrietada por la ufana creencia de ser traidores. Descendiendo por los pares de escalones, la pareja dio un último vistazo a los valientes que los habían arrancado de las uñas de Hellaster, notando como finalmente la esposa de beldad inexplicable parecía decirle unas palabras y por su ceja alzada, podían juzgar que quizás…

Sonrieron sin razón, vaya que eran extraños esos extranjeros.

.

.

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Retornando su regreso a la habitación, el triple corte de Manigoldo seguía goteando sangre arruinando la falsa fachada exterior del fino título de aristócrata, convirtiéndolo de nuevo en los orgullosos caballeros de lágrimas y sangre que luchaban por la justicia que iba naturalizada por la paz.

Albafica tenía parte de su tranquilidad y retraimiento enfrentándose en una batalla en donde cualquiera que fuese el ganador, no le gustaba el resultado. Sabía que la herida rasgada en la piel de su compañero era algo, en sus términos como santos, nada de qué preocuparse. Aunque el sangrado que manchaba la asombra que los guiaba, dictara otra orden en su sistema.

Nicole los recibió vistiendo un llanto de alegría cuando el anterior episodio ya había llegado a esa sede del; nunca nadie se había enfrentado a Danilo de esa forma. Sin embargo, tuvo que dejar de lado su júbilo aplacando su sonrisa, cuando vio las condiciones en las que venía Manigoldo.

No dio espera a sus acciones cuando los condujo al baño y preparó las aguas tibias para atenderlo. Corrió a buscar todo lo necesario para tratar esa herida, petición de Albafica quien ya obligaba a su compañero para que entrara a la habitación.

Ella regresó segundos después y les entregó todo lo que pudo conseguir en vendas, gasas, y menjurje para aliviar el dolor. Se dispuso a ayudarlos, y a cambio, el italiano le dijo que lo hiciera con Boris y Dina que estaban gravemente heridos.

—Mientras más ayuda, mejor para esos tórtolos. —había dicho.

Atendiendo a la orden, Nicole se despidió con una reverencia dejando finalmente en la soledad a los santos después de asegurar la puerta del baño.

Dejando en el aire el último vestigio de la presencia de la joven, Albafica regresó la vista a Manigoldo advirtiendo como se abría los botones de la camisa para pasársela por los brazos con un sonido pringoso y resbaladizo cuando la fue apartando. En sus ojos no pasó invisible la mueca que delataba el minúsculo dolor que supuestamente no padecía.

—Manigoldo —nombró, tentado a acercarse. Y cuando creyó que había dado un paso hacia adelante, su mente tintineó, alertó, gritó, como siempre lo hacía cuando ejercía esa acción.

«Está herido, puedes empeorarlo»

—Estoy bien —le anticipó él, con sus manos temblando por los espasmos producto del corte. Sin añadir, el hecho que no dejaba de sudar cuando hacía el esfuerzo de mover sus hombros—. Si quieres descansa, en tanto acabo de limpiarme esta mierda. Haberme pasado tu cosmos te debió debilitar.

Se quitó los guantes después de su sugerencia, arrojándolos en la baldosa cuando caminó hasta la bañera para limpiarse. Ese fue el chispazo que Albafica necesitó para cumplir las dos demandas que rugían en su interior: Cuidarlo del mundo y protegerlo de él. Sus pasos resonaron en el silencio, cuando se agazapó para tomar los guantes.

—Estoy bien —afirmó y su voz resonó en las paredes—. Quítate la ropa y entra a la bañera. Te ayudaré —ordenó—. Veo que eres un desastre.

En los ojos de Manigoldo una sorpresa supo ocultarse cuando sus labios sonrieron con gracia.

—¿Y si no quiero? ¿Me obligarás?

—No querrás que lo haga a la fuerza —Levantó una ceja Albafica arremangándose la tela plisada que caía en sus brazos.

—¿Quién dice qué no? —jugueteó, tironeando sus comisuras, acercándose con reto y travesura en el gesto que le bailaba en las pupilas.

Pero más fue la diversión que serpenteó en las de Albafica, cuando una oscura picardía saludó desde uno de los anillos cobalto de su iris cuando terminó de colocarse los guantes.

—Entonces, no me dejas opción —dijo, envolviéndose la mano con una toalla como si se las estuviera secando.

Se acercó al italiano quien parecía animado de repente, sus rostros mezclaron, sus alientos se rozaron, y antes que Manigoldo cortara la distancia que abolía en sus labios, accionó su plan.

Ese día, conoció el resultado eficaz del engaño lujurioso.

Con la toalla en su puño enguantado lo atestó en toda la espalda de su compañero, haciendo que pegara el grito al cielo y cuando retrocedió por la tormenta de dolor que había dejado de azotarlos con sus rayos, Albafica le dio un empujoncito para que cayera de lleno en la tina.

El agua salpicó la brillante porcelana, y algunas pompas de espuma danzaron al aire. Manigoldo volvió a gritar y a maldecir a cualquier ente, deidad, objeto e incluso su nombre hasta que se quedó sin voz.

Albafica sonrió maliciosamente. Esa era "su seducción".

—Tú lo querías a la fuerza, cariño.

.

.

Calmando las llamas del averno que habían desatado su oleada contra él, Albafica con los guantes que anteriormente había usado Manigoldo, se encontraba sentado en el borde dorado de la bañera pasando delicadamente una esponja sobre la herida que se bifurcaba en tres líneas desgajadas.

—Eres un imprudente —reprendió, cuando lo oía maldecir y quejarse por el obvio dolor—. Pudiste detener al verdugo.

—No se me ocurrió en el momento, maldita sea, ya te lo dije —Se giró y le observó sobre el hombro sonriente—. Sólo reaccioné.

—Hay mejores formas de reaccionar, Manigoldo. —apuntó, perdiéndose en la profundidad del corte y, viajando su mirada al brazo, se topó con la anterior herida hecha en la cabaña de Liselotte—. Lo más probable es que te quede una cicatriz

—No sería la primera —Se encogió de hombros y al instante hizo otra mueca.

Suspirando, Albafica limpió con cuidado los cortes, eliminando la sangre y cualquier suciedad que pudiese infectar la herida. La espalda de Manigoldo tenía una forma escultural que ya había dibujado en su mente. Sus escápulas resalían con cierta petulancia cuando la piel la ocultaba con tendones proporcionales. La línea de encorvada forma que lo dividía, dejaba a los bordes, músculos que brillaban gracias al seductivo color de su piel. A pesar de los ligeros y difuminados cortes, se apreciaba esos esbeltos huesos llenos de pedantería galana que parecían forrados de cemento.

—¿Te duele? —La pregunta asaltó el pitido en los oídos, lenta y poco auditiva, porque podía predecir la respuesta. Y a pesar que él no hacía preguntas innecesarias, necesitó saberlo.

Hubo un momento de silencio.

Cuando la respuesta se perdió entre el pesado silencio, decidió a levantarse, y los delicados dobleces del infernal castigo, acariciaron sus talones. Manigoldo tenía la mirada oculta tras su flequillo húmedo que le colgaba de la coronilla, y eso le dio un toque a su corazón para que éste temblara. Se arrodilló frente a él, y saltando la valla de su restricciones, le corrió el cabello para apreciar su expresión. La sutilidad fue casi como una caricia.

Una sonrisa de esfinge se dibujó finalmente en la faz italiana.

—Albafica, sé que no lo entenderás pero… —Hizo una pausa, mirando el agua con imparcialidad en el rostro—, que esos imbéciles vean el desperdicio de la vida como un juego o una atracción, burlándose como si fuera un maldito provecho, es tan… —Chasqueó la lengua, ahorrándose las patéticas palabras que iba a decir.

La virtuosa melena celeste arropó el hombro del santo de Piscis, cuando ladeó la cabeza sin apartarle los ojos al descifrar el mensaje aunque llegara incompleto.

—Puedo entenderlo —expresó y eso captó el contacto del violáceo iris—. No tienes que decirme que no te afectó ver eso, en cómo la humillación te recordó… —calló, no necesitaba decir más.

—No debes decirle a nadie esto. —Su exigencia recuperó parte de su altiva identidad—. El imbécil de Kardia se burlaría de mí hasta en mi tumba. ¡Y no puedo permitir que eso pase! ¡Prefiero correr desnudo en el Yomotsu!

Albafica estiró uno de los dobladillos de su vestido, con una diminuta sonrisa dibujándose en cuanto al carisma de su compañero iba en descenso.

—Ambos tenemos que guardar ciertos secretos.

Mordiéndose el labio para evitar que su sonrisa se ampliara, Manigoldo estiró su cuello para alcanzar el rostro que estaba fuera de la bañera. Recordó la sensación, como si fuera un verdadero acobijo lo que su cercanía producía, y cuando su compañero le ahorró el trabajo de acercarse más, le susurró algo antes de sellar todo con un beso.

—Tenemos un trato. —Sonriendo inesperadamente, confiadamente, volvieron a compartir el secreto de una caricia labial.

Salieron del baño, después que el caballero de Piscis se encargara de vendarle y desinfectarle las heridas con manos minuciosas. Adentrándose en el closet, intercambiaron palabras del ya innecesario vestido porque ahora ya era imposible pasar desapercibidos.

Llegaron a la conclusión que debían volver a crear nuevas identidades, y esta vez, Albafica no cargaría con el peso de ser una mujer.

—Gracias a los cielos… —había expresado libremente y Manigoldo no se contuvo en liberar sus risas.

—¿Te ayudo a quitártelo? —Se acercó, ya recuperado para deslizar sus manos por el torso del pisciano.

Limitándose a asentir, pasó sus brazos al cuello del canceriano cuando éste hacía uso de sus dotes para desatar con rapidez los apretados nudos que le esclavizaban el aire.

Sin poder explicarse el nuevo gusto que sentía, cuando Manigoldo le abría el vestido escurriendo sus manos por cada abertura, pegó su mejilla a la de él. Advirtiendo el calor que destilaba el aliento de éste, mientras deslizaba fuera de su cuerpo al fin esa tela. Suspiró quedamente, cuando los barridos labiales surcaron su cuello mientras le susurraba lo mejor que se le ocurriera.

—Tiempo sin vernos, Alba-chan —dijo, cuando apartó el último tramo de ropa femenino—. No te veía desde la última vez que dormimos en la casa de la anciana de Liselotte.

Como si dejase atrás una estela compuesta de fragmentos del pasado y fracciones hacia aquel momento, Albafica se encontró sonriendo enlazándole los dedos detrás de la nuca.

—¿Qué has hecho en mi ausencia? —siguió la corriente, porque el pensamiento le producía una chispa que era capaz de abrir su semblante a nuevas expresiones.

—Me ligué con una mujer que estaba uff —respondió, acercándolo a él, juntando sus cuerpos en esa familiaridad que ya parecía ser firme, sin borrar esa sonrisa que le acariciaba la suya—. Se parecía a ti, si supieras. Te la presentaré un día de estos, si es que vuelve.

—No, gracias… Espero no tener que verla nunca —contestó, como si la solapa imagen le abrumara de nuevo.

En respuesta, se rieron entre ellos. Era la primera vez que lo hacían, y extrañamente el momento no le abrumó a Albafica como creyó. No pasó mucho para cuando se ataviaron en sencillos pantalones y camisas de botones como si la uniformidad fuera parte de ellos, regresando la identidad de Albafica de Piscis y despidiendo a Celestia.

Manigoldo se vistió con lentitud porque movilizar sus hombros alertaba a una herida que no quería despertar. Cerró la camisa blanca con esmerado empeño y ésta por su ligera complexión no eliminó la sonrisa de la venda que saludó a Albafica.

La observó, como si viera a través de todo y se topara con el triple corte. Manigoldo se había herido dos veces para proteger a alguien… Y él había sido uno de ellos. Con un toque en su pecho, le llegó cuidadosamente por detrás y con los dedos trémulos le palpó la espalda. Delicadamente resbaló por la pendiente, sintiendo las relieves que se adaptaban a esa nueva piel.

Deteniendo el tiempo en ese momento, apartó todo pensamiento de culpabilidad y descansó su frente detrás de la cabeza de su compañero, con un extraño sentimiento rodeando su pecho.

Abandonando el cubículo de la perplejidad, conteniéndose cuando esas imperceptibles caricias rodaron en su espalda, Manigoldo logró tomar el control en el panel de su cerebro para sonreír en sus adentros y cubrir la mano que descansó en su hombro.

—No es nada —aseguró.

—Eso que hiciste… —rememoró, despacio, estremeciendo cada palmo en el cuerpo del italiano con el aliento contra su piel. Sonrió tenuemente y cambió ciertas líneas en su guion porque no podía permitirse llegar tan lejos—, demuestra el gran trabajo que hizo el patriarca contigo...

En los labios del italiano, su satisfacción se manifestó de la mejor forma que sabía hacerlo, y abriendo su rostro a la gran curva de sus labios, quiso decir:

—O sea que si estás orgu…

—Manigoldo —cortó, ocultando la pequeña torcedura de su labio.

Riéndose porque era predecible que eso ocurriera, se giró con cuidado de no lastimarse y no apartar a Albafica de él, estando frente a frente para armonizar sus miradas.

Entender sus anhelos. Conocer sus deseos.

—Me conformo con eso entonces —accedió para juntar sus frentes y encontrar la respuesta que le había extraviado en el aire, sin desvanecer su curva que solía actuar sobre su parabatai como una llamada. Era un detalle que quedaba reducido a meras impresiones permanentes, que le exigían a liberarse de varias ataduras con un esmerado esfuerzo.

Guiándose por la corriente, Piscis enlazó los dedos con los de su compañero y correspondió los roces como mejor supo hacerlo.

—Me alegra que seas mi pareja de misión. —se permitió decir, porque ya era una atadura que se había soltado desde su primera vez en la cabaña del terror.

Si el guardián de Cáncer no se desmayó en ese momento, es porque quizás Albafica estaba frente a él equilibrándolo.

—Ni una palabra —se adelantó antes que a éste se le ocurriera otra de sus palabras célebres y arruinara la confesión.

—¡Necesito rememorar este momento! —exclamó al aire torciendo los extremos de su boca.

Albafica sonrió nuevamente, rodando los ojos

—Por cierto —recordó Manigoldo—. Es toque técnico que le diste al maldito de Rinaldi, es algo que recordaran hasta sus hijos.

—Me contuve.

—Lo sé, fue muy diferente a cuando le sacaste los dientes a Rose. En lenguaje de los puños, no es tan sutil. —Se acercó y roció la mejilla con un beso.

Albafica no podía creer que tal estuche como lo era Manigoldo, contuviera ese tipo actos, caricias, palabras… Era todo un enigma que le interesaba descubrir.

—¿Debo recordarte a quien se lo acabas de sacar tú? —Le acarició la mejilla con ligereza, trazando el contorno de unos pequeños rasguños que no desacreditaron las facciones que sólo podía admitir en su interior que le atraían—. Tú también hablas esa lengua.

—Somos santos, esa es nuestra manera de comunicarnos —Delató su gracia cuando le rozó con la lengua el labio inferior, de forma lánguida y suave, antes de tomarlo entre los dientes, entretenerse con él y abandonarse a un beso que los derretiría como miel al sol.

Empezaron a recorrerse el cuerpo, a hundirse en la profundidad de las cavidades, a sentir las caricias descender cuando las ropas estorbaban con los movimientos que eran como los versos de un poema. Manigoldo se había acostumbrado ya a saberse manejar entre las espinas de Albafica, sabía que le gustaba que le presionara el coxis, porque era un punto que lo arqueaba de tal manera que terminaban fundiéndose en el fondo del otro.

Creyó que iban a terminar anudados en esa alfombra, en ese closet, en su privacidad, antes que una urgencia transformada en un grito, hizo eco en su habitación. Se separaron exaltados, cuando descifraron el mensaje que esa voz reconocida, le hacía llegar:

—¡Señor Manigoldo! ¡Señora Celestia! —gritaba la voz que conocían—. ¡El señor Boris y la señora Dina… —contuvo el aliento—, han desaparecido!

Abrieron los ojos en par.

Y al recordar la sonrisa de Rinaldi, los santos entendieron lo que significó… Había ido por ellos.

Su esfuerzo... ¿fue en vano?

Continuará.

 

Notas finales:

Y es todo por ahora, damas y caballeros –reverencia–

Debo confesar que aquí quería abordar otros puntos, pero viendo la cantidad de palabras que llevaba dije "Fuck, ¿por qué debo extenderme tanto?" Pero bueno, jaja así es mi naturaleza escritora (¿?) Espero que le hayas gustado, y realmente necesité una semana para acabar este capítulo después de salir del hueco donde estaba metida xD

Sé que muchos dirán, ¡¿por qué diablos no explicas las desapariciones?! Y yo les respondería:

¡Porque me extendí, maldita sea, les juro que quería hacerlo en este capítulo!

—se va al rincón—

En la siguiente actualización les prometo que aunque sea 20k+palabras el misterio termina de resolverse. Ya saben del castigo, ahora falta el verdadero porque de éste. Otra cosa que decir, es que después de la actualización que viene estaremos ya en la recta final de este fic. Realmente yo aspiraba que si tomaba todos los puntos que quería tratar aquí, dos capítulos más y ya tocaríamos el "fin". But…, well, me extendí x'D ¡No tengo culpa, joder! ¡Soy muy habladora!

Pero ya les hice la promesa.

Espero que les haya… gustado quizás no es palabra, pero eh… ¿les haya hecho pasar un buen rato?, no, eso tampoco... Bueno, que la espera haya valido la pena jjaja

Ahora, aclaraciones y menciones rápidas:

1. Que Manigoldo haya percibido la presencia divina, fue una idea que tomé del gaiden de Shion cuando mi cangrejito se da cuenta que el sello en la armadura de Aries era del maldito de Kairos. Hermano menor de Chronos.

2. "El lenguaje de los puños", jaja, eso no es invención mía y los que se saben el gaiden de Manigoldo como yo, reconocen ese diálogo que lo dijo el señor Albafica cuando peleó con Rose. Y, para quienes no sepan, Rose de Cuervo fue un santo negro que se enfrentó a nuestra rosa, por un tema bastante divertido. Rose le dijo a Albafica "Derrotarte, demostrará que soy lo más hermoso que existe", y eso le despertó las espinas a Alba quien lo madreó a puños, literal XD

3. El castigo de los señores Boris y Dina, fue inspirado en la biblia (¿?) Loco, lo sé jaja, pero cuando una mujer era adultera solían apedrearla hasta morir. Y a los hombres que cometían cualquier clase de delitos los azotaban. No sé si fue perturbador para alguien, que espero que no porque está ligero a como me había imaginado diferentes escenas.

Debo anunciarles para finalizar, que subiré pronto (no sé cuando) un par de oneshot que tengo pendientes. Después de eso, volveré a sentarme para darle esta actualización y no vuelvan a esperar tanto jaja, aunque les di otros ManiAlba, veo que para muchos NDT es primordial x'D ¿y qué harán cuando acabe? Ya está en capítulos finales sino me extiendo…

Agradecimientos a todos aquellos que me dejaron sus reviews anteriormente, los leí, respondí y los imprimí todos (¿?) XD Y a quienes me conocen, se los digo por las vías en las que nos comunicamos, pero si lo olvidan, vuelvo a decir:

¡Gracias!

Y también a aquellos que pasan por aquí, a disfrutar la lectura si lo hacen.

¡Un beso y saludos a todos!


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