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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

Les dije que iba a ser rápida la espera, ¿siete días? Uff, me deben un gran premio jaja. He roto un récord intergaláctico.

Advertencia: Se hace énfasis en el gaiden manga de Albafica. Deben leer el capítulo 4 y 6 de la historia para que recuerden ciertas cosas que son fundamentales. Por favor, léanlo y sí, eso va contigo Zahaki que casi nunca me hace caso a las sugerencias que doy jajaj x'D. Lamento haberme extendido tanto y quizás por la tardanza de cada capítulo ninguno ha atado cabos. Por eso debo decir antes que me ladren, muerdan o me echen a patadas; yo siempre arrojé pistas jajaj Tengo el presentimiento que varios dirán: "¿Era eso?", y sip, eso era. Y siendo de esta manera debo recalcar, que el misterio no era quién es ella. Sino qué hacían con las desapariciones.

 

Noche de tragos.

Capítulo 12.

Pecados del alma.

.

.

.

El bosque los recibió como un anfitrión cascarrabias, de temperamento hostil y dedos cizañeros. Poco se adivinaba ver a los alrededores, siendo escoltados por movimientos zigzagueantes y murmullos roncos de turbación. 

Ya Manigoldo había dejado a un lado los mensajes  que las sombras susurrantes  le habían aconsejado, aquellos  que le decían que diera marcha atrás y se largara de ahí. Pero con altanería los continuó ignorando; ellos habían ido con un propósito, y no se irían hasta cumplirlo.

Apretó  el paso por el camino de piedra, oyendo a los búhos que nunca alcanzó a ver y, que era lógico que le trajera sin cuidado, considerando que eso era lo menos que le interesaba. La brisa aleteando entre las grietas de los árboles parecía tener la ambición de querer asustarlos, como si la neblina que se distribuía en cantidades exuberantes, disolviendo las cercanías, no fuera suficiente información.

Los suspiros y sollozos del viento descendían desde un desfiladero recóndito, temiendo tal vez, despertar a los muertos que dormían.  No pasó mucho para cuando el frío se hiciera insoportable, y sus respiraciones se materializaran en la condensación, cuando las nubes blancas descendieron desde las alturas para deambular en torno a ellos.

—Puta tierra —espetaba Manigoldo, pateando los obstáculos que le causaban traspiés—. Malditas piedras. Asqueroso camino de mierda.

—Me recuerda a la niebla del barco. —murmuró Albafica sin desconcentrarse, fijándose bien donde pisar—. Así que si venía de aquí.

Manigoldo no lo escuchó, por estar muy atento en sacarles volumen a sus cuerdas vocales; maldiciendo  cuando casi tuvo un aterrizaje al suelo.

—¡Maldita sea, acabaré con esta mierda de niebla…!  —vociferó exaltado, y antes de despertar el universo que rugía dentro de él, una mano le detuvo por el hombro.

—¡Espera, Manigoldo! —atajó su compañero. Y con la sensación que había tenido anteriormente, se cercioró que esa vez, si fuera la mano de éste  que lo había hecho girar—. Es arriesgado activar nuestro cosmos, puede que ocurra lo mismo que esta mañana. —Hizo énfasis en el suceso de cuando habían sido paralizados por la extraña energía sustancial y sublime—. Sólo sigue lo que planeamos, y lo que debes hacer, es fijarte por dónde caminas.

A Cáncer le vibraron las aletas de la nariz y algún nervio escondido en su cráneo agitó el borde de sus labios, ahogando las dulces groserías que se le cruzaron por la cabeza. Chasqueó la lengua, disminuyendo sus ansias de acabar con todo, gracias a las sencillas  palabras del hombre que podía condensar una belleza penetrable.

Avanzaron en el trayecto, decididos a llegar hasta el final, a pesar que la gravedad aumentara sus escalas a tal grado que les era dificultoso mantener el ritmo del habla. Sinfines de ramas parecían  negros hilos de una inmensa telaraña, tratando de desorbitarlos en cualquiera de las redes que esperaba por un puntapié.

Algunos jirones de bruma se adelantaban a ras del camino, como dedos largos y avariciosos. Los santos se pusieron alerta cuando el aire se turbó e inesperadamente, un cúmulo de niebla se concentró en un solo lugar, levantándose como una gran palma, tal y como la misma mano de dios, para provocar una potente una corriente que se vino contra los caballeros  arrastrándolos hacia atrás.

La tierra empezó a temblar bajo sus pies y, a través de sus párpados, llegó la inequívoca evidencia de ríos de vientos que rompieron su flujo para apoderarse de todo  el lugar. Albafica se vio obligado a retroceder, cuando los vórtices de impotentes ráfagas los encerraron en un cubículo, convirtiéndolos en el núcleo que le restó movilidad.

Una risa se escuchó entre entonces, una ira se sintió en los poros y cada uno la oyó perfectamente. Era una femenina, gratamente llena de escarnio. No era más que una amenaza y un aviso del terreno que podía domar.

Eso fue suficiente para que Manigoldo, ocultando su rostro en la protección de sus antebrazos, sonriera contra esa soberbia que sólo le causó repulsión.

—Las viejas de circo hablan cuando es la hora de los payasos… —adjudicó, sonriendo entre dientes y una reverberada aura empezó a rodearlo—. No eres más que una maldita hormiga que está buscando colonia.

Y a continuación, una eufonía heterogénea de destrucción se desplazó por el aire, ahogando toda burla, cuando el Kisouen tomó la vitalidad del manipulado poder para hacerlo estallar.

Una explosión descargó su poder por todo bosque, rompiendo toda efusión que había osado a meterse en el camino.

Diez segundos después, sólo  dejó silencio.

Alrededor, quedó únicamente un pequeño arco de pinos y árboles fracturados, liberándose de la densidad de la niebla y eliminando la opresión. Los terrenos fueron poco a poco recuperando sus líneas, hasta que finalmente se reveló un portón de madera ennegrecida por el tiempo y la humedad.

—A nosotros también nos gusta jugar —se enalteció el santo, con su corta cabellera siguiendo el restante vestigio de soplos que provenía de la noche—, ¿no, Alba-chan?

Atrapó a otras de sus risitas detrás de sus dientes, que tuvo su evaporación en su garganta cuando no recibió respuesta. Giró la cabeza hacia su compañero, topándose con la verdad que; estaba completamente solo.

—¿Alba-chan? —llamó a la noche, disparando su mirada en todas las direcciones y sólo absorbió la nada del ambiente—. ¡Albafica!

Miró por todas partes tratando de encontrar el faro celeste reconocible, entre el desolado bosque del cual sólo quedaban trozos. Optó por irse por la vía cósmica, y recibió la misma decepción al no encontrar el rastro de Piscis.

—Mierda —exclamó, palpándose el rostro, estirándose la piel en fatiga del resultado, hasta transformar su expresión en una sonrisa—. ¡Es broma!

Soltó una gran carcajada, y sus dientes brillaron al son de la luna que lo observaba desde lo alto.   Se mantuvo así, hasta que su respiración volvió a ser normal y los latidos del corazón regresaran a ser una anomalía resuelta.

—¡Caíste en la trampa, bruja sin escoba! —Esbozó una curva en el borde de su labio, decidiendo seguir su camino para acabar con esa misión de cuarta que ya le tenía con los cables sueltos—.Qué predecible son los dioses de pega.  Albafica estaba esperando por ti.

Habían previsto que si era Rinaldi o un dios quien  manejaba los hilos, éstos desearían separarlos para eliminarlos por diferentes partes. Ya que no pudieron hacerlo cuando estuvieron juntos en el anfiteatro. No les extrañó que Albafica se convirtiera en uno de los caprichos de esa mansión,  por sobre todo cuando sabían cual dios podría detrás. Era por ello que fueron al plan de caminar distanciados, para seducir al pez en caer en el anzuelo.

Y, al final, la presa picó con gracia.

Evocó aquel recuerdo en su misión de Venecia, cuando Ávido los había separado con el afán de destruirlos por lados opuestos, y a cambio, su compañero había pisoteado como cucarachas a dos de sus subordinados, tres si incluía a Rose. Al contrario de él, que recibió más palos que una piñata de carnaval.

Sonrió y decidió avanzar. No tenía porque preocuparse por él, Albafica sin duda se llevaba mejor solo. Ya después se encontrarían y terminaría con todo de una vez por todas.

 Se detuvo frente a la verja carcomida por la humedad, desvaneciendo las indicaciones que prohibían el paso. Echó un vistazo entre las hendiduras, viendo  un desolado jardín cubierto por malas hierbas creciendo sin límites.

Un manto de lápidas suplantaba cualquier célebre utopía de flores, patrocinando la  bienvenida a una fachada que se veía a lo lejos y poseía una extraña estructura. Reveló  una sonrisa burlona que había compuesto una expresión sin alegría y, lo único que lograba era reafirmar la satisfacción en  sus ojos. Reconoció al invernadero de cristal armado sobre un esqueleto de acero, sepultado por las raíces de los árboles contiguos tiñéndolo de lustres matorrales.

Con una patada que conservaba una ímpetu de su cargado humor, atravesó el portón hasta que el pobre candado que encerraba las puertas, se destruyera en fracción de segundos.

—¿Puedes escuchar? —dijo a la entidad que sabía que estaba presente, pero que retrocedía ante su cosmos encendido—. Aún hay almas vagando por aquí..., y quieren formar parte de este show. —Dejó pasar una lenta pausa, saboreando del silencio—. Qué maravillosa fiesta.

Un fogonazo de luz blanca trascendió en medio de la noche, atravesando las tumbas, creando una atmósfera irreal cuando la armadura de Cáncer atendió al llamado de su portador.

—Nadie quiere quedarse por fuera.

En la mirada de Manigoldo, una expresión fría resbaló; una tan amarga como la muerte.

Hora de jugar.

.

.

.

Con el transcurso del sonido de las agujas del reloj siguiendo su curso, la mente de Albafica tardó en regresar  a su cabeza. Intentando ordenarse segundo a segundo, mientras se obligaba  a abrir los ojos.

Repentinamente, sintió un agotamiento voraz que le ahuyentó las energías que había concentrado esa tarde. Despegar sus párpados le había resultado una tarea difícil, sintiendo  como si se los hubiesen cosido con un hilo de metal.

Su propio mundo parecía disiparse como el último sueño antes de despertar, pero fue el dolor de astillas clavarse a su piel, lo que lo trajo de vuelta a su cuerpo. De pronto, le costaba recordar quién era, y qué hacía ahí. Y por qué inexplicablemente estaba encadenado, dentro de un sofocante cubículo hecho a base de membranas  de vidrio.

 Poco a poco el último recuerdo acarició su cabeza, colocándolo sobre un sendero dentro del bosque con Manigoldo. Y, después, después… ¿después?

La cabeza le daba infinitas vueltas y un dolor agudo le atenazaba el cuerpo. Trató de estabilizarse y ejercer algún movimiento para salirse de ese letargo, pero con las manos y tobillos encadenados a una placa de hierro, supuso que esa petición tenía ciertas cláusulas que él por ese segundo no podía cumplir. 

Suspiró, al menos el plan había funcionado. Estaba en el lugar donde debía estar el cofre, y sólo esperaba que Manigoldo se encargara de desentrañar lo que sea que hubiera   dentro del invernadero.

En ese momento, el recuerdo de la charla con su compañero voló hasta él, posicionándolo en donde la reina pudiera salir de su barrera. Y ellos atacar.

—Tengo mis dudas, Alba-chan —había dicho Manigoldo—. Puede que en el invernadero consigamos a Romeo y Julieta, pero dudo que demos con el cofre. Sería demasiado fácil. Predecible, sencillo.

—Puede ser  —había razonado—. ¿Qué propones?

Manigoldo sonrió, relamiéndose los labios.

—El simple truco: Carnada.

Enarcó una ceja, planteándose la pregunta en el rostro y sacándole una carcajada a su compañero.

—¿Aún no atrapas esa mosca, Alba-chan?

—Lo contrario.  —respondió—. Desde un principio lo sé. Pero quiero saber, ¿qué harás tú?

—Primordialmente, debemos fingir que estamos en su poder. Si tiene el control de toda esta sucia pocilga, será sólo cuestión de tiempo para que nos descubra. Es mejor que se confíe, que baje la guardia y cuando crea que nos tiene en la palma de su mano…

—En pocas palabras —se adelantó—, ¿uno de nosotros debe ser infiel?

—Eso sería muy difícil.  Con tu personalidad dudo que alguien pueda acercarse a ti —Le sonrió con una ígnea curva extendida en su comisura.

—¿Podemos hablar en serio? —Cada palabra había cargado su reproche.

—Lo estamos haciendo, Alba-chan. —Sonrió por última vez, antes que una mirada encarnada de decisión le suplantara la expresión—. Bien, este es mi plan.

Regresando a ese presente, a la actualidad del momento, una oleada en el estómago arremetió en su interior, bajándolo a tierra cuando le causó una arcada que le subió por la garganta.

Se sentía como en una pecera, asfixiado, por el poco aire que entraba de la trampilla que había sobre él.  Deducía que esa prisión no era de simple material transparente como creía, sus oídos apreciaban el zumbido de un campo magnético que debía de constituir parte de las vigas. Sus poros también reconocían el indiscutible poder divino que lo estaba manteniendo a la raya, uno que por lo visto, despertaba escalofríos de exquisito miedo. Lo que conllevó a pesar que no sería sencillo escaparse de allí, no sin antes activar su energía cósmica.

Antes de ello,  obligó a su cabeza a moverse, tratando de ver en qué lugar lo habían metido. No se veía nada a través más allá de la barrera, por lo que trató de encender su cosmos para hacer aparecer una de sus rosas, con el deseo de  querer acabar con lo que estuviera detrás de que lo dividía de la otra habitación. Y nuevamente, se vio imposibilitado, cuando sintió como si  le succionaran algo que él desconocía.

Un momento…, estaban arrebatándole… ¿su cosmos?

 Y como si sus pensamientos hubiesen realizado una pregunta en voz alta, una descarga  recorrió  su organismo, poniéndole las terminaciones nerviosas patas arriba. Soltó un jadeo cuando el aire se le comprimió en los pulmones y una presión en sus venas amenazaba con romperlas.

Un instante de razonamiento, un escaneo por su cuerpo y sí, definitivamente le estaban quitando su poder.  Chasqueó la lengua con resignación.

¿Qué era eso?

Tenía que salir de ahí, y tenía que hacerlo ahora.

—Ni se moleste, ¿señora Celestia? —Una voz llegó por sorpresa, sin preaviso desde la penumbra—. Si es que ese es su nombre. —Hubo una pausa—.  No, mejor dicho, si es que es usted, por supuesto, una mujer.

No respondió, cuando reconoció el acento.

Unos pasos se escucharon y,  como si esa persona tuviese el don de avivar el fuego en una sala consumida por la penumbra, ésta fue ascendiendo gradualmente.  Colgando del techo empezaron a arder con silbidos, mecheros de gas, cuya luz apagada y deforme, permitieron revelar un escenario  difícil de creer. Uno que transformó la sorpresa, en un terror cuando toda la habitación quedó expuesta al brillo cándido de las llamas.

Albafica enfocó su vista cuando  cientos de placas aparecieron ante sus ojos, empotradas en las excelsas paredes que estaban surcadas por lágrimas negras. Todos los muros estaban infectados y, sobre la losa de mármol, rostros con expresiones horrorizadas permanecían quietos, gracias a la solidificación de la piedra.

Eran demasiadas, incontables, tantas que alcanzaban a rozar el rosetón que había sobre ellos revelando el velo de estrellas.  Y el miedo vino…, cuando frente a su jaula, había una placa de mármol con un rostro compungido por la desesperación.

«Dina…»

Se maldijo internamente. Y por muchas razones. Primero, por no haber podido infringir las jugadas de su enemigo y llegar hasta ellos. Segundo, por haberse resignado en el rincón que los habían arrojado.  Y, por si no fuera peor teatro, habían tuberías semejantes a las serpientes, saliendo de cada una de las fosas. Todas se dirigían a un sólo lugar, claramente conduciendo algo hasta el nido que se concentraba detrás de una cortina que estaba frente a él.

Miró la porcelana que había bajo su prisión, encontrándose con más tubos que brotaban de ella. No tenía que ser un experto analítico, para deducir que estaban succionándole lo que le restaba de cosmos para llevarlo a quién sabe dónde.  Cada odioso detalle se le aparecía con renovado horror y con todo lo que le estaba ocurriendo; esos conductos estaban transportando la energía vital de aquellas víctimas. Claro, si es que no eran sus almas las que estaban extrayendo.

Rinaldi, dejándole familiarizarse con el lugar, se acercó con una copa llena de vino en una mano, luciendo esa fachada de buen aristócrata que fingía tranquilidad.

—¿Hermosa, no cree? —le sonrió con una ceja alzada—. Qué lástima que tuvo este desgraciado final.

—¿Qué le hizo? —exigió saber, taladrándolo con la mirada—. ¿Dónde estoy?

Visiblemente, las cartas se voltearon, y no había sido precisamente a su favor.

—Eso es una pregunta divertida para alguien que estaba merodeando por zonas prohibidas.  —apuntó el anfitrión sin un ápice de sorpresa en su expresión. Lucía un traje entonado con colores serpentinos de naranja y dorado, acentuándole la tez bronceada tal y como un relicario—. ¿Dónde está su compañero?

El tono rayó en una impertinencia, que le hizo subrayar esa línea. Lo escrutó en busca de una señal y todo lo que arrojaba su fachada, era que no le estaba mintiendo. ¿Qué dónde estaba Manigoldo? ¿Qué clase de pregunta era aquella?

Manigoldo había estado con él desde un principio…  

En ese instante, un chispazo de sorpresa le cruzó por los ojos, y hubiese querido sonreírle  a su enemigo, si no estuviera en serios aprietos. Literal.

Se preguntó qué palabras necesitaba él en ese momento, para darle tiempo a su compañero en seguir siendo invisible para ellos. Que el poder de las almas lo protegiera de tal manera que lo desvanecieron del radar de Rinaldi.

—No lo sé —mintió—. Debe estar en nuestra habitación, recuperándose de las heridas que ustedes le hicieron.

Notoriamente sin parecer del todo convencido, aquel hombre de apariencia fornida a pesar de la edad que aparentaba, decidió responder al orden de su mentira.

—Lo verificaré por usted, entonces. —expuso con voz aterciopelada—. Ya que preguntarle qué hacía por el ala oeste, parece innecesario. No después del gran show que usted y su infame compañero, formaron esta mañana. Ha sido toda una suerte para mí, encontrarlo allí. —Ladeó la cabeza en busca de coincidir sus miradas—.  Un privilegio total, ¿no cree? ¿Acaso no es la suerte una consecuencia habitual de una buena planificación?

Así que también Rinaldi los esperaba. Bueno, sólo quedaba improvisar.

Sin responder ninguna de las observaciones, Albafica cerró los ojos y cambió la luz tenue por la oscuridad, pensando en cómo podría salir de allí. No sentía el cosmos de Manigoldo, ni siquiera una pizca de su esencia circular por sus sentidos. Se preguntó si estaría bien, si estaría en las mismas condiciones que él o peor.

Reconociendo que ese santo tenía unas tenazas revestidas de astucia, prefirió concentrarse en su propia situación. Manigoldo sabía cuidarse, sabía cómo acabar con cualquier peste flotante con aire de deidad y mofarse de ello.

No tenía excusas para preocuparse.

—Debo reconocer en su habilidad para traspasar  la seguridad del lugar —Rinaldi ignoró su silencio, tratando de sacarle las palabras en la mejor provocación que se le antojara—.  Lo que me da la impresión  que tuvo ayuda, ¿no?

Subiendo la cabeza para encontrarse con la expresión que le exigía respuestas, sabía que lo único que debía hacer  primeramente era salir de ahí. O, tal vez, jugar un poco en ese tablero para sacar provecho de las circunstancias y llenarse de  la información necesaria de esas terribles desgracias.

Tomando esa nota mental, respondió:

—¿Qué sentido tiene para usted, todas esas personas? ¿Todas esas muertes?

Como si hubiese dicho el último chiste que se gozaba en las taquillas de bares baratos, Rinaldi soltó una risa que fue más como el fruto de la ruptura de un instrumento de cuerda. Rociando de eco la sala.

—No hay muertes, ni tampoco dolor  —Sus ojos de avellana lo atravesaron como un cincel sin filo. Su rostro con anticipadas  arrugas, esbozaron una sonrisa que fue de todo menos amigable para cuando agregó—: Sólo hay salvación a esta raza que  ha dejado de tener valor. Pero no se preocupe —añadió cuando le adivinó la mirada de repulsión—, usted pronto se unirá a ellos. Debe ser una bendición para alguien de su categoría convertirse en un tributo, para solventar sus pecados.

Frunciendo el ceño, el santo digería esa contestación. Misteriosamente le empezó a arderle la garganta y sus aprisionadas manos se habían contagiado de una crispación trémula. Se reencontró con su voz, apelando todo respeto que nunca estuvo allí.

—¿Es por eso que le ha robado la vida a todas esas inocentes personas? —preguntó, con una voz que parecía llegar desde un lugar mucho más lejano, que la corta distancia que los separaba. Una que se asemejaba a un silbido y estaba resquebrajada por la rabia.

A cambio, éste le sonrió despacio, con una galantería inusitada.

—Todo lo contrario. Le he dado la oportunidad de borrar sus vidas para engendrar otra. Eliminé sus miedos, y los deseos que  esta sociedad tiende  a practicar con una desmesurada pasión por los placeres.

Por el tono que había percibido, entendió que no provenía de una simple presunción, sino de algo mucho más grande y devastador.

—Claro que ese tema podemos posponerlo por los momentos —agregó el individuo, tomando una silla de almohadones escarlatas y se estiraba en ella cruzando las piernas—. Quisiera hablar de la belleza y elegancia con la que maravilló a mis invitados. Sin duda, usted y su compañero, que sólo sabrán los dioses qué son ustedes, no son normales. —Se encorvó un poco, acomodándose en el respaldo con mayor seguridad—. Ahora, todo eso, sus acciones y que usted esté aquí, me lleva a preguntarme, con qué propósito han entrado a mi mansión.

Una gélida curvó un extremo de la boca de Piscis, al notarse sabedor  de la falta de identidad que disminuyó su presencia en ese mundo. Brindándole una ventaja que debía aprovechar. Sólo le correspondía hacer un movimiento insignificante, uno que podía voltear el trono con la mención de una sílaba. Él tenía ese favor de su lado, si bien fuera un arma de doble filo, debía empuñarla  aunque le sangrasen las manos.

Porque sobre todas las cosas, necesitaba salir de dudas.

—Me parece que en vez de hablar de mí mismo, señor Rinaldi, me gustaría saber sobre  usted —habló de manera persuasiva—. ¿Cuánto lleva casado con mi madre?

El rostro del italiano se contorsionó.  La corona cayó con el asombro de no proveer el primer ataque. Albafica no supo cómo recibir esa reacción, si sentir satisfacción en romperle la serenidad o saber que su origen empezaría a tomar forma delante sus ojos.

Lo sabía. Manigoldo y él, tuvieron razón. Era el hombre que había acompañado a la hermosa y excéntrica mujer aquella tarde en el café. La dama que, posiblemente, era su madre.

—¿Quién eres? —ordenó saber Rinaldi, con un tono que se confinaba en la autoridad, sin atisbes a abrir más su artificial paciencia.

Aguantando un par de minutos sin abrir la boca, Piscis impacientó al hombre que le miraba como si los ojos le hubiesen prendido en fuego.

—Eso debería  decírmelo usted —contestó en otro salto de astucia,  desapareciendo la extensión de las finas líneas de sus comisuras—. Me parece que sabe más de mí de lo que yo mismo sé.

La sensación de amenaza volvió a tomar posesión de sus pensamientos, cuando la confesión arrastró una calma que contagió al anfitrión, haciendo que éste volviera a cubrir su rostro de acero.

Sin expresión, más que una petulancia palpable.

—Oh, ya veo —razonó después de un largo segundo de espera. Alzó su mano, creando el movimiento de un abanico a su rostro, y como si tratara de darle forma  al significado de su propia situación, inquirió—: ¿Acaso podría  ser usted, el hijo bastardo de mi desleal mujer?

Touché.

No era una sorpresa,  sólo era una confirmación lo que ya eran paganas sospechas. Se preguntó si valía la pena buscar entre esa tierra muerta, fragmentos de lo que fueron sus raíces. Si era de merecer ensuciarse las manos, por aquellas personas que lo abandonaron en las engañosas manos de la muerte escarlata.

Poder. Amor. Deseos. Tal vez eran las palabras que podía otorgarle a Danilo Rinaldi. Aquel que estaba consagrado con una mujer que lo había engendrado  a él; el producto de un resultado pavoroso por simples caprichos carnales.

Una breve risa lo sacó de sus reflexiones, proveniente del hombre que  debió de responderse su oportuna pregunta.

—Sí…, tiene que serlo —se dijo a sí mismo con precisión destructiva. Mientras una sonrisa turbulenta se le dibujó en el rostro; no un gesto de diversión o placer, sino de cruel determinación—. El niño que ella dio a luz y llevó muy lejos para sufriera una muerte similar al dolor que sentía por serle infiel a su marido. —se volvió a reír con una inarmónica fuerza, que desorientó sus cuerdas vocales y los oídos de Albafica—. Sí, aún recuerdo.  —repitió de forma cadenciosa y suave. Denotando que era una persona culta que, sin embargo, dilataba una oscuridad que había en su interior y lo envolvía, como un calor implacable que escupe un mar de lava.

Guardándose en el silencio, con una opresión en el estómago, Albafica seguía las acciones del italiano que tenía como captor. Analizó su comportamiento, leyó sus expresiones y valiéndose de ellas, se armó de un poco de insolencia para decir:

—Y ahora que tiene en frente al niño a quien deseaban darle muerte, ¿es lo mejor que se le ocurre?

Rinaldi afiló  las líneas de su rostro, casi como si le pasara una navaja por el cuello.  Se recompuso al instante, respirando profundamente. Digiriendo el nuevo rencor que empezaba a tomar forma en su estómago, cuando le habló con profundo desprecio, denotándolo en la siguiente pregunta:

—¿Qué sabe usted de ella?

—¿Debería saber algo? —Albafica enarcó una ceja—. ¿Qué debería saber a parte del hecho de que me abandonó en un jardín de rosas envenenadas?

Entrecerrando los ojos, el anfitrión terminó de vaciar su copa de vino,  continuando la conversación con voz más suave como si saboreara las palabras.

—Esa no es la respuesta que debería dar un hijo que aparece después de veintiún años en una mansión idólatra a los deseos. —Tomó una pausa, dándose el tiempo para teñir su voz amargura. El santo percibió la ira que hacía vibrar el aire viciado, casi sintiéndolo  justo detrás de su oreja derecha o incluso en el cuello arrancándole la piel—. Me sorprende que haya sobrevivido. No, me asombra que haya llegado hasta aquí —Levantó la barbilla como para recalcar la incongruencia de su aspecto—. ¿Cómo no me di cuenta antes? —dijo, tras una asfixiante coma—. Si cuando los vi llegar, supe que ustedes eran diferentes.

Dejó que un seductor silencio se deslizara sobre ellos, en caso que Albafica deseara añadir algo. Pero no lo hizo. Por lo que el siguiente diálogo llegó tras una fracción de segundo, algo tan breve como interminable, porque era una pregunta que se había hecho a sí mismo. Una que ya había respondido sólo con la mirada de su prisionero.

—¿Irónico, no? —Movió la cabeza en un movimiento circular, como si estirara sus tendones dormidos—. Siempre que aparecen nuevos invitados estos están presos de pánicos, que a penas y pueden hablar. Y sin embargo, ustedes permanecieron tranquilos, como si lo hubiesen esperado desde el principio. Supe en ese momento que debía tener cuidado, y al parecer, no me equivoqué.  —Interpuso un punto en sus líneas, impasible, sosegado, que hacía juego con el luto de su naturaleza—.  No puedo cometer errores, y quizá después de tantos años, finalmente ustedes sean la clave que me falta para despertarla.

«Despertarla…», subrayó Piscis.

Se le ocurrieron varias respuestas, pero sólo fue capaz de decir:

—No lo permitiré.

Una leve carcajada barboteó de la garganta de Rinaldi, que llegó en diferentes escalas de volumen al santo por la barrera que lo inhibía.

—Todo lo contrario, mi estimado hijo bastardo, serás el fragmento faltante para que ella regrese a este mundo.  —afirmó, acabando con la  formalidad, cuando en su rostro se borró toda caballerosidad dirigida a él—. Almas consagradas con pecados son la fuente para estructurar su poder, su regreso.  Pero todas las que he le entregado han sido desechadas como basura. Se suponía que debían enamorarse, porque presumiblemente  cuando se está enamorado, empiezas por engañarte a ti mismo y acabando por engañar a los demás. Cometiendo esos actos ilícitos de lo que ella se vale. Sólo la de mi esposa fue capaz de despertar su rencor, pero no del todo su consciencia.  La belleza es un estándar exigente, supongo. —Rodó los ojos, haciendo una mueca con los labios—. Y pensar que madre e hijo formaran parte de esta cruzada, tan trágicamente lamentable. Lo que es para mí, una clara burla a mi nombre, por tener que tolerar el rostro de un mocoso que tuvo osadía de caminar por estos lares. Y más, cuando la obligué a abandonarlo engañándola que si te dejábamos en un hermoso campo de rosas, alguien te encontraría. ¿Es consciente que con su presencia provocó que ella  escapara, después que le vio en esa tarde de lluvia?

Los ojos del santo se abrieron, como si no creyese que el resultado de quién era, fuera por ese hombre de aspecto febril y falsamente amable. Endureció su rostro, de igual manera, no abría paso para las excusas. Para ninguno.  

Nunca se detuvo a tenerle odio, o tan siquiera rencor. Simplemente no existía para él, y sabía que eso era algo de mayor peso para una mujer que engendraba. Porque siempre el odio, venía arraigado de un sentimiento, y que su hijo no sintiera ni siquiera una curiosidad por su nombre, debía ser peor que cualquier cosa.

Apretando sus labios, Albafica evocó imágenes de la impecable figura de rostro terso de Hallie. Se sintió mareado por unos momentos y las mejillas le escocían como si le hubiesen propinado un bofetón. Temblaba de rabia con esa nueva verdad, en la que daba vueltas por las estrechas paredes que lo acorralaban.

 Lo que le estaba ocurriendo era demasiado para él. Si las palabras de ese individuo respondían a la verdad, era una prueba que superaba sus fuerzas. Las de cualquiera que vistiera el título de un hijo.

La voz persuasiva de Rinaldi regresó, como si la inexpresión que mostraba fuera la de una figurilla de yeso.

—Supongo que fue a buscarte. Pero no me importa, ella volverá. Y entonces, estaremos juntos.  —concluyó con una mirada desorbitada—. Son sorprendente las ruedas del destino, ¿no cree? A veces uno tiene el presagio, una sensación de que, por muy difícil y desalentadora que resulte la vida en común, estamos absolutamente destinados a seguir juntos, para siempre.

—Sólo es un maniático que vive a costa de sufrimientos de otro —respondió finalmente Albafica, sintiéndose asqueado por la declaración afanosa que sólo contraía obsesión.

—Un maniático con propósitos. Todos los tenemos en la vida    —replicó incesantemente, como si de repente, se tratara de un títere roto manejado por un maestro de obras que se ocultaba en las sombras—. Yo tengo los míos, y ella también. Hay pecados cuyo encanto brillan más en la memoria que en su misma realización, pero  al final de cuentas, sólo es pecado. Una falta de moral e irrespeto a la sociedad que yo Danilo Rinaldi pretendo erradicar todo ser que practique esa blasfemia. Crearé una utopía de santos, devotos a la fidelidad.

Se levantó de su puesto, apartando la silla y dirigiéndose a la cortina de color oliva que se ocultaba detrás de él.

—Ya que usted será el último sacrificio de la noche, me imagino que es un honor que le presente de quién será parte. Pero supongo que ya debe tener una idea  —reveló fríamente, asemejándose  a un barítono que había perdido sus compasiones a pleno canto, y sólo  expresaba el resentimiento que habitaba en su alma—. Ella traerá justicia. Y la justicia nunca debería crear dolor. Mucha equidad fue impartida en el pasado, y se ha vuelto objeto de culto. ¿Por qué ahora no debería ser así? Incluso usted mismo, pretende crear justicia viniendo hasta acá para salvar a estas almas contaminadas de traición.

Extendiendo su mano, para tomar la tela de extraña procedencia, Rinaldi arrancó la cortina de la barra que la sostenía y la arrojó al suelo. La sorpresa vino al guardián de los peces cuando en sus ojos, otra cámara, se reveló.

Los conductos que emergían de cada losa de piedra que encerraba a las  víctimas, incluyéndolo, iban hasta esa prisión de cristal que contenían el cuerpo de una mujer.  Era hermosa, demasiado para incluso definirla. Estaba desnuda y hecha un ovillo,  flotando dentro de ese estómago.

Albafica la reconoció, pero su sorpresa no le dejó pensar. Le paralizó el habla y toda palabra que acarreada a sus premeditadas reacciones. Sin embargo, cuando intentó concentrarse logró advertir como a los pies de ella, había otro artilugio de gran interés, no por el tamaño del mismo, sino por las cadenas que salían de éste y ataban a la mujer.

Y por encima de la prisión de cristal, una gran esfinge con rostro indescriptible reía con una risa misteriosa, como si hubiera leído el deseo huidizo por fin formulado que galvanizaba en su corazón.

En ese instante, una nueva extirpación de su debilitada energía fue arrancada de su cuerpo. Obligándolo a cerrar los ojos al sentir esa forma  descomunal, cargada de burla y poder, separarle de una gran parte de su cosmos cuando éste viajó por los conductos con una luz dorada, atravesando el salón con esplendor, para llegar hasta el lugar donde estaba su madre.

Cuando acabó, se derrumbó en sus extremidades encadenadas, muerto de cansancio con cada extirpación cósmica que le hacían.  Si seguía así…, pronto no lo contaría…

Su captor permaneció tranquilo, con una palma sobre el vidrio que brilló con un inmenso fulgor bruñido en oro. Apreciando como el poder del santo alimentaba a la mujer que yacía dormida dentro de la membrana de cristal. 

—Le dije que siempre volvía. —Desplazó lentamente su mirada a Albafica, hipnotizándolo con el simple hecho de poder que emanaba—. Hallie decidió liberarse de su error por dejarle con vida, y ofreció a ser el contenedor de la diosa Afrodita. Juntos la despertarán, y estarán juntos por la eternidad  —Sus ojos se convirtieron en insondables cuchillas—. Sus bellezas y traiciones son lo que necesita mi diosa. Es algo exigente en ello. Cuando le vio por primera vez, le anheló como ninguna alma que le he ofrecido. Ahora sabe todo de usted gracias a su energía, y como estamos conectados, me lo acaba de revelar.

»Inmune al veneno, ¿eh?, y aún cuando juró mantener el orgulloso legado de Piscis, se revuelca con un hombre que sólo deshonró la memoria de su maestro. Aquel que dio su vida por usted, ¿y es así como le paga?

Albafica no respondió, intentó rebelarse, no contra esas palabras sino contra su propio miedo que venía arraigado de una verdad de la que estaba huyendo.

—Supongo que detrás de todas las cosas exquisitas siempre hay algo trágico. —Se encogió de hombros con humillante tranquilidad—. Entiendo que ha tenido pasiones que le han asustado, que ha abierto caudales de terror cuyo simple recuerdo puede teñirle las mejillas de vergüenza…

La mano de Danilo pareció atravesar la barrera rozando la tapa dorada del cofre y,  tras soltar una gota de sangre de su dedo; una luz incandescente volvió a irrumpir con flamante vigor cegador.

—Pero ya no más… —finalizó—. Ella lo salvará de ese agujero. Le traerá su redención.

El salón se ahogó por la estela de luz dorada, cegando al santo que ignoró como unas cadenas emergieron del tesoro de Afrodita, como cobras conducidas por la flauta. Bastó un segundo para cuando direccionaron su objetivo hasta él, arremetiendo con súbita ferocidad.

Recorrieron en línea recta el espacio, atravesando la membrana como si fuera agua, llegando hasta su cuerpo, arrancándole la última gota de aire que le quedaba en los pulmones.  No gritó, y tampoco reveló una expresión. No tenía nada que mostrar, ya había perdido todo lo anterior.  

Bajó temblorosamente la cabeza, y vio a las cadenas de oro que estaban dentro de su pecho. Tratando de alcanzar algo mucho más que sus órganos;  anhelaban llegar hasta su alma.

De su boca el soplo de un gemido se escapó sin fuerza para llegar lejos, cuando  un lúcido rencor empezó a recorrerle por cada palmo de su ser. Una lluvia de emociones lo corroyó, quemando su sangre cuando deseos incontrolables de querer vengarse de los cielos inundaron su ser, ligado con pasiones bañadas en éxtasis que descontrolaron sus pensamientos.

La terrible ansiedad nació lentamente,  cuando  sus propios recuerdos se transformaban en sombras que se movían con una rapidez adversa.

—¿No dijiste que jamás olvidarías las enseñanzas de tu maestro, sus técnicas y soledad? —Esa pregunta gratamente seductiva se oyó en su cabeza—. Acabas de olvidar una de sus primeras reglas: No debías tener contacto con el mundo.

Sus articulaciones se revelaron a su mandato, empezando a temblar con una convulsión, que las cadenas parecían disfrutar.  Se resistió, luchando contra la avaricia que se propagaba dentro de él, como si unos dedos se enredaran en su mente, burlándose, al mostrarle las imágenes de la trágica muerte de su maestro. 

—¿Acaso no habías decidido ya el camino  de Piscis, ignorando la humanidad?

Una carcajada de sinfonía atrayente, se repartió en cada espacio de su mente, confrontándose al orgullo que estaba siendo herido.

—Legado de Piscis, ¡pfff!

Trató de morderse el labio para infligirse un dolor que le anulara toda terminación ilusoria, pero no sirvió de nada. A cambio, soltó un quejido cuando las cadenas se comprimieron una vez más, sedientas de arrancarle el alma del cuerpo.

Unas náuseas amenazaron con subir hasta su garganta, incitadas por el vórtice de desastre que estaba diluviando en su organismo. Detrás de sus ojos, vio imágenes de Manigoldo, tan rápidas que no podía atraparlas. Lo veía, su sonrisa, su imagen, su risa.  Se burlaba, se enaltecía de cómo había hecho caer al santo más hermoso en sus brazos. De cómo jugó con él en el bar de Calvera, en cómo se aprovechó de…

—Tu debilidad…

Jadeó sin aire, oponiéndose  a cada imagen transfigurada que surcaba cada línea de sus sentidos. Era como si esa entidad utilizara los hilos de sus momentos con la gracia de instrumento, con el fin de alterar la serena armonía que hasta ahora tenía. O eso se obligaba a creer.

No, no era así, no. Manigoldo sólo había planeado eso para…

—Divertirse contigo…

—Guarda… silencio —soltó con la escasa voluntad que le restaba—. No sabes nada...

—Sé mucho más de lo que te imaginas…  —le contestó ella con voz ufana, que parecía despertarle cara poro de su piel con cadencioso erotismo—. Tu sacrificio por él… Tu pacto roto… La deshonra a tu armadura, a tu sangre. Cuéntame, Albafica, ¿y él? ¿Qué deshonor hizo él por ti? —Una pausa que sólo recibió silencio—. Déjame responder esa pregunta por ti… Ninguna.

Negándose a aceptar eso, el santo activó la gota de  cosmos que le quedaba, y por un segundo, aplacó a la deidad que lo rodeaba como la fascinación de una araña cuando tenía a la presa entre sus redes. Por ese segundo, recordó como respirar adecuadamente.

Unas enredaderas nacieron de la porcelana, agrietando la superficie y escalar hasta la prisión de cristal que lo mantenía recluso. Por todas partes emergieron raíces plagadas de rosas, que se arrastraron hasta llegar hasta la cúpula de ese recinto, marcando su territorio, floreciendo su camino, liberando su poder.

—Impresionante.  —Aplaudió Rinaldi juntando sus manos, cuando desde lo alto la lluvia de pétalos descendió con gracia—. Tiene un espíritu orgulloso, fuerte, me sorprende que cayera en las sañas de ese malvado hombre que sólo lo obligó a romper su pacto. Parece que las rosas lo aman tanto, que desean protegerlo.

« No…, no es eso. Yo no estoy haciendo eso… —pensó, con la sangre latiéndole en los oídos con repercusión frenética—. Están… manipulando mi poder…»

Con ello, una nueva corriente embistió otra vez contra Albafica. Forzándolo  a chocar la cabeza contra la pared de hierro que lo subyugaba, o eso quería dar la impresión, porque sabía claramente que desde el principio aquel poder que los había paralizado en el castigo de Dina; era el mismo que le estaban administrando.

Las palabras regresaron, volteadas por las cadenas que despertaban a un sentimiento que estaba dormido. Susurrándole en  cada abertura que se escondía en  su cerebro.

“Él es el culpable, no tú.”

“Por culpa de Manigoldo de Cáncer, es que ahora tu maestro se avergüenza de ti.”

“Ese hombre te convirtió en lo que eres ahora.”

—Un pecado divino. —Esa última dejó eco—. Uno que yo puedo borrar… Ven a mí…

Absorbió bocanadas de pánico con cada respiración, cuando un repentino odio se apoderó de él, como si se lo hubieran suspirado al oído labios burlones. Las pasiones salvajes de una bestia acorralada se iluminaron en su interior, borrando lentamente cada porción de afección que sintió alguna vez.

Albafica sacudió la cabeza con fuerza, forcejeando contra los efectos que le estaban implantando. Se trataba de una parodia repugnante, de una infame e innoble diosa que sólo jugaba con los remordimientos de las personas. Que encajaba piezas falsas, con el sacrificio que otros hacían sólo para complacerse a sí mismos. 

—Tu sacrificio no lo valió…

De sus labios un farfullo salió con voz ronca, con los ojos cerrados luchando contra la risa que circulaba en su interior como si fuera sangre. Desfalleciente, quiso expulsar aquella pesadilla que lo estaba trastornando, avanzando hacia la última claridad que había en su alma.

—Manigoldo… —llamó con extenuante debilidad.

—¿Cómo puedes llamarlo mientras tú estás aquí, pagando por los dos,  mientras él se divierte en el baile?  

Abrió los ojos desmesuradamente.

Una imagen trasvoló a su cabeza, enfocándose hasta que el salón principal se tejió con evidente claridad. La música llegó hasta sus oídos, y vio a los músicos tocando unos compases de acuerdo a sus posibilidades para iniciar la danza. Entre la multitud de figurantes desangelados y, extravagantemente vestidos, Manigoldo danzaba como una criatura proveniente de ese mismo mundo.  Vio como las manos de éste acariciaban la espalda de una mujer, que poseía una piel de sereno marfil y ella le sonreía buscando unir sus labios.

—Sólo fuiste su juguete. Su diversión  —continuó la deidad—. Mira como toca a alguien que no eres tú… Dejaste a un lado a la sublime constelación de Piscis, por un hombre con él. Athena se debe avergonzar de ti…

“Has fallado, has fallado”, pareció hacer retintín tamboreando cada espacio de su poseída mente.

—Le fallaste a Athena, a la orden, y sobre todo,  a tu maestro, Lugonis

—M…aestro…  —murmuró Albafica, y ese nombre pareció despertar las lágrimas que se ocultaban en la comisura de sus ojos, agrietándole.

—¿Cómo te llamas  santo, cuando deseaste sentir la humanidad arriesgando la vida de otro?

Tenía razón… Había puesto en peligro la vida de Manigoldo, le había regalado un voto de muerte y, por si no fuera poco, había roto su pacto de sangre. Su alma, desde luego, ya tenía una mancha mortal.  No  había expiación posible; y si bien el perdón fuera permisible, el olvido no lo era…

—Yo puedo eliminarla…

Una afirmación que, por un segundo creyó, y abrió un vacío al que no sabía ponerle nombre. Ella, finalmente, logró alcanzar su alma. Y con un último ultraje guarnecido de palabras labradas en mentiras, la mente de Albafica se posicionó en las manos de la diosa.

Su mirada fue perdiendo brillo, hasta que sólo parecieron dos luceros de cemento.

Dejó de luchar.

 Los brazos cayeron laxos a sus costados cuando las cadenas se liberaron, tanto las reales como las divinas, abandonando con sortilegio su cuerpo. La sangre que le corría por las venas pasó de ser hielo, a ser fuego, materializándose  en su rostro; revelando la maldición de las demon rose en aquella marca violácea que se expandió en su piel.  

La marca de la sangre demoníaca, palpitaba enfurecida, engañada por las influencias divinas.

La esencia seductora y socarrona de Afrodita se alzó al aire, siendo compartida por Rinaldi que observaba como el santo se levantaba y hacía aparecer una rosa negra en su mano derecha.

Los tubos que estaban atiborrados del cosmos de Albafica, estallaron con estruendo, agrietando las paredes forrada por la piel de rosas que cubrió todas las lápidas de los desafortunados.

¡Qué fácil había sido jugar con una mente que ya cargaba sus penas!

Ahora, podía disfrutar de la exquisita alma que ponía la última pieza del rompecabezas  en su lugar. Después de tantos años de consumir insignificantes pecados influenciados por su poder, llega uno que, voluntariamente había caído en las redes de las pasiones carnales. Tal y como su encantadora Hallie.

Eso era lo que le faltaba.

¿Cómo no se dio cuenta antes?

Lo único que necesitaba, era una voluntad que había decidido romper toda regla, todo pacto, sólo para estar con una persona que le alegaba correspondencia.

Se oyó proferir un rugido, cuando las láminas de vidrios que lo encerraban cayeron hechas lluvias a sus pies, gracias a los dientes de la flor ennegrecida de odio.  La barrera ya se había disipado, dejando sencillas placas de cristal, que brillaron como diamantes en el aire.

Albafica bajó de un salto de la plataforma, dispuesto a  pisotear a la víbora que le había inyectado su ponzoña. Se acercó lentamente a Rinaldi que le esperaba con los ojos enardecidos de emoción, y el placer vino a él, cuando la rodilla del santo se hincó frente a él.

—Lo hemos logrado, mi amado Danilo…

—Sí, mi querida —respondió éste, y luego se dirigió al caballero que esperaba frente a él—. Ahora ve, y tráeme la cabeza del culpable de tu deshonra. Con ello, usted despertará a la divinidad Afrodita. Su pecado, de haber traicionado al gran ideal de Piscis al caer en la tentación mundana que se le tenía prohibida, será finalmente perdonada al convertirse en el sacrificio que necesito para regresar a la diosa más hermosa. ¡Aquella que fue humillada por los dioses por la infidelidad y que fue utilizada por el dios Ares!

Continuará.

 

Notas finales:

Imagino que para nadie debió ser sorprendente que Afrodita era la diosa, ya que el cofre era de ella(¿?) –fucklogic–. La idea vino cuando leí la pelea de Dégel con Poseidón y los malditos cofres que siempre tienen las almas de esos dioses. Incluyendo Thanatos e Hypnos.

Por eso dije… arrojé pistaaas jajaj

Debo recordar que Afrodita se acostaba con Ares (en la historia mitológica), y fue atrapada con una red mágica por Hefesto quien los exhibió ante todo los dioses para que vieran la deshonra de su esposa.

Cuando estaba aburrida en mi casa sin internet, empecé a pasar las páginas del gaiden de Alba-chan y me di cuenta de tres cosas:

1- Albafica es muy influenciable a pesar que al final ordene sus prioridades y se  recuerde quien es.

2- Esa sensual marca en el rostro que se ve en 3 ocasiones. La primera, cuando Shion habla con Dohko  de Albafica cuando éste peleaba con Minos. Las otras dos se vieron en su gaiden, y una era cuando se estaba enfrentando a Luko que se le aprecia la marca en el rostro.  Quienes no se percataron está en el capítulo 7, página 4, imagen 4 xD  No sé, se le ve sexy, quizás sea porque es Albafica o soy yo y mi fetiche hacia los personajes con marcas en la cara.

3- Albafica se desmaya con facilidad(¿?) jajaj. Hasta Luko le hizo perder el conocimiento en menos de 3 minutos, así que con un desmayo del gaiden de Alba y que los separen del gaiden de Mani; se obtuvo el resultado final de este capítulo…

Agradecimientos a: Britzy, kat-dreyar, Cloud122, LiNi.02, pequebalam, Luisa, ScarletRose y mi loquilla Alhaja por dejar sus comentarios en la historia.

Créditos: Detrás de todas las cosas exquisitas siempre hay algo trágico de Oscar Wilde.


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