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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

Aclaraciones: Bien, hubo muchas dudas en el capítulo anterior, por lo que tomaré este espacio para resolverlas.

1- Cuando Afrodita le muestra a Albafica una imagen de Manigoldo bailando en el gran salón, eso fue una ilusión. Manigoldo está actualmente en el invernadero.

2- Para la prisión de Albafica, era una barrera hecha por el poder de Afrodita. Las prisiones eran similares a como lo era la de Seraphina. Recuerden que ese niño tiene la poderosa Piraña Rose, que puede destruir cualquier cosa así que meterlo en una cárcel normal sería "Ajá… ¡es un santo dorado! Y no, esto no es el clásico, donde los dorados son inútiles XD. Así que para evitar cualquier escape (ya que Afrodita sabe que no son normales) lo inmovilizó dentro como lo hizo en el anfiteatro, con la membrana, barrera, como deseen llamarle.

3- ¿La madre de Albafica era la que estaba dentro de la prisión?
R: Sip. Rinaldi cuando dice que ella se había escapado, y que «ella siempre vuelve» fue un juego de palabras. Quizás debí explicarlo mejor, pero el hecho es que, ella si escapó pero Rinaldi la buscó y la metió dentro de esa celda para ser el contenedor de Afrodita.

4- Otra cosilla, es una aclaración solamente del primer capítulo. Me llegó un comentario donde una chica decía que el fic carecía de sentido por los primeros capítulos, ya que el bar de Calvera estaba en México. Para responder esa duda si alguien más la tiene, con gusto lo haré:

Tomé varias referencias cuando hice que el bar de Calvera fuera en Grecia: La primera, es que Shiori nunca especificó si Kardia estaba en México. Y si lo hizo, no me di cuenta. Por lo que, puedo decir en otro giro de la situación, lo sigo viendo de otra manera. Ejemplo, dicen que estaban en México por la decoración, sé que en las wikis dice "en un lugar que se parece a México", pero reitero que yo no lo vi por ese lado. Para mí seguían en Grecia, porque "vamos a pasear a otro continente" es algo que sea de Kardia, no sé, no me convenció en su totalidad. Y teniendo en cuenta que como en todo país siempre habrá restaurantes con costumbres extranjeras, italianas, mexicanas, etc, me fijé por esa tangente. Que seguían en Grecia. La verdad sería gracioso imaginarlo hablando español jaja tanto a él y la pequeña Sasha que aun no empezaba su adiestramiento de diosa. Manejar los idiomas siempre será algo divertido de subrayar. Otro lado a explicar, el del Albafica ebrio: En muchas partes, se han pintado a los Escorpianos y a los Piscianos, como inmunes al licor por el veneno que ellos manejan. Y como siempre, mi lado se reclina en otra área: Ellos siguen siendo humanos. Quizás puedan tener más resistencia, inmunidad o, el típico "1+1=2". Que fue lo que yo hice con Albafica, que la dosis extra aumentara la rigidez de su veneno.

Si alguien lo vio de otra manera, está excelente. Ya que vivimos en un mundo donde cada uno pisa distinto :)

No tengo problemas para solventar dudas, los MP están para eso.

Si pasé algo por alto no duden en decirme, somos humanos después de todo.

Noche de tragos.

Capítulo 13.

El rostro del enemigo.

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Manigoldo había caminado entre el entresijo de lápidas que desfilaban en aquel solitario cementerio, oyendo a los murmullos agitarse en las sombras, aquellos que rozaban hasta los esqueletos con su estupor. Más allá, se alzaban los páramos que rodeaban el invernadero, cubierto por una red de hiedra que se tejía como una sátira telaraña.

A diez pasos de su objetivo, Manigoldo escaneó el lugar.

Los vidrios parecían de doble complexión y un recubrimiento ahumado impedía ver el interior. Las enredaderas abrazaban cada palmo, como si desearan consumir y ocultar lo que fuera que escondiese. La puerta estaba cerrada con bisagras blancas, cubiertas de lágrimas de óxido, pero si juzgaba por la limpieza del pomo, era usada constantemente.

Eso le disparó la vena de la ansiedad dentro de él. Necesitaba averiguar qué rayos había ahí, qué gato estaba encerrado en ese lugar y maullaba por ser libre.

Sus pasos fueron firmes, sonoros, con esa altivez que lo caracterizaba cuando reunió todas las almas que paseaban desesperadas, convirtiéndose en un sobrenatural ejército que aguardaba por sus órdenes.

El extremo de su labio se levantó y por ese momento, se sintió feliz de poder liberar la congoja interna que tanto le contrajo las entrañas. La noche siseaba como un podrido enjambre, acechándolo, gruñéndole entre los árboles, mientras se iba contra todo en ese momento.

Liberó una poderosa patada contra la puerta de cristal y ésta crujió con un chillido, hasta que partículas de vidrio estallaron, siendo arrastras por el aire con el estrépito del sonido roto zumbando.

Un especie de aliento cargado de un olor fétido exhaló desde el hueco a lo que había reducido la entrada, al instante en que goteaba pequeños cuarzos que llovían como si fueran diamantes. Manigoldo miró hacia atrás, y todas las volutas de luz que condensaban la esencia de las almas, se mantenían en espera.

—Parecen ansiosas —Sonrió—. No puedo juzgarlas, hay muchos traseros que patear y poco tiempo.

Con la capa ondeante en su espalda, el santo se introdujo lentamente al invernadero, cuidando sus pisadas, alerta a los sonidos, siendo respaldados por aquellas esencias que él mismo les dio personificación.

En el interior del invernadero habitaba una oscuridad siniestra, que incluso las agujas de luz que la luna derramaba eran incapaces de disipar. No se vislumbraba zonas teñidas de color, ni otras tonalidades salvo del pesado negro.

En el aire flotaba el aroma de tierra fresca, rezumando humedad, mezclado con un sahumerio de pudrición como carne en putrefacción, que tuvo que obligarse a taparse la nariz.

—Entramos al nido donde guardan las mierdas —dijo—. Literal.

Desde la cúpula de cristal, espirales de vapor danzaban en su campo de visión que sólo era provisto de negrura. No era un recorrido largo, pero en ese momento tampoco era fácil. El viento, que empezaba a levantarse, hacía tabletear algunas ventanas y se oían silbidos por los orificios. Nada se oía en ese hermético lugar, siluetas serpenteaban en las sombras, susurros parecían escabullirse por los rincones, y caminando a tientas sintiendo bajarle una gota de sudor por la sien, Manigoldo sintió el roce de algo áspero situarse en su oído:

—¿Asustado, muchacho?

Dando un respingo, ahogando un grito, Manigoldo se encontró con el alma en los pies cuando reconoció la voz.

—¡Maldita bruja! —gritó, casi tartamudeando—. ¡Estuve a punto de quemarte viva!

Liselotte rió con esa agrietada sinfonía, aquel vestigio de sonido que sólo un saxofón roto podía producir.

—Déjame recordarte que estoy muerta —hizo énfasis, haciendo que las líneas profundas de su rostro hicieran sombra en la oscuridad.

Sacándole el dedo medio en un gesto obsceno, el italiano se enderezó y aumentó el poder de las llamas de las almas con su cosmos, creando una red de pequeñas volutas que fueron expandiéndose hasta que finalmente los objetos tomaron forma.

Un terreno inhóspito no era lo que precisamente se esperaba; con más lápidas en el interior.

Sintió un ligero sabor a decepción bajarle junto con la saliva, y sólo para asegurarse, recorrería el lugar para solventar dudas. Decidió hacerlo rápido, cada segundo contaba y no sabía en dónde estaba Albafica. Confiaba en él, pero habían desarrollado cierta intimidad que ya era protección propia.

Fue la voz de la anciana Liselotte la que lo trajo de nuevo a tierra.

—¿Dónde está Albafica? —quiso saber—. Sino está cerca del amuleto que les di, no podré protegerlo.

Sin parecer sorprendido, el caballero de Cáncer recordó las palabras que la bruja esquinera les había dicho antes de partir a la mansión.

"Hay algo que quiero darles, antes que partan. Es la última ayuda que puedo ofrecerles."

—Así que para eso era ese feo collar. Nunca nos dijiste por qué querías que lo lleváramos. Albafica se lo puso una sola vez —respondió, rodeando con la mirada todo el lugar, sin encontrar más que muerte pestilente por cada rincón. Volvió la mirada a Liselotte y añadió letras a su respuesta—: La verdad, no sé dónde está, pero planeamos que esto sucedería tarde o temprano.

—Un minuto, mocoso —Liselotte apareció en frente de él—. ¿Cómo que no sabes? ¿Eres tan siquiera consciente de la mierda que tienes embarrada con esta situación? —Su voz sonó alarmada—. El collar era para hacerlos invisibles antes los ojos de ella, tiene la mitad de mi esencia, lo cual serviría para que los pasara por alto.

—Nos hubiera servido esa información antes —contestó él despreocupado, sin darle sentido a la tuerca de alarma que la anciana destellaba con luz aforada. Se metió la mano en el bolsillo debajo de la armadura y sacó la pequeña gargantilla—. Hoy estuvimos hablando toda la tarde, y como Albafica dudaba ponerse de nuevo el vestido, me dijo que la llevara conmigo. Sabía lo importante que era para ti y quería entregártela. Como ya no puede verte, por eso me la dio. Además, saco de arrugas, nos dijiste que lo lleváramos con nosotros pero nunca dijiste qué mierdas hacía. —Enarcó una ceja, y al notar algo importante, destacó—: Por cierto, ¿cómo es que estás aquí? —Miró los anillos que ensamblaban el oro de la prenda—. ¿También es por ésta cosa?

Ella asintió, mordiéndose el labio.

—Ruega a los dioses que Albafica esté bien, o te cortaré por partes para colgarte de mi techo.

Manigoldo sonrió.

—¿Y desde cuándo ese afecto por Alba-chan?, si se entera que estás subestimándolo no le sentara bien en el orgullo. —Siguió adelante—. Ahora quítate, tengo trabajo que hacer.

—¿No te preocupa?

—Vieja —Su voz tuvo una tilde exasperada—, Albafica puede tener apariencia de mujer, belleza altamente levantadora de máquinas de hijos, pero tiene más de dos penes y cuatro pelotas entre las piernas. Sabe cuidarse solo y, si le tocara pelear, yo sería un estorbo para él por los métodos de su poder.

—Bien, al parecer subestimé a los mocosos. —Una extraña tranquilidad resbaló por el rostro de la mujer, y no tardó en compartir la expresión que se plasmaba en el santo—. Y me perdí la segunda luna de miel.

La sonrisa se hizo más profunda en el rostro de Manigoldo, mientras siguió escrutando cada rincón, cuan más avanzó se encontró con filas de agujeros que escondían cuerpos en descomposición. Eran incontables, algunos ya estaban momificados y otros parecían recién arrojados.

—Al parecer estamos en los desechos de la mansión. —comentó, al momento que un sonido metálico rompió su formación de silencio y lo alertó.

Esperó unos momentos más, dejando espacio para que llegara y tal como predijo llegó; un silbido, una especie de grito amortiguado que pedía auxilio.

—¡¿Hay alguien con vida aquí?! —Oh, qué gran línea, Manigoldo. Se sintió estúpido al decir aquello, pero su sentimiento no perduró demasiado cuando obtuvo una respuesta, otra vez el sonido que pedía ser escuchado.

—Parece que viene bajo la tierra —se dio cuenta Liselotte, observando como el santo corría en dirección al sonido, tratando de ubicarlo entre las tantas almas que abandonaban los cuerpos y se unían a él.

Serpenteó entre los agujeros, ignoró el penetrante olor, y cuando volvió a escuchar la voz, encontró una lápida sin inscripción. Se quedó perplejo unos segundos, una losa sin nada le dio cierta ansiedad por aquello que se oía desde lo bajo.

Parecía recién puesta, y la tierra que estaba removida era su mensaje de ello. Sin duda había sido manipulada recientemente. No dio tiempo buscando una herramienta que le ayudara a mejorar la tarea, la impaciencia, acoplándose a su ritmo con su ansiedad dieron rienda a sus manos cubiertas de oro para extraer las piedras como un profanador de tumbas.

Lo hizo rápido, lastimándose los dedos descubiertos pero el dolor no hizo aparición de momentáneo instante, cuando una lámina de cemento obstruyó su excavación. La sonrisa que se le expandió en los labios se hizo grave, y sus ojos brillaron en la oscuridad.

—No soy hombre de formalidades —dijo, y en su mano una llama azul brilló—. Tampoco pretendo ser un héroe, así que acabemos con esto rápido.

El gran Kisōen consumió las flamas de las almas que se ofrecieron en su palma, haciendo que en un instante o cientos de segundos más tarde, la explosión que se avecinó fue como un trueno sin tormenta que tuvo su liberación sobre la tierra cobijada por la lápida, haciendo que todo se volviera piezas de escombros.

En el aire quedó el eco del ensordecedor sonido, hasta que las cenizas junto con el polvo, se disolvieran en la nada.

—Yo hubiese preferido permanecer encerrada —dijo Liselotte desde su espalda.

—Cállate, no me iba a poner a levantar esa mierda —se quejó regresando la vista a los residuos, y se percató de algo inusual.

No se encontró con alguien atado debajo, ningún muerto "viviente" o alguna otra cosa que se asemejase. A cambio, se topó con una escalera de tierra que descendía a una telaraña de sombras.

—¿Qué mierdas?

—Lo mandaste volando —Sonrió la anciana que lo acompañaba materializada.

—Arrugas mal trazadas, dame una razón más y te usaré para mi siguiente explosión. —advirtió, notando la sonrisa en su cómplice—. Sírveme de algo y alumbra allá abajo, no quiero caerme de culo.

—Al menos, me gustaría escuchar un "por favor" de tu parte. —reclamó, mientras ya descendía, reduciéndose a una gran esfera y guiándole el camino.

Las paredes fueron iluminadas por la tenue luz parpadeante, develando con ofuscases trazos el descenso de diez escalones de tierra. Los gritos eran más audibles, y cuando llegó al final, se sorprendió al ver una hilera de celdas flanqueándolo.

—Mierda —fue lo único que dijo.

Empujó sus pasos hacia delante, y gracias a la ayuda de la anciana, ésta encendió todas las antorchas que estaban incrustadas en las paredes.

—Alguien... por favor... —se oyó el siseo de una voz quebradiza, ya desvaneciéndose.

Manigoldo se apresuró a llegar a esa celda, una que se encontraba a un palmo de distancia, en ese túnel que albergaba a más víctimas de aquella pesadilla. Giró sus pies, y agarró los barrotes que parecían hechos de hielo y se enfocó en ver el interior.

Al final de hueco, había un sujeto que permanecía encadenado de pies y manos, ladeaba la cabeza por simple movimiento, y de su boca se despeñaba un hilo de sangre.

—¿Acaso eres... —No llegó a formular la pregunta—, Cazzaniga?

Éste respondió al apelativo de su nombre, y temblorosamente subió la cabeza.

—Tú eres... —suspiró, con una mueca en sus labios cuando intentó moverse—. Eres el hombre... de esta mañana...

—¡¿Cómo terminaste aquí?! —Las preguntas se amontonaron en su lengua, y no se molestó en ordenarlas—. ¡¿Dónde está Dina?!

Él pareció sonreír en una pena miserable, haciendo que un par de gotas convertidas en pequeños diamantes salieran de sus párpados, desplazándose por sus mejillas.

—Ella se fue... —Ahogó un gemido de dolor—. Ella...

—Ya —dijo Manigoldo, entendiendo el resto—. Te sacaré de aquí.

Encendió una vez más su cosmos y antes de hacer otra cosa, Liselotte apareció sobre él dejando caer unas llaves en su palma.

—Usa mejor eso —aconsejó—. No vayas a despertar a los muertos con otra explosión.

Enmarcando una curvatura de cejas, profundizándolo con un chasquido de lengua, Manigoldo introdujo una de las llaves en el gran cerrojo oxidado. Tanteó unas dos veces más hasta conseguir la correcta, cuando ya estaba a punto de perder la calma y mandar todo a la mierda. Pero lo logró, y la puerta de la celda se abriera con un quejido de sus bisagras.

Rodando la vista por el lugar, encontrándose más que simple cuatro paredes llenas de suciedad y sangre, el santo liberó del suplicio materializado en cadenas que ataban al caballero Boris. No tardó demasiado cuando se derrumbó en el suelo, como si la única fuerza que lo había mantenido incorporado eran la fuerza de las cadenas.

—Oye, no es tiempo para cargar con bellas durmientes —Manigoldo lo zarandeó por el hombro, y al apartar su mano notó que la tenía llena de una sustancia mate de color rojo oscuro.

Gruñó una maldición y miró sobre su hombro viendo a Liselotte detrás de él, expectante.

—Tengo una idea, pero necesito tu ayuda.

Ella asintió y esperó las siguientes palabras que parecían en pausa, gracias a un silencio que parecía insistente.

—Aquí las almas pueden tomar forma corpórea, lo suficiente como para solidificar su cuerpo, supongo que se debe al poder de esta mansión de quinta. —Volvió la mirada a Boris, y al levantarle la camisa, las heridas de los latigazos seguían vigente—. Absorbe esa energía y atiende aquí al ceniciento, yo saldré a buscar a su princesa —Hizo una pausa y sonrió—, y a la mía.

—Si hago eso, el campo que tengo sobre ti se disolverá.

—No importa, todo acabará esta noche. —Se puso de pie, para echar a andar sus pasos fuera de la celda, necesitaba verificar las restantes cárceles.

Resignada, a sabiendas que no iba a lograr nada discutiendo, Liselotte cerró los ojos, y toda la energía canalizada en las paredes entró a sus poros. Su piel se hizo más blanca, sus arrugas más lívidas, su rostro más perfilado y su cuerpo menos encorvado.

Manigoldo le palpó los hombros y asintió.

—Bien, has lo tuyo. —Se dio vuelta, y así caminó fuera de ese cuchitril que apestaba a diablos.

Afuera, el panorama no cambiaba de asqueroso patrocinador. Las mismas cuatro paredes con barrotes, salvo que la mayoría tenían a sus residentes muertos, esqueléticos e irreconocibles. Revisó cada una y sólo se topó con el mismo sabor a acre aromatizado con cruda decepción.

Sólo le restaba la que estaba en fondo, contigua a una puerta de madera atrapada entre las redes del moho.

Aproximándose, el desagradable olor volvió a hundirse en sus fosas nasales y esta vez lo ignoró por completo, cuando su vista, capturó la silueta de una mujer desnuda y demacrada tirada en el suelo detrás de las barras de hierro.

Sus ojos estaban abiertos, sin vida, sin mirar a nada, mientras lágrimas secas descorrieron ya su exiguo maquillaje.

Era Dina.

Apretó sus puños y quiso incrustar su cabeza contra la pared, queriendo saldar la culpa que se astilló en su pecho por haber subestimado al enemigo. Iba a matar a Rinaldi, a ese pavo de granja le iba a arrancar las plumas y lo iba a freír vivo.

Pensó que cargar con su cuerpo en ese momento, donde cada segundo valía oro, era arriesgar el pellejo que no estaba dispuesto poner a la venta. Después vendría a recoger el cuerpo de Dina, y le daría la sepultura que merecía porque era obvio que no la metería en aquellos miserables huecos donde guardaban a sus desecaciones. Debía seguir, aunque estuviera ciego de rabia, aun cuando deseaba destruir todo ese maldito lugar, tenía que descubrir porque extraían la vitalidad de las personas.

Dio un paso hacia atrás, sin apartar la mirada de ella, tratando de armar ese acertijo de volteadas palabras. Arriba habían almas desechadas, ahí abajo, ¿la verdadera fuente?

Fijó su atención en la puerta que estaba a lado de él, compuesta de una madera que parecía vieja de cansancio. Tenía grietas y diminutas aberturas donde se escurrían pequeños insectos, cubierta de una fina capa de telaraña vestía el pomo y, girándolo lentamente, éste cedió ante él.

Una nube de polvo suspiró desde el interior, junto con el mismo sabor a rancio y muerto.

Se preguntó si valía la pena meterse en ese nido de ratas sólo para curiosear. Para saber si haberse separado de Albafica valió la miserable pena de nada más haber salvado a Boris.

Tomó una de las antorchas para iluminar el lugar, y gracias al fuego vasto, se encontró dentro de un minúsculo cubículo que conservaba pilas de cajas, y más basura repartida que se sumergía en el polvo.

Una mesa yacía apoyada contra la pared, con una vela que había llorado su último cimiento. Había más tierra y redes de hilos blancos sobre un candelabro que parecía consumido quizás por la burocracia del tiempo. En su mejor era debió brillar, en la peor, sólo era un pilar para nidos de insectos.

Caminó hasta la mesa, acercando el fuego para que difuminara la oscuridad y le diera claridad a lo que creía que era.

Habían unos pergaminos en una esquina, mal enrollados y arrugados. La curiosidad, la más común de las relaciones, pudo más que él, así que a continuación, estiró su mano para alcanzar el que estaba clavado a la mesa. Empujó el papel con cuidado, tratando de no romperlo cuando éste se deslizó entre sus dedos, enviando una fricción rasposa a sus términos sensitivos.

Desdoblándolo finalmente, las líneas que había encima a penas y alcanzaban a leerse. La tinta quizás había acabado de jubilarse y ahora sólo el vestigio de su existencia pisaba el papel.

Forzó la vista y leyó unas palabras en griego. Al principio parecían garabatos, hasta que uno tomó forma y las curvas cobraron un vago significado.

¿El sello de Athena?

Acercó más el fuego y por espacio de un minuto trató de darle forma a esos trazos que no dirigían ningún sentido. Contiguo a él, una piedra de carbón parecía cómplice en el ofrecimiento silencioso de ayudarlo. La cogió, era del tamaño no menos de su puño, lo cual sirvió cuando la desmoronó entre sus dedos.

Los trocitos cayeron en el pergamino como una suave lluvia matizada de negro, elevando un pequeño vaho que parecía el aliento de los espectros que paseaban por el inframundo.

Pasó la palma sobre la superficie, rellenando los huecos vacíos que una vez gozaron de tinta. Al cabo de un minuto, aquellas desfiguradas líneas se unieron en una forma consistente; mostrando una figura singular.

Eran partes que se ensamblaban, contorneando el metal divino que le hizo tragar saliva al santo. A lado de ésta, había un pequeño párrafo en griego que citaba un cántico de muerte a los dioses y más abajo, escrito en grafito, había un mensaje claro y conciso:

«Ella juró vengarse por su humillación, y es porque ello que su amor corrompido, traerá destrucción»

Manigoldo entendió. Rinaldi iba a despertar la armadura de Afrodita.

Su cara se vació de toda expresión.

Un ruido pareció sisear desde lo alto, aumentando sus escalas, haciéndose notar cuando un fuerte estrépito azotó sus oídos.

Esbozó una sonrisa. ¿Tan rápido lo habían descubierto?

Tomó los planos con rapidez, y los ocultó bajo su brazo, saliendo con rapidez de esa habitación antes de ser arrinconado como una rata en su propio escondite. Escapó de esa boca de oscuridad adentrándose a las mazmorras, con unas llamas que ardían inquietas, frenéticas, por el viento apestoso que aumentó su escala y parecía absorber todo el oxígeno limpio de ese lugar.

La celda donde estaba Boris era la única donde salía un fuego tenue, tímido, como si temiese darse a conocer y eso sería la fecha que pondría fin a su exiguo calor. Liselotte estaba arrodillada junto al caballero, le había quitado los harapos a lo que se había reducido su ropa y limpiaba cuidadosamente los profundos surcos que hacían su terreno en la piel.

—Vieja, tenemos compañía.

Ella no pareció sorprendida. Se veía más fuerte, más vigorosa, más real, mientras con sus arrugadas manos mantenía la labor que se le había asignado.

—Te lo advertí… —iba a decir, antes de ser interrumpida por Manigoldo.

—No hay tiempo para sermones, escúchame —Se le arrodilló a un lado y su capa barrió el árido y mugriento suelo—. Ya sé porque la mansión absorbe las almas, pero no diré los detalles ahora. Quiero que te quedes con esto, no vayas a perderlo de ninguna forma —Le cedió los pergaminos con urgencia—. Quédate acá, cuando termines, vuelve a tu modo ese…, no sé, ¿de alma? —Señaló al inconsciente Boris—. Para que uses la brujería que hiciste conmigo, para proteger al fortachón éste.

—Le estás dando demasiadas tareas a una muerta —Alzó una ceja—. ¿Qué harás tú?

Sin responder, levantándose con esa sonrisa sencilla que vaticinaba su instinto de guerra, él la miró.

—A recibir a nuestros invitados, por supuesto. —El brillo de sus ojos se tornó de color, afilándose como un cuchillo de sierra—. Y a buscar a mi esposa.

Liselotte sonrió. Si Albafica se enteraba que Manigoldo se refería a él como una mujer ligada a un lazo matrimonial, le encantaría ver como ese italiano terminaría en una cuna de espinas.

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Escaló en números pares el pequeño tramo de escalones, tocando la superficie como si hubiese estado en el mismo intestino de la gran M.

Cuando logró alcanzar la superficie, una nube de gas lo recibió, tóxica, asfixiante, quemando las vigas y los soportes del invernadero en unas zonas, que el peso ya cedía ante ellas.

Otras partes se derretían, goteando, convertido en resina fresca que no le dio buena espina. Si esa cosa se venía sobre él, Boris tendría una bonita forma de morir al ser enterrado vivo.

¿Qué clase de gas era ese?, era demasiado sanguinario, para repasarlo dos veces. Había borrado los alrededores e irritaba los ojos, dificultaba la respiración y trancaba el habla.

Trató de calmarse, entender la situación.

Bastó que pasaran unos segundos cuando una silueta emergió de la pesada nube que absorbía todo con sus sañas. Manigoldo se puso en guardia, y cuando los filtros de luna iluminaron el rostro de aquella persona, el mundo pareció detenerse.

El nombre se le atoró en los labios, más aún, cuando una rosa cargada de espinas mortíferas le rozó el rostro a una velocidad inverisímil. Ni siquiera pudo moverse, cuando oyó la rosa incrustarse en la pared que se levantaba detrás de su espalda. Por un momento, no logró ubicarse en el contexto de la situación, la sorpresa le había paralizado las piernas, nublado el pensamiento y no se movió de su lugar mientras trataba de darle volumen a su garganta.

—¿Albafica? —Finalmente la voz abandonó su boca. Y aunque lo nombró con convicción, las palabras le temblaron.

Su vista parecía engañarlo, quería que así fuera, porque no era idiota para irse de lleno a unos brazos que estaban envenenados. Con sólo verle bastaba para arrojar muchas hipótesis al aire, rodeadas de una constelación de infinitas incógnitas. La persona que tenía en frente, lucía como Albafica, tenía su rostro, su porte, su poder... pero había algo dentro de él, algo oscuro y retorciéndose, que mancilló sus ojos de una severa determinación, borrando su identidad.

El brillo que destilaba; era un augurio de muerte.

—¿Quién eres? —preguntó, sintiendo el pequeño hilo de sangre bajar por su mejilla.

Una risa se escuchó de los dulces pétalos que eran los labios de Piscis, borbotando una cruel ironía. La marca que tenía en el rostro cobró más intensidad, como si estuviera hecha de sangre cuando el flequillo celeste se apartó. Y mientras abría los ojos la sombra de una sonrisa cruzó por sus labios, como si hubiera estado perdido en algún sueño placentero.

Albafica lo observaba, su cosmos estaba enardecido de odio, sed de venganza y muerte hacia él. Y al dar un paso al frente, hizo que el techo de vidrio que estaba sobre sus cabezas se redujera a una lluvia de cuchillos de cristal.

Protegiéndose con su brazo cubierto de oro, Manigoldo difuminó toda expresión y entendió lo que tenía en frente.

El rostro de la deidad. Afrodita.

—¿Estás seguro que quieres hacer una guerra de mil días en este lugar?

—¿Mil días? —La voz salió distorsionada, con un eco ahogado en una metamorfosis femenina y masculina—. Esto acabará en este momento.

Estiró su mano hacia él, y una enredadera de inmensas púas se envolvió como una boa en su brazo, perforando su ropa y su piel, absorbiendo su sangre, para posteriores segundos, aparecer una demon rose en su mano tintada de escarlata.

—Sólo eres un dios alimentándose de mierda —escupió Manigoldo, tratando de elegir cuál sería el paso siguiente, si es que le quedaba alguno—. Devuélveme a mi compañero.

Una sonrisa más grave hizo su terreno en las comisuras del santo de Piscis.

—Pronto tendré una forma completa, después que termine de ensuciar esta alma con tu muerte —Seguía sonriendo, portando un aire de seducción que se respiraba al mortífero sabor a las atrocidades del abismo—. Sólo introduje una pequeña parte de mí dentro de este chico, y aunque lo mates, le arranques el alma, no me harás nada. Ya él me pertenece. —Hizo una pausa, lenta, pasiva, batiendo el cabello a su espalda—. Además, no puedes hacerme nada... ¿cierto?, después de todo... —La voz de ella desapareció, dejando sólo el vestigio de la real de Albafica—, ¿no lastimarás a quien sacrificó todo por ti?

Manigoldo tragó saliva, el cosmos de Albafica estaba hecho un desastre. Había resentimiento, rabia, decepción, miedo... No debió dejarlo solo. No debió abandonarlo.

Las cartas estaban siendo manipuladas por un dios, extorsionando el poder de su compañero y corromperlo para su propio beneficio. No quería herir a Albafica, a pesar que la situación dictara quien saldría como un alfiletero sería él.

Se mantuvo expectante, sospesando las posibilidades porque lo último que ella necesitaba era un poco más de culpa, más dolor, más sacrificio en la consciencia de Albafica para utilizarlo a su propio beneficio.

Al ver su reserva, Albafica decidió subir de nivel y chasqueando sus dedos; el ambiente cambió. Parecieron transportarse de sitio, y cuando todo volvió a tomar forma, estaban en medio del gran salón de baile.

Gritos ahogados se oyeron cuando sus presencias alertaron a aquellos que danzaban, reían y coqueteaban. La mayoría abrió los ojos, al detallar el nuevo escenario, los nuevos actores.

Todos estaban pasmados al verlo a él vestido de oro, a Albafica revelando su verdadero género, y el aperitivo para decorar, cubierto de su propia sangre.

Manigoldo se tragó una maldición, oyendo la carcajada estridente que soltó aquella que manipulaba el cuerpo de su compañero.

—¡Todos serán mi sacrificio esta noche! —vociferó, alzando los brazos en un arco sobre su cabeza—. Es hora de subir el telón.

Se agazapó y palpando el lustrado suelo, el cosmos de Albafica se transmitió bajo éste, y como una plaga de avispas, cientos de rosas empezaron a abrirse decorando cada espacio de muerte.

Manigoldo supo lo que vendría a continuación, y sólo tuvo que cerciorarse como los invitados se quedaban boquiabierta mientras el asesino escarlata aparecía.

—¡¿Qué hacen viendo como idiotas?! —gritó—. ¡Esas rosas están envenenadas! ¡Salgan de aquí, maldita sea!

Bastó que dijera eso para que el pánico absorbiera sus reacciones, el sentido común se encendiera y los vítores de miedo empezaran a hacer su aparición. Un cúmulo de gritos, voces apresuradas y llantos se alzaron al aire cuando todos se apresuraron ir a las grandes puertas.

Tropezando entre ellos, empujándose en una carrera de salvar lo que les restaba de vida.

—De nada servirá —dijo Albafica—. Son mías desde que entraron a mi mansión.

—Cállate, patético dios de mierda —Manigoldo se enfureció—. Para ustedes nuestras vidas parecerán insignificantes, mierdas repartidas en la tierra, pero sin nosotros su culo no tiene donde sentarse. —Un vórtice empezó a rodearlo, materializando el cosmos de Cáncer que rugía con intensidad. Su constelación empezó a latir con frenesí y su cuerpo recibió una respuesta a esa excitación—. Hora de acabar con esto.

Su dedo índice se alzó, llamando e invitando en vociferación a los muertos que dormían. El reloj que había en la pared, flanqueado de los dragones de esfinge taladró un sonido en su media noche, restringiendo su poder.

Cáncer ya sabía que ese maldito reloj era la espina en la bota, porque a diferencia que en el cementerio, ahí las almas eran la fuente del poder de la mansión. Podía oír voces de atrapadas, los lamentos ahogados en desdicha. Debía destruirlo si deseaba liberarlas y poder luchar en su máximo poder. En su propio océano.

Retrocedió cuando Albafica se fue contra él, protegido por la sangre que goteaba de sus manos y también la que humedecía aquel hermoso frac de hilos dorados. Corrió para protegerse de los altos pilares cuando varias rosas se alzaron en su dirección, oyendo como éstos contuvieron el ponzoñoso veneno mortal.

Se preguntaba por cuánto más su cuerpo aguantaría; le temblaban las piernas y había dejado de sentir la presión sanguínea en sus manos hace rato.

Imaginaba que el corte en la mejilla debía ser el causante, debido al poco de veneno que hacía estragos dentro de él. Si se dejaba alcanzar por otra más, sería un hermoso fin de teatro y todos valdrían vergas al amanecer.

Se oyó el sonido de un estruendo estriarse y, cuando subió la cabeza, un gran pedazo de escombro descendía desde lo alto sobre él.

—Piraña Rose. —Escuchó detrás.

Manigoldo creyó sentirse abordado por el pánico. Extraerle el alma era lo que ella quería, para absorberlo por completo y que lo que una vez fue Albafica desapareciera por completo.

Saltó hacia las escaleras principal que antes habían usado para adentrarse a la mansión, subiendo en acelerada adrenalina mientras los estampidos de la rosa negra chocaban contra los muros, acercándose más a él. Una rozó su brazo izquierdo, transmitiendo a sus oídos el sonido de como su hueso se había agrietado, haciendo que una flor de dolor se abriera en esa zona, y sólo pudo maldecir internamente. Empezó a saltar entre las redes de escaleras para llegar al reloj, que ya se encontraba a un palmo de distancia.

—¡No te lo permitiré! —advirtió la voz de Albafica poseída, y haciendo estallar lo poco que le restaba de cosmos, producto de la lluvia de rosas que fue en caza. Ocultando una blanca, escoltada por las demás, que tenía como objetivo fijo su corazón y sabía que a esa distancia, el punto sería certero.

«Mierda», pensó Manigoldo, porque sabía que no podía esquivarla estando en el aire.

Sólo una rápida sombra se situó entre él y su cita con la muerte, al ver como las espinas se clavaron en un pecho que no había sido precisamente el suyo. Manigoldo abrió los ojos cuando la pequeña Nicole lo había protegido.

Ambos se fueron pesadamente contra el piso, cuando la gravedad hizo de las suyas en ese mundo donde las leyes no tenían sentido.

Consiguiendo atraparla a tiempo, la doncella cayó sobre sus brazos con una rosa incrustada en su pecho, tintándose rápidamente de rojo que incluso antes de tocar el suelo; absorbió lo poco que restaba de ella.

—¡Oye, mocosa!

Una vez que rozaron la baldosa, Manigoldo le arrancó las espinas del pecho, pero éstas ya habían cumplido su cometido, tragándose otra esencia inocente en ese lago de pirañas.

La doncella con un nuevo pálido en sus ojos, trató de enfocarlo a él y sonrió tímidamente.

—Finalmente... pude utilizar mi vida... por algo que yo misma deseé... —Escupió sangre, manchando su delantal blanco y pintando su piel de ese desagradable color—. Después de todo... yo ya estaba dentro de ella...

Y fue entonces, una vez más frente a Manigoldo, la muerte se rió de él al llevarse a otra vida a su asqueroso nido. Los ojos de Nicole quedaron abiertos, mirándolo, cuando su vitalidad se fue al vacío y el susurro de su súplica, se desvaneciera en un silbido:

«Salve al señor Albafica»

—Mocosa, hey... Se supone que eras una alma, no puedes morir —Manigoldo la zarandeó—. No puedes dormirte aquí. —dijo, viéndola, inerte, con los claros síntomas que le gritaban al oído: Está muerta.

Nicole como todos en ese lugar, había perdido parte de su alma, pero aún existió algo dentro de ella, que la había atado al camino de los vivos. Algo que, ya había desaparecido.

—Mocosa estúpida —La apretó entre sus brazos, con el corazón desafiando sus límites de latidos, hasta el punto de sentir que podía desprenderse de su pecho.

Albafica se balanceó en sus pasos, observando de lejos la escena, aquella tinta de sangre que nunca parecía dejarlo. Esa imagen que se repetía una y otra vez.

Un pez que sostiene a otro que está a punto de morir. El pez que da su vida, para que el otro pueda seguir.

Algo hizo track dentro de él.

Su cosmos se salió de control cuando luchó contra las garras de la diosa que se reía dentro de él emocionada, dejándole ver esa imagen, regresando sus sentidos para que saboreara el desastre que había creado. Gritó sosteniéndose los costados de su cabeza, cuando la vorágine de imágenes lo perseguía peor que la mala suerte.

—Nico... —El nombre le salió con pesado esfuerzo, y lágrimas purgaron sus ojos.

Él... ¿él había dado muerte a una persona inocente?

Nicole. Muerta. Él. Asesino. Muerta. Nicole. Su culpa. Asesino. Mi culpa...

—Eres un asesino, Albafica... —Se rió en su mente Afrodita.

—No... —Se cubrió el rostro con las manos trastabillando hacia atrás, siendo incapaz de ver como Manigoldo se había levantado, y saltó sobre él atravesando su rostro con un puño seco que le volteó la cara, mandándolo contra la pared más cercana.

—¡Despierta, por un demonio, Albafica!

En el interior de Piscis, su consciencia atada a las cadenas de Afrodita, sólo podía ver la pérdida que había causado. Las voces se oían lejanas, la persona que lo abofeteaba también.

Más, más... ¡Más! —gemía la diosa, divirtiéndose de ese teatro de figuras rotas.

Albafica volvió a aterrizar contra el piso, cuando otro golpe de su compañero se incrustó contra sus costillas. Pero él no sentía nada, era como estar dentro de una burbuja de oscuridad, mientras esa diosa utilizaba su cuerpo a placer, provocando a Manigoldo a destrozarlo.

Albafica...

Una nueva voz logró alcanzar su mente, atravesando los límites y las barreras, llegando hasta la prisión que lo inhibía.

Albafica debes tomar el control...

¿Acaso esa voz era...? Era...

Sino despiertas, te perderás a ti mismo... Perderás por todo lo que has luchado.

—Maestro... —balbuceó.

Y un grito por parte de la diosa, se oyó a continuación. Revolcándose como una serpiente, alocada y energúmena, dentro de su cuerpo.

—¡¿Quién eres?! —exigió saber Afrodita.

Sin embargo, la constelación de Piscis brilló una vez más, y no por el poder de su actual representante, sino de uno anterior.

No importa de quien se trate, nadie puede manipular a mi estudiante.

Un fuerte calor lo rodeó, como los brazos de una madre y en esa concentración, la burbuja que encerraba a Albafica dentro de su propia cabeza se pinchó.

Los gritos empezaron a tomar volumen, el dolor llegó hasta su cuerpo, y finalmente, aquel teatro lo presentó una vez más como actor.

—¡Maldito seas, dios de mierda! —decía Manigoldo enloquecido de ira.

La mano de éste se alzó sobre sus ojos y antes que se diera contra él, su voz a penas se oyó:

—Manigoldo... —Casi no podía respirar. Los pulmones le ardían y su sangre de agrío sabor parecía condesarle la lengua dentro de su boca.

Sus palabras fueron competentes y secuaces en detener aquella mole que iba de nuevo contra su rostro. Las piernas le temblaron, y el hilo frágil que apenas lo tenía en pie no le quedó hebras de la cual sostenerse. Se derrumbó sobre sus pies y en esa nota mental de regresar a su cuerpo, anotó todas las zonas que estaban facturadas con heridas.

Sosteniéndolo por una zona que no estaba llena de sangre, Cáncer fijó su vista en su compañero, aquel que jadeaba y su piel temblaba. Sólo una cosa pudo decirle que había regresado y era que...

—Acaba conmigo —susurró Albafica, mordiéndose el labio y la desesperación corriendo en pesadas lágrimas en sus mejillas—. Soy el culpable de todo...

Antes de responder, quizás mucho antes de pensar tan siquiera en la respuesta, una enredadera emergida desde el interior de una pared sobre sus cabezas, recorrió el aire con velocidad divina y con sus grandes espigas; fue capaz de atravesar en el costado a ambos caballeros.

Incluso capaz de penetrar el gran oro de Cáncer.

Ni siquiera las exclamaciones ahogadas de los santos, salieron con plenitud cuando esa rama los alzó en el aire después de ensartarlos, para arrojarlos contra la superficie del gigantesco reloj. Atravesaron juntos el aire y se estrellaron contra esa masa de metal que terminó por arrancarles el aire.

Cayeron pesadamente al piso, a escasos centímetros uno de otro.

Hubo exclamaciones, gritos de aquellos que aún no salían del salón, para cuando la pared rota que estaba sobre el ascenso de escalones, y de donde había emergido el anterior ataque, se terminó de agrietar hasta expulsar sus partes en otra explosión que azotó los oídos.

Del agujero impreso en el muro, más enredaderas empezaron a salir como serpientes, cubriendo cada palmo hasta que finalmente se oyeron unos pasos acercarse. Una risa levantarse en el silencio y una figura salió desde las sombras, portando su divinidad.

La mujer que se asomó en el tope de la escalera poseía largos cabellos celestes, labios color escarlata, y una insultante belleza tan distintiva que casi era dolorosa. Tenía un largo vestido blanco, acampanado en los brazos, con una malla brillante por encima que parecía hecha de diamantes.

En su mano derecha tenía una especie de cetro que era tan alto como ella, con una proporcional esfera en la punta que brillaba como si dentro de éste hubiera un universo entero.

Sus ojos estaban vacíos, pero la sonrisa torcida de sus labios indicaban una maldad que estaba a punto de despertar.

Rinaldi apareció detrás de ella, con las manos en los bolsillos y una expresión tan desagradable que Manigoldo —apenas incorporándose— deseó eliminar.

—Rinaldi —dijo ella, sonriente—, trae a mi hijo.

—Con gusto, mi amada Celestia. —respondió, tomándole el dorso de la muñeca y depositarle un beso.

Mientras tanto, más atrás, uno de los caballeros heridos intentaba desesperadamente llegar hasta su compañero que yacía con la cara incrustada en la baldosa, que reflejaba como su sangre mortífera salía de su herida.

Se arrastró a él con el brazo, obligándose a incorporarse para poder evadir la muerte vestida de rojo que brotaba de la herida de su compañero.

—Es inútil luchar —se burló Rinaldi, empezando a bajar las escaleras con parsimonia aplastante—. Se baja finalmente el telón.

«Maldita sea, maldita sea», exclamaba Manigoldo con la vista nublada.

Que su diosa le enviase una señal, un susurro, una migaja de su presencia para salir de ese barranco donde habían caído. El cosmos existía para hacer milagros, Athena debía protegerlos, debía darles sus fuerzas a sus fieles vasallos, y cuando desistió de moverse quedando boca arriba; el milagro ocurrió.

Sobre él, estaba el reloj que condensaba las almas y las absorbía con su tiempo manipulado. Albafica estaba inconsciente, y su cosmos, junto con sus habilidades florales habían sido robadas por Afrodita, que disfrutaba desde lo alto de su agonía. Si lo destruía desde esa posición, los escombros caerían sobre ellos y los sumergerian en una súbita muerte. Él podía esquivarla rodando sobre sí mismo pero... ¿y Albafica?

—Hazlo... —La voz de Piscis se oyó como un suave graznido. Su mirada coincidió con la de su compañero, en una coincidencia que fue dolorosa. Parecía como si fuera la última vez que se verían así—. Si me absorbe... será el fin.

Los pasos de Rinaldi se oyeron cerca, demasiado, como si el mundo se moviera en cámara lenta y ellos sólo escucharan el fuerte latido de sus corazones.

Se mordió el labio y apretó los ojos.

—Perdóname, Alba-chan. —Alzó su mano y concentró todo su cosmos en ella, absorbiendo cada galaxia que latían dentro de él.

Rinaldi corrió hasta él al darse cuenta de sus intenciones, gritando un «detente» que no llegó con todas sus letras.

—Muy tarde, maldito animal.

Su puño se estrelló contra el muro, sacudiendo la estructura que se propagó en cuestión de segundos. Manigoldo cerró los ojos, y el fuerte aullido de las piezas del reloj siendo destruidas llegó a sus oídos.

Sonrió, la muerte apareció ante ellos, cuando los enormes escombros lloraron como una dulce burla.

«Alba-chan...».

Continuará.

Notas finales:

Y con esto concluimos por hoy. Este capítulo tenía su rato escrito, pero actualmente estoy enferma de los ojos por una irritación que empeoró y blablablá, así que no había podido leerlo. Lo leí sólo una vez, si tuvo errores me disculpan. El siguiente será la última actualización, sino se extiende al punto de picarla en dos. Este será el único capitulo que le pondré fecha de subida en fanfiction por primera vez:

24/12.

Quise terminarlo en esa fecha porque en el 24/12/2014 se subió el primer capítulo. Hasta yo considero exagerado tardar dos años... Dejaré las despedidas para después, y me concentraré una vez más aclaraciones:

1. En el capítulo 6 (creo que era ese xD) antes de ir a la mansión, Liselotte les había dicho que quería entregarles algo. Nunca especifiqué qué, para dejar ese hueco abierto que pronto llenaría en los últimos capítulos.

2. Albafica no es que tenga el poder de hacer aparecer enredaderas, puede hacer aparecer rosas más nunca lo he visto haciendo otra cosa. Eso quiere decir, como dije en el capítulo, que Afrodita corrompió su poder con el suyo y lo manejaba como mejor le pareciera. En este caso, usar las ramas de espinas. Usé esta referencia, para que cuando Albafica peleara en pleno uso de sus cinco sentidos se notara la diferencia. Nadie ha notado que cuando un aliado se voltea al enemigo, ¿su fuerza se triplica?

3. La mujer que aparece, es la madre de Albafica pero poseída ya. Que diga trae «a mi hijo», es sólo una burla de ella.

4. Por sino quedó claro, Nicole estaba en un punto intermedio de vida y muerte. Recuerden que en el capítulo 11, Manigoldo ve como ella parecía ser absorbida por la mansión pero aun no lo estaba por completo.

5- Sí, fue Lugonis quien liberó a Albafica.

Eso es todo, nos volveremos a ver el 24/12 :)


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