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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

Feliz navidad, año, reyes y quizás carnaval, gentencilla. Sip, he vuelto en la teoría de las palabras médicas. Aunque aun me falta recuperar el ojo izquierdo, ya me dejan usar al menos el móvil y un poco la pc. Escribí este capítulo, o al menos gran parte de él en una libreta y varios oneshot que se me ocurrieron en mi exilio. Lo peor fue transcribir en mi teléfono, y medio corregí por la pc, así que si ven palabras extrañas esta vez puedo culpar al diccionario (¿? jaja.

Debo decirles que, como siempre, me he extendido. (¡¿Por qué soy así?!) Así que dividí el final + el epílogo. Quería ponerlo todo junto, pero abarcaba 12k+ palabras (sin correcciones) lo cual capaz se extendería aún más

Lamento no haber cumplido mi fecha de publicación, yo también sufrí pero bueno, así es la vida jaja 

Noche de tragos.

Capítulo 14.

[FINAL]

La caída de los hombres buenos.

.

.

.

Había pronunciado su nombre quizás en un final suspiro que, figurativamente hablando, tenía un ácido  de última vez. Y aunque fuera sólo una premonición, la persona de la cual quería despedirse; había sido Albafica.

Pensó que hasta ahí había llegado su caminata por aquel libertinaje paraíso que muchos llamaban tierra, y finalmente viajó como esclavo a la montaña decrépita como era el Yomotsu Hirasaka. O eso creyó.

 Dejó que el silencio lo envolviese, lo hiciera suyo y le diera conclusiones para saber dónde estaba. No oía a los espectros reírse, tampoco los pasos vacíos de los muertos andantes, ni menos el crepitar de la lengua de fuego que  escupía desde la entrada al inframundo. Nada llegaba a sus oídos.

 No le gustaba pensar que su alma se perdió entre las grietas de las dimensiones, y cuando finalmente creyó que podía abrir los ojos, lo hizo.

Una cuadrilla de dolores hizo su entrada teatral en su cuerpo y tuvo que ahogar un gemido dolor cuando intentó mover su brazo izquierdo. Hizo afán de removerse en la incomodidad del suelo donde su espalda reposaba,  y sólo entonces oyó que alguien le hablaba, pero no decodificó exactamente de dónde provenía.

Aún su vista estaba ennegrecida por la inconciencia y parpadeando repetidas veces, sombras empezaron a cobrar formas y, los muros que culebreaban con insistente agitación, fueron acompañado por un reconocible olor que desagradaba su nariz. Esas dos referencias le dieron  una idea vaga en dónde estaba.

Intentó moverse, enviar una orden a su cuerpo para que hiciera algo, pero antes de tan siquiera ejercer la idea,  una mano en su pecho le devolvió sin piedad al piso. El golpe seco a su cráneo que lo envió de regreso a la piedra provocó que agudizara sus oídos       y le hizo ahogar una maldición, ¿no podía tener alguna vez, un enfermero sutil?

—¡Qué no te muevas, carajo!  —gritó una voz aparentemente femenina y una que conocía.

—Bruja esquinera... —reconoció, ladeando la cabeza en un esfuerzo que su cuello apenas logró hacer—. ¿Cómo...? —Las siguientes palabras desistieron en salir, atragantándolo. La cabeza le ardía al punto de difuminar la lógica congruencia de sus pensamientos, pero aun así intentó alcanzar su voz—: ¿Por qué... estoy aquí?

—Yo qué voy a saber —dijo Liselotte, con un matiz ansioso cubriendo sus palabras, mientras apretaba lo que parecía ser  un trozo de tela en su torso—. Albafica y tú aparecieron aquí de repente. Según las almas que rondan, y chismosas por cierto, dicen que destruyeron el reloj que detenía en tiempo en la maldita M. —Hizo una pausa, como si intentara ordenarse antes de decir algo más—. Supongo que era el núcleo.

Los recuerdos volaron hasta Manigoldo, reviviendo cada escena en ese cementerio de memorias.

—Cierto… —Evocó cuando su puño envió su cosmos por los muros hasta acabar con el reloj—. Esa basura ayudaba a la zorra de Afrodita a controlar la mansión… —Sus oración se vio interrumpida por la insistencia de sus pulmones en absorber un aire que le parecía ser suficiente.

Tuvieron razón desde el principio, gracias a la concentración de almas que canalizaban energías de amores perturbadores; era que Afrodita podía hacer uso de ello aun cuando no estaba totalmente en ese mundo. Por eso era capaz de controlar la mansión, y exponer sus redes para cuando alguien rompiera el juramento por el que ella se regía.

Si no fuera por Albafica, él capaz…

Sus ojos se abrieron en par con la presencia de ese personaje.

—¿Albafi...? —El nombre se le fue de la boca, y sus cuerdas vocales tampoco hicieron el esfuerzo por buscarlo.

—Está a tu lado. —susurró la anciana.

Manigoldo quiso levantarse del tiro, correr hasta su compañero, verificar que respiraba pero, pero...

Odiaba los "pero".

Su cuerpo no respondía, sus articulaciones tampoco, y no le sorprendía sentir los indicios de una temible fiebre arrastrarse por su piel. Reconocía esos síntomas...

Finalmente, aparecieron. Y con ira incluida.

Cerró los ojos, fatigado, quiso decirle a Liselotte que estaba envenenado, que si trataban eso con rapidez moriría entre el conteo de cinco segundos. Los párpados le pesaban tanto que no se veía capaz de levantarlos, no logró abrirlos de nuevo.

 Se dejó vencer…

—Hey, mocoso —llamó Liselotte, pero Manigoldo ya había perdido el conocimiento.

La mujer chasqueó la lengua. Miró a un lado, enfocándose en el otro cuerpo que también  yacía inconsciente, con la belleza indescriptible reluciendo incluso sobre los golpes. Debía mantenerlos con vida, no podía permitir que esa maldita mansión también se los llevase a ellos.

Sin embargo, Albafica había despertado un cuarto de horas después, con la debilidad en su cuerpo  extremadamente palpable y casi respirable. 

—¿Cómo te sientes? —La anciana le palpó la frente en busca de la misma fiebre que ya hacía su terreno en el cuerpo del otro caballero, pero no se encontró con los mismos síntomas.

Al contrario, vio como ese santo de rasgos refinados hacía un esfuerzo atroz por tratar abrir los labios para responder:

—Mi sangre... —jadeó, tratando de advertirle, y ella entendió el mensaje riendo quedamente.

—Estoy muerta, muchacho —Le dejó una caricia en el rostro, removiéndole el cabello como el tacto protector de una madre—. Tu sangre no me hará nada.

Tratando de controlar su cuerpo, intentando  apoyarse en los codos, Albafica luchaba contra su respiración.

—No te esfuerces  —espectó Liselotte, tratando de volverlo a recostar sobre la losa de la prisión, pero el santo no desistió. Una palabra le reverberaba en la cabeza y sólo tenía que pronunciarla para poder encontrar respuestas.

—Manigoldo... —quiso decir, sosteniendo su costado herido,  y reparando el lugar en el que residía, añadió—: ¿Dónde... estoy?

Liselotte volteó la cabeza y su dirección le dio sentido a la mirada de Albafica, cuando coincidió con la silueta de aquel italiano tirado boca arriba.

—Tiene una fiebre bastante jodida y su herida se está tornando de un extraño color. —Descubrió el torso, mostrando las estrías y ventosas de sangre que se estaban esparciendo como pétalos por la piel de Cáncer.

La sorpresa tomó el control en el rostro de Albafica, al aterrorizarse con esa imagen que  arrastró el inmediato veredicto a los síntomas que se estaban presentando.

—¿Ha… vomitado sangre? —La pregunta salió con un poco más de fuerza, y la respuesta que recibió fue una sacudida de cabeza.

La mente de Piscis empezó a maquinar rápidamente, poco recordaba de su pelea pero la imagen más lúcida que logró rescatar fue cuando Afrodita los atravesó a ambos.

Su sangre  entró en el cuerpo de Manigoldo.

 El miedo le invadió, trayendo consigo una lluvia de preguntas sobre su cabeza; ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Aún existía la oportunidad de salvarlo? ¿Manigoldo sobreviviría a su sangre? Y si era el caso… ¿eso afectaría su cuerpo?

«Sólo soy resistente», recordó que le había dicho. Eso significaba que era cuestión de tiempo para que el veneno propagara su efecto, y su sangre transformara las venas de su compañero en polvo de carbón. 

Una mano fría de culpa apretó su pecho robándole el aire, despertando desenfocadas escenas de una muerte que no dejaba de carcomerle. Si no hubiera dudado, si hubiese sido más fuerte, si su mente desechara el sentimiento del miedo que parecía atenazado a sus poros, eso no habría pasado.

Tragó saliva, con el cruel nudo en la garganta enrrollándose. No  podía pasar toda su vida aprendiendo a mantener sus pensamientos y esconder sus sentimientos tras el más íntimo silencio. Ya era hora de acabar con eso.

Respiró una corta bocanada de aire, y finalmente, logró hablar de nuevo.

—Liselotte... —llamó débilmente, con el rostro oculto detrás de la malla herética de su cabello—, ¿podrías... por favor, dejarme a solas unos segundos con Manigoldo?

Aguardando unos instantes  en reserva de una respuesta, la mujer se detuvo a escanear el ambiente. Albafica estaba más herido que Manigoldo, y no obstante, parecía más consciente.

—¿Quieres que me lleve al otro mocoso? —Señaló a la desafortunada víctima de las garras de Afrodita.

 Boris permanecía detrás de ellos dormido, ausente a la crítica situación que los abordaba. Virando la cabeza en la dirección que le señalaban, como si nunca se hubiera percatado de la presencia de un tercer individuo, Piscis apretó la mano en su herida.

—Es un peligro que yo esté aquí. Puedo hacerles daño.

Liselotte inesperadamente sonrió.

—Hijo, los italianos somos huesos duros de roer —Se puso de pie lentamente, y eso hizo que Albafica notara que parecía más real de la primera vez que la vio. Ver, acentuó, efectivamente la estaba viendo—. Me iré a la otra celda. Intenten no hacer ruidos extraños que despierten a los muertos.

La broma no hizo gracia en el rostro aplacado y demacrado del santo, quien despidió con la vista a la anciana que se agazapaba sobre Boris, desapareciendo como un vaho de nube. No quiso preguntarse por qué hizo eso, cómo lo hizo y esas triviales preguntas de las cuales  no quería valerse de argumentos. No ahora cuando Manigoldo estaba pendido en el hilo fúnebre de la muerte escarlata.

Se arrastró hasta él, sintiendo las heridas gruñir en su cuerpo y hacerse presente en las muecas de su rostro pero las ignoró. Necesitaba acercarse hasta Manigoldo, alcanzar su constelación, llegar a él.

Logró estar a su lado, cuidando de no tocarlo, no herirlo más, no dañar más. Aun sentía que podía oír la risa de Afrodita en sus oídos, y en su pecho quedaba una espina de odio que no pareció ceder ante la liberación de su maestro. Quizás él tenía que hacer el resto.

La respiración agitada de Manigoldo lo trajo de vuelta, estaba destilando cascadas de sudor y se quejaba de las propio esqueleto. Tenía un  hematoma ganando terreno en el pómulo y al detallarlo mejor, se percató que era un pequeño corte se maquillaba del mismo color que estaba la abertura en el torso.

Demon rose no tenía contemplaciones, no tenía piedad en llevarse a la cuna vidas inocentes. Quiso rozarle la mejilla, acariciarle el rostro, tocar su piel... Cerciorarse que era real, y que estaba con vida.

El cabello le cayó en el hombro, cubriendo parte de su pecho y rozarle la mano donde estaba apoyado. Sus manos estaban limpias de sangre, Liselotte había actuado rápido, y eso significaba que había la posibilidad de poder tocarlo. Luchar contra ese sentimiento se le hizo tan familiar, que no sabía porque en ese momento le dolía tanto restringirse.

Si lo quería, debía protegerlo.

—Alba... —El susurro quebrado de su nombre le hizo dar un respingo. Manigoldo lo llamaba en delirios.

—Aquí estoy... —dijo suavemente, y su mano se detuvo a medio camino cuando logró detenerla. Le ardían los ojos por obstruir los lamentos que gritaban en protesta por salir, por tener esa espada clavada en el pecho y que no parecía dejarlo nunca.

Recordó sus momentos con Manigoldo, las locuras, los besos, los íntimos... Su cuerpo se había enamorado también, le hacía  recordar  los ásperos dedos deslizarse sobre su piel desnuda, el saludo de sus labios, oírle decir su nombre mientras lo desgastaba en delicados gemidos...

No... No podía más... Y aun con ello, no logró detener por segunda vez su mano cuando ésta acarició la mejilla de ese caballero. Las palabras permanecían asustadas en su boca. ¿Qué podía decirle para compensar su debilidad?

—Perdóname —musitó, habían muchas cosas por las cuales debía rogar por esa palabra y no se percató que dos ociosas lágrimas habían cristalizado sus pómulos.

Su columna vertebral perdió fuerza voluntariamente cuando juntó su frente con la él, resbalando su mano por la mandíbula de Manigoldo para abrirle la boca ligeramente, y  verter la gota de cosmos que le quedaba.  Absorbió con todo su cuerpo el tóxico que había entrado en cada espacio del interior del caballero de Cáncer, arrancándole a la dama escarlata que nunca debió salir de sus venas.

De la herida abierta también salió una especie de vaho negro representando el aliento de la rosa, así como también del corte abierto en el rostro.

 Le acarició la mejilla  mientras hacía suya la muerte en versión condensada y sentía la voluntad de aquella piel bajo el tacto de sus dedos. Manigoldo era fuerte. Era un caballero entrenado por el Patriarca. Era su compañero.

«¿Qué sacrificó el por ti?... Déjame responderte eso... Nada», recordó la burla de Afrodita que tocó su mente como un vendaval que ya no tenía fuerza para batir.

Manigoldo sacrificó mucho más que él. Sufrió física y mentalmente cuando deseó hacerse inmune al veneno. Gastó parte de su vitalidad en aquellos tiempos por él, apostó su vida colocándose en las manos espinosas de la rosa demoníaca y se había escapado por él. Desafió a la muerte, al Patriarca, a todos por llegar a su lado, ¿y no había sacrificio en eso?

Un ligero gemido lo trajo de vuelta, dándose cuenta que ya había eliminado todo y lo había almacenado en su cuerpo, convirtiendo el color de su piel en un matiz gris por breve segundos, hasta que la translucidez regresó de nuevo.

La poca fuerza que tenía se desvaneció, derrumbándose sobre el pecho de Manigoldo, jadeando. Utilizar su cosmos fue más forzado de lo creyó. Afrodita le había robado casi todo y por suerte le había dejado una minúscula parte a él.

Se apoyó en sus palmas para levantarse, y con los huesos temblando, estuvo a un par de centímetros de la boca de Manigoldo. A tan sólo un palmo de distancia…

Deseó juntar de nuevo sus frentes, sentir de la manera más inverosímil la forma de su esencia. Suspiró débilmente y terminó incorporándose.  Ya sólo quedaba de su parte hacer el resto y era consciente que lo haría. Porque era el santo de Cáncer, aquel que se divertía con la muerte y regresaba riéndose de ella.

Justo en ese momento, antes de pensar algo más, una gota de luz empezó a brillar como el oro, reluciente, contenida desde el bolsillo del pantalón de Manigoldo.

Con una ceja enmarcada,   Albafica estiró su mano y al sumergir sus dedos en la abertura se topó con una textura que le fue conocida.

 Extrajo la gargantilla de Liselotte.

Brillaba con luz tenue, hasta que gradualmente se fue expandiendo cobrando tal fuerza que  formó un camino  frente a él. Abrió los ojos cuando se disparó un pilar de fulgores plateados, que tras otro fugaz instante,  dibujaron el cuerpo de una mujer  de vestido largo sin color que rozaba sus talones.  El rostro pareció cincelarse hasta que definió una belleza con rasgos organizados, un marcado cabello negro cubierto de ondas sutiles, y una sonrisa  que estaba teñida con una  pena momentánea.

Albafica no dijo nada cuando esa aparición se empeñaba en no vitorear la mirada, sólo se concertaba en él, con un iris agudos que parecían tener el poder de abrirle en dos para ver los secretos ocultos detrás de su alma.

Bajó la cabeza, sin saber el motivo. Sentía vergüenza de sí mismo. Por exagerado que fuera, por su culpa habían terminado en aquel punto donde vidas sin pecado fueron mandadas al Yomotsu.

Apretó los párpados, y maldijo en voz baja. No volvería a permitir que sus propios lamentos se obstaculizaran en su deber. Lo hecho, hecho estaba y sólo le quedaba levantar la cabeza con la dignidad vestida de orgullo que le quedaba. 

—Hija... —balbuceó una voz, y al  mirar más allá, Albafica vio a Liselotte en el hueco de la entrada a la celda. Sus  flanqueados por una malla de arrugas en las comisuras estaban abiertos en par, al igual que su quijada—. Hija mía…, ¿eres tú?

Ella sólo sonrió, se ahorró las palabras cuando regresó la mirada a los caballeros.

Incrustó sus ojos en Piscis y luego desplazó su mirada a Cáncer, para después como si fuera un delicado graznido, su voz salió:

—Afrodita no sabe lo que es el amor verdadero —empezó con una delicada brizna de viento—. No conoce el placer de sentirse amaba y correspondida. Ares sólo disfrutó de su cuerpo, más no de su amor. —Sonrió tenuemente—. Eso es lo que puede vencerla.

 El santo se tragó las primeras preguntas que acudieron a sus labios y se esforzó por recuperar una actitud serena.

—¿Cómo podemos encerrarla de nuevo?

—El cofre tiene las cadenas para regresarla a su sueño. —contestó ella—. Pero para poder abrirlo, necesitas entregar lo que justamente ella carece...

 Las palabras se quebraron en el aire, flotando entre ellos en pedazos que hacían eco en las paredes. Albafica sintió como si su sangre se hubiese convertido en hielo y su rostro se desentendió de toda expresión.

—Entiendo. —fue lo único que dijo.

Atrás, otras pequeñas borlas de luz empezaron a irradiar la celda, cada una tomando una forma respectiva a su anterior rostro. El santo doce seguía sin entender por qué era capaz de verlos, esa no era su capacidad. Y quizás porque estaban precisamente en un lugar donde las almas podían personificarse gracias al poder enigmático de la diosa, era que podía darle sentido a esa pregunta.

 Al cabo de un minuto, una multitud de almas lo rodeaban en una media luna y entre tantos, hombres y mujeres, Albafica reconoció al de Dina y... a Nicole.

Su voz le tembló, al igual que su esqueleto cuando la doncella se acercó a ellos con pasos decididos.

—Ustedes son nuestra esperanza —susurró, tomándole de la mano de Manigoldo y la suya—. Hellaster no puede llevarse  más vidas.

Con una trémula bocanada de aire, Albafica se mantuvo firme. Su orgullo debía mantenerse, y no mostrarse débil ante los demás. Nicole  le miraba dulcemente, y esta vez no había miedo enfermizo en su rostro, no había rastro de arrepentimiento; sólo había paz.

—Señor Albafica, estoy segura que usted era consciente que yo ya estaba dentro de ella. —dijo como si adivinara la disculpa que su rostro tenía pintada—. No se sienta culpable, ustedes me entregaron la libertad que tanto deseé.

—Vinimos ante ustedes para servirles como último apoyo —dijo la hija de Liselotte—. Cometimos errores en el pasado, errores que nos costaron la vida y es por esa razón que deseamos servirnos de contrapeso. Les daremos nuestra energía para que logren salir de aquí y terminar lo que empezaron.

Hubo un silencio, estable, uno que permitió que cada uno entendiera su propósito ahí. Albafica paseó la mirada por ellos, hasta detenerse  en Dina, pensaba si necesitaba decirle algo, si había algo que podía decirle. Entonces, cuando su voz no logró entonarse; sus labios susurraron lo que mejor tenía para expresar.

Los ojos de Dina se llenaron de lágrimas y sonrió como último remedio a su rostro, asintiendo, mientras Liselotte se había abrazado a su hija y ésta pareció pedirle perdón. Finalmente, estaban juntas y, recomponiéndose, se centraron en los santos.

—Albafica —llamó Liselotte, uniéndose a la multitud que ya se difuminaba en fantasmas de luz—, pecados tenemos todos. Si aprendes a perdonarte a ti mismo, serás mucho más fuerte de lo que eres ahora. —susurró por última vez, antes que todas se volvieran diminutos puntos que bañaron las cuatro paredes en un resplandor que enardeció de esplendor, dejando como último eco una palabra significativa—: Gracias…

Cubriéndose el rostro para protegerse la vista, Albafica entendió que esas eran las almas que habían sido liberadas, después de reducir a trozos el reloj que las había mantenido cautivas. Y se habían prestado por última vez para regresarles la fuerza de sus cosmos, abriendo un canal de oportunidad para poder atacar.

 Con el repentino alivio  en su cuerpo supo que las almas y Liselotte  habían aportado su grano de arena fundamental en esa estructura de huesos dentados. Manigoldo seguía dormido, y tanto su propia herida del costado como la de su compañero, se redujeron a una lívida línea que desapareció el rastro sangriento que esparció la muerte que le circulaba por las venas.

Esperaba que su sangre no alterara la de su compañero. Desconocía cuánta cantidad le había entrado al organismo, y aun cuando fue capaz de purificarla, no sabía si eso atraería efectos secundarios.

Le corrió con sus dedos el cabello empapado de sudor, perdiéndose en la pequeña sonrisa que ese santo de la constelación cuatro mantenía en sus labios. Estiró el bode de su comisura, tenía una visión muy clara de la batalla que iba trabar, y no le repugnaba compararse con un hábil rey negro que, con astucia o con violencia, iba a coger su parte en aquel tablero común que tan aviesamente le había negado las jugadas.

 Esperaba acabar con todo antes de que su compañero volviera en sí, era su turno de arreglar lo que había dañado. Eso fue antes, claro, de oír un gemido que lo sacó de sus cavilaciones y no había terminado de ordenar sus ideas cuando ya Manigoldo se las revolvía.

—¿Alba...? —Logró establecer un sonido con sentido en su boca, llevando al mismo tiempo una lucha interna con su entumecido cuerpo.

—No te esfuerces —se apresuró a decir—. Mi sangre te alcanzó y...

—¿En serio? —interrumpió, ya incorporándose—. Qué buena noticia —Se apoyó en su brazo ileso—.  Era una de mis metas en la vida, probar a esa maldita.

—No digas eso —Su voz se desvaneció—. Por poco acaba contigo.

Riéndose quedamente, Manigoldo empezó a recobrar color en el rostro y a esa escasa distancia, Piscis pudo sentir como la fiebre había desaparecido.

—Muchas cosas han estado a punto de matarme —Le esbozó una sonrisa a medias, una que Albafica tuvo que inundar con oscuridad  porque no soportaba el peso de ella.

—Manigoldo, yo... —Apretó sus manos, castigándose con las pequeñas agujas de dolor que viajaron por sus poros debido a los cortes que se abrían en sus palmas.

Dioses, ¿qué podía decirle?

Le habían enseñado que dices que lo sientes cuando haces daño a alguien, aun cuando fuera en contra de su propia voluntad. Aún cuando ese caballero le insistía que los dos eran  un peligro porque llevaban a la muerte en su interior. Y que era por ello que… no eran tan diferentes.

Recordó cuando despertó y verlo en ese estado le asustó tanto que el pitido en sus oídos no se silenció hasta que éste regresó. Había sobrevivido de nuevo. Mostrando una vez más  que todo el dolor que vivió en el pasado valió la miserable gota de pena.

Todo sacrificio tenía sus pedazos de frutos.

Antes de volver a recuperar el hilo de la conversación, sintió en su espalda un peso ligero. Al ladear la cabeza un poco, notó a su compañero apoyándose en él, juntando las partes traseras de su cabeza.

—No debimos separarnos. —dijo Cáncer ante la pausa la oración trillada y que no hacía juego con los tormentos del cerebro de Albafica—. Fue un mal plan, supongo que en parte es mi culpa.

—Sabíamos que esto pasaría —Suspiró, y con el cabello cubriendo su rostro, apreció como Manigoldo cubría su mano de apoyo con la suya—. Me preparé para eso y, aun así, casi acabo contigo  —La frustración hizo profundas las líneas de su perfilado rostro, reflejando una porción de la abolición bélica que se llevaba dentro de él.

El agarre en sus dedos se reforzó, pero ya en ese punto si la rechazó por las heridas que tenía abiertas como flores en primavera. Casi pudo sonreír con tristeza por aquel apoyo silencioso que le estaba otorgando. Dejó que sus pensamientos internos los envolvieran y cada uno aceptara la realidad como mejor era su criterio.

 Por parte de Manigoldo, éste sosteniéndose el brazo fracturado,  entrecerró los párpados. Las palabras que iba a decir quizás estuvieran enlucidas con cierta herejía, sin embargo, esa era la verdad que su compañero debía taladrarse en la cabeza.

—No se puede salvar a los muertos —dijo—. Las bajas son inevitables en la guerra, Albafica. —Hubo un silencio cargante, de  alcance figurativo que era una razón  infalible—. Todos los santos estamos preparados para morir cumpliendo nuestro deber.

 Respirando una gota de aire que doblaba el peso de su lamento, el santo doce creyó que moriría asfixiado por su propio infortunio.

—Regresaré a la mansión  —dijo finalmente, llenando cada grieta de todo su cuerpo con determinación, apoyándose en la fuerza de su orgullo—. Puedes...

Manigoldo se echó a reír.

—Eres un idiota si crees que me quedaré en esta pocilga de mierda. —Empujó su cuerpo hacia delante y en un par de segundos ya estaba de pie. Mantuvo su brazo izquierdo flexionado para no alertar al hueso astillado que tenía bajo la piel, y la herida en su costado ya no tenía el papel principal para torturarlo.

—¿Qué tienes en el brazo? —inquirió Albafica al imitar su acto y también levantarse cuidadosamente manteniendo al margen las dos influencias de sus heridas.

Manigoldo aguardó unos segundos en responder. No quería decirle que su rosa piraña le había quebrado el brazo, prefería no añadirle más culpa de la que ya cargaba.

—Me caí sobre él cuando descubrí esta mazmorra. —Ajustó un poco su hombro y cerró los ojos en una mueca—. Creo que está roto.

Aproximándose, sólo un poco, le echó un vistazo sigilosamente al brazo.

—Efectivamente —confirmó, y su cabello al inclinarse le cayó en el rostro—. Será mejor que te quedes aquí, Manigoldo.

—Ni loco —refutó, arrugando el ceño—. Iremos los dos y nos cargaremos a esa diosa.

Le extendió la mano ilesa, haciendo que Albafica retrocediera un paso. No quería hacerle más daño, ya suficiente tenían  con estar heridos. No tenía que complicar más las cosas pero con el  Canceriano, casi nada era fácil.

Éste dio el par de pasos hacia delante y cuando retrocedió una vez más, la pared no le permitió avanzar más. ¿Cuántas veces más se repetiría esa escena?

—Manigoldo, estoy herido. —intentó advertir, sintiendo la cercanía sonreírle.

—Como si eso me importara —Y lo rodeó con su brazo ileso, buscando alcanzar sus labios. Rozándolos  como un pequeño suspiro que se  paseó por cada comisura, hasta que ambos se encontraron siguiendo los pasos de aquel primoroso vals.

La boca de Manigoldo tenía cierto sabor metálico, un toque de dulzura y ansiedad que le borró los alrededores para hundirlo en su oscuridad. Aquel deseo de encerrarse en sus brazos se fue tornando de temblores por su cuerpo, que le hicieron aferrarse al cuello de éste.

Se descongeló mucho más rápido de lo que había esperado. Casi al instante, como si hubiera estado esperando ese momento, Manigoldo lo sostuvo con un brazo por las caderas y la atrajo hacia él con una posesividad que en sus inicios lo abrumaron, mientras lo apretaba contra la pared.

Quería memorizar esa sensación, esa emoción de alcanzar el cielo que también lo devolvía al infierno. Si quería enfrentarse a Afrodita sin dudas, debía demostrarle a su compañero que no había miedo en su corazón con respecto a todo lo que sentía. No era tan valiente para sacarlo a la luz en forma de manifestación oral, y sabía que esa era una forma de hacérselo saber sin decirlo realmente.

El beso se desvaneció lentamente, y en tres segundos, se encontraron viéndose a los ojos. Ese italiano tenía una sonrisa cubriendo su rostro, llena de  confianza propia y un  destello penetrante en su iris. Y antes de decir algo, se le adelantó a las palabras que chocaron contra su boca.

—Bienvenido de vuelta, Alba-chan —susurró, enredando entre sus manos algunos cabellos celestes.

No supo qué responderle, pero le mantuvo la mirada reflejándose  en el aspecto vítreo de su rostro en una sonrisa caída.

Con el pulso latiéndole bajo la piel, Albafica creía que estar «juntos», implicaba mucho más que convivencia con la muerte. Era tener en claro que sería una pelea diaria por ver quién podía llevarse a quién. Y sería una batalla que duraría hasta el fin de sus cuerpos.

Resignado, su frente cayó en el hombro de Manigoldo, sin poder evitar la evocación de las remembranzas escritas con un pincel lleno de sangre maldita. Entre sus dedos apretó el colgante de su maestro que permanecía en aquel cuello, y una sonrisa triste apareció en su boca.

—Deberías odiarme,  eso nos beneficiaria a ambos. —Las palabras son correctas. Perfectamente alineado con el guión  que había estado elaborando, sin embargo, las acciones son erróneas cuando regresó a sus labios. Trayendo consigo el perdón silencioso que entre ambos permitían trasvolar.

Las palabras y las acciones no siempre tenían que ser un par que hicieran juego.

Esta vez, Piscis dejó que ese roce entrara de nuevo en él con todas sus letras, comas y con una tilde de simbólico significado. Se hundió más en la red se Manigoldo, al sentirlo impaciente y con deseo de llegar más a él. Acariciar su lengua y enviarle el transparente y crudo mensaje de satisfacción.

Ya sabía cómo eran los besos del hombre que era protegido por la constelación del cangrejo, como eran influenciados por sus emociones, y esa mágica e irreal lógica que lo hacía desfallecer en sus manos.

El desenlace llegó, y convirtió las frías   líneas de sus bocas en curvas de tenue doblaje. No había motivo carente, nunca lo había en realidad.

—Salgamos, Alba-chan.

—Albafica.

—Alba-chan. —Sonrió, antes que la gravedad del asunto regresó a ellos como un golpe en el estómago cuando un temblor azotó la celda, disolviendo sus sonrisas, solidificando sus rostros.

Volviendo a caer en los hilos del asunto, el primer razonamiento que tocó a Albafica fue a su madre, encadenada, siendo prisionera de una obsesión pasional producto de una efímera belleza, llena de infortunio. Se preguntó si podría salvarla, si su corazón aceptaba el perdón que nunca sentó en su cabeza. No obstante, se dio cuenta que no tenía nada que perdonar; no era culpa de ella. Y la salvaría no por el linaje sanguíneo, sino porque era su deber.

Su cosmos, recién recuperado se alzó en púlpito, brillando con el esplendor del universo que era capaz de colisionar y atravesar  los cielos. La constelación de Piscis volvió a brillado sobre el cielo lleno de tinieblas que era atravesado por las millares de puntos de luz, proveniente de la estela de las estrellas.

Y finalmente, gracias a su llamado, Piscis se presentó ante él. Su armadura.

Manigoldo que ya en segundos después tenía puesta nuevamente la suya, al ver como la de su compañero se ensamblaba en cada palmo, acotó:

—Si la hubieses usado en nuestro encuentro, quizás habría valido madres. 

Acobijándose en su vestidura de Oro, su compañero dio unos giros a su cuello.

—La llamó, pero no vino —reveló y no añadió más palabras a esa respuesta.

Con un sonido gutural, Cáncer caminó hacia fuera de la celda y al recordar cierto detalle importante, argumentó:

—Alba-chan, si vamos a salir, te dejaré el frente.

—No te atrevas a decir "damas primero" —advirtió, enarcanco una ceja.

 Fue inevitable, eso provocó que lo hiciera reír. Una risa que fue cálida, como el canto de una madre a un hijo que duerme.

—Déjame resumirte los hechos —dijo Manigoldo después de calmar su gracia—. En líneas generales, en nuestro encuentro  perfumaste toda la superficie del invernadero. Así que es lo más probable que todavía esté envenenado.

Albafica cerró los ojos, ocultando todo detrás de ese muro.

.

.

.

Al concluir y salir de aquella cueva subterránea a la superficie, efectivamente el hedor del veneno se desplazaba atractivamente por los alrededores, ufanándose de su gracia al consumir cada claustro de aquel sucio invernadero. 

Albafica no había tardado en eliminar cada sonrisa de muerte al purificar el territorio con su cuerpo, tal y como había hecho con Manigoldo. Las laderas se  manifestaron en trozos derretidos y los escombros también. Un vago residuo quedó suspendido en el aire, pero no era tan astillero para darles importancia.

Boris jadeó de dolor en el hombro de Manigoldo, quien  duras podía arrastrarlo escaleras arriba con un brazo roto y las heridas que arañaban sus huesos.

—Ahora que lo pienso —remarcó éste, como sino lo hubiese notado hasta ese momento—, ¿dónde está la bruja de Liselotte? —Miró a las esquinas del agriado y  mefítico  invernadero—. ¡Vieja pestilenta, no te escondas! ¡Me debes una, perra!

—Se fue —puntualizó Albafica de espaldas, con su delicada capa balanceándose entre los dedos de la brisa nocturna—. Las almas atrapadas en el reloj fueron liberadas, y entre ellas estaba la hija de Liselotte. Usaron su propia canalización de energía para devolver nuestros cosmos. —Se oyó un ápice apesadumbrado en su voz—. Supongo que se aprovecharon de las facultades de la mansión.

—¿Y eso pasó mientras yo dormía?

—Estabas muriendo —corrigió para seguidamente dirigirle una mirada sobre el hombro—. Dejaremos en un lugar seguro a Boris y regresemos a la mansión.

Manigoldo asintió, y después de cubrir al desdichado hombre con una de las capas, Albafica ayudó a transportarlo.

Se habían puesto al corriente con la información de la armadura incompleta de la diosa, su deseo de venganza, y en cómo ésta deambulaba con media alma por esos lares. Sabían que Athena había sellado a la mayoría de los dioses corruptos que quisieron desatar su dominio sobre el mundo de los vivos, y aunque Afrodita no despertaba por completo, su excéntrico odio la ayudaba a tirar de los hilos en títeres humanos.

Avanzaron con rapidez fuera del invernadero, entrando al jardín poblado de lápidas enmohecidas, que palidecían ante la pomposa neblina que recién acariciaba los alrededores. Esta vez,  más presuntuosa, siendo una tiniebla blanquecina tan fría como la nieve. Sin embargo, ya ese baño de nubes descendidas de las alturas no los sorprendían y menos detenerlos, no ahora, que los santos ardían en convicción decidida.

Sus pasos fueron como rayos de luz traspasando las barreras, como si sus puños cósmicos cincelaran el  cielo. Tal y como había dicho el cántico griego que citaba; Con sus puños desgarran el cielo y atraviesan la tierra, con el fin de proteger la paz.

Ahora, con la ausencia del reloj, promotor que suministraba la fuente de vida de aquel teatro guiado por la malvada Afrodita, llegar hasta los pies del ala central no fue un desafío para sus puños. Alcanzando los territorios exóticos y rozar el paraíso que ahora era un juego con la fúnebre velada que había decorado la luz.

Las enredaderas con exuberantes púas se habían esparcido por los rincones, ahogando todo con sus espinas el palacio que una vez fue un lustroso lugar que arrancaba exclamaciones de asombro, gracias a su aliento de  majestuosidad y delicada elegancia que habían compuesto cada muro.

—Perdió el control —comprendió Manigoldo, estudiando el panorama, evitando que las ponzoñosas espinas le rozaran—. ¿Son venenosas?

Inescrutable, ecuánime, con pasos adelantados Albafica dejó que sus dedos acariciaran las agujas naturales y que éstas  atravesaran ligeramente su piel. Su sangre emergió del orificio, permitiendo el paso del quizás fruto del mismo tóxico, que no pareció estremecer sus poros. Tras mirarse el corte y frotarse el dedo, concluyó:

—No, las anteriores lo eran por mi sangre, y ahora que no está, sólo le queda refugiarse en el poder que me robó...

No acabó la frase, cuando fue interrumpido por la urgencia de una voz teñida de exclamación de su compañero.

—¡Albafica, mira allá!

Buscando el producto de precipitación, volteó la mirada al terreno que señalaba Manigoldo y, tras una pausa para aceptar el escenario que se alzaba sobre él, entendió la necesidad de la sorpresa. Sus ojos casi se desprendieron de sus cuencas al ver lo que se escondía dentro de del nido de enredaderas y sollozaba en plegarias de auxilio.

Con el alma congelándose, Albafica reconoció todos los rostros que una vez gozaron de las atenciones de aquella mansión y, que aún en busca de escape, fueron atrapados en el interior de esa red que los devoró  con sus espinas hasta que despellejar sus cuerpos.

Todos perdieron color, reduciéndose a cadáveres decrépitos y huesudos con una piel negra surcada por líneas prematuras de vejez. Algunas gemían entre las garras de la muerte, pero era tarde para recuperar pedazos.

—Maldita perra —escupió Manigoldo, aventándose al camino de grava que daba vía a las grandes puertas del salón principal, dejando atrás a su compañero al caminar  en grandes y pesadas zancadas.

A un metro de distancia de las puertas de cristal roto,  un bálsamo fétido rondaba y vagaba del interior como bruma de media noche. Ya no había belleza que admirar, ni exclamación que dejar escapar; todo fue tragado por la nueva oscuridad patente, finalmente, por la verdadera garganta de la diosa.

Las paredes fueron empañadas por las mismas serpientes de espinas y algunas de las lámparas de araña habían sido reducidas a polvo de diamante. Poco se adivinaba en las tinieblas que, a juzgar por su espesor,  se asemejaban a un enjambre de avispas carnívoras que sorbieron en gotas toda la lluvia de luz.

Un siseo quebrado emergió desde las sombras, quebrado, ronco,  llamando con voz espectral a un ser que yacía cerca.

—Alba... fica..., ¿dónde estás...? —Esa voz se levantó, llevando consigo todas las perturbaciones en pocas palabras—. Dame… dame… tu alma.

A Albafica se le heló la sangre.

—Mi diosa... —Se oía el lamento de Rinaldi, que fue destrozado por el sonido de un estrépito que tenía un aroma  a bofetada.

—¡Encuéntralo! —acompañó el sonido.

—Eso no será necesario. —habló el mismísimo santo de Piscis, adentrándose al recinto, viendo como Afrodita yacía arrodillada en la cima de la escalera, con una víctima entre su regazo—. Aquí estoy.

La faz de ella pintaba la viva desesperación por mantenerse hilada a ese mundo, atándose a las almas ajenas que no le pertenecían y tampoco le satisfacían. Era como si aquellas vidas brillaran con la misma fuerza de las llamas de una vela y podía apagarla con la misma facilidad.

Al lanzar su suerte al aire y toda estrategia de atarcar bajo el cimiento del elemento sorpresa, Albafica caminó adelante donde la diosa escupía  los residuos de almas.

—¡Mi hijo! —exclamó con una grotesca sonrisa que a Manigoldo se le antojó asquerosa—. ¡Ven, ven a mí! ¡Ven!

—No soy tu hijo —sentenció Albafica con hábil y brutal sequedad, con la rabia brotando hacia la superficie—. Te arrepentirás por jugar con mis recuerdos.

Una risa escrupulosa abandonó los delicados pliegues de los labios de la diosa, con la espalda curveada en una forma retorcida que no era un arte de milagro para la columna vertebral.

—Sí, sí lo eres… —Ladeaba la cabeza con obscenidad, con los ojos abiertos como perlas  de nácar, caídos y llenos de  frivolidad —. Y pronto… estarás unido a mí. En mi vientre, donde… donde nunca debiste salir.

Antes de siquiera reaccionar, Rinaldi, a quienes ellos habían ignorado y que la ansiedad le quemaba las pupilas, no previó cuando Afrodita dirigió las lánguidas enredaderas hacia él; atreavesándolo en todos los puntos posibles en el espacio de su pecho.

La sorpresa abordó su expresión, viendo temblorosamente como aquellas lanzas empezaron a arrancarle la vitalidad que lo hizo caer en la estupefacción.

—Mi...  diosa... —borboteó con un vómito de sangre que acompañó la súplica.

Los caballeros paralizados, al no preveer ese desliz de traición, observaron como las raíces absorbían el aliento y el alma de aquel anfitrión que tejió una red a la araña equivocada. Lo que ocurrió a continuación fue la circunstancia que arrinconó las esperanzas de victoria, al ver como la corrupción y pudrición de odio que era una alegórica esencia de Rinaldi, fue el punto de quiebre para que Afrodita despertara esa mitad que se le había desvanecido.

 Arrojó fuera los restos del cuerpo del hombre, al ser inundada por  una luz que la rodeó en un halo incandescente, esculpiendo  las piezas de una armadura de metal hechas en oro y plata. El vestido fue recortado por el frente, al recibir los  pliegues simétricos sobre las caderas, encajando con la  coraza del tronco de rígidas curvas a los costados que cubrían pecho, espalda y se unían con tiras metálicas sobre los hombros. Sus brazos y la parte delantera de las piernas se defendían con órbitas sobre la placa de oro, acompañado por la aguja de tacón que cubrió hasta las rodillas. Su cetro volvió a fortalecerse en su mano, y una tiara bordeó su cabeza vistiéndola de la belleza natural que ella representaba.

—Fuiste util, mi querido Rinaldi —dijo, persuasiva, encendiendo de nuevo todas las velas de las lámparas dormidas que difuminaron la oscuridad—. Contigo y tu amorcillo, fui capaz de despertar una parte de mí. —Sus labios rojos como la sangre y su mirada punzante en el zafiro salvaje que expresaba malicia, dieron pie a una expresión burlona—. Después de todo, no fuiste tan inservible…

No culminó su discurso, cuando una rosa negra logró confundirse entre la penumbra al borde de desaparecer, siendo capaz de atravesar el aire y abrirle la piel de la mejilla con su roce. Desplegando una lágrima escarlata que descendió por la palidez mortal de su piel, hasta humedecer el dedo con el que delineó el corte.

Al girar el rostro, el niño de Athena, hijo de su contenedor, tenía el brazo estirado hacia ella, con una segunda flor reluciendo entre sus dedos.

—Ya fue suficiente. —dijo éste.

—Mocoso idiota... —insultó, y un rastro de ira coloreó su voz—. ¡¿Cómo osas a herir el rostro de un dios?!

—Ja, hay una cierta corazonada en esa línea —se burló Manigoldo, justo al tiempo que una lluvia de espinas diluviaran su fiereza tenacidad que no las contenía anteriormente.

Los santos se dividieron para esquivar la sarta de agujas, dispersándose para alcanzar a la diosa que liberaba el fragor de la batalla con crepitante cosmos. Destruyendo todo a su paso, entre las lámparas que lloraban cristales y caían al suelo con estrepitoso sollozo, suspirando el aliento  de un fuego que empezó a encenderse.

—Los voy a tragar vivos, estúpidos humanos —decía con fingida tranquilidad—. Y mataré a Athena por intentar detenerme.

Entre la precipitación, una de las enredaderas golpeó a Albafica de lleno en el costado, enviándolo a un aterrizaje limpio al piso que le arrancó el aire.

Aun no recuperaba toda su fuerza y maldijo internamente por eso. Oyó a Manigoldo gritar su nombre, mientras tomaba control de las almas y las usaba para atacar en vano a la diosa.

Con los huesos temblando, se incorporó trabajosamente  con el cabello cayéndole en delgadas tiras sobre su rostro. Sentía la pesadez en su respiración y el estómago parecía haberle rozado la espalda.

—No podrán detenerla… —habló una voz al fondo de la oscuridad, que incluso las espirales de fuego y humo aun no alcanzaban  con sus serpientes de luz—. Sólo el cofre que Athena usó… puede regresarla a su sueño eterno.

Albafica alzó  la cabeza y tras enfocar la visión en esa nube de estruendos, adivinó unos contornos agrietados de la piel ennegrecida y casi esquelética. Al variar los segundos, reconoció que era Rinaldi que le extendía con sus abiertos y gastados dedos el cofre de ellos tanto habían buscado. Sin poder decir una palabra o emitir un sonido, el santo vio la bendición de la muerte que brillaba en los ojos abiertos del italiano.

No perdió el tiempo en sentir lástima, gateó hasta tomar el tesoro de  pliegues y rosas abiertas talladas en dorado en la superficie. En medio, en el corazón de la cubierta había un rostro esculpido con rasgos afinados, escrito trazo firme que enseñaban la belleza divina.

Recordando las palabras de la hija de Liselotte, Piscis se encontró en una gran encrucijada. No quería dimitir en su labor, ni mucho menos arrojar a la deriva el sacrificio de las pocas esperanzas que depositaron en ellos, pero...

Tomó una larga respiración, y se armó de valor, llenándose las articulaciones de decisión. Con su cosmos materializó una rosa entre sus dedos, y encerrándola en su palma hizo que perforara su piel.

La sangre apareció campante en su alfombra de plata cuando desfilaron en una lluvia de gotas que empezaron a cubrir la tapa del cofre y un zumbido emergió de éste. Tras un segundo, el chasquido se hizo presente, alertando que... estaba abierto.

Por un momento lo mantuvo así, antes que una turbulencia de imágenes atacaran su consciente. Cerró los ojos cuando por su cabeza se desplazó la escena de un Rinaldi maltrecho, moribundo, paseando por las cavernas y ruinas de una mansión siguiendo el sonido de una voz. La progresión de recuerdos siguió, revelando como éste atraído por las uñas de la diosa retiraba el sello de Athena y daba pie al inicio de aquel cuento de terror. Rinaldi nunca quiso a un ser, todo se reducía a obsesión y posesión, dos sentimientos que cuajaron perfectamente con Afrodita.

Su mente regresó a su lugar y ya sabiendo qué hacer, Albafica se puso rápidamente de pie con el cofre entre sus manos. Era una oportunidad única que podían conseguir, y él era nuevamente, la perfecta carnada.

Manigoldo había sido clavado en la pared antes que él llegara, luchando contra unas enredaderas que lo mantenían fuera del piso y que se estaban enrollando en sus extremidades como boas sedientas. Sus rosas pirañas se remontaron en vuelo y cortaron el aire atravesando la superficie. Sin embargo, Afrodita hizo maneobrar sus ataques y envió a Cáncer en picada contra él.

El choque del metal ensordeció sus oídos, acompañado por la risa frenética de la deidad que disfrutaba de su escenario.

Manigoldo y Albafica se estrellaron contra la baldosa, arrancándoles un carraspeo bañado de sangre.

—Esa diosa... tiene los ovarios cargados —Se reía el italiano sobre su compañero, panza arriba.

—Manigoldo, levántate  —reprochó Albafica, luchando con incorporarse—. Escucha, existe una forma para regresar a Afrodita al cofre, pero es algo que sólo puedes hacer tú.

—Cualquier sugerencia es bien recibida, esa vieja nos está metiendo el dedo en el culo. —comentó, levantándose y darle el espacio al santo doce para terminar de acomodarse en el apoyo de su cuerpo.

Siendo breve y conciso, Piscis explicó rápidamente su idea y qué papel jugaba Cáncer en ese laberinto de palabras. Se reservó ciertas cláusulas que prefería cargar por él mismo, sólo sería un daño colateral y, si Athena aun estaba de su lado, todo saldría como había esperado.

Asintiendo, porque Manigoldo amaba los planes donde se apostaba el todo por el todo, la vida contra la muerte, dioses contra humanos en busca de poder, éste accedió a hacer su parte del plan.

No habían terminado de hablar cuando una vez más las poderosas lianas de cubierta espinosa se fueron hasta Albafica, y le encerraron el cuello, robándole el aire.

—Eres mi muñeco, Albafica —ronroneó Afrodita cuando el santo  jadeó ante la presión y el dolor, pero fue mitigado o quizás mal equilibrado cuando fue levantado en peso para ser estampido contra la pared más cercana—. Y quiero hacerte pedazos antes de que regreses a mí. Eres mi muñeco roto...

La diosa provocó que atravesara unos cuantos muros más que le borraron la mente, amenazando con esconderla en las tinieblas, con la voz de Manigoldo llamándolo.

Finalmente, la enredadera clavándosele en la piel lo alzó  al aire sobre aquel salón palaciego, con sonrisa fría de Afrodita que atrajo su consciencia de regreso.

—Debería matarlo primero a él y que seas testigo de ello —se burló, descendiendo las escaleras con una gracia grácil que expulsaba vahídos de seducción.

Chasqueó los dedos, haciendo que todos los cadáveres que se encontraban afuera del salón, empezaran a levantarse como títeres y precipitarse al interior. Albafica sólo pudo ver forzadamente como su compañero era atacado por todos éstos, antes que Manigoldo alzara su dedo y terminaba de eliminar a las almas que los atacaban.

Afrodita soltó un silbido, aún manteniéndose sonriente.

—Bien, es hora de acabar con esto. —Fijó su atención en Piscis, oyendo las maldiciones y los puños que soltaba Manigoldo quien aún peleaba con los muertos andantes—.  Quiero tu alma, Albafica, no descansaré hasta tenerla entre mis dedos.

Imposibilitado para ejercer presión en alguna de sus cuerdas vocales, Piscis levantó su mano y reveló una de las rosas que había ocultado.

—Esas florecitas no me harán daño —dijo ella con una ceja alzada—. Toda tu belleza solo envuelve soledad… —añadió y tras una lenta pausa, casi el siseo de una pitón terminó por concluir—: Yo puedo cambiar eso.

Ignorándola, Albafica lanzó una mirada rápida a su compañero quien luchaba por librarse del agarre de los zombies. Éste había coincidido su mirada con él, y cuando lo hizo, abrió los labios volviendo a hablar, sin que ningún sonido saliese. Manigoldo abrió los ojos en par y él sólo le sonrió. Después, regresó la vista a la diosa que cernía sus garras en su cuello, pero aún así habló:

—Eso es... lo que significa belleza —Con su otra mano extrajo el cofre que escondió entre los atajos de su armadura, manteniéndolo detrás de su espalda—. Eso es lo que soy: Soledad...

Y lanzó al demonio escarlata con todo su rigor, inverosímil y certero. Incrustándolo a tiempo en el muslo descubierto  de ella, antes que levantara un muro de espinas y el agarre en su cuello cedió.

Se oyó su grito como el cristal roto, y con ello, Piscis con una sonrisa curveada en sus labios, abrió el cofre; entregando su mente a la oscuridad...

El control sobre las ramas enloquecidas mitigó, cuando su portadora se concentraba en maldecir y arrancarse la rosa del cuerpo que ya había pintado su hermoso vestido de sangre.

—¡Me las pagarán, mocosos! —gritó, pero ahogó un gemido cuando sobre ella una sombra le cubrió el rostro.

—Se acabó, perra. —sentenció Manigoldo, con las cadenas protegiendo su espalda y que emergían como alientos infernales desde la prisión que Albafica había abierto.  Las cadenas bajaron la balanza a su favor al atravesarle el corazón y, antes de darle el momento de reaccionar, Cáncer dejó salir su cosmos en forma de palabra—: Seki Shiki Meika Ha.

El poder de las ondas infernales  rugió junto a su constelación y compensado por la manifestación del sello de Athena que una vez mantuvo sellado el cofre, fueron capaces de arrancar la media alma divina que residía en aquel cuerpo humano, paralizado por el veneno de Demon Rose.

El último grito de Afrodita se esparció en el aire, mientras era arrastrada por las cadenas que la encerraron dentro de su propia prisión.

El cofre se cerró.

 Todo había terminado.

Jadeando, cayendo nuevamente en tierra, Manigoldo se quedó absorto con la respiración en un hilo y el alma tiritando en su cuerpo. Duró unos minutos en pausa, recuperando el aliento, antes que el crepitar del fuego, finalmente, le llegara a los oídos  mostrándole  como se esparcía por toda la retícula, gracias  a las decorosas cortinas que fueron el puente para la propagación.

—¡Puta madre!

Buscó con la vista a Albafica, y tras girar un par de veces sobre sus talones como una bailarina, lo encontró  a unos cuantos metros de él con el cofre a su lado.  Sin perder tiempo, corrió hasta él sobre el mar de cuerpos que ya estaban siendo tragados por las llamas y deseaban alcanzarlo a él para  cernirlo en un aro de extinción.

Con prisa logró llegar al lado de su compañero, sosteniéndolo  con sumo cuidado de los hombros para girarlo, evitando que los cortes le rozaran. Acomodó la  cabeza en su hombro, y notó como los rasguños del cuello empezaban a hincharse. Los párpados de su compañero apenas temblaron, lo que le dio la opción de levantarlo y largarse de allí.

Se incorporó, con el peso adicional de Piscis en sus brazos y reprimió una astilla de dolor por el hueso que yacía roto.  Empezando a retroceder para alcanzar la salida, un gemido suave le atrajo los oídos, entre los desastres gritos del fuego que le hicieron girar la cabeza de sopetón.

Rodó la cabeza hacia un lado,  y al detener su visión en el final de la escalera, la dama de blanco con la que anteriormente había luchado, se incorporaba lentamente. El cuerpo se le paralizó, y no supo en qué momento la respiración se le detuvo.

Era la madre de Albafica.

 La mujer que lo trajo al mundo.

Por un momento, lejanos al infierno que estaba lanzando latigazos de llamas a todo lo que una vez fue la gran Hellaster, sus miradas se encontraron por  segunda vez. Era como mirar a su compañero. Ese extravagante azul que se fundía en su iris como si albergara las profundidades de los sietes mares en ellos. Su rostro y sus brazos vestían una piel traslúcida, aquellas delicadas comisuras pintadas de carmesí, el cabello de nítido celeste…

Otro cielo en el cual viajar, pensó Cáncer.

Ella estiró sus bordes tímidamente con aquel cierre de labios y le ofreció una disculpa con su cabeza. Estaba golpeada, la armadura ya había abandonado su cuerpo, revelando ahora el vestido lleno de sangre que la cubría.

—Mi… —se corrigió, levantándose trémulamente estirando su espalda con fastuosa esencia—. Él… —Miró a Albafica con el ardor en sus pupilas, y una mirada que no supo descifrar—, ¿cómo se llama?

Por un minuto, Manigoldo no entendió la respuesta que quiso conseguir con esa pregunta, antes que finalmente entendiera al bajar la vista y ver lo que sus brazos sostenían.

—Albafica —dijo secamente.

Una línea feroz y hecha de flama se dibujó entre ellos, recordándoles que los muros se venían abajo y que otro resuello de calamidad venía sobre ellos. El santo trató de acercarse en impulso, pero ella dio un paso hacia atrás.

—¿Es feliz? —preguntó y gracias al brillo de las llamas que se reflejaba en su piel, notó que lloraba.

—A su manera. —acortó, sintiendo la presión del nudo en su garganta al ver que la madre de Albafica retrocedía e irse contra el calor de ese infierno—. ¿Va a dejarlo de nuevo?

—No me necesita —susurró, caminando hasta la sombra de algo que estaba encogido, más allá de la escalera. Ella se arrodilló a su lado, rodeando  con sus brazos aquella cosa hecha de huesos.

A Manigoldo le costó reconocer de nuevo a Rinaldi, pero era él y, el anillo que tenía en su dedo fue el único símbolo que le dio identificación.

—Él querría volver a verla. —pronunció, con sus capas ondeando por la brisa virulenta—. ¿Lo dejará una vez más a su suerte?

—No lo hizo en el pasado, no lo hará ahora… —respondió en otro juego de palabras, sonriéndole con ojos enturbiados por las lágrimas—. El amor que le tienes no es frágil   —reveló, tomando una pausa lenta, temblando en su propio llanto—. Ahora, váyanse.  

 Antes que el santo dijera algo más, una gran bocanada de fuego estalló sobre una de las barras que sostenían una de las cortinas principales. La lámina de tela raída se desprendió en un manto de crueles llamas, engulléndola completamente, con el amor que la condenó a la muerte. 

Manigoldo maldijo con estridencia, y tuvo que salir despedido de las inmensas puertas de cristales rotos ante de ser añadido a ese cuadro de sueño eterno.  Todo ardió hasta los cimientos,  y lo que una vez fue conocido por Hellaster, se llevó consigo incluso las cenizas de sus muertos, esparciéndose en el viento hasta que el amanecer se las llevó para siempre.

 

Notas finales:

Y eso fue todo, damas y caballeros. El epílogo lo publicaré esta semana :)

Gracias a todos aquellos que siguieron la historia, y me disculpo por las lagunas mentales que les causé. Siempre soy así, escribo un capítulo sin plantearme el siguiente jaja, me gusta improvisar. Espero que hayan disfrutado de ésta historia que como cualquiera tuvo sus críticas, tanto buenas como malas, incoherencias, y cosas así. Así que lo último que tengo que decir es que cada cabeza es un universo lleno de constelaciones de ideas, cada una diferente, quizás las mías se unen demasiado.

Dejaré el resto de las palabras para el epílogo que como ya dije lo publicaré la semana de arriba, si en el trabajo me dan aire para corregirlo.

Aclaraciones rápidas:

1- Albafica y Manigoldo terminaron de nuevo en la celda es porque el tiempo temporal que era controlado por la diosa se desvaneció y es por ello que regresaron al punto de inicio que fue el invernadero.

2- La purificación de Albafica al cuerpo de Manigoldo vino inspirada cuando pelea con Niobe, cuando absorbe  el veneno  con su cuerpo.

3- Y por último,  Albafica vio a las almas gracias a la mansión que aun podía materializarlas.

Si alguien tiene dudas, ya saben que son bien recibidas.

Fue un placer, lectores, realmente lo fue.


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