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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

Notas: Se recomienda leer "¿Cuál es tu verdadero nombre?", para entender parte del final del fic. Un capitulo que lo no dejé como Dégel y Kardia, en "dividir" el peque-lemon. Este cap no es en su parte humorístico, es romantirístico (¿?) xD En este caso no lo hice, así que el capítulo será… *redoble de tambores*…

Número de palabras: 11.630k+ palabras!

Advertencia: Bueno, acá tendremos sólo a Mani y Alba… y bueno, es que son mi amada otp y con tantas imágenes que vi de Mani siendo tan romántico, que bueno acá está.

Noche de tragos.

Capítulo 4.

Cicatrices & Recuerdos.

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Ya bien entrada la tarde, el sol aún provocaba onduladas estrías de calor en las calles, y las rasgaduras de color opaco en el cielo, anunciaban que la noche se hacía próxima. La orden de espera había sido levantada una vez que, la lluvia cesó su ritmo dejando como vestigio una pequeña nubosidad bailando al son de una refrescante brisa.

Manigoldo había logrado dormir una hora, siendo despertado por Adele con las "grandes noticias", de que había escampado. Él le había dicho que le avisara en cuanto la lluvia mermara, y bien que lo hizo. Se desperezó escuchando sus huesos crujir ante el movimiento de sus articulaciones y soltó una maldición al sentir una punzada de dolor en toda la espalda. Una pequeña cortesía de haber dormido en una silla.

—Manigoldo-sama… —Se escuchó esa pequeña voz tras la puerta—. Le preparé un té, tal cual no le gusta, para que beba un poco antes de irse.

"Tal cual no le gusta", subrayó el santo. Antes de darse cuenta, estaba riendo con la chica ante esa oración. Se levantó de su cama, ya con la armadura puesta y salió de su habitación.

Albafica se encontró bajando los escalones a su ritmo de siempre, lento y pasible. Tenía puesta su armadura, y se dirigía al templo de Cáncer para partir a su misión. Una vez que divisó el pórtico del templo, sintió la evocación de un sentimiento tan usual en su mente, tan invisible en su rostro. Tenía los nervios repiqueteándole como campanillas al viento, al pensar en cómo se disculparía.

Subió los tres escalones para adentrarse finalmente, deteniéndose a medio andar cuando escuchó unas risitas cerca. Manigoldo estaba con una pequeña doncella, ambos, mirándose y riéndose. Esa escena le hizo alzar una ceja, no era la primera vez que veía hacerle ojitos a éste con una chica, pero… ¿coquetear con una sacerdotisa? ¿Qué tan bajo podría caer?

La niña tenía en sus manos una rosa, y sus mejillas estaban coloradas mientras el santo hablaba.

¿Desde cuándo Manigoldo era tan amable con sus sacerdotisas? El simple pensamiento le molestó, haciéndole dejar a un lado las disculpas.

Un minuto, eso eran… ¿celos?

«Eso es totalmente absurdo», refutó en su propia mente. Él era considerado el santo más hermoso del Santuario, esa niña no era rival para él.

… Espera, ¡¿Qué?! ¿Se acaba de considerar hermoso? ¡¿Qué pasa con él?!…

Carraspeó para hacer denotar su presencia, y efectivamente así fue. Ambos residentes dirigieron su atención a él. Una se sonrojó al verle, y el otro hizo una mueca.

—¿Nos vamos ya? —le preguntó con un tono de voz, que le atravesó el pecho.

—Supongo —respondió, encogiéndose de hombros.

—Bien —Se enderezó con lentitud, pasándose una mano por el cabello—. Bueno, Adele, ya sabes lo que te dije. Piénsalo.

La chica encorvó los hombros y asintió penosamente, despidiéndose con una reverencia de ambos. Albafica sintió un puntapié en el hígado.

—Vamos, entonces. —se dirigió ahora a él. Empezó a caminar dándole la espalda, y seguir su camino. Le siguió taciturno, dejando salir un pequeño suspiro lo suficientemente corto, para que no fuera escuchado.

Sería una misión difícil.

Caminaron hasta el muelle sin dirigirse la palabra, ni siquiera sus miradas habían coincidido, en algún punto de todo su trayecto. Abordaron el barco, teniendo como siempre, el mensaje de buenos deseos en su viaje. Uno de los reclutas a bordo, les dijo que el tiempo estimado para llegar a Italia, serían sesenta y cinco horas; por lo cual habían preparado una habitación con dos camas para ambos. Ya que no disponían de un barco con más comodidades que ofrecer.

Manigoldo sintió como su estómago se envolvía. En una época esa noticia le habría alegrado pero en ese momento, sentía como si los dioses se burlaran de él. Chasqueó la lengua y caminó junto al recluta diciendo al aire:

—Parece que alguien tendrá que compartir espacio con éste arrastrado.

Albafica desvió la vista.

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Dégel había despertado después de esa revelación de sentimientos, que se había desbordado hace minutos o quizás horas atrás. Abrió los ojos con cuidado, temiendo que si lo hacía bruscamente, un dolor que no hubiese contado hiciera su aparición. Sentía el cansancio completo latirle en la vena del cerebro, y girando su cabeza notó como Kardia dormía junto a él, encerrado en el inmóvil letargo del agotamiento. Él también lo estaba, lo cual lo incentivó a dejarse caer de nuevo en la almohada unos segundos, antes de obligarse a levantar. Su compañero se removió entre las sábanas, atrayéndolo con sus brazos, recostando la cabeza en su hombro.

—No levantes, todavía es temprano...

Dégel esbozó una imperceptible sonrisa, cerrando los ojos, abrazando de la misma forma ese cuerpo cálido.

—Nunca ha sido temprano. —Puede que sus deberes como guardián de la onceava casa, se postergarían un rato más.

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Después de ambos coincidir en la tregua de "tú no existes para mí, hasta que yo lo considere", Manigoldo no le dirigió la palabra en las pocas horas que llevaban en el mar.

Sabía que la distancia entre Italia y Grecia eran casi dos días en el mar y, si Poseidón estaba de tu lado; un día como mínimo. Lo cual sería casi una tortura para ambos, considerando que era incómodo mantenerse cerca.

Ya en el primer día, no hablaron entre ellos más de lo que era estrictamente necesario. Intercambiaron palabras de como atravesarían los archipiélagos, donde Manigoldo mencionó que conocía ese país como la palma de su mano y, que si quería confiar en la bendita palabrita que le había dicho, "arrastrado", todo estaría bajo control. La actitud del santo, sólo alimentó el remordimiento del guardián de la doceava casa. Cada vez que intentó en modo discreto, mencionarle una palabra sin que hubiera terceros, sus respuestas eran precisas y sin ninguna extensión a un cambio de tema.

Inclusive se llegó al punto en donde a Albafica le molestó esa actitud, aunque bien justificada que estaba. Por lo cual, sólo terminó accediendo a los caprichos del italiano. Sólo tenía un día, y ya estaba deseando echarse por la borda y que el mar le llevase consigo. Nunca admitiría que le estaba echando de menos, que le consideraba la única persona que era capaz de desarmarle con sus acciones, antes que él pudiera tan siquiera impedirlas. Sin él, estaban regresando las voces de sus propios pensamientos.

Ya la noche había arropado el cielo, cubriéndolo de las incontables estrellas. Estuvo a solas en la proa del barco con una rosa en su mano, donde estuvo observándola un rato. Su mente parecía torturarle con pequeños recuerdos del pasado, como si en cada pétalo hubiera un pasaje con ese caballero. Oyó murmullos incómodos sobre su belleza nata y, prefirió ignorarlos antes de perder los nervios, que bien alterados que los tenía. A su vez que intentaba calmarse, un pasaje cobró vida en su mente.

"Tómate el té"

"¡Esa mierda sabe horrible!"

"Actúas como un niño, Manigoldo."

Aún con su rostro impasible, imperceptiblemente sintió como una sonrisa se curveó en sus labios. Una pequeña ráfaga de aire le hizo danzar los cabellos, acariciando su piel, llevándose consigo la punzada de dolor que había sentido un segundo después.

"Te mentí, Alba… "

La brisa seguía ondeándole los cabellos, y cuando una más fuerte vino con ella, dejó ir la rosa lentamente. Después de todo no era venenosa ni nada, sólo era… una rosa.

"Me gusta… Deja a relucir tu nacionalidad."

Recordó el verdadero nombre de su compañero, pero nunca lo había llamado por él. Regresó a su habitación cuando se percató que ya era muy tarde, y el viento que sentía, era el frío anunciándole que podía resfriarse si seguía afuera. La mayoría de los reclutas dormían, unos repartidos por la cubierta del barco, caídos de al parecer de una borrachera. Cerró los ojos con tranquilidad, era un escenario divertido en cierto aspecto.

Entró a la habitación que se le había asignado, abriendo la puerta con sumo cuidado. La habitación era casi un cubículo estrecho, lo suficientemente grande para que cupiera una mesa para dos personas, dos camas individuales y, otra mesita más pequeña entre las camas que tenía un cuenco de vidrio con flores marchitas y, a su lado, una pequeña lámpara de gas. En un rincón descansaban las pandoras box, y sin saber los motivos, sus labios ampararon un delicado suspiro.

Manigoldo parecía haberse quedado dormido en la mesa, sobre unos planos que daba la impreso que había estudiado. Tenía la cara sobre el mapa y sus brazos estaban a lo largo. Albafica se acercó silenciosamente, echándole un vistazo a los pergaminos.

Era un mapa de Italia. Donde el objetivo a donde se dirigían estaba remarcado en un círculo rojo, el extremo de la isla europea de Sicilia. También se mostraban sus archipiélagos y las islas que lo conformaban; Eolias a nordeste, Egadas al oeste, Pelagie al suroeste, Pantelleria al sur y Ustica al noroeste. El Patriarca le puso al día con todo lo respecto a esa zona y sus conformidades. Sabía que se trataba de una de las islas principales y, la mayor del mar Mediterráneo.

Su vista recayó en el rostro durmiente de su compañero, el cuál parecía que no se iba a levantar a menos que le remolcaran. Y era claro que él no era un voluntario para esa tarea. Fue hacia una de las camas individuales tomando una de las sábanas para desdoblarla y dejarla descansar sobre los hombros de Manigoldo. Así, al menos no pescaría un resfriado, cuando él podía evitarlo. Le apagó la lámpara y, se acercó a la ventana cerrando puertas para así evitar el frío penetrante de ella. Soltó un largo suspiro y se dispuso a ir a la cama el también.

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La mañana llegó casi sin avisar, no supo en qué momento se había rendido al cansancio, ni mucho menos cuanto había dormido. Abrió los ojos con pesadez, encontrando la pequeña estancia bañada de una opaca luz. La ventana estaba cómodamente abierta, mostrando un sol reluciente alzándose sobre el mar. Un aroma se le filtró a las fosas nasales, haciéndole ladear la cabeza en dirección a la fuente de ese agradable olor. Encontrando junto a su cama, una pequeña bandeja de comida conformada por una taza de café, un par de cruasanes y unas cuantas galletas a su alrededor.

Se incorporó con ayuda de sus brazos, escrutando el recinto y al no obtener rastro de su compañero más que su propio cosmos fantasmal, se dejó caer nuevamente sobre la almohada como si el cansancio le fuera aplastado. Le dolían los tobillos y, pese a que antes de partir a su misión había podido comer sin vomitar, se sentía miseramente débil. Quizás esa comida no le iba a recargar las energías al ciento por uno, pero se conformaba al menos, con un cincuenta.

Se levantó de la cama, arreglando su propia ropa y algo de aquí y allá de su cabello. Aunque técnicamente poco le importaba. Tomó la taza de café junto con los cruasanes, las galletas sólo las miró; no le provocaron mucho, a pesar de que cabía la posibilidad que necesitara algo de azúcar en la sangre. Se fue a la mesa para dos personas, donde se sentó a ojear los mapas y los expedientes de la misión.

Tomó las primeras hojas leyendo su contenido. Al parecer en el estrecho de Silicia, Agrigento, un sin números de mujeres habían desaparecido de sus casas sin dejar rastro. Dos semanas después, el mismo número incontable de hombres presentó la misma equivalencia en desapariciones. Muchos creyeron que habían sido raptados, pero secuencialmente, enviaban cartas de que estaban bien. Pero nunca se confirmó si estaban vivos o no, ya que una misma carta, podría haberla escrito cualquiera.

Varios testigos informaron que las letras eran las mismas, siendo lo más redundante, es que en todos los casos; se alegaba que estaban pasando el mejor episodio de sus vidas. Albafica revisó los expedientes de las mujeres leyendo sus datos: solteras, viudas y, algunas eran fantasmas para muchos. En los hombres se presentó la misma coincidencia, algunos inclusive estaban casados.

Entre todo el papeleo, se encontró el sobre que le había entregado el Patriarca antes de salir a la misión. Tomó el abrecartas y abrió el sobre con cuidado. Bebió un poco de café, animándose a seguir despierto. Dos hojas de color crema salieron del sobre, una con el sello oficial del Patriarca a la hora de entrar a los dominios del país, haciéndose pasar por simples turistas, causándole cierta intriga a leer eso, considerando que ya habían estado en Venecia y nada de eso había sido necesario.

La otra, hablaba sobre la pérdida de un cofre a mediados del siglo XV, donde su contenido se desconoció hasta que para el siglo XVI volvió a aparecer revelando que en su interior; albergaba los resentimientos de una misma deidad. Afrodita.

Siendo partícipe de la historia mitológica como la diosa del amor y la belleza, su historia recuenta que ella se casó con Hefestos cuando en su interior albergaba sentimientos por Ares. Manteniendo su amor en secreto, en diferentes encuentros pasionales a lo largo de la historia. Hasta que fue descubierta y atrapada junto con Ares en una red mágica, exhibida ante todos los dioses.

"El castigo para los infieles, es la exhibición de su traición"

La puerta de la habitación se abrió y una cabellera alborotada la atravesó. Le dedicó la vista un momento, antes de volver a la hoja que tenía en frente.

—Buenos días. —dijo por cortesía, aunque sabía que no iba a ser respondida o iba sscuchar algo como: "Qué tienen de buenos", típico de ese hombre.

—Buenos días. —sorpresivamente le respondió, caminando hasta él sentándose en la segunda silla—. Veo que lees los expedientes.

—Sí —afirmó dejando a la taza sobre la mesa—. Estaba pensando en la historia del cofre que tenemos que recuperar.

Se escuchó un sonido gutural, y varias de las hojas que tenía sobre la mesa fueron cogidas.

—Lo que concluí anoche, después de atragantarme de tanto drama —empezó hablando el santo de Cáncer—. Es que esa tipa era demasiado zorra.

Albafica levantó la vista de los pápeles.

—No es que sea una mentira, pero, ¿tienes una conclusión ya en especial?

Manigoldo alzó la cara con una mirada impávida. Se cruzó de piernas, descansando una de sus manos en el respaldar de la silla y, en la otra tenía una de las hojas de los expedientes.

—La tipa se acostaba con diferentes dioses, pero si una mortal se acostaba con Ares, la maldecía —reveló con una seriedad poco común. Su sequedad aún era visible, pero su conversación había avanzado bastante.

—Eso estaba leyendo. Sí lo que su historia cuenta —Apiló las hojas en la mesa, casi leyéndolas al mismo tiempo para concluir—: Es que el cofre mantenga una porción de la voluntad de la diosa en probar a las mujeres y hombres, en los deseos de su carne o la fidelidad de su cuerpo.

—¿Cómo puede tener eso, si ella misma era infiel? —comentó, dejando la hoja sobre la mesa y poner los codos sobre ella—. ¿Venganza?

Albafica encorvó los hombros.

—No te sabría decir.

—Bueno, aún no se sabe con exactitud que puede hacer o que contiene. A pesar que las pistas que nos arrojan parecen indicar ese camino.

Recargándose en la silla, Albafica lucía una extenuación pálida y tenía un pequeño dolor de cabeza. Su compañero pareció notarlo, y sólo se reservó las palabras.

—Tienes razón y no coincide con las desapariciones… —manifestó, deslizando una de las hojas sobre la mesa, deteniéndola frente a su compañero para que la viera—. La mayoría de las desapariciones son solteras o viudas. Y si son solteras o viudas, ¿a quién le serán infieles?

Manigoldo hizo un leve movimiento con las cejas y tomó la hoja.

—Mierda. Que enredo con esa vieja y su relación con el cofre.

El dolor de cabeza antes sereno, empezó a martillarle en la cabeza a Albafica, donde sostuvo unos minutos su sien cerrando sus ojos, intentando relajar los hombros.

—Nuestra prioridad ahora —retomó con suavidad—, es ver qué relación guardan las desapariciones con el cofre. —destacó—. Según ésta hoja, dice que la mayoría los han visto entrar a una mansión —Le pasó otra hoja, y cuando éste la tomó, se miraron a los ojos unos instantes. Como si Manigoldo le preguntara "¿Estás bien?", pero no dijo nada ni tampoco le quitó la vista de encima. Fue Albafica quien volvió a la labor que tenía en frente, sintiendo un ápice de intranquilidad.

Curveando una sonrisa a Manigoldo le pareció ver un pequeño rubor en esas mejillas. Su piel era tan blanca, que cualquier cambio en ella, era notable a simple vista. Volvió la vista a la carta conformándose con eso y la leyó:

"Una extraña mansión ha aparecido inexplicablemente al sur de Silicia, Agrigento. Llamando la atención de todos los que vivíamos alrededor, por la excentricidad de la misma. Hemos visto entrar y salir a las mujeres que dicen estar desaparecidas, pero el modo en que vestían, no era precisamente un llamado de "secuestro". Nadie puede acercarse a la mansión a menos que seas invitado, lo que nos cohíbe proporcionar más información."

—Hay que entrar a esa mansión —fue lo que dijo con total convicción—. Debemos averiguar qué traman esos tipos. —Volvió a sonreír, haciendo que Albafica le dedicara la vista—. Aunque yo creí que salvaría "mujeres en peligro".

—Y hombres también —completó con los ojos cerrados, bebiendo el último sorbo del café—. No sé si fuiste tú, pero quiero agradecer el gesto del pequeño desayuno.

Manigoldo se levantó y se encaminó a la salida de la recámara. Su actitud esa mañana era menos agresiva hacia él, y eso le extrañó un poco considerando como le trató el día anterior.

—Si aceptas una invitación de éste…

—Lo dices y vas a terminar envenenado toda la tarde —cortó malhumorado—. Bien que he intentado hablar contigo sobre ese tema.

A respuesta, después de calmar su desmesurada sorpresa, soltó una risilla.

—Amenazas, ¿volvemos a la rutina? —Se dio vuelta, su tono era tan burlón y molesto como siempre—. Entonces, no tendrás alternativa en aceptarme una invitación a comer esta tarde. —No le dejó responder, saliendo de la habitación cerrando la puerta tras su espalda.

Albafica cruzó sus brazos en la mesa y dejó caer su cabeza allí.

«Ese hombre tiene un humor cambiante… bastante sorprendente… », pensó. Se dio cuenta de que estaba sonriendo, aunque no sabía por qué. Pese a que sus preocupaciones seguían ahí, en aquel momento, sintió como si volara sobre ellas.

Se mantuvo todo el día en la habitación asignada, mientras que Manigoldo se mantuvo fuera, molestando/jugueteando/bromeando con los otros reclutas. Una de ellos le había llevado el almuerzo, que constaba de un simple tazón de sopa. La cena no la quiso recibir, por tener una pequeña sensación de arcadas y prefirió dejarla a un lado. Sin contar el hecho que el bamboleo del barco, sólo le hacía sentir peor.

Los haces de luna que se filtraban por las grietas de la madera, anunciaban que la noche ya había caído sobre ellos; con la luna resplandeciendo en la oscuridad, ocupando con sus demás constelaciones todo el ancho cielo.

Se recostó en una de las camas individuales, quitándose las botas junto con la casaca, dejándola a una esquina de su cama. Su soledad siempre sería su esencia y nadie se la cuestionaba debido a su sangre. Exceptuando a algunos santos de rango Oro, que sólo eran dolores de cabeza.

Se quedó dormido, quien sabe cuánto tiempo para cuando escuchó las bisagras de la puerta chillar, siendo el timbre de aviso de que alguien estaba entrando. No abrió los ojos, al reconocer ese cosmos. Fingió estar dormido para cuando las pisadas se sintieron cercanas. Los resortes de la otra cama aullaron cuando Manigoldo se sentó en ella, quitándose sólo las botas. Su casaca larga seguía abandonada en el respaldar de la silla desde el primer día, considerando que no era necesaria mientras iban en el mar.

Para cuando iba a apagar la lámpara siendo la única fuente de luz en ese pequeño cuchitril, se detuvo. Percatándose del rostro durmiente de su compañero. Los pequeños contraste de luz perfilaban sus facciones, delineándola una a una; como si enmarcaran cada gota de belleza que se le mofaba en el rostro.

Su mano se extendió un poco, casi sin poder evitarlo para removerle con sutileza uno de los flequillos que le caían graciosamente en la cara. Dejando, inconscientemente, una caricia al descenso.

—Incluso durmiendo, sigues siendo una figura digna de mirar —manifestó, cuidando su volumen de voz, pero que Albafica escuchó perfectamente—. A pesar de lo cabreado que estaba contigo… cuando desperté y estaba abrigado con la sábana de mi cama, no pude evitar sorprenderme. Supe que habías sido tú, porque ese aroma tan agradable que le dejaste, me hizo caer muerto en el sueño —Le dejó otro imperceptible roce en el pómulo, haciendo que el otro caballero sintiera diferentes emociones tranquilizantes y entrecruzadas dentro de sí—. Pensé que sería un infierno tenerte en esta misión, pero… —Se acercó, sigiloso, regalando un pequeño beso en la mejilla—, contigo, desgraciadamente, nunca nada será un infierno.

Se levantó regresando a su cama, resbalándose entre las sábanas limpias y almidonadas. Se acostó con los brazos cruzados detrás de su cabeza, cerrando los ojos y, hundiéndose en el sueño.

Al otro lado de la cama, Albafica sentía el corazón golpear con una fuerza descomunal su pecho. Se llevó la mano hasta el pecho intentando tranquilizarlo pero sólo sintió los fuertes latidos bajo su palma.

« ¿Qué es esto…? »

Abrió los ojos lentamente, percatándose que Manigoldo parecía haber cedido ante el sueño. No pudo evitar sentir un pequeño alivio y, después de salir de su pozo de lamentos, él también le siguió.

« Ambos tenemos actitudes extrañas », pensó.

En tanto al italiano, una vez que sus ojos habían cedido ante la penumbra; primero oscuridad, luego sombras; sombras que fueron transformándose en siluetas y, esas siluetas en voces. Se vio arrastrado al pasaje de los sueños, donde una voz que creía haber olvidado; ensordeció sus oídos, una vez más haciéndole visita cada vez que intentaba dormir.

"Vaya, gran botín, Manigoldo. Haz comprado la vida de la mitad de estos mocosos. No todas… cabe mencionar.", podía oír esa voz autoritaria y sin atisbo de paciencia, una vez más…

Un grito le taladró los oídos, como si se lo hubiesen arrancado y desgarrado sin piedad. Un rocío de sangre le salpicó la cara, y otro niño de menor edad que él, había muerto. Miles de voces ahogaron su mente, miles de escenas cobraron vida, como si hubiese sido un recuerdo del mismo hoy y no del ayer.

"¡Auxilio!"

"¿Por qué no pude protegerlo?"

"Manigoldo"

"¡Manigoldo, sálvame por favor!"

"¡Piedad!"

"¿Qué es esto…?"

"Mata, mocoso. O yo te mataré a ti."

"Manigoldo"

"Basta..."

"Esta noche te toca castigo, la piedad es de los débiles"

"Mani..."

"Arrivederci"

—¡Basta! —gritó, despertándose al momento.

Sintió su propio pecho sacudirse ante su respiración forzosa, el sudor se desplazaba como gotas de lluvia por sus sienes y por su pecho. La camisa se le había pegado a la piel y le resultó cada vez más difícil ordenar sus propias ideas. El agotamiento le estaba difuminando el contorno de todo lo que había en la habitación, incluyendo el de la persona que le traía de vuelta.

—Manigoldo —escuchó a su derecha, donde el desenfoque se fue calibrando hasta reconocer esa persona.

—¿Albafica? —musitó con esfuerzo, sintiendo la garganta terriblemente seca.

—¿Estás bien? —le preguntó con suavidad.

—¿Y a ti eso que te importa? —gruñó incorporándose, percatándose que Albafica estaba lo suficientemente cerca de él. Habían hecho una tregua en la mañana, siendo al parecer, olvidada en la noche. Pero Albafica respondió con seriedad.

—Lo suficiente como para despertarme y ver cómo estabas —repuso con un tono de voz tan cortante como el que había recibido—. ¿Estás bien?

—Me duele la cabeza —confesó y, al ver en el rostro de su compañero, añadió—: No te equivoques, no creas que tu insignificante veneno puede hacerme algo.

Albafica suspiró, cansado de esa actitud.

—Parecías tener una pesadilla —mencionó con voz invariable—. ¿Te sientes bien? —repitió en un tono más serio, observándole jadear con insistencia—, ¿deseas agua?

—No. —jadeó, y pese a su lamentable imagen, prosiguió—: Sólo quédate donde estás.

La culpa le invadió al percatarse que estaba pagando su cólera con su parabatai. Realmente no quería nada, sólo quería tenerle a un lado, por muy peleados que estuvieran. Necesitaba su fuerza, por muy distante que la tuviera.

—¿Qué? —pareció sorprendido con esa escueta respuesta.

—Quieres ayudarme, ¿no? —anticipó, atravesándole con la mirada antes de cubrirla con su brazo—. Si quieres hacerlo como dices, entonces sólo quédate donde estás. No te estoy pidiendo gran cosa. Te recuerdo que no me he envenenado sólo por hablar.

Albafica le miró con recelo, y terminó sentándose en la orilla de la cama, después de batallar contras las advertencias que le arrancaban convicción a lo que estaba haciendo.

—Manigoldo —lo llamó después de un silencio. Donde la respiración rota de su compañero le empezó a preocupar, al reparar las venas prensadas del cuello y el rostro que parecía brillar a causa del sudor—. Sabes, necesito disculparme contigo. Por mi actitud la última vez y las palabras que te dije... No debí...

—Es suficiente —demandó el canceriano—, no digas más. —Se descubrió los ojos, y finalmente, le dedicó una sonrisa, al ver el rostro sorpresivo que había obtenido—. Mi maestro me amenazó antes de venir, haciéndome prometer que olvidaría todo lo que dijiste, si al menos, escuchara una disculpa de tu parte. Ya que lo que te hice es en parte, algo mayor —Dejó salir una pequeña risa—. Y si, el viejo me hizo contarle todo, con pelos y piojos.

Albafica cerró los ojos, ese lenguaje… Dioses.

—No tienes que perdonarme porque te obliguen, Manigoldo —aseveró con tono cansino y monótono.

—Lástima, ya lo hice. Así que, es suficiente. —Cerró los ojos ignorándole—. No quiero oír palabras como: "Tú no eres un arrastrado". Me enfermarías con esa absurda lástima.

Manteniendo los ojos abiertos, algo sorprendido, Albafica se calmó encorvando tenuemente las comisuras.

—De hecho, no te iba a decir eso.

—¿Ah, no? ¿Y cómo pensabas disculparte? —Levantó una ceja con ironía—. Heriste mis sentimientos, sino lo sabías.

—Pensaba decirte que alguien con el conocimiento y, reconocimiento de su propio físico, junto con sus habilidades. Siendo tan altruista como eres…, jamás podría ser un arrastrado.

Manigoldo le miró, consternado y a su vez, sonriente.

—En verdad discúlpame, Manigoldo.

—Ya te dije que está aceptada, hombre, no me hagas repetirlo —protestó con una sonrisa dentífrica. La presencia de Albafica le estaba calmando, y realmente quería hacerlo. Después de su maestro, ese caballero estaba logrando alejar el frío de las pesadillas con su presencia…

Se miraron unos segundos, antes de que se escucharan unos toques en la puerta. Albafica ladeó la cabeza en dirección a ella.

—No abras —impidió, deteniéndole por la manga de la camisa—. Estamos hablando, no quiero que nos interrumpan y, no estoy de humor para recibir a alguien que no seas tú.

Su compañero se levantó de la cama y le dedicó una serena mirada.

—Debo abrir, les pedí que me trajeran algo.

—¿Qué cosa?

—Algo que odias —reveló, ocultando algo equitativamente amigable en el fondo de su iris. Yendo hasta la puerta del recinto, con sus pasos dejando una sinfonía agrietada sobre la madera bajo sus pies.

—Odio muchas cosas.

—Por lo que he visto, ésta la encabeza —respondió, ya abriendo la puerta.

Pareció intercambiar palabras con el recluta que estaba en frente, fueron rápidas y cortas. Manigoldo sintiéndose demasiado exhausto como para ladear tan siquiera la cabeza, no logró alcanzar a ver que le entregaban. Nunca creyó sentirse tan cansado en toda su vida. Los párpados parecían convertirse en láminas de plomo, pero temía cerrarlos y toparse con la guillotina detrás.

Albafica regresó con paso sosegado con una bandeja en su mano, el simple olor dulce le hizo arrugar la nariz al reconocer ese inconfundible olor.

—No me digas… —predijo con cierto fastidio.

Su compañero le sonrió ladinamente y volvió a sentarse en el pequeño borde de la cama.

—Me dijiste una vez que te lo beberías, si yo te lo hacía —le recordó, sirviendo cómodamente el mayor enemigo del caballero de Cáncer.

—¿Lo hiciste tú…? —preguntó abriendo sutilmente los ojos, descansando su propia mano en su vientre después de amoratar la pared de los almidones y descansar allí su espalda. La mención de ese recuerdo le conjuró la visión a un pasado no tan distante, pero si nostálgico. Tomando en cuenta, en como su relación colgaba de un hilo.

Asintiendo con suavidad, Albafica dejó la taza humeante sobre la mesa. Pareció darse cuenta unos instantes, de la existencia del cuenco y sus flores marchitas; siendo absorbido por la sequedad de aquellos pétalos sin vidas. Levantó la palma cerca del tazón, elevando un poco su cosmos; Manigoldo observaba su línea de acciones circunspecto, manteniéndose a la raya con total atención. Se sorprendió un poco más, al ver como los pétalos mancillados por la cruel ironía de la naturaleza; de como la belleza era efímera, tomaban nuevamente color. Levantándose sobre su tallo, hasta que el marchito ramo de rosas pasó a ser, un hermoso adorno florar blanquecino.

—Linda acción —emitió un tanto burlón, pero detrás de esa pared de burla en una de las grietas estaba el enternecimiento.

No tuvo respuesta verbal por parte de su compañero. Quien después de que su mente regresara de quién sabe dónde, le tendió la taza del maravilloso té.

—Toma, bébetelo. Te hará sentir un poco mejor.

Manigoldo lo tomó con desgano, y el suave olor, le relajó todas las articulaciones que no sabía que tenía alteradas.

«¡Cálmense, maldita sea! »

—¿De qué es? —le preguntó observando el contenido de la taza, teniendo una algarabía en su interior—. ¿Manzanilla?

—Pruébalo y sabrás —susurró sonriéndole—. Vamos, bebe un poco —Incitó empujándole la taza a los labios.

El caballero tomó una gigantesca bocanada de aire, y se bebió todo el contenido a cuenta gotas. Estuvieron en silencio, hasta que la última gota de ese té, se perdió en su garganta. Manigoldo suspiró, sintiendo el vapor reconfortarle las extremidades despejando las nubes de confusión que cubría su mente.

—Primer té que me agrada —señaló recuperando su sonrisa, dejando la tacita vacía a un lado—. ¿De qué es?

—Es un secreto —contestó desde su lugar al otro lado de la cama— Me alegra que te haya gustado.

—Acá es donde debo agradecerte, ¿no?

—No. —respondió cerrando los ojos algo petulante—. Porque la verdad es otra —reveló escrutándole el rostro—. Yo les dije a las reclutas que quería algo de té y les indiqué como lo quería. Así que, técnicamente no lo hice yo. Pero sabía que no te lo beberías, a menos de que fuera así.

Manigoldo empezó a reír.

—Algo me decía que me engañabas.

Su parabatai le sonrió mirando sus manos en un movimiento de su cabeza, donde se percató de una pequeña línea blanca que se trazaba en la muñeca de Manigoldo y, se perdía hasta que la tela de la camisa la cubría.

"¿Cómo te la hiciste?", escuchó su propia voz en su mente. Percatándose que no era una pregunta que acababa de hacerse, sino una que ya había hecho en el pasado.

"Hace mucho tiempo, no es nada", pareció responder otra voz. Quiso volver a recordar, pero esas voces parecieron ser tomadas por el mutismo del olvido. Resultándole evidente que eran sus memorias difusas de aquella noche.

Su mano se movió por sí sola, encaminándose a la línea dibujada en la piel bronceada.

—¿Cómo te la hiciste? —preguntó, rozándola con cuidado. El caballero miró como esos suaves dedos rozaban su marca, pareciéndole sorprendente el hecho que Albafica le tocara por cuenta propia. Le sonrió elocuentemente.

—Me hiciste la misma pregunta, cuando la viste en el bar de Calvera.

Albafica se cohibió al ver esa torcedura de labios tan jovial, alejando sus manos y, dejó descansarlas en su regazo.

—Supongo que espero una segunda respuesta —comentó sin cambio en su voz—. Porque, como sabrás, no recuerdo nada.

Manigoldo dejó salir el aire de sus pulmones, reclinando su cabeza en las almohadas, cerrando sus ojos con malestar. La llegada del silencio le advirtió al santo de Piscis, que su pregunta quedaría vagando en el aire sin ser cogida. Suspiró.

"No hagamos esto, Albafica. No quiero que me mires con lástima", una vez más la respuesta a su pregunta; siendo respondida a medias. Como si se tratara de una especie de déjà vu.

"Quiero saber."

"Hay cosas que no puedo contarte, es algo privado. Lo siento. "

Entendiendo el mensaje, Albafica finalmente hiló una cosa con la otra. Era el pasado de Manigoldo que le hacía visita cada noche; era su pasado quien le clavaba las garras en las entrañas arrancándoselas sin escrúpulos.

Algo que le había enseñado ese mismo santo, cabía resaltar; era que los pesares eran más ligeros, cuando eran llevados con otra persona. Quizás no debía mostrar tanto interés, pero ese impertinente era su compañero de armas, su parabatai. Aquel que se había burlado de su soledad y se había mofado al ahuyentarla con tantas visitas a la casa doce después de su primera misión.

Ni toda la culpabilidad del mundo, le sería suficiente para mermar ese deseo de ayudarle. Se levantó de la cama, haciendo chillar a los resortes que se quejaron por despertarle.

—Manigoldo… —llamó con parsimonia, y no habló hasta que éste le miró—. Si… si te muestro mis cicatrices, ¿me enseñarías las tuyas?

Manigoldo parpadeó, como si creyese que su mente le hubiese jugado una mala broma, creyendo casi imposible, lo que acaba de escuchar. Permanecieron en silencio, hasta que el caballero de Cáncer pareció recomponerse de la sorpresa.

—¿Qué dijiste?

—Si te enseño mis marcas, ¿podrías mostrarme las tuyas? —repitió después de expulsar el tintineo de su propia mente gritándole amonestaciones. A pesar de sentirse extraño, en su contraparte, sintió una especie de paz, que empezó a reinar en ese rincón navegante sobre el ancho mar.

—Supongo que si… —admitió—. Aunque no creo que tu cuerpo esté marcado, Alba —Alzó una ceja, incorporándose de la cama.

Albafica cerró pesadamente los ojos. Empezó a desabotonarse la casaca con lentitud, apresando a su compañero en la anonadación; contemplando con total disciplina como poco a poco las prendas de ropas caían al otro extremo de la cama. Desde el pañuelo que rodeaba su cuello, hasta la abertura de cada botón revelando ese inmaculado pecho.

« No estás haciendo nada malo, sólo vas a enseñar », se decía el caballero doce.

La camisa se le deslizó por los hombros, cayendo a su espalda sobre la cama. Ya no había vuelta atrás, si quería saber el pasado de Manigoldo, era propio que él también enseñara físicamente el de él.

—Verifícalo.

La petrificación de Manigoldo le causó un poco de gracia, y despegando sus pies de la madera, se obligó a acercarse hacia él. Quien tenía un aspecto lamentable, y sólo salió de ese potente letargo cuando Albafica estuvo en frente.

—¿Lo harás, o me hiciste desvestir para nada?

—¡No! —tartamudeó, ni siquiera supo cómo logró responder. Las palabras siguientes se desviaron cuando pasaron por la garganta, cuando intentó nuevamente hablar. Su compañero se percató obviamente de su balbuceo mudo. Y le sonrió finamente, sarcástico.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Pensaste que yo no tenía mis cicatrices?

Lo contempló en silencio y negó súbitamente con la cabeza.

—Déjame comprobarlo...

Una ligera sonrisa se dibujó en el rostro frente a él, y se mantuvo quieto, esperando que las manos de Manigoldo se levantaran, y al hacerlo, rozaron sus muñecas con un tacto armonioso, haciéndole temblar un poco. Incluso ambos podían compartir, la clara certeza que invadían un terreno resbaladizo y quebradizo. Pero ninguno retrocedió.

—Disculpa mis manos errantes y detenlas cuando quieras —fue lo que dijo empezando a rozar con un absoluto escurrimiento esa nívea piel. Imaginarse que hubiera marca en ellas, le sonaba algo imposible, inconcebible, imperdonable. Aunque sabía de sobra que a Albafica poco le importaba eso, y si creía como fue su entrenamiento, debía tener tantas como él.

Le miró largamente el brazo derecho, encontrando pequeños puntos continuos en todo su trayecto. Eran casi invisibles, pero con una cercanía extrema y la luz de una fuente confiable, se podía percatar que estaban ahí.

—Las rosas —reveló a la pregunta muda, observando también sus propias marcas—. En mi entrenamiento, me corté más de una vez. Cuando aprendía tan siquiera a tomarlas —Dejó una pequeña coma expandirse, y prosiguió—: Cómo estaba en proceso de aprendizaje, el veneno me dejaba este tipo marcas. Y como desde el día que nací, fui tolerante al veneno, ninguna me mató.

—Parecen como picaduras de avispas —soltó como un comentario que sólo diría en su mente o un comentario con intención de vaciar alguna paciencia. Cosa que no quería hacer en ese momento, y al ser consciente de ello, le miró al momento—. No quise decir…

Albafica le sonrió, encogiéndose de hombros.

—Tienes razón —Tomó todo su cabello y se lo echó al hombro—. Presta más atención a éstas.

Se dio vuelta, dándole la espalda, exponiéndola; los altos omóplatos, la bien definida línea de la médula espinal, los músculos estrictamente divididos en sus lugares, pero sin total convicción de que estuvieran ahí. Su piel siendo pálida como el nácar de las almejas del mar, y al igual que ellas, parecía brillar.

—Ahí, hay una historia que contar —Le miró sobre su hombro con una mirada que su compañero no supo descifrar.

—Igual, son hermosas —comentó palpando esos omóplatos, creando otra corriente de escalofríos que circularon por toda la red sensitiva del santo de Piscis.

—Hermosas —repitió bajando la cabeza con desgano—, ¿eso crees?

—Sí —apuntó con una sonrisa curveada—. Mi maestro me dijo, en un intento de meter conocimiento a mi cabeza que, todas las marcas en nuestros cuerpos, eran interminables cuentos que yacían en nuestra piel.

Las líneas de las comisuras de Albafica se profundizaron.

—Sí, es cierto. —asintió quedamente—. Ésa… es la marca de mi abandono.

Manigoldo tuvo la sorpresa en su rostro. Se detuvo a ver con más lentitud esa espalda y no pudo evitar parpadear, al reparar todas las cicatrices que habían. Era líneas plateadas, pequeñas, algunas con más tamaño, otra más delgadas, casi como si fueran las mismas gotas de lluvia quienes le marcaron la piel.

Sus brazos envolvieron el torso del pisciano, pegándole la mejilla detrás de la cabeza. Se mantuvieron unos minutos así, casi en perpetua penumbra sino fuera por la pequeña lámpara de gas, ahogados en un eco espectral. Fue Albafica quien lo ahuyentó.

—Hace veintiún años —empezó dedicándose a observar el techo de leño, como si fuese la pantalla de su propio pasado—, fui encontrado por mi maestro Lugonis, en un jardín de rosas demoníacas. Fui recogido por él, al percatarse que había sobrevivido al olor de las rosas y sus pinchaduras. Y de allí, inició mi adiestramiento como santo de Piscis. —Volvió a bajar la cabeza, sonriendo con melancolía—. Quizás mi madre quiso darme una muerte lenta y dolorosa… Para hacerme pagar el precio de mi existencia.

—Bien idiota que fue al dejarte —respondió con rectitud en sus palabras, donde Albafica pudo reparar una asomadita del acento italiano—. E ilusa al creer que alguien destinado a alcanzar las estrellas, moriría en un campo de rosas.

Su compañero no respondió, subiendo las manos rozando las de Manigoldo en el proceso. Su piel se erizó, notó la ardiente presión de las lágrimas tras los párpados, intentando abrir paso en ellos. Pero fue el italiano quien le rodeó el cuello, abrazándole con fuerza.

—Nunca pienses que tu existencia es un error, Albafica —Sin poder evitarlo, se dejó envolver sin poner resistencia alguna—. De lo contrario, no estarías acá.

—Lo sé, no te preocupes. —dijo con voz suave. Rompió lentamente el abrazo para poder darse vuelta y encararlo—. Es tu turno.

Manigoldo no contuvo la risilla tan intrínseca de su solapa esencia, llevando su mano hasta la mejilla de su compañero y la rozó suavemente con la punta de los dedos.

«Tu piel es tan agradable… », pensó, mientras sentía esa suavidad bajo sus yemas. Aquella prohibida piel que, le estaba permitiendo tocar.

Albafica cerró los ojos degustándose un poco, en ese pequeño placer de poder ser tocado sin hacer daño; sin tener que ver morir alguien frente a él. Sentía las advertencias latentes, insistentes en el oído, mudas y molestas. Necesitaba relajarse, su cuerpo se estaba tensando y sabía que Manigoldo podía sentir su rigidez.

—No voy a morir por tocarte, Albafica —Y como si hubiera leído sus pensamientos, le besó la mejilla. Le gustaba que mantuvieran la misma estatura, ninguno de los dos debía hacer demasiado esfuerzo para que sus miradas se encontraran al margen.

Le gustaba como le miraba, como le tocaba, se acercó con recelo pero lo hizo. Dejando reposar su cabeza en el hombro de él, tapándose los ojos con la camisa sudada que le cubría.

—Muéstrame, Manigoldo —pidió con voz sumamente baja, casi logrando mezclarse con el aspirar de sus propias respiraciones.

Él le apartó de su hombro con cuidado, descendiendo sus manos del rostro hasta los hombros. Se alejó un poco más, y ambos lograron detener el tiempo entre ellos. Finalmente Manigoldo le sonrió, accediendo a su petición. Pero antes que iniciara, Albafica se dio vuelta, y tomó su propia camisa pasándosela por los brazos. No quería que alguien pensara que le estaba incitando o algo, así que prefirió ponérsela. Abotonándosela hasta donde los dedos le permitieron, para cuando sus manos fueron tomadas.

—Ayúdame a quitarme la mía —le dijo—. No creas que es para burlarme o algo. Mis manos ahora, están sufriendo un maldito tembleque. Y creo que me será imposible quitármela.

Una pequeña sonrisa se rasgó en los labios del santo de Piscis, se acercó a él, empezando a desabrochar cada botón. Podía escuchar su pulso aminorando el paso; con ese silencio tan inquietante que, le permitía escuchar más allá, la difusión de una distante lluvia.

—Por Athena, Manigoldo —exclamó, al verle el largo trayecto que empezaba a mostrarse; desde el final del tórax hasta la pelvis—. ¿Cómo… te hiciste eso?

Era una línea de al menos, tres centímetros de grosor. Parecía dividirle el cuerpo en dos, como si fuese una especie de pieza armable. Terminó por abrir la camisa y la desplazó por los hombros de él, sin dejar de mirar la cicatriz.

—No fui yo —confesó mirando su propia marca, siendo re-dibujaba por las yemas de Albafica, que no podía creer lo que su visión le mostraba—. Fue un maldito hijo de puta.

—¿Qué? —Sus manos estaban sobre el pecho descubierto de su compañero. Alzó la vista, pidiendo una explicación—. ¿Cómo te la hicieron?

—Con un cuchillo casero —respondió—. Tenía que robar una casa hogareña a las afueras del pueblo. La estuve espiando para no tener que hacer daño, al buscar un botín para pagar la cuenta del día y, cuando fui no estaba precisamente sola. No los maté y por ello, me castigaron.

Albafica abrió los ojos desmesuradamente. Escuchando todos los desastres humanos, en una sola historia de tres líneas.

—¿Cómo es que hacías eso… ?

Él volvió a mirarle antes de responder.

« Esa mirada de nuevo… », remarcó Albafica. Una mirada que mostraba tanto resentimiento, apilado en pequeñas páginas.

—Si quieres que te cuente esa historia, creo que deberíamos sentarnos —Sonrió a su manera—. Y servirnos algo de té, me gustó y tengo sed.

Tomaron lugar en la cama del italiano, sentándose en ella. Albafica le sugirió que se recostara un poco, y le contara desde esa posición. Para que descansara mientras revivían las memorias de su pasado.

—No tendrás una oposición de mi parte en este momento —le dijo con complacencia, y más cuando no quería discutirle, volviendo a disfrazar su pesar detrás de una sonrisa burlona. Llevando la recién taza servida a sus labios y, por un instante, ambos se dieron cuenta que una la nueva corriente de confianza empezaba a circular entre ellos—. Te la acortaré, porque no quiero profundizar mucho.

Su parabatai asintió.

»Tenía menos de catorce años, cuando cometí mi primer robo en las calles de Italia. Aquella lucha de supervivencia que vivía cada día, después de la cruda realidad a la que me habían sometido. Mi madre enfermó gravemente, y mi padre nunca lo conocí. No tenía muchas opciones, si quería que mi madre lograra mantener su estadía en el hospital.

»Me tocó buscar medios para conseguir dinero para ambos, ocultando mi identidad de todos. Hasta el punto, que llegué a olvidar mi propio nombre. Sin embargo, para un niño de catorce años los trabajos se reducían a uno; un bandido de las calles. En uno de mis robos, que fue uno de los más severos que tuve, llegué al hospital con el dinero para pagar la medicación de mi madre. Recibiendo la gran noticia que había muerto. Me resultó algo imposible a asimilar esa noticia, ya que había perdido la única gota de humanidad que me quedaba.

Albafica le escuchó en silencio, con la mirada pérdida en el té que formaba remolinos gracias a la cuchara que lo revolvía. Como si la infancia de éste se reflejara en el néctar, y era tan dolorosa como lo había sido la suya.

»La calle me adoptó donde vivía luchando por comida, luchando por cuidarme de otros, luchando por sobrevivir simplemente. Luchando todo el tiempo. Me hice amigo de otros huérfanos como yo y, en un robo fuimos atrapados por una banda mucho mayor.

»Nos sedujeron con sus lujos, pero su meta era convertirnos simplemente en herramientas. No podías negarte, y si lo hacías, debías pagarlo con creces.

—¿Pagarlo? —intervino Albafica, mirándole.

—Con tu sangre —dijo con voz de acero, con una especie de dolor que era como una tormenta. Le dirigió a una mirada aguda; donde el pisciano se preguntó si su cara enrojecida y de aspecto febril, era sólo las faldas de la manifestación de un pasado oscuro—. Ellos debían ver el color de tu sangre salir de tu cuerpo. A veces te dejaban desangrarte, otras, sólo lo hacían para torturarte. Y de allí aprendí, que hay cosas peores que la muerte.

Manigoldo buscó tomar algo, siendo lo más próximo la mano de su compañero; quien después de vacilar, la acogió entre las de él con cuidado.

—Pudiste haber buscado ayuda —le dijo apretando entre sus dedos, la trémula mano de compañero.

—Era un mocoso, Albafica —suspiró cerrando los ojos—. Ni siquiera me imaginé que podía llegar a ser un santo algún día. Es más, ni siquiera pensé en que llegaría a tener más de veinte años.

Permanecieron en silencio por unos segundos, donde el italiano volvió a tomar el libro, su propio cuento, y abrió las siguientes páginas.

»Empezaron a secuestrar a todos los niños que vivían en las calles, como una especie de negocio. A unos los vendían, según sus habilidades y a los demás nos dividían en especies de grupos. Unos robaban joyas, otros dinero, a otros los prostituían a pederastas, etcétera. A mi grupo nos tocó robar, robar a diestra y siniestra, porque éramos buenos en ello. Y sin dejar espectadores.

Manigoldo soltó un largo suspiro, y se preguntó cómo es que había podido salir de eso. Realmente era un sobreviviente.

»Con el tiempo, mi fama se fue extendiendo al cabo cometía mis robos, porque no se me permitía dejar con vida. Nadie creía que un simple niño pudiera cometer semejantes atrocidades y, era por ello, que buscaban a un hombre mayor. Nos torturaban cuando nos negábamos, o el precio de los objetos no era el suficiente para pagar la cuota. Muchos de mis amigos murieron frente a mis ojos; Vi la muerte de cerca por tanto tiempo, que el temor y el odio nació en mi corazón. Luché febrilmente por salvar a los niños que aún estaban cautivos, luchamos, pero toda lucha terminó en el fracaso. Entendimos que nadie iba a venir a rescatarnos de ese infierno, que sólo éramos juguetes en sus manos, vidas insignificantes para ellos.

Tomó una pausa, y miró Albafica sonriéndole un poco.

—Me da flojera divagar en como desarrollé la idea de que nuestras vidas eran sólo basura, aunque ya sabes cómo inició. Al final, unos espectros atacaron el sótano donde nos albergaban después que cometíamos los asesinatos. No dejaron a nadie con vida, y en ese momento supe que todo había llegado a su fin.

»Más espectros aparecieron, donde corrí, corrí, una vez más, velando por mi vida. En mi persecución resbalé y caí a una especie de cueva, perdiendo el conocimiento. Para cuando volví en sí, ya no me perseguían, debieron pensar que había muerto.

Soltó una risita seca, bajando la cabeza y mirándose las manos.

—Y eso deseé, para cuando mis ojos distinguieron cuerpos inertes frente a mí. Reconocí algunos, y allí fue la primera vez, que vi sus almas vagar como luciérnagas.

»Volví a mi aldea, observando cómo había sido reducida a simples escombros. Me dejé caer entre las ruinas, cansado, cansado de todo, cansado de vivir. Ansiando que la muerte viniera por mí también.

—Y luego, como soplo de esperanza, apareció el viejo quien tuvo lástima de mí. —concluyó alzando una vez más la vista—. Ya lo siguiente lo debes suponer. Me enseñó que nuestras vidas por muy pequeñas que fuesen, valían, que no éramos simples basuras y blah blah blah. Fin.

Le miró recuperando su sonrisa, algo tétrica la historia y bastante resumida a su a modo. Su parabatai aún asimilaba la historia, por muy recortada que hubiese sido, seguía siendo dolorosa.

—Siendo tan sólo un niño… —Sintió su corazón encogerse—. Manigoldo…

—Alba-chan, no es nada —dijo con tono tranquilizador, aunque ninguno de los dos, lo estaba—. Tú también tuviste una infancia difícil.

Éste negó con la cabeza, volviéndole a mirar la cicatriz en el abdomen.

—¿Te dolió?

—Fue hace demasiado tiempo, no lo recuerdo con exactitud —contestó rascándose la cabeza—. Hace más de nueve años.

—No has respondido mi pregunta. —interrumpió en un tono acorde a la dureza de su mirada.

Como respuesta, Manigoldo se incorporó, acercándose hasta que apoyó el rostro en el hombro de Albafica. El pisciano se sorprendió de su rigidez en ese momento, porque lo más reluciente de todo, es que lo deseaba abrazarlo desde que vio la segunda cicatriz.

La mano de Manigoldo se sumergió en su larga melena celeste, pasándole los dedos entre las hebras... tan suaves y olorosas. Notando el cuerpo de su compañero, tenso, contra el de él; dudando en si alejarse o quedarse, intentando tomar una decisión que nunca se llevó a cabo. En vez de eso, se abrazaron mutuamente.

Sorprendiéndose en lo agradable que era tenerle entre sus brazos el italiano cerró los ojos, en cambio a Albafica que se estremeció bajo la sensación del aliento ávido y abrasador sobre su piel. Sólo fue un momento, y ambos podían fingir que no había pasado nada en absoluto. Que su discusión, pasó a un séptimo grado de olvido en ese momento.

—Sí. —confesó finalmente, acercándose al rostro del caballero doce—. Y mucho. Empujé más de una vez, mi vida al límite.

—Y lo sigues haciendo —añadió—. ¿Eres consiente que podrías morir si excedes más allá de mi barrera?

—Me pregunto cuántas veces me dijeron las primeras cinco palabras —respondió al borde en que sus labios se buscaron como si se estuvieran ahogando, ladeando un poco la cabeza para tocarlos con los suyos—. Y heme aquí, burlándome una vez más de ellas.

Albafica sin saber como una curva se levantó en sus comisuras, casi sobre el labio de él, sin dejar de mirarse.

La boca del italiano rozó con la suya, una, dos veces, hasta que finalmente la abrió dejándole pasar; dándole la entrada, notando el dulzor del té entremezclado con la sal del sudor. Cerraron los ojos, entregándose a un pequeño beso.

Manigoldo bajó una mano desde los hombros hasta la cintura, dejándole la otra en la mejilla, acariciándosela. Cuando culminaron, se mantuvieron a una escasa distancia, percibiendo como el olor fétido del Yomotsu, se mezclaba con su olor fragante de rosas. Sintió los labios del caballero de Cáncer rozarle la clavícula, mientras él le sentía la piel desnuda bajo sus manos.

—Te siento tan lejos —le susurró, rodeándole con los brazos, desechando el espacio entre ellos.

—Aquí estoy —dijo, sin percatarse de la gravedad de sus palabras, también abrazándole.

«Estamos marcados, tan marcados y aún así, seguimos luchando».

Se separaron una vez más, contra la luz de la lámpara de gas. Albafica podía verle, detallarle, estudiarle, lo veía dibujado, hecho de sombras y fuego; un sinuoso camino de llamas, que lo convirtió en el fénix que era ese hombre ahora.

Notó de nuevo la ardiente presión de la boca de Manigoldo en la curvatura del cuello, descendiendo, cada vez más. Un inmenso calor empezó a latirle bajo la piel, por donde las manos y los labios le tocaban. Notó cómo su corazón se unía a esa maraña de calor, latiendo entre sus bocas, como si tratara de alcanzarlo, como si palpitara por él. Sintió la mano del italiano irle hacia la espalda, donde acababa su camisa y allí se detuvo. Para cuando una pequeña lamida trazó una línea de la mandíbula hasta el lóbulo de la oreja.

De sus labios susurró el nombre verdadero de su parabatai y, éste al momento se alejó de él. Mirándole, con los ojos bien abiertos. Un vínculo de silencio y luego una sonrisa.

—Me gusta cómo suena en tus labios —exhibió, volviendo a penetrarle con esos cristales amatistas; capaces de hacerle sentir como si le estuviera pasando los dedos por su piel desnuda—. ¿Podrías repetirlo de nuevo?

Albafica lo repitió de nuevo, con más lentitud, pronunciando todas las letras con total exactitud. Manigoldo sonrió, su sonrisa había vuelto. Había temido perderla pero allí estaba, una vez más, dedicada para él. Sus bocas se encaminaron en post de la otra.

Si sus besos en la noche de tragos habían sido fuego, estos, eran como el agua pura; nacientes de un lago cristalizado.

Manigoldo era tan diferente a todos los que había conocido, era irracional, impertinente, pretencioso, aquel que se daba cuenta de lo impropio de sus acciones y si le gustaba, lo seguía haciendo. Y justamente lo que hacían, era impropio, ambos sabían que no podían tocarse, ni besarse, pero aún así, lo estaban haciendo.

Era peligroso para Manigldo, correr ese riego con el contacto de su sangre era venenosa, un peligro para todos. Pero ése hombre, que había pasado por tantos peligros, que había visto el rostro de la muerte y le había sonreído, podía ignorar con petulancia lo que era él mismo; veneno y muerte. No quería simplemente apartarlo. Ni siquiera se preguntaba por qué razón se estaban besando.

Sintió la suavidad y firmeza de los labios de Manigoldo, una de las manos de él le acariciaba su cuello suavemente, guiando su boca a la suya. La otra mano sostenía su rostro, esa tez blanquecina como la nieve, rozando gentilmente con el pulgar su mejilla, prodigándole tantos cosquilleos juntos. Creía que estaba a punto de arder, su aliento como fuego y su piel siendo convertida en brasas. Ansiando hundirse en la lava.

« Fúndeme en tu fuego, fénix. »

Movió su cabeza rozándole las cicatrices de las muñecas; señal de ataduras, las acariciaba como si con ello se llevara las cadenas del pasado. Le rozó la gran cicatriz del abdomen, como si con ello intentara reconstruir su piel. Manigoldo jadeó su nombre dentro de su boca, pidiéndole que le tocara, que le marcara; que pusiera su nombre sobre todo el dolor que había pasado. Que donde mirara en su piel, viera su nombre, le viera a él, pisando el pasado de su propia desgracia. Sus brazos se alzaron, como si tuvieran voluntad propia, enganchándose alrededor de ese cuello, acercándolo. Manigoldo se aferró también a él, urgiendo sus manos bajo la camisa, también rozando las pinchaduras marcadas en su espalda.

Siguieron tocándose, sin separar sus bocas, las manos del italiano se deslizaron sobre su piel, alentándolo con toques suaves, murmurando contra sus labios que no se detuviera. Que no iba a morir por ello y, si así fuera, sería el mejor final que nunca hubiese esperado.

"Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama. Que todos oigan esto, unos lo hacen con una mirada torva, otros con la palabra halagadora; el cobarde lo hace con un beso, con la espada lo hace valiente".

Decía el refrán, y en ese momento, ambos tuvieron la misma concordancia en eso; no había ningún vínculo en lo que decían y en lo que hacían. Y no les importaba, ya después medirían las consecuencias. Cada uno se mata como quiere. Cada uno mata lo que ama. Le devolvió las caricias que le transmitía el caballero de cáncer, y luego con mayor fuerza le besó una y otra vez, cada vez con mayor demanda.

Su rostro siendo sostenido entre esas ardientes manos, raspadas, resecas, pero esa sensación que nacía cuando le adulaba la piel. Era algo que no lo haría cualquier roce, cualquier piel, sólo esas. Esas y nada más.

—Eres de esas personas que son en un trago el veneno y, en el segundo el antídoto —le susurró desabrochándole la camisa.

—Y tú eres aquella que ignora las quemaduras, que pueden destruirte —le respondió rodeándole con el cuello con los brazos, cayendo sobre su cuerpo.

—Cada quién, se mata como quiere —Ensanchó una sonrisa, tirando de él, haciendo que se colocara sobre su cuerpo. Teniéndolo en esa posición, tuvo la sensación que estaba recuperando algo que le había pertenecido desde siempre.

« Quiero que me pertenezcas, Albafica —pensó. Besándole, acariciándole el cabello, pasando las manos por su cuerpo, siendo tan suave como se lo imaginó; que sería el más profundo de sus sueños, como si tuviera entre sus manos un manjar de plumas—. Pero eres libre como los pétalos que te rodean»

Tengan en cuenta sus palabras y recuerden éstas:

"Esto, está prohibido"

A sabiendas de eso, no podía dejar de pasarle sus manos sobre la espalda suave y marcada de Albafica. Dos cosas antónimas, siendo parte de tan pródigo y perfecto. Trazó un camino por su cuerpo, tomándole de los muslos y colocárselos a los costados. Creando más contacto, más fricción, sintiéndose más. Hundiéndose en el otro, cada vez más. Ahuyentando la distancia, consumiéndose en la esencia del otro. Uno tan dulce como la miel, otro tan fúnebre como la muerte.

Albafica se encontró con el cinturón del pantalón de su compañero, respiró entrecortadamente y se detuvo allí, con dedos vacilantes. ¿Estaba dispuesto a cruzar esa línea? Subió la vista, buscando la mirada de él y con lo que se encontró le hizo salir de dudas. Su incertidumbre le dijo adiós, sintiendo el corazón expandirse dentro de su pecho.

"Cada quién, se mata como quiere"

Se habían abierto lo suficiente entre ellos, abriendo la coraza de oro, abriendo el blindaje de tela y, finalmente, la cáscara de piel. Enseñándose quienes eran en realidad, en como barro habían sido prestándose a ser moldeados, a palos por la vida. Y las marcas en sus cuerpos, era la veracidad de ese hecho.

Manigoldo se incorporó, sin aliento, retirando el cabello celeste que le estorbaba en la cara, rozándole las mejillas prendidas en ese color carmesí. Bajo el pisciano, lo miró y le sonrió nuevamente.

—Me has quitado una de mis ataduras, ahora, déjame librarte a ti de las tuyas. —musitó en su idioma nativo, con el galanteo que nunca había aplicado; susurrándoselo al oído, rodeando su cuello con las palmas.

—No te escuché… —murmuró sobre su boca, y a pesar de la cercanía, ese italiano se había encargado de extraviar sus palabras en su oído al punto de no entenderlas. Sabía que hablaba italiano, y pudo entender parte de la oración, en alguna parte dijo "ataduras" y podía predecir las palabras siguientes si deseaba. Pero quería oírlo de su boca.

Él le rozó los labios nuevamente, prodigándole un corto e intenso beso. Las pestañas como el rocío, rozaron su piel; tan largas y definidas, como suaves y reconfortadoras.

—Que eres lo mejor que he conocido —mintió, elocuente, sonriente. Albafica le miró, con una pequeña sonrisa.

« Me mientes, pero no importa », extendió la mano y le tocó la mejilla bronceada, la bajó hasta el antebrazo donde la sangre latía con fuerza bajo la superficie. Respondiendo al tacto.

—Aquí es donde me espantas, por tomarme tantas libertades en tu cuerpo —ahuyentó el silencio con esa oración—. Es raro que no has dicho: "Oh, morirás por besarme" —Rió bajito, ganándose una mirada cuchillo de Albafica—. Alba-chan, tu sangre, sigue siendo sangre. Puedes besar si deseas hacerlo, no has causado síntomas letales.

El santo le miró bajo él, e inesperadamente, sonrió.

"Sangre, es sangre", vaya, le había dicho algo que no sabía.

—Entonces, deberías tomártelas.

—¿Ah? —Eso si lo tomó fuera de round, no esperaba ni siquiera la sonrisa.

Pero Albafica se inclinó hacia él y le besó, le besó, ¡él le besó! Okey, Manigoldo cálmate, están casi desnudos uno encima del otro. Ya subieron de nivel hace rato.

Le tomó del rostro y le guió a sus demoníacos labios. Encontrándose de nuevo, y el choque de la sensación fue tan fuerte, tan vigoroso, que ambos jadearon en la boca del otro. Murmurando sus nombres, rodaron en la cama; con la rodilla de Albafica levantada y Manigoldo de costado casi sobre él. Estrechándose más y más cerca, haciéndoles difícil el respirar, y sin embargo, sabían que podían detenerse. Manigoldo dejó descansar su mano en la estrecha cadera de su parabatai, mirándole como si deseara engullirlo. Albafica alzó la mano y le acarició el pómulo, descendiendo al cuello y con el pulgar rozarle los labios.

—Que puedes tomarte todas las libertades que desees —le sonrió, atrayéndole el rostro al de él—. Eres tú el que corre el riesgo. Ya me cansé de advertirte...

Esperaba no arrepentirse de lo que había dicho.

Y con la más grande sonrisa de victoria, volvieron a besarse, esta vez, incapaces de alejarse. Parecían tener fiebre, o eso creía Albafica, porque sus cuerpos ardían. Quería más de ese sentimiento, más de ése fuego, quería quemarse en las alas del fénix.

Sentía el placer correrle en el interior de sus huesos. Sus dedos se desplazaron dentro del inexistente espacio entre ellos, buscando desabrochar el cinturón de Manigoldo. Éste por su lado, no le detuvo, le besó el hombro que había quedado al descubierto cuando la tela se había deslizado hace bastante rato. Nadie jamás le había besado la piel desnuda, ni con ropa, ni con nada de hecho. Y la sensación fue tan radicalmente placentera que extendió una mano y tiró del cuerpo de Manigoldo sobre el suyo. Envolviéndole con demencia el cuello, buscando besarle nuevamente.

El italiano le desabrochó ágilmente las correas que se le ataban a la cintura, empezando a bajarle los pantalones, sintiendo la delicadeza de los muslos bajo la tela de cuero. Pensó que era como tener una antigüedad entre las manos, tan jodidamente frágil, que podría convertirse en polvo si lo mirabas. Sentía la necesidad de ser cuidadoso, pasivo, y degustarse con cada roce. Albafica también le liberó de los suyos y deseó librarle de la ropa íntima sino estuviera tocándole la firme musculatura. Sintió otra mano bajar por la pendiente de su abdomen, estremeciéndose bajo su tacto, rozándole la entrepierna haciéndole gemir.

Nadie podía preguntarse por qué no lo hacían de una vez, abrir paso en el interior de alguno de los dos, proclamándole esos escasos minutos como pertenencia del otro. Sin embargo, sus razones daban vía a otro ducto; primero conocerse, que sus pieles se conocieran, se sintieran en la superficie antes de sumergirse. Verificando que unas simples marcas, no podían dañar esos perfectos cuerpos.

Parecían incapaces de tener la poca disposición para dejar de tocarse los costados, las pieles desnudas, y ser envueltos por las sábanas. Rodar en la cama, besándose, con una gracia tan suave y urgente que el pisciano quedó sin aliento. Estaba boca arriba, sobre la almohada, respirando jadeante y con un excesivo calor. Nunca pensó que tan intenso y placentero podía ser ese acto. Nunca pensó, jamás de jamases, hacerlo y mírenlo; Bajo el cuerpo de un italiano proclamado en lo alto, como su parabatai.

—No tengo palabras para decirte como te ves —manifestó, sin burla, ni siquiera una pizca. Y se inclinó dejando caer todo su peso sobre Albafica. Siendo acogido por esos tersos brazos, y esas potentes rodillas que encarcelaron las costillas. Descansando su cabeza en la clavícula.

—Yo sí, sé cómo te ves —le susurró rozándole las palabras al oído, no le dejó preguntar por qué, porque antes de esperarlo; las palabras ya habían salido—. Hermoso, Manigoldo de Cáncer.

Éste le abrazó, con fuerza, demasiada de hecho. Estremeciéndose bajo esa oración.

—Pensé que odiabas esas palabra —admitió sin despegar sus labios del cuello de Albafica, hasta el punto que sus palabras salieron desordenadas y que, el santo tuvo que ordenarlas para poder entenderlas.

—Eso no significa que no pueda decirla —reconoció, desplazando sus manos por los omóplatos del caballero de la cuarta casa, sintiendo más cicatrices voluptuosas y profundas. Entrecerró los ojos con dolor, imaginándose que podían haber sido hechas por una especie de látigo. Sus yemas contornearon cada una, acariciándolas, deseó besarlas, cada una de ellas, porque sabía que habían más. Y quería tocarlas todas y saber el porqué de cada una.

Permanecieron en silencio, sólo tocándose, nadie supo cómo hicieron para bajar la potente llama que avivó en ellos. Pero cesó, y sólo seguían rozándose, besándose, mirándose, susurrándose palabras jadeantes.

—Parece que no pasaremos esta línea —dijo Manigoldo, irguiéndose para mirarle.

Albafica le miró, no sabía si era él quien estaba en su cuerpo en ese momento. O era otra persona poseyéndolo, otra persona tipo Kardia. Lujuriosa o quien sabe qué. Pero lo que pensó, sabía que nunca lo pensaría el Albafica de Piscis al que se había sometido.

—Puedes hacerlo si quieres —Una vez más, las palabras salieron sin él ser capaz de tan siquiera alcanzarlas. Quiso retractarse pero sabía que ya era muy tarde.

Manigoldo se percató de su recelo, y volvió a sonreír. Albafica no pudo quedar más asombrado, ese hombre era… tan superficialmente como una almeja, cubierto por la coraza más fuerte que el oro, su propia desfachatez; pero cuando se abría… podía verse una ternura tan estrechamente amplia, que podía llenarle completamente con tan sólo una gota.

—Puedes hacerlo —reiteró, con seguridad, y total dominio de él—, y lo puedes hacer ahora.

—Te tomaré, Albafica —respondió, metiendo las manos bajo su cuerpo, despegándolo de la almohada, volviendo a tomarle los labios.

No quiso pensar, rodeando nuevamente el cuello de Manigoldo. Sintiendo la sábana blanca caer y cubrir sus caderas. Albafica le sonrió, acunándole las mejillas. Y el italiano lo empujó hacia él, sentándolo en sus piernas a horcajadas.

—¿Te gusta esta posición? —le preguntó, mirándole con una especie de brillo, que podría ser un desafío para las leyes naturales. Él asintió con un poco de timidez.

¿Pero qué rayos estaba pasando? Primero casi se devoraban como feroces lobos, y ahora, parecían ovejillas con miedo a dañarse la lana. Pero antes de volver a besarse, unos toques en la puerta le hicieron despegarse al momento…

Se escuchó un crujido detrás de la puerta, y ambos se apartaron de golpe, jadeantes, como si hubieran estado corriendo millas, persiguiéndose, gritándose, pero no… ¡Estaban a punto de entregarse! Albafica oyó su propia sangre golpeándole en los oídos mientras miró hacia la puerta, con el corazón casi saliéndose de su pecho.

—Santos dorados, hemos llegado satisfactoriamente a los dominios de Agrigento. Desembarcaremos en cuanto toquemos tierra. Quizás en unos minutos.

Albafica no encontró explicación de cómo dejó a un lado las palabras entrecortadas, y logró hablar con toda la diplomacia posible.

—Muchas gracias —respondió—. Iremos en minutos, mi compañero sigue dormido.

—¿Quieren que les traigan el almuerzo? —inquirió el subordinado con voz recta.

—¿Almuerzo? —preguntaron en unísono, viendo la pared de roble a su espalda.

—Ya casi es el medio día, caballeros…

Bajo el santo de Piscis, la sorpresa de Manigoldo se convirtió en una carcajada.

—Parece ser, que la noche nos dejó abandonados hace mucho. Necesitamos envenenar la puerta la próxima vez.

Albafica soltó el aire de sus pulmones y se dejó caer en la almohada.

« Próxima vez… », se repitió. ¿Dejaría que eso pasara una segunda vez? ¿O Acaso era una advertencia?

Continuará.

 

Notas finales:

Tengo varias cositas que decir, así que vamos a enumerarlas.

1- Albafica y Manigoldo poseen casi la misma estatura. Manigoldo: 1.84, Albafica: 1,83.

2- Quienes se hayan preguntado porque la saliva de Alba-chan es en sus términos no-venenosa, es porque en cierto aspecto, podemos considerar que no lo es.

Hablemos un poco de biología y salud, jajaja

La saliva está compuesta de un 99% de agua y un 1% de sólidos disueltos. Estos sólidos pueden ser diferenciados en tres grupos: componentes orgánicos proteicos, los no proteicos y los componentes inorgánicos o electrolitos. Los componentes orgánicos, son la concentración de proteínas en el fluido salival es de alrededor de 200 mg/ml, lo cual representa cerca del 3% de la concentración de proteínas del plasma.

Lo cual sus síntomas podrían ser en comparación a Albafica en su ritual escarlata, que vomitó sangre, lo cual equivale al 100% de la sangre. Un 0.3% de 1% de sólidos disueltos, lo cual es teóricamente nada. Así que colocar su saliva venenosa es en parte casi erróneo. Teniendo en cuenta que el veneno de Albafica es potente, podría equivaler al mínimo de un 0 por cierto para abajo, que serían sintomas que no serían letales, pienso yo.

3- La historia de la diosa Afrodita es técnicamente cierta, a excepción del cofre que creado para fines lucros de este fic.

4- La historia de Manigoldo también es verídica, ya que él era un bandido de las calles que "Vio la muerte de cerca por tanto tiempo, que el temor y el odio nació en su corazón". Y cuando resbaló en la cañada, eso se ve en su infancia relevada en el capítulo 17 de TLC. Al igual que el abandono de Albafica, que se ve en su gaiden ^^. Ya no lo demás de como había sido torturado es una tela creada para cubrir el hueco del pasado de Mani.

Créditos: "Y sin embargo, cada hombre mata lo que ama. Que todos oigan esto, unos lo hacen con una mirada torva, otros con la palabra halagadora; el cobarde lo hace con un beso, con la espada el valiente". Frase de Oscar Wilde, la balada de la cárcel de Reading.

¡Sin más, gracias!


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