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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

Una disculpa basta para excusarme por la tardanza (¿?) lamento la demora, pero joder, tener materias a larga distancia es ¡terribleeeeee! Tuve casi dos semanas en total desvela, y sólo ayer estuve libre ;_; Espero que 10k+ sea una buena compensación para este cap. Y el que sigue, me temo decir que también me tardaré, pero será así de largo, se los prometo ;3

Advertencias: Quizás en una parte querrán matarme, pero tengan piedad es por una buena causa x’D

Noche de Tragos.

Capítulo 6.

El lugar perfecto

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Abandonando la cala, y reanudar su destino hacia la dirección que le marcaba el mapa, regresaron envueltos por el silencio sin cruzar miradas en el trayecto más que intercambiar palabras. Donde la inquietud en el rostro de Albafica era tan patente, que la mente creativa de Manigoldo ideó un plan de "consuelos y caricias", para hacerlo sentir más conforte. Ya después de darse cuenta que no recibiría amonestaciones y regaños de “mi sangre y blah, blah blah”, su primer paso fue arrinconarlo contra un árbol, en un momento que lo tomó desprevenido. Primero obtuvo una sorpresa como respuesta, después una mueca y, finalmente, las jodidas advertencias.

Pero sólo necesitó unos segundos más, para hacerle bajar las murallas, y abrigar al santo que se refugiaba detrás de ellas.

Empezó a besarle la frente, las pestañas, las mejillas, los labios con extrema suavidad, sin encontrar rechazo en ella. Dando puntos a favor cuando propició caricias intensas en su sutilidad, creando incipientes cosquillas ocultas, en seguida de un recorrido por toda esa fisionomía. Haciendo que Albafica contuviera una risita con meticulosidad. Sonido que, si exceptuada la noche de tragos, podría decir que era la primera vez que la oía.

—Oigo música para mis oídos —le susurró en una sonrisa, marcando un sendero de besos por todo ese delicado rostro.

Permaneciendo juntos bajo el árbol cómplice del impulso de Manigoldo, mientras su mente cruzaba el límite de su mente; topándose con esos deseos imperiosos de querer huir de toda esa excentricidad a la que había sido envuelto, cuando tomó la armadura.

No sabía que permanecer en esos brazos crepusculares, le harían creer que de ellos una magia pegajosa  desprendía, que lo amoldaba hasta el punto de tener el deseo de querer olvidar el  detalle que circulaba por sus venas. Sólo tenían días en ese juego de besarse y acariciarse, y ya se sentía aferrados a ellos como si de una cadena se tratase.

No sabía cómo, ni mucho menos el porqué, Manigoldo tenía esa capacidad de convertir sus meras asociaciones mentales, en paisajes de asombrosa e inextinguible belleza. Le encauzaron el cambio hacia los últimos prodigios a los que se había restringido por su sangre, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices de aquellas sonrisas y el misterio en las dimensiones del cielo cuando éste le abrazaba.

No por el hecho de querer ser consentido, sino por los nuevos gustos que en un segundo robado de su vida, estaba conociendo. Además de conocer las zonas sensibles al tacto, provocando cosquillas que, ni siquiera sabía que tenía.

—Manigoldo —dijo cuando éste le besó la frente, cuando su plan había tenido excelentes frutos. Tenía que reconocer que ese italiano tenía unos dedos finos que sabían dónde presionar, para hacerle desviar los pensamientos zigzagueantes que conducían hacia el aislamiento.

—Vamos, Alba, olvídate de tu maldita sangre. Ella tiene celos de nosotros, y es por eso que se interpone —Se mantuvo sobre  sus labios, esperando no encontrar más paredes de concretos que, claramente, no parecieron ensamblarse—. No le hagas caso.

Esa réplica le arrancó un gesto dulce a Albafica; si bien no sonrió, dejó evidenciado su sentir en un punto en sus ojos, que expresaba algo más que su boca nunca diría. Los besos de ese italiano eran la pasión viva, el calor eterno y el refugio perfecto. Una mano en su espalda y la otra en su cadera le empujaban más hacia él, introduciéndolos más en el calor volcánico que ya estaba a punto de hacer erupción.

«Manigoldo, ¿qué me has hecho? », se preguntó a tiempo que correspondía con la misma avidez que su opresor, quien flanqueaba sus caderas con una melodramática fuerza. Quizás pensaría que se le escurriría entre los dedos como mantequilla, pero ya Albafica no tenía la capacidad genuina de autodefensa para alejarlo ya que, con dos astutos atributos de esa persona engreída era suficiente para hacerle volver y correr a sus brazos. Aunque claro, exagera en ese punto.

Dos cosas le atraían de Manigoldo hasta el punto de desmoronar quién era, cuando estaba cerca de él. Uno, esa forma tan incontrastable de abrazarlo que sentía que tanta aferración podría ligarlo a él y convertirse en una sola entidad. Aún le costaba entender en cómo le atraía hasta él, prohibiendo el paso de la lejanía y acariciar sus labios con excesivo ahínco.

Y sus besos, por Athena, sus besos eran únicos. Empezaban siendo un rocío, luego en una lluvia y, finalmente, convertirse en una poderosa tormenta. Eran como una definición ilógica que en su última línea, subsistía toda la razón que habitaba en su mundo. Podían ser bruscos, salvajes, desesperados, sin embargo; ninguno perdía el motivo por el cual se llevaban a cabo. Cambiando todos sus adjetivos a los antónimos de los mismos, hasta ser dulces, tiernos y cuidadosos. Haciéndole soltar un pequeño sonido por tanta exquisitez, al ladear la cabeza y, ser él, quien consolidara ese beso que ya podría considerarse algo mucho mayor a eso. Olvidándose a quien tenía que proteger por estar muy concentrado, en esa entrega que tanto se había guardado. Pasando las yemas de sus dedos con infinito cuidado, sobre las prominencias en la faz italiana, las cuales mostraban un color distintivo al igual que los suyos en los pómulos.

Manigoldo hundió sus manos en su melena celeste, casi despeinándolo cuando la pasión seguía extralimitando sus límites, bajando las manos hasta sus hombros, para luego mudarlas a las caderas que tanto le enloquecían.

Sus labios, hinchados, desligaron la unión rápidos segundos, mientras se llenaban los pulmones de aire. Dando una cavidad estrecha a que entrara una pregunta concreta a la mente de Albafica que, apenas, y lograba estabilizar los cables de su subconsciente.

¿Qué se estaba convirtiendo Manigoldo para él? Era una pregunta con trampas. Por un lado se podría decir, que lo apreciaba más de lo que sería capaz de admitir en un juicio de razón pública. Y, por el otro, ¿tan poco significaba para que no le importara su bienestar?

Había desaparecido el cuidado y, gracias a Manigoldo, podía olvidarse que toda la vida no era más que un conjunto de imágenes existentes en su cerebro, imágenes que sólo podía recordar y no disfrutar. Aún podía recordar cuando creaba líneas de diferencias entre las cosas que nacían reales y las engendradas por sueños que sólo tenían lugar en su mente; ansiando sacarlas de ahí y vivirlas en carne propia. Sobrepasando la barrera de su orgullo, lealtad y honra hacia su maestro, sólo, para poder tocar la humanidad que ya le era inalcanzable. Pero que podía llegar a ella, si Manigoldo le subía en sus hombros.

¿Estaba mal eso…?

Tenía un gran libro que contaba cada año siendo reprimido, cada deseo siendo desechado, cada sueño siendo abandonado. Cada segundo en la que negándose a las pequeñas cosas que le mostraba el mundo; compañeros, sonrisas, afecto y, demás adjetivos que se consolidaran a su causa de admitir que, en verdad, deseaba sentirlo más que nadie. Quitarse la venda de los ojos y poder ver grietas de brillo en esa penumbra, grietas que pudiesen dar calidez.

La soledad le había enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas, y a analizar los procesos que originaban sus pensamientos y sus desvaríos. Pero ahora que estaba frente a una situación donde debía ser el analítico que dictaba el error en sus acciones, se sentía incapaz. Porque simplemente, no quería declarar la respuesta.

A pesar que desde un principio se negaba a hacer daño a los demás, cuando se trataba de Manigoldo, con él… todo cambiaba. Ese sentimiento era dejado a un lado. No porque no quisiera protegerlo, sino todo lo contrario. Sabía en toda su magnitud que Manigoldo quería protegerlo a él, como él quería hacer lo mismo. A sus incongruentes maneras o a las que se permitían entre ellos.

Nunca se preguntó por qué en la batalla contra Rose, su sentido de protección a los que habían en su alrededor, sólo había recaído en Gioca. Y ese pensamiento sólo duró un segundo en su mente, antes de que otro beso le hiciera reaccionar la piel ante las manos que abrieron habilidosamente su gabardina, tras eliminar la pobre obstrucción de los botones que eran parte de ella.

Al no poner resistencia, cayó en la cuenta que no había ser más increíble como el que tenía en frente. Dispuesto a saltar su muro, a derribarlo, escupirlo, insultarlo, sólo para sacarlo de ahí sin importar cuanto se negara.

Manigoldo tenía en sus páginas de conocimiento, el peligro que corría y aún así, seguir intentándolo. ¿Por qué tanto empeño en sacarle de ese rincón? Todavía podía recordar el modo en como advirtió a Gioca, también manteniéndose a cierta distancia cuando sangró y, cuando sus heridas fueron tratadas, no dudó en acercarse.

Quizás… si…

Los años de experiencia de ese italiano, podían ser el portavoz, que le dieran el último voto de elegir.

Ladeó un poco la cabeza, cuando sintió que Manigoldo redirigía su curso a su cuello, encontrando el espacio perfecto sobre la unión de la clavícula y hombro, aspirando el aroma que por naturaleza, emanaba de él.

—Tu olor es único, Alba-chan —siseó éste con melosidad. Siendo suficiente ese tono de voz, para sentir como un ligero rubor acudía a su rostro, desarmándole. Le besó el cuello marcando un camino de besos tibios, donde al sentir sus rodillas tiritar conforme a las caricias de Manigoldo, se le aferró a la espalda, cuidando de no terminar de ceder cuando se desvaneciera en sus brazos.

—Mani... —intentaba hablar, pero su compañero no daba la tregua en dejarlo crear una oración coherente.

Y volvió a besarle, con suavidad al inicio, con pasión al segundo. Colocando a rodilla entre las piernas de Albafica, para que éste las abriera. Una señal de alerta para el caballero doce, que pensó que si iba a entregarse a ese italiano, necesitaba saber cuánto más, éste soportaría sus advertencias. Saber si aún era consciente al peligro que se estaba enfrentando. Quizás necesitaba una prueba más…, sólo una, para lograr conseguir las raíces  tan firmes que impulsaban el motor de arranque de Manigoldo. Posó las manos en el pecho de su compañero, manteniendo la compostura e intentar que él también lo hiciera. Cerró los ojos, meneando la cabeza.

—Mi sangre —le recordó—. No, no puedo obviarla… —Se detuvo para estudiar los ojos que tenía en frente, notando el chispazo de exasperación en ellos.

«¿Y ahora que harás, Manigoldo? », pensó, sonriendo en sus adentros. Quién diría que llegaría el día que el también bromease con eso.

—¿Cuántas veces tendremos esta conversación? —Hizo un gesto crispado, acompañándolo con una mueca con los labios.

—Es mi culpa por da pie a algo. —Bajó la cabeza, mostrando más seriedad para que su compañero se tragara ya la extinta excusa.

—¡Agrr! —gruñó el santo, se alejó como si Albafica le hubiera enviado una corriente eléctrica que no estaba lejana de serlo con esas palabras—. Entiendo que los momentos que tuviste con Lugonis serán la cabrona espina entre nosotros, y tu sangre es la promotora de todo. Pero debes entender, por un demonio, que tienes una maldita piel que guarda ese veneno, ¡tal y como transportaras en un frasco! —Tragó esas palabras, como si estuviera tragando clavos—. Yo ya me estoy cansando de chocar contra esa pagana excusa, sino quieres, sólo dímelo y ya.

Y ahí estaba, un porqué coherente. En su rostro no habitaba expresión alguna y sentía como si estuviese pinchando con un palo a un león dormido, pero no cesó en su prueba, continuándola hasta el final.

—Mi maestro, Manigoldo —empezó lentamente, mientras el cielo era iluminado por los rayos que lo surcaban. Un motivo suficiente para que el agua cayera continuamente en cortinas—. Él me…

—¡Me vale mierda, Albafica! —cortó con la dureza de sus palabras a las de su compañero—. ¡Piensa más bien, ¿qué tanto te dio tu maestro, para que le debas esa devoción?!

«Maestro de pacotilla. Incluso estando muerto te metes entre nosotros. —pensó Manigoldo ya cansado de esa conversación—. No dejaré que te lo lleves.»

Albafica parpadeó, sopesando esa oración que repiquearon en las paredes de su tímpano. Quizás le quitó más, pero le dio algo que Manigoldo, ni él pondría negar.

—Una segunda oportunidad de vivir —Y esa era la única verdad—. Me dio una vida y un camino a seguir.

Un largo suspiro resonó cerca de su oído bajando hasta su cuello, y cuando se dio cuenta, Manigoldo yacía en cuclillas en el árido suelo. Albafica le observó, y pensar en el significado de rodilla en suelo, prefirió hacer lo mismo cuando sus rodillas se sentían atraídas hacia el suelo, buscando estar a la misma altura del hombre con la cabeza abajo, que maldecía entre dientes. Esperó, quieto y apacible en tanto el italiano se reponía de la inoportuna respuesta.

—Escúchame, Alba —Alzó la vista, haciendo que sus miradas tuvieran un fuerte choque—. Vivir, no significa hacerlo como él lo hizo. No debes sentirte obligado a seguir ese destino de soledad, sólo porque te enseñó a caminar en él.

—No subestimes mi orgullo.

—No lo hago —interrumpió nuevamente, el filo de sus palabras parecían cortar cada vez más, la cuerda que lo ataba a ese camino. Y Albafica lo sabía, sólo una palabra más, y no podría volver a dejar los brazos de Manigoldo—. Es por eso que te lo digo. Ten cuenta, que la libertad es la capacidad que tienes de elegir tus propias cadenas. —Acercó su mano al rostro de Albafica, y cubrió su mejilla con su palma—. Dime que tu propia cadena es ese jodido camino, y juro por mi lealtad a Athena, que nunca más volveré a insinuarte algo. Dilo, dime que ese camino tú lo escogiste y que no te arrepientes.

Albafica cerró los ojos, perdiendo las palabras de su respuesta en la suavidad de las caricias que se regodeaban en su mejilla.

—No me arrepiento —declaró al fin, con lentitud y notó que Manigoldo le sonrió con una pequeña y resignada luna. Se acercó a él, y le depositó un beso en la frente.

—Entonces, hasta ahora y logre contenerme, intentaré no  insinuarte algo. Con esto pondré a prueba mi devoción a Athena —Le volvió a sonreír, sin ápice de molestia o algo que se le asemejara. Hizo afán en levantarse, para cuando algo le detuvo por la manga de la gabardina impidiéndole esa acción.

—Pero… —añadió en voz baja. Y sin darle tiempo al pánico que se liberó de la materia turbia que le impedía vivir como quería, sin traicionar su ideal y el de su maestro, finalizó—: tampoco me he arrepentido de las decisiones que he tomado contigo.  

Sin ocultar la desmesurada sorpresa, Manigoldo no dio más prórroga y le tomó de los hombros, para  rodearlo con una absoluta posesión. Albafica apartándose del tenaz abrazo, no advirtió el momento cuando ya el santo que tenía por compañero le capturó los labios, donde ni por la mente se le cruzó la idea de resistirse más.

Aquella mano viajó por las enredaderas de sus hebras celestes, sintiendo infinitos roces acompañantes cuando sus lenguas mermaban la danza. Manigoldo presionó un punto justo, exacto, méndigamente preciso en la cabeza de Albafica que le hizo gemir en los labios. Logrando que las vibraciones del intento en formar una palabra, resonara en su propia garganta, ocasionando que la piel se le erizara ante esa extraña sensación de dolor y gusto.

Manigoldo detuvo en seco ese largo beso, cuando recordó que Albafica estaba herido en esa parte.

—¡Tu herida!

—Sí, y la tocaste —puntualizó, llevándose la mano a la zona herida conteniendo los surcos de dolor que se expandieron como raíces. Una incipiente sonrisa apareció en sus labios, recibiendo la atención paterna, cuando Manigoldo posó su mano sobre la suya con una expresión del niño que se caracterizaba por meter la pata—. Estoy bien.

Cara a cara con aquel rostro, caracterizado por poseer esa altiva arrogancia en cada poro con la que brillaba en el santuario, decorada con la expresión de la culpa. Pero lo que Albafica no sabía, es que Manigoldo había encontrado un compartimiento de carisma al que siempre le intentaba opacar con neutralidad e indiferencia. Finalmente, ambos se permitieron sonreír ampliamente.

—Lo siento —Sonrió sin esfuerzo.

—No es nada —Alzó la cabeza y recordando lo que habían dejado a medias, agregó—: ¿Y bien, me vas a tomar en este lugar? —le preguntó alzando una ceja. Miró la inhóspita tierra, imaginando cuánto se lastimaría si Manigoldo le acostara ahí—. Te advertiré desde ahora que, si llego a soltar, al menos una gota de sangre… Se acabó. Siendo yo, el que deje todo a medias.

Manigoldo le miró horrorizado ante la malicia que podía mostrar ese hombre, quien se había cruzado de brazos.

—Albafica, no jodas —bufó hacia un lado—. ¿Arruinarás un tercer intento? ¿Qué tan de piedra eres? ¿Lo controlas mentalmente o cómo mierdas haces? —Miró la parte baja de su compañero.

Otra levantadura de ceja, bastó para responder tranquilamente esa pregunta. Realmente ya se sentía mucho mejor, esos descontrolables besos le hicieron encajonar nuevamente ese tema materno y volver a su prioridad.

—Intento protegerte —Se encogió de hombros, entrecerrando los ojos—. A pesar de que me la haces difícil.

Un silencio se robó las palabras, mientras el italiano se encargaba en bajarse de nuevo, maldita sea su suerte, los humos que le encendía el hijo de su hermosa madre Albafica. Soltó un gran suspiro tratando de controlar su respiración, en un intento en destrancar su mente de los ávidos deseos contenidos. Su compañero al verle la mirada afligida, le dio un golpecito en la frente con los dedos.

—Ya llegará, no te apures.

Manigoldo correspondió ese afecto, aferrándosele a la cintura que ¡por Athena! era tan perfecta.

—Déjame, soy así de problemático —Se palpó la zona que Albafica le había golpeado—.  Debo maldecir, un segundo.

Una mirada serena se resbaló por el rostro de Albafica, quien sólo se limitó a esperar la petición.

—Manigoldo —le llamó cuando éste ya había soltado la última apocalíptica maldición—, ¿qué pasó en el bar de Calvera?

Después de reponerse, el caballero le soltó sorpresivamente, dándole espacio que nunca creyó dar, y le miró con otra sonrisa.

—Caminemos para bajarme a mi fiel amigo, antes que te arrincone contra el árbol de nuevo. Ten piedad, maldita sea.

Sin restringirse, el caballero más hermoso del santuario, volvió a sonreír. Claro que él también quería, pero si violaría su código de aislamiento, al menos, debía tener extremo cuidado al hacerlo y tratar de pensar en los riesgos que podía exponerlo.

 Después de lo que serían segundos sentidos como milenios, Manigoldo le guiñó el ojo y arrimó su paso para volver al camino que indicaba el mapa.

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Admitiendo que la humedad les estaba incomodando, apresuraron el paso por camino de tierra que se fue formando tramo a tramo, como si un pincel estuviese trazándolo mientras más se acercaban.

—Así que eso fue lo que pasó —Caminaban a paso lento, como dándose el lujo de hacerse esperar a quién sea que los había contactado.

—Te dije que sólo fui tu niñera —reiteró, caminando abiertamente—. Mi preocupación era ese golpe que tenías en la cabeza. Creo que en ese momento sospechabas algo, pero ni puta idea de qué.

Albafica cerró los ojos sugestivo.

—Quién sabe. —Después de recapitular la versión contada de Manigoldo, preguntó—: ¿Cómo te vi la cicatriz?

Relamiéndose  los labios y no es que los tuviera secos, sólo lo hizo como un gesto espontáneo que lo caracterizaba, Manigoldo respondió:

—Cuando te ayudé a lavarte el cabello, me subí las mangas de la gabardina y ahí la viste. Me costó evadir el tema, pero pude zafarme de tus preguntas cuando te quedaste dormido

Con un sonido gutural, listó ese detalle para desglosarlo después.

—Ya hablaremos de eso con más detenimiento —congregó, al notar que ya estaban cerca de su destino.

El sol rozaba la cúpula del cielo, calculando que las horas debían de rondar más allá de las cinco. Siguieron las indicaciones del mapa, con el sonido del gorgoteo del agua de lluvia bajando, para cuando una sábana de hojas secas cubría el camino solitario que se dibujó en ese lugar. La maleza rodeaba los bordes camino, y producían un arrullo bastante fantasmal. La hierba silbaba al viento y el rostro del oculto sol sonreía entre resquicios nublados en el cielo. Donde mucho más allá, una casa que parecía colgada de las nubes con hilos invisibles sobre el borde del abismo, se mostró ante ellos.

Los santos se miraron un momento, escépticos. Parecía un lugar deshabitado desde mucho antes. Sombras se resbalaban sobre la maleza, y las hojas volando sobre ellos le dieron a entender que, quizás, les habían tomado el pelo.

Llegaron frente a la cabaña, que parecía un vómito del tiempo que de un arquitecto. La madera se despegaba de los clavos, y se desprendía como una piel seca, siendo halada por el viento y la humedad. El sonido de la madera golpear contra otra, fue otro acorde musical que se unió a la orquesta del clima, erizando sus pieles cuando la fachada de ese lugar se mostró ante ellos. Era de dos plantas, con el techo que daba la forma del típico triángulo, con un par de ventanales casi tocando el tejado.

Salía humo de la chimenea, lo cual les pareció el único indicio de que alguien estaba adentro. Era como si el tiempo, la memoria, la historia y ficción, se fundieran en aquella cabaña como acuarelas en la lluvia. Era como un eco que ya no existía, pero que en su interior, podría albergar una reliquia del pasado.

Atravesaron la pequeña valla que daba entrada a ese espacio, escrutando como los matojos del jardín habían dictado su dominio en ese lugar, cubriendo la mayor parte de los alrededores. Había una especie de mecedora bajo el pórtico de la casa, que se mecía lentamente como si alguien estuviera sobre ella, dejando un sonido poco agradable, cuando las grietas en ella chillaban.

—Qué vivo está esto —dijo Manigoldo estudiando el lugar. Recordando las palabras que Albafica había dicho anteriormente.

—Pareciera que estuviera a punto de desmoronarse —Observó como el techo era tamborileado por las gotas de lluvia que resbalaban por la pendiente cayendo en una canal a los bordes.

Sin saber mucho por qué se escuchó una violenta sacudida desde el interior de la casa, como una especie de rugido que salió de la vieja estructura, dejando como vestigio; su cristal vibrando. Pareció como si se quejara de sus presencias, gritándoles que no pisaran su jardín. Los santos volvieron a mirarse, intercambiando expresiones mudas.

Manigoldo alzó la vista, viendo las láminas de vidrio que cubrían el marco. Parecían agrietadas, y por un momento, le pareció ver una sombra escurrirse por el cristal. Parpadeó estático, porque al segundo siguiente, ya no se percibía nada detrás; fue como ver un gato, serpenteando entre las sombras.

Otro estruendo pareció, nuevamente, venir del interior de la casa, y supo lo que vendría después al ver como las líneas en el vidrio se expandieron como si le hubiesen apuñalado con un cincel.

—¡Puta madre! —Sólo bastó un segundo para reaccionar. Su mano tocó el hombro de Albafica y con un fuerte empujón lo envió quizás cinco pasos hacia un lado antes que las láminas de vidrio se quebrasen y una lluvia de cuchillos transparentes comenzara a diluviar a su alrededor. Antes que esos cristales los clavaran al suelo, ambos ya se encontraban lo suficientemente alejados.

Albafica había caído en la maleza, y Manigoldo unos pasos más adelante. Conmocionados por el hecho reciente, un momento de diálogo con el silencio bastó para que sus almas volvieran al cuerpo.

—¿Qué ha sido eso? —murmuró el pisciano enfocando su vista a las ventanas rotas, donde del marco de la ventana pendían algunos cristales—. ¿El viento?

Manigoldo se encontró incorporándose, lanzando algunas palabrotas que fueron arrastradas junto con el aire.

—No lo sé —Recordó la sombra que había visto hace unos segundos. Miró a su compañero con cierta duda, pensando si en decirle lo que había visto o ignorarlo y categorizarlo como un hecho producto de su imaginación—. Quizás algo las rompió —Su vista se alzó a la ventana rota—. O alguien…

Eso despertó el interés de Albafica, que detuvo la danza de su mirada por los alrededores, enfocándose en ese punto y, sopesó el tema mostrando una chispa de perplejidad.

—¿Crees que…?

—No me hagas caso —Se levantó del suelo, buscando con la vista su pandora box. No le tendió la mano a su parabatai porque bien que sabía que, odiaba los actos caballerosos a su persona. Y tentando a su suerte, se la tendió de todas formas—. ¿La tomarás esta vez?

Una imperceptible sonrisa se rasgó en los labios del caballero de Piscis la cual se borró al segundo siguiente, cuando vio un hilo de sangre empapar la manga de la camisa a su compañero.

—Manigoldo, te lastimaste —Tomó la mano que le ofrecían, y éste también pareció darse cuenta de la sangre que le circulaba por el brazo.

—Ah, bueno —Miró su brazo, notando que había un corte en la tela que llegó hasta su piel perforándola—. Sólo es un rasguño.

Para nada convencido de esa respuesta, Albafica le tomó el brazo y lo estiró bruscamente. Buscando una reacción estimulativa, que no tardó en llegar cuando Manigoldo pegó al grito al cielo.

—Sí, un rasguño —dijo, enigmático, aunque había un matiz de preocupación oculto en su voz. Estudió el rasguño, y logró encontrar el punto de partida que empezaba un poco más abajo del hombro, y la sangre sólo había resbalado por la profundidad de la misma.

En ese mismo momento cuando pensaba en qué hacer, otro chirrido proveniente de la casa fantasma frente a ellos, los alertó al instante. Dirigieron su vista a la fuente del sonido; notando que la puerta agrietada y devorada por las termitas, se encontró abriendo lentamente mostrando una silueta que fue tomando forma hasta que ante sus ojos, una pequeña niña apareció.

No debía pasar de los diez años, con una pelambrera de color oro, recogida en dos coletas. Tenía los ojos color ceniza y, estando descalza, un vestido de color rosa decoró su pequeña imagen. Las mejillas se le bañaron de color al ver a los caballeros y amplió sus comisuras en una gran sonrisa. Giró su cabeza noventa grados y gritó:

—¡Abuela! ¡Nos visitan dos chicos, parecidos a los príncipes de mis cuentos!

Albafica tuvo un tique en el ojo, y Manigoldo no tardó en soltar una pequeña risa.

—Cálmate, Alba-chan. Sólo es una niña —le dijo por cosmos—. Aunque claro, no está mal orientada.

—. . .

Manigoldo escuchó un murmullo proveniente de atrás de la niña, casi un siseo raspado, que gateando por las paredes respondía a las palabras de la pequeña quien pareció traducir ese sonido y después añadió:

—¡No, no parecen los señores de demolición!

Los santos volvieron a mirarse, alzando las cejas con divertida sorpresa. Manigoldo iba a decir algo respecto a esa última línea, en la que Albafica al verle las intenciones le propinó una tensada en su herida provocando que ahogara un grito.

—¡Maldito seas! —se quejó en la mente de su amigo, quien se ahorró los comentarios, ante el evidente puchero.

—No te atrevas a molestar a la pequeña que sé cómo eres. —le regañó, mirándole con una ceja alzada.

Sonriendo con esfuerzo, el caballero herido advirtió como la confianza entre ellos había mejorado. La niña volvió a mirarlos, y se colocó a un lado de la puerta.

—Oh, entonces, ¿yo también puedo decirte que eres hermoso? —Siguió jugando con la paciencia de su parabatai.

—No me tientes, Manigoldo —refunfuñó en su mente—. No toquemos ese tema tan absurdo.

Una risa pequeña albergó los hilos de su mente, esa risa tan...

—Por eso me gustas —le confesó, y después de esa oración, Albafica no tardó en sentir el calor en sus mejillas.

Teniendo esa discusión en la mente de ambos, no percibieron que la chiquilla ya había terminado su conversación, con quién sabe quién, y se mantenía con la vista en ellos.

—Pasen, por favor —Sonrió, quedándose a un lado de la puerta—. Tenemos años sin tener visitas, mi abuelita ya los recibirá.

—¿Años? No jodas…, creo que nos han tomado el pelo, Alba-chan…

—No dices nada que ya sepa…

Con una leve inclinación de cabeza, más por de parte de Albafica que de Manigoldo, cruzaron el jardín subiendo el par de escalones de la misma complexión agrietada, arrancándole sonidos cuando sus pies se posaron sobre ellos. Atravesaron el umbral de la puerta, donde la niña después de cerrarla, se adelantó con un par de zancadas pequeñas y emotivas.

Entraron por un pasillo ancho y suavemente iluminado por los haces de luz, siendo insuficientes para rellenar todos los espacios ocultos en las sombras.

La niña seguía balanceándose en sus talones, mientras los guiaba hasta una sala a través del pasillo. Donde después de traspasar lo que parecía ser la tráquea de la cabaña, llegaron finalmente al estómago; donde se mostró una escalera que no se alcanzaba a ver su fin por la oscuridad que la arropaba.

El viento de afuera golpeaba las paredes, dando la sensación escalofriante de no estar precisamente solos. Y siendo un hecho incómodo al observar como formas oscuras se desplazaban por las paredes.

—Esperen aquí —pidió, antes de desaparecer en otro pasillo, que ensamblaba ese lugar con un tercer camino que habitaba bajo la escalera.

Albafica escrudiñó el lugar con la mirada, y de alguna manera, la intranquilidad aumentaba en su interior con esa densidad que parecía jalarle de los cabellos.

«Es como si toda la habitación estuviera conteniendo la respiración. —La idea, viscosa como un reptil, se coló en su mente—. Como si nos estuvieran observando...»

Sintió como su mano fue sostenía por Manigoldo, teniendo la clara certeza que él pensaba lo mismo. La fría, y podía sentir como estaba perdiendo movimientos articulares por la pérdida de sangre. Acortó con un par de pasos la distancia y le llegó por la espalda, posando una mano en uno de los omóplatos del italiano. Su aliento le rozó el cuello, haciendo que éste se le pusiera la piel de gallina.

—¿Qué es esta sensación? —farfulló Albafica con extremo cuidado de no ser escuchado, apretando los dedos que se cernían sobre los suyos.

—Las entrañas de… —Pero no pudo terminar, porque al momento apareció la pequeña, caminando sobre una alfombra que cubría el piso más no todas sus filtraciones, que no la habían notado, hasta que ella se detuvo sobre ella.

—Acá está mi abuelita —anunció, haciéndoles un ademán con la mano para que le siguieran.

Pasaron bajo la escalera que al igual que todo en ese antro; producía sonidos escalofriantes. Realmente todo parecía quejarse, soltando quejidos agrietados y perfectamente audibles.

Ya entrando al recinto, se sorprendieron al ver, como esa sala gozaba de ser el único lugar que no diera la sensación que el techo se derrumbaría sobre ti. Sólo unas pocas velas iluminaban el espacio, con un papel de mural que era de un color marrón pálido que se rasgaba en tiras, gracias a humedad. Había un espejo sobre la chimenea casi apagada, manchada y descolorida, donde el pequeño fuego había hecho muy poco por calentar la habitación. Cerca de ella se encontraba un juego de muebles astillado por el polvo y la vejez, y en uno de los sillones individuales, una mujer de bastante edad —pensó Albafica— estaba reposando con una tela sin terminar en su regazo. Su cabello, que en tiempos de gloria debió ser oro puro, ahora sólo era una pequeña porción de su brillo, siendo mancillado a un color opaco, y atado en un moño sobre su cabeza. Su rostro estaba cubierto de infinitas grietas y, sobre esas grietas, unos insondables ojos azules oscureciéndose que a penas y daban la sensación de estar vivos.

—Buenas tardes, pequeños —habló con voz suave la anciana, con un comportamiento espantosamente peculiar para un anfitrión—. Por favor, pónganse cómodos. —Invitó a los caballeros a tomar asiento.

—En este lugar es imposible ponerse cómodo sin que una astilla se te clave en el culo. —siseó Manigoldo al oído de Albafica, quien ladeó la cabeza y le dedicó una mirada de reproche.

—Si nos disculpa —empezó, caminando lentamente hasta el sillón múltiple. Su compañero le siguió, intentando sostener su brazo sin que se le cayera la pandora box.

—¿En qué puedo servirles? —les preguntó, mientras la pequeña niña corrió hasta ella y se posicionó a su lado, sonriente.

Manigoldo se sentó a unos centímetros de Albafica, y para cuando dejó su armadura en el piso, se quitó el pañuelo del cuello con la idea de querer detener el sangrado que ya le había dormido el brazo.

—Verás, anciana, vinimos a éste lugar, porqué así nos indicó una carta que está en mi bolsillo que por mis bajas condiciones no sacaré para mostrártela. —inició la conversación, con las palabras atropelladas por tener el pañuelo en la boca, intentando vanamente hacerle el doblaje del nudo. Su compañero, viéndolo luchar contra el pañuelo en cómo envolverse el brazo con la venda improvisada, suspiró cansadamente, y con dedos supremamente delicados, terminó de atar el nudo.  

—Lo que mi compañero quiere decir —intentó modificar el irrespetuoso diálogo de Manigoldo hacia la anfitriona que tenían en frente—, es que somos santos de Athena y venimos desde Grecia para resolver el misterio de las desapariciones. Cuando llegamos, fuimos a un pequeño restaurante donde llegó a nosotros una nota que alegaba saber sobre una extraña mansión que apareció a los alrededores, y que, se dice que puede ser la causante de todo.

La mujer pareció coger vida cuando Albafica dijo esas palabras, su iris recuperando más color, formó una fina línea de sus labios que se expandió en una sonrisa torcida.

—La mansión Hellaster —reconoció al momento—. La cabrona de Agrigento, la gran M, la desgracia del deseo y demás insultos que sus rumores le han otorgado.

—¿La gran M?

Manigoldo empezó a reír suavemente ante la incógnita de su parabatai, que ya había terminado el vendaje y la observaba rápidos segundos, pensando que era suficiente por el momento, y que debía tratarla con más cuidado cuando tuviera la oportunidad, si quería evitar una infección.

—Se refiere a todos los insultos que empiecen con M, como: "Maldita Mansión", "Mierda de Mansión", "Malévola", "Malvada" y todos los sinónimos desagradables que se te ocurran. —le informó el italiano con una gran sonrisa.

La mujer descompasó la risa del caballero con la suya, y al ver la mirada incrédula de Albafica, no pudo evitar ampliar su gracia elevando su risa a una octava más.

—Exactamente. —afirmó, después de calmar su desafinada carcajada—. Me gusta que entendamos nuestro mismo dialecto, muchacho. ¿Eres de aquí?

—Silicia, nena —Sonrió con audacia, delatando entre sus sílabas su nato acento italiano—. ¿No es obvio?

Reclinándose  en la silla, dejando a un lado los hilos y la tela que, al parecer, esa noche no sería terminada, la mujer pareció abandonar el ensimismado letargo que anteriormente la coadyuvaba. Le respondió con una sonrisa a las palabras del caballero de cáncer, para luego incrustar sus pupilas en Albafica unos momentos. Le escaneó los segundos siguientes; pareciéndole familiar ese matiz de piel, el azul incomparable de su cabello, los cobalto ojos que parecían derretir todo lo que tocaban. Sin duda, vivir en un pueblo tan pequeño como ese, hacía que los secretos que se ocultaban bajo las faldas, se vieran expuestos con una simple ventisca. Encontró coincidencia entre esos rasgos similares que se encontraban guardados en los resquicios de su memoria. Parecía como una especie de abogado, buscando una anormalidad en un rígido decreto de declaración.

—Te pareces mucho a esa mujer... —Pareció pensar en voz alta. Haciendo que Albafica diera un pequeño respingo en su lugar. No dio crédito a esas palabras, quedando totalmente descolocado al recordar el episodio que recién dejaba a un lado.

A pesar de ser un tema de doble efecto, Manigoldo sintió curiosidad, siendo el primer valiente en romper el ensordecedor silencio que parecía aturdirlos después de los truenos que sacudían el cielo.

—¿Sabes quién es, vieja?

—¿Qué si se quién es? —Le pareció divertida la pregunta—. Mi sonrisa debe bastarte para afirmar tu pregunta, chaval. —Enarcó una ceja, con un repentino cambio en su desgastado humor negro—. Las zorras pasan a menudo por estos lares, no te sorprendas.

—Abuela —reprendió la niña—. Mamá siempre decía que no te refieras así a las personas.

—Yo concuerdo contigo, costal de arrugas parlante —Desató una risita, que se rompió en filamentos para cuando llegó a los oídos de todos—. Cuéntanos, ¿qué sabes sobre ella?

—Manigoldo... —Albafica pareció volver de su letargo con esas sílabas irreverentes. Le tocó el hombro, tratando que no se desviara de su prioridad—. No creo que...

—Alba-chan, tú más que nadie quieres saber quién es —Extendió su mano y le dejó una tenue caricia en el dorso de la mano—. Sólo serán minutos y volveremos al tema de la gran M —Un guiño fue suficiente para convencerlo, se miraron unos segundos más, para luego darse cuenta que había público frente a ellos. Desviaron las cabezas, pero la sonrisa en el rostro de la mujer fue delatante ante ellos.

—Annabeth, tesoro, ve a jugar a fuera —le dijo a la niña—. Esta es una conversación de adultos.

Anna sonrió, enseñando las muelitas, y salió corriendo a sus andadas a los pasajes lúgubre lugar.

Albafica se sintió más tranquilo, ya que Manigoldo seguía sin soltarle la mano. Y no es que se haya molestado en romper ese tacto, cuando todo dentro de él, temblaba gracias a terremoto que había azotado sus nervios.

—Arranca, vieja, quiero saber quién es ésa gran P. —Dejó ese tema donde se enamoraba más de Albafica, tomando el dobladillo del otro asunto que había dejado en espera.

Con la llegada del silencio, la mujer se detuvo un instante para absorberlo entre sus pulmones y expulsarlo a base de palabras.

—Se llama Hallie Fogelberg, es una sueca que vino desde Grecia hasta acá, hace veintiún años. —Albafica sintió un escalofrío ascenderle por la espalda, a pesar  de seriedad que pareció ser la patrocinadora en su rostro—. Fue obligada a contraer matrimonio desde los quince años por su nata belleza, con un italiano de estas tierras. Su nombre no me importa, ni lo recuerdo, pero su roll si —Miró a los santos con sigilo, con una sonrisita bastante inquietante. Esperó a que los santos dieran una conferencia de preguntas, y al no tenerla, prosiguió—: Es unos de los inversionistas más reconocidos de todo el país, por la gran distribución de textiles. Siendo uno de los hombres más millonarios hasta ahora, por obviedad, una mujer de excéntrica belleza debía estar a su lado.

—Hm, lindo cuento, ahora viene mi pregunta —se anticipó Manigoldo—: ¿Tuvo alguna vez un hijo?

Regalándose  su momento para responder, quizás creando más ansiedad, o demostrando que su capacidad física no era como la de ellos, la mujer aguardó unos instantes. Un pequeño silencio reinó en aquel rincón perdido de la ciudad, mientras ella parecía mecerse en su puesto, notando como Manigoldo acariciaba la mano trémula de su compañero.

—Me gustas muchacho, apuesto que no te importó lo anterior —Ante la sonrisa del italiano, Albafica permaneció con su rostro inescrutable, incluso ignorando la sensación que cosquilleaba en el dorso de su mano—. Te pareces mucho a mí —destacó con armonía—. Pues, sí y no. Creo que tiene dos hijos, pero eso a ustedes no les importa como a mí tampoco —Dedicó la atención a Albafica nuevamente, y luego a Manigoldo, para proseguir su relato—: Se oyeron rumores que su esposo contrató un pintor para que retractara su belleza en lienzos infinitos para decorar toda su mansión, pero al parecer, no todo salió como se esperaba. Esos claro, sólo eran rumores, hasta hoy.

Finalmente, el león que se escondía en el interior de Albafica despertó con un rugido, dirigiendo su mirada de halcón a la anciana, haciéndole recordar a Manigoldo que tan intimidante podría ser ese santo.

—Puedo adivinar el resto —advirtió después de su extenso silencio—. Tuvieron un hijo, pero por ser un bastardo ante la cara de la sociedad y el, ¿qué dirá mi esposo? Me abandonó en un campo de rosas envenenadas para acabar con mi vida sin que ella tuviera que hacerlo.

—Por eso dije, es una zorra. —Se encogió de hombros, intentando restarle importancia—. Pero no te sientas mal, hijo, ésa mujer no conoce la humanidad por tanta falsedad en la que nació.

—Igual no me parece excusa para abandonar a un ser que nació de ti —tajó Manigoldo arrugando el entrecejo—. Al menos abandónalo en una casa hogar, no en un campo de rosas envenenadas. ¿Qué clase de corazón se tiene para hacer algo así?

—¿Ni los huesos quería dejar? —Rió con soberbia—. Cabrona.

—Necesito tomar un poco de aire —anunció Albafica, levantándose del mueble—. Si me disculpan.

Cruzó su mirada con su parabatai, enviándole silenciosos mensajes que no le siguiera para supremamente abandonar de la sala, dejando en la soledad a los italianos que observaron como sus hebras celestes dieron un desfile en su espalda.

Manigoldo lo vio desaparecer, quiso acompañarle aunque Albafica no deseara su presencia. Se preguntó si estaría bien, cómo estaría sus pensamientos en ese momento, a qué calibre cambió su perspectiva al saber sus raíces. Una lista de preguntas siguió llenándose secuencialmente en su cabeza, todas, con relación al caballero de Piscis.

—Hablemos de la gran M, ya después pondrás al día a tu compañero —prosiguió la mujer, sin embargo, presuntuosamente el santo no pareció escucharla. Una sonrisa perspicaz apareció en su arrugado rostro y volvió a decir—. ¿Te gusta ése muchacho, hijo?

Con su mente cayendo de bruces con esa pregunta, el santo cerró los ojos, torciendo los labios con elocuente gracia.

—También es obvio.

Una risita fue la primera respuesta de su acompañante.

—Bueno, es bastante encantador —justificó—. Muy hermoso, desgraciadamente, siendo el retrato vivo de su madre.

—No lo digas frente a él, que hace de éste lugar tu tumba —Se reacomodó en el mueble, dejando descansar su codo en una de las orejas—. Esto fue una conmoción dura para él, no dudo en que se repondrá, pero quisiera hacer algo para que se sienta mejor.

Guardando el espacio de silencio, siéndole enteramente conmovedor ese lazo que guardaban los caballeros, la anciana respondió:

—Bueno, él es el tipo de personas que enamoran a primera vista. —Cerró los ojos, ensanchando sus labios a continuación—. Y, parece corresponderte.

Manigoldo recordó en efemérides sus experiencias con el caballero de Piscis, y todo lo que luchó para poder obtener ese honor de ganarse su amor. No pudo evitar sentir como su pecho empezaba a arrancar los motores para acelerarse con rapidez, hasta que él mismo, escuchó sus palpitaciones en su pecho.

—No tienes idea de lo que pasé. —alegó carismático—. Él es la persona que después que atraviesas el rosal de espinas, te enamora cuando cuida tus heridas. —Regresó su vista, sin ocultar el brillo que bailaba en sus ojos cuando hablaba de Albafica. Después de un minuto de pausa, su rostro pasó a ser más serio y su expresión se transfiguró a una sonrisa petulante—. Y bien, dime vieja, ¿qué eres?

.

.

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Después de salir al frente, se recargó bajo el pórtico de la cabaña, observando como la tormenta se descargaba a los alrededores. Gotas de pensamientos y recuerdos humedecieron su mente, desde las palabras de su maestro, hasta los besos con Manigoldo. Con los brazos cruzados a la altura del pecho, se mordió el labio inferior en señal de molestia.

—Qué absurdo —resopló para sí, bajando la cabeza cuando una gran parte de su aire salió de sus labios.

"Yo puedo amarte más en un día, más de lo que te pudo amar esa mujer en toda una vida."

Con ese recuerdo tintineando con estandarte sobre su propio pesar, recuperó parte de su conformidad cuando esa voz llegó a poner orden en su cabeza. Cavilar tanto ese tema era una absoluta pérdida de tiempo, más, cuando tenía una misión entre sus manos. No tenía tiempo para sus problemas maternales. Y mucho menos, para una mujer que ni un segundo de su vida le dedicó. Quizás podría mandarle un arreglo de rosas demoníacas como obsequio; no para matarla, sino para hacerle recordar el día en donde le dejó y, en como sobrevivió.

"Eres más fuerte que nadie", le había dicho Manigoldo. Siéndole imposible el hecho de llevarse los dedos a los labios, recordando todo lo que habían pasado.

Escuchó unos diminutos pasos acercarse, y no tuvo que esforzarse para saber de quién se trataba. Rodó su vista a la puerta, donde nuevamente la pequeña rubia apareció.

—Es peligroso si te me acercas demasiado, pequeña —le dijo en cuanto se le detuvo en frente.

—¿Por qué? —preguntó con esa sonrisa inocente.

—Es largo explicarlo —respondió con suavidad—. Sólo hazme caso, ¿sí?

Annabeth se enrojeció un poco, y no tardó en asentir para luego pasarle por un lado con una extraña prisa. Bajando los tres escalones que daban vía al jardín, corriendo hasta la valla que anunciaba el final de ese terreno.

—Tiene una sonrisa muy linda. —confesó antes de juntarse al camino de tierra, aún, lloviendo.

«Si supieras quien es el causante —pensó el santo— Aquel que en sus tiempos, fue peor que una espina en el zapato »

—¿A dónde vas, Anna? —Esperó que la pregunta alcanzara los tímpanos de la pequeña que ya corría en dirección contraria de donde ellos vinieron.

—¡Vendré enseguida!

Albafica alzó una ceja mecánicamente, al darse cuenta que no había respondido su pregunta. ¿Es que todos los italianos eran así?

.

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Regresó a la sala donde se encontraban los italianos, para unirse nuevamente, al tema de vital importancia. Cuando entró de nuevo a la pequeña sala, los encontró liberando exabruptos en tonos excesivamente altos, acompañados de esas risas que ensordecían a cualquiera.

—Bueno, bueno, bueno —intentó dejar de reírse la mujer, limpiándose unas lágrimas que se despeñaron por sus párpados—. Entonces, ¿eres voluntario en esa tarea?

—¿Cuántas veces dirás "bueno"? —preguntó Manigoldo, aun con cortes en sus palabras por las carcajadas que soltaba. Y al igual que ella, se limpiaba los párpados húmedos por las lágrimas.

—Lo siento, es un mal hábito lingüístico, mocoso de mierda —Alzó una ceja divertida—. Y no has respondido mi pregunta.

«Sí, así son los italianos», Sonrió Albafica.

—¡Obvio que seré yo! —Se reclinó hacia delante, posando una mano en su rodilla—. ¡Me veré divino!

—¿De qué hablan? —interrumpió en una abertura, caminando hasta el mueble que anteriormente había ocupado.  

—Simple, mi chaval —dijo la mujer con total confianza—. Hemos llegado a la conclusión que para que puedan infiltrarse en la mansión, el mocoso de mierda se vestirá de mujer.

—¿Ah? —Albafica parpadeó con la sorpresa impresa en su rostro.

—Idea de Lisselotte —Rió Manigoldo señalando a la anciana que tenía en frente—. Pero, ¿qué vestido usaré?

—¿Lisselotte? ¿Vestido? —¿De qué se había perdido?

—Es mi nombre —respondió ella con un matiz dulce—. Y, ¿cuál es el tuyo, pequeño santo?

—Albafica de Piscis... —respondió desconcertado—. Aún estoy confundido, ¿por qué Manigoldo usará un vestido? —Hasta el pensamiento de imaginarse al hombre que… que le sacaba del camino de tachuelas, luciendo un vestido… no era algo que quisiera presenciar con todo el desorden emocional por el que había pasado las últimas setenta y dos horas.

—Para entrar a la mansión deben fingir ser una pareja y, obviamente, uno de ustedes debe ser la mujer —La solapa idea resultaba gracioso, inclusive para la víctima que lo usaría—. Tu amigo es el primer voluntario.

...Pausa... ¿qué?... Esperen...

—Seré tu esposa, Alba-chan —Le guiñó el ojo desde su puesto, parecía más conforme con esa idea, que Albafica no podía captar con total precisión qué divertido tenía eso. O sea, era tu orgullo a quien estabas poniendo en juego—. Espero que no seas malo conmigo. —añadió cuando la mudez había tomado los labios de su compañero, volviendo a reír con fuerza.

—Parece que me he perdido de algo importante —dijo, recuperando su tono serio—. ¿No eran solteras las que desaparecían? ¿Por qué fingir ser un matrimonio?

Lisselotte se balanceó un poco en su lugar, y unos cuantos mechones en rosca se le salieron del moño.

—Bueno…, hubo un momento en que la desaparición fue tan masiva, que muchos emigraron hacia otros extremos del país. —expuso pasivamente, observando de reojo al santo de cáncer al jugar con la repetición de sus palabras—. Desde hace una semana, tres parejas han desaparecido "misteriosamente", en una ladera cuando sus carruajes extrañamente, tuvieron un averío. Y por lo que se juzga, hace dos noches, otro matrimonio desapareció en el mismo lugar y, a la misma hora.

—Eso no estaba en los documentos. Considerando que la carta nos llegó hace un mes —argumentó Manigoldo, mirándole con seriedad—. La mansión aparece y desaparece, tú no la buscas a ella, ella te busca a ti.

—Hay una hora específica en la que aparece, y a otra, que desaparece. A veces se lleva a alguien, a veces no. —añadió ella con una tonalidad severa—. En la madrugada, han encontrado mujeres desnudas que no tardan en suicidarse al amanecer…

Hubo otro silencio agobiante, donde cada uno analizaba la situación.

—¿Qué ocurre exactamente en esa mansión? —inquirió Albafica, cruzado de brazos.

Lisselotte se escondió de hombros, relamiéndose los labios.

—Los que han salido de ella, sus versiones son una mierda —explicó con molestia—. Unos han perdido la cabeza, y la mayoría se suicida. No hay un porqué exacto de sus acciones, pero nadie ha salido ileso de esa mansión, eso es un hecho. Y los matrimonios que han entrado, simplemente, han salido disueltos.

—Estudié mil posibilidades y ninguna explicara ese desorden —continuó Manigoldo a la versión de la mujer—. Lo cual después de hablar con ésta anciana verde, le dimos vuelta a la tuerca y acá tenemos la conclusión.

Albafica enarcó una ceja, siendo obvio su silencio para la espera de la respuesta. Aunque después de estudiar las palabras de Lisselotte y, recordar el fragmento que identificaba al cofre:

"El castigo para los infieles, es la exhibición de su traición"

—Prueban a las parejas —logró entender la situación. Ahí estaba la relación del cofre con la mansión Hellaster.

—¡Eso, Alba-chan! —Aplaudió con entusiasmo ante la conclusión de su compañero—. Como tú y yo somos hombres, uno de nosotros debe ser la mujer si queremos ver por nuestros propios ojos lo que ocurre en esa maldita mansión.

No entendiendo en su totalidad la situación.... No, mejor dicho, no quería entender la situación después de oír ese plan, arrastró a la parte trasera de la casa a su compañero, que no era muy diferente al jardín principal, salvo que tenía como fin el borde del abismo y unos columpios en estado oxidación.

—Necesito que me expliques mejor ese plan tuyo, Manigoldo —puntualizó, recargándose de espaldas a la barandilla de madera que delimitaba ese espacio, antes de caer al terreno del segundo jardín.

Manigoldo, en vez de responder se le acercó lentamente, acompañando cada paso con una lamento de las grietas por parte de la madera y, sin dar prolongación a nada, lo abrigó en sus brazos. Le acarició el contorno de la espalda, donde sintió el estremecimiento como respuesta y una-no-tardía aceleración en las pulsaciones de ambos.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó con suavidad al oído, rozando esas palabras contra esa suave piel.

—No cambies el tema… —respondió, intentando que tanta calidez le propiciaban, no le deshabilitara su sentido del deber.

—¿Cómo puedo tan siquiera tener la @#/$% idea de pensar que te pondrás un vestido, considerando cómo eres?

Esa respuesta no tardó en hacer sonreír un poco a su compañero, que se le despegó del hombro buscando encontrarse con esos añiles párpados.

—Sí, pero aún podemos buscar otra forma —repuso, dejando una mano detrás de la nuca y la otra bajarla por el pecho rozando los botones de la camisa, cuando la boca de éste serpenteaba, buscando tener contacto con la suya.

—Si tienes otro plan, estoy dispuesto a oírlo. —Otra vez esa cercanía, otra vez esa ansiedad de querer unirse.

—Debe haber  —suspiró, casi sobre su boca, acercándose instintivamente. Ya incluso, le costaba darle prioridad a su sangre cuando sólo quería arrancarle los labios—. No puedo tolerar la idea de verte metido en un vestido...

—Seremos un matrimonio —Sonrió, juntando su frente con la de él—. No tengo ninguna queja. Además, acá nadie sabe quiénes somos y si queremos salvar a esa gente, el sacrificio es la única opción.

Antes que Albafica se respondiera, se le fue de lleno a sus labios, buscando una respuesta más accional y pasional, que desviarse a la versión oral que siempre terminaba en discusiones idiotas. Le sostuvo de una muñeca y exigió una demanda mayor, hasta que un suave sonido de gusto salió de la garganta Albafica. Le tomó las mejillas ruborizadas y siendo feliz al no tener que chocar contra nada, se dio cuenta que su sentimiento era correspondido, ¿sus pecados?, bien recibido. Tomó la mano de Manigoldo y se la llevó al pecho. Sus fuertes latidos golpearon la mano del italiano, como diciéndole: "Mira, como me descontrolas".

Su compañero sonrió al momento e hizo lo mismo; llevando la mano de Albafica hasta su pecho, y sentir las descontroladas palpitaciones siguiendo un curso bastante inquietante.

—Esto es grave, Manigoldo —expresó a una distancia que en una escala de milímetros ni siquiera existía.

Él sólo sonrió, dejando un sonido húmedo como respuesta, cuando le lamió el labio inferior.

—Tú me lo has desordenado desde hace mucho. —Le rozó el pómulo con el pulgar, observando como un brillo se encendía en aquellas pupilas que en un tiempo, estuvieron extintas.

El tiempo les regaló una pausa de los movimientos a su alrededor, mientras sus miradas se concentraban en sólo ellos. Olvidándose de la línea de tiempo que amenazaba con separarlos por tener entre manos; esos asuntos de la orden sagrada.

Albafica aún podía recordar cuando se encontró atrapado entre las enredaderas de sus propios sentimientos. Subiéndose a la montaña rusa, cuando en el Yomotsu Hirasaka, donde Manigoldo fue lo suficiente hábil en su momento de debilidad para tener su primer beso con ese hombre.

Ladeando la cabeza, para ensamblar una oración coherente, que no fueran sonidos de deleite que se ahogaban en su propia cavidad, creyó que el Patriarca debió prever que todo eso pasaría.

—¿Lo recuerdas, Manigoldo? —dijo en una escala de volumen, más provocativa que agregó, inconscientemente.

Haciendo que su compañero le abrazara con más fuerza, pegándolo más a su cuerpo, lamiéndole los labios.

—En cualquier otro momento, te hubiese preguntado qué carajos debía recordar —suspiró, sin borrar la curva en las comisuras—. Pero ahora, creo saber a qué te refieres. —Tener sus alientos mezclados, daban la sensación de estar atrapados como en una telaraña—. ¿Cómo olvidar tu primera patada a mi entrepierna?

Albafica sonrió.

—Me besaste a la fuerza, ¿qué esperabas?

Manigoldo recordó ese momento con jactancia, mierda, cómo le había costado robarle un beso sin terminar con las canicas contraídas cuando Albafica se las pateaba.

—No fue el lugar más romántico, pero nunca he sido exigente en esas cosas —Se rió entre dientes, contagiándole la sonrisa nuevamente. Dioses, que hermoso era sonriendo—. Pero algo que entendí después de eso, es que no importa el lugar. No importa si estamos bajo una maldita lluvia, en un barco muriendo de calor o en el mismísimo infierno —Asimiló sus propias palabras en la fuerza vibrante de sus propios brazos cerniéndose en aquella criatura de osada belleza—. Si estoy contigo, todo el exterior desaparece… Todo se vuelve perfecto.

Albafica le abrazó, al no encontrar una palabra pudiese igualar el tamaño de esa declaración. Su visible sonrojo fue suficiente para Manigoldo, quien le volvió a sonreír con dulzura, con su gesto tan espontáneo.

«Eres el único hombre que con su mirada —pensó él—, puede decir más que con sus palabras»

—Sino muero por tu veneno, moriré de un infarto —Su carisma capturó a su compañero, quien negó con la cabeza—. No temas más, Alba.

—No digas eso, que tú pierdas… —calló, siendo absorbido por el calor de sus cosmos que latían como si supieran algo que ellos no.

—Me perderás si te alejas, me perderé sino regresas —Le abrigó en sus brazos con acobijo, barriendo su mejilla con dulzura—. Aquí es donde perteneces.

Albafica levantó la vista, aún con su ropa húmeda por el agua, y su cabello brillante como las perlas; le miró a los ojos para luego cerrarlos, en busca de un beso final. Volvieron a estrechar sus cuerpos, eliminar cualquier espacio entre ellos y convertirse en una extensión más del otro.

Su lugar, quizás como ese canceriano decía, si era en aquellos brazos.

Manigoldo sonrió, meramente victorioso.

¡Lo logré bitches, en sus caras! ¡¿Quién dijo que no podía?! ¡El noventa por ciento del éxito se basa simplemente en insistir! ¡Já! ¡Retuércete en la tumba, Lugonis!

—Te estoy escuchando, Manigoldo —dijo Albafica, con un tono sugestivo que no tardó en abrirle las pupilas ante la sorpresa.

Manigoldo parpadeó una, dos, tres veces antes de reír nerviosamente, desviando la vista. Albafica rió un poco, y le besó la mejilla.

—¿Y este es el lugar perfecto para ti? —preguntó cuándo advirtió que Manigoldo se pegaba más a él, arrinconándolo entre el pilar que sostenía el pórtico y él.

—¿Y no es algo que esperabas, viniendo de mí?

—No, la verdad no —Su mirada tan decidida y esa sonrisa de suficiencia, le pusieron la piel de gallina al santo de cáncer—. La verdad, agradezco que haya techo. La última vez querías hacerlo bajo un árbol.

—¡Y arruinaste el momento! —Recordó ese momento, como uno de tantos, más jodidamente dolorosos en toda su jodida existencia. Que horrible era bajarse las bolas a punta de respiraciones profundas—. ¿No te parece que es hora, de empezar nuestra luna de miel?

Y sin darle oportunidad a responder soldó sus labios con la humedad que había impregnado en ellos.

—Alguien podría vernos, Manigoldo. —razonó con los ojos cerrados, temblando a causa del frío y esos abrasadores besos. Recordó que desde el sendero que se veía detrás del cercado, cualquiera que pasara por allí, podría ser testigo de sus acciones.

Sus manos fueron llevadas sobre su cabeza, cuando Manigoldo le tomó de las muñecas, en otro arrebato más profundo cuando volvió a sumergirse en sus labios.

—No te preocupes por eso —dijo a un espacio excesivamente estrecho de la boca de su compañero.

Manigoldo le soltó las manos y le tomó de las caderas y le alzó un poco las rodillas, mientras sus ávidos labios recorrían su cuello.

—No cuando Annabeth podría entrar o la misma Lisselotte...

Finalmente, como acto de disciplina, Manigoldo se detuvo.

—Aquí sólo estamos nosotros, Alba. —Bajó sus manos, mermando el acercamiento.

—¿Qué?

La mano italiana le desabotonó unos cuantos botones de la gabardina, que hace rato había sujetado con los dedos pasmados por el frío que tenía intruso en los tobillos.

—Lo que oyes —Se acercó y le susurró la siguiente declaración—: Las únicas personas vivas, somos tú y yo. Lisselotte es un alma en pena, que sólo tiene intención de ayudarnos por venganza a la gran M. —Le sonrió nuevamente y finalizó—: ¿Y bien, quién de los dos usará el vestido?

Continuará.

 

Notas finales:

A pesar de la demora, les traje un cap cargado de todo un poco^^ Espero que les haya gustado. Ya en el próximo cap nuestros bebés tendrás su momento y cofcof uno de los dos lucirá un sexy vestido, complaciendo a Vinnie que quería que abordara esta idea después que se la conté *O* No abarqué su momento en el bar de Calvera para no extender más el cap. Pero si ustedes desean, lo puedo hacer como epílogo^^

Al principio tuve problemas en el inicio, jodeer, no podía unir mis ideas. Quería colocar a Alba defensivo, porqué sino lo fuera en un cap, ya no sería él (¿? :v pero bueno, ya nuestro Piscis se liberó de una cadena, para amarrarse a otra llamado Manigoldo de Cáncer –grito fangirl– Gracias a Sarai por ayudarme los nombres para los oc, que sinceramente me tenían pensativa jajaj

La frase de: "La libertad es la capacidad que tienes de elegir tus propias cadenas" no es mía, sé que la leí o vi en algún lado y se me quedó guardada en unas de las carpetas guardadas en mi memoria caché (¿? Ok, no. Mucha uni por hoy jajaja créditos a su autor.

Otra cosilla ante de despedirme, es que quiero agradecer sus comentarios a mis lectoras hermosas como: Piffle Priincess, pacozam, Threylanx Schwarze, Cloud122, Kamui Vampire(te extraño, amoree ;w;), Ina-Stardust R y las dos recién que se les unen como: KoreLune y pequebalam ¡Gracias por sus hermosas review! En verdad aprecio el hermoso gesto de que todas han dejado sus pensamientos y motivaciones en varias de mis historias y no puedo sentirme más contenta de tener unas lectoras tan súper geniales como ustedes. Espero no decepcionarlas, y gracias por montarse en el avión de MissLouder y su obsesión por Alba x Mani.

Anuncio (pueden obviarlo si desean): Debo anunciar, valga la redundancia (¿?) que tengo un fic en espera de que este termine. Será mi segundo proyecto más largo, donde abordaré todooo el campo que me sea posible. Será Manigoldo x Albafica, un lindo y largo AU. Donde en lugar de ser santos, serán representantes del signo. Una organización similar, pero adaptada al siglo XXI con esas tecnologías tipo Tony Stark. Donde lucirán lujosos uniformes, y será multiparejas, estando todas las generaciones tanto las del siglo XX, como XVIII versión Kuramada. Pero obviamente enfocada en Alba x Mani, incluso algunas serán menciones. Será como tipo serie, donde serán diferentes tramas en un mismo mundo. Yo diré cuando una trama termine y arranque otra, tendrán secuencia y, obviamente, personajes adaptados a la situación. Un ejemplo, es que Mani se enfrentará a Verónica(¿?) será angst, romántico, tendrá aventura y gotas de comedia. La idea surgió cuando un comentario guest, leyó mi fic de "Curiosidades del Internet" sugiriéndome que la continuara. Ya de por sí tenía las ansias de crear un AU de ellos con bastante contenido, y ese coment terminó por convencerme. Quise decirles, para saber que opinan jiji incluso ya tengo cap escritos, e ideas que pululan en mi mente profundizando mi sueño (¿?) ¡Tendremos a Mani y Alba en la academia! Tal y como fueran reclutas, pero acá serán estudiantes ^^. Conservaré sus edades, y sus rangos. Sin embargo, en este AU Alba será asocial (antes de conocer a Mani) pero no tendrá nada en su sangre. Pensé en leucemia, pero ¡dioses! Claro que no xD mejor que sólo sea asocial jajaja. Bueno, es todo por hoy!

¡Gracias por leer!

 


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