Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Noche de tragos por MissLouder

[Reviews - 45]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

 Con un repentino choque de ideas, me salté las actualizaciones de Fiebre de Heno y desatando cadenas, para NDT^^ Como prometí, tenemos nuevamente un cap de 11.514k+ palabras!

Advertencias: Lemon.

Noches de tragos.

Capítulo 7.

Un respiro de humanidad.

.

.

.

Con las ventanas siendo abatidas por la tormenta, dos caballeros se observaban en perpetua penumbra, envueltos por ecos espectrales que murmuraban en las sombras. Los truenos y las ráfagas de viento desde el mar cercano sacudían la vieja estructura. Donde después de un silencio extenso, Albafica habló.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, sin perder la vista de su compañero y sus alrededores.

Sabía que había sentido algo inusual en la presencia de la anciana, pero teniendo un tema de mayor tamaño consumiendo los espacios de su cabeza, le había restado importancia.

—Lo que oyes, Liselotte y Annabeth —Su mirada se agudizó, y por un momento el caballero de Piscis se reservó todas palabras—, están muertas. Por lo cual, son almas sin descanso.

Con una expresión de incomodidad resbalando por su rostro, Albafica, teniendo la distancia perfecta entre su boca y el oído de Manigoldo, inquirió:

—Entonces, ¿por qué puedo verla? —Y luego de formular mejor las palabras y ordenarlas adecuadamente, corrigió—: ¿Por qué puedo verla, cómo si realmente estuviese viva?

El italiano esbozó una sonrisa, sin mudar su expresión de neutralidad. No le dio tiempo de hablar, cuando él mismo se respondía su propia pregunta.

—Tu cosmos —concluyó.

—Eso parece. Es similar al tuyo, cuando estás cerca de las flores.

Antes de añadir algo más, una risa escalofriante les rozó los oídos, alertándolos. Los santos se volvieron al momento, al advertir que aquella carcajada, extraña y disonante como un piano mal afinado; provino del interior de la cabaña.

Manigoldo seguía sin cambios faciales, y se llevó una mano al cuello masajeándose seguidamente el cabello.

—Ven, Alba-chan, vamos adentro. Alguien quiere darnos una segunda bienvenida —Le tomó de la mano y, después de la vacilación de ambos, caminaron al interior de la estructura. Dejando atrás aquel cielo plomizo que se desteñía de luz, mientras los alrededores se llenaban de agua.

Entrando nuevamente al interior de aquel lugar lóbrego e inquietante, desprovisto de belleza y adornos completos; notaron algo que volvió a dejarlos sin la formulación palabras e incluso sonidos mudos. Todo parecía haberse bañado por la penumbra; una que parecía tener conciencia y densidad propia. Albafica observó taciturno como las líneas de los objetos parecían perderse entre las sombras, sin eliminar aquella sensación agobiante de ser observados. No tardaron en acostumbrarse a ella, y así moverse con algo de facilidad.

Manigoldo dio un paso, sumergiéndose a ese lugar sin contornos, antes de que alguien le sujetara la manga de la muñeca.

—Ten cuidado —murmuró el pisciano, sin saber muy bien a qué. Estaba de más decirlo, porque sabía que ese hombre podía cuidarse perfectamente. Intentó retractarse, soltándolo, pero al segundo después sintió un calor cercano en los labios.

—No te preocupes.

—No me preocupo, te advierto solamente. —Sin mucho apremio a esas palabras, Albafica fue el primero en acercarse a la sala donde provino la fuente de la risa anterior—. Iré yo primero, no soy la doncella que se deba proteger.

—Creí que ese era mi papel —Sonrió el santo—. ¿Pero si sabes que las damas van primero?

Girando el rostro, cuchillas venenosas arrojaron los cobaltos ojos.

—Mejor entremos —Tragó saliva al divisar la expresión asesina en su compañero.

Cruzaron el marco de la puerta notando primeramente que las ventanas permanecían oscuras, llorando de lluvia, iluminadas constantemente por las luces de los relámpagos.

En el aire flotaba un olor ácido y pesado, como si los objetos estuviesen en descomposición. Y la poca luz que acuchillaba los cristales a penas y daban la claridad de advertir lo que se amoldaba en aquella sala. Albafica se percató que la chimenea, antes encendida, estaba apagaba y sus brasas parecían dormir profundamente. Como si nunca hubiesen estado enardecidas. No había rastro de Liselotte, o alguna prueba corpórea que verificara ser la fuente de lo que habían oído.

Parecían como dos escenarios diferentes.

Un silencio les gritó a los santos dorados, y ninguno se molestó en callarlo con palabras.

—¿Dónde está, Liselotte? —No era una pregunta que esperaba tener respuesta, pero caminado alrededor de la sala, sin rastro de la persona que le había recibido, era extrañamente ilógico.

Cuando Manigoldo dio un par de pasos más, rodeando todo con la mirada, la chimenea volvió encenderse acompañada por una multitud de velas portando altos candelabros a su alrededor.

Ambos caballeros se miraron, y una curva sinuosa cruzó los labios del italiano.

—Si no hubiese pasado, por toda la historia que me ha llevado a estar frente al título donde estoy, te diría que esto me asustaría —dijo, acercándose a la chimenea y cerciorarse que en verdad transmitiera calor.

Escuchó los pasos agrietados de su parabatai y éste se le situó a un palmo de distancia, con las manos escondidas bajo sus bolsillos.

—Considerando que estoy contigo, esto es lo más normal que nos ha pasado el día de hoy.

Manigoldo se hubiese reído, sino hubiese sentido como un repentino mareo se le pasmó en el cerebro. Sus párpados parecieron desorientarse al ver que el lugar empezó a culebrearse repentinamente y tuvo que obligarse a sostenerse de la piel de cemento que cubría la chimenea.

"Mocoso, ¿puedes oírme?"

Se tambaleó en sus pasos, al tiempo que escuchaba dos voces llamarle.

—¿Manigoldo? —Sintió una mano posarse en su hombro.

"Mocoso, óyeme de una maldita vez y deja de chancear con el niño lindo unos segundos…"

Esa era… ¿la voz de Liselotte?

Apreció como su mundo empezó a difuminarse, perdiendo la fuerza en sus piernas. Un poderoso dolor de cabeza cobró vida con un repentino estallido, que lo dejó sin aliento. El dolor que le hizo frente, pareció estamparlo contra el muro que tenía en frente, y durante un segundo, una constelación de estrellas danzó delante de sus ojos.

«Creo que es la mía», pensó sonriente, incluso cuando estaba a punto de desmayarse.

No sabía si había ido de pique al desquebrajado suelo, o algunos brazos lo habían cogido, pero antes de caer, una voz logró colarse a sus pensamientos, antes que otra penumbra más densa que la anterior, le cubriera los párpados.

"Escúchame, mocoso de mierda. No puedo estar mucho tiempo en este mundo, porque mi alma carece de importancia divina para tan siquiera mantenerse personificada. Gracias a tu poder, logré materializarme, pero obviamente eso tiene un valor alto para ti. No por seas un enclenque, sino porque hay una extraña energía que evita que nosotros circulemos por estos lares, sin que nos consuma. Todo lo que viste anteriormente, fue creado con tu poder, aunque fuese inconscientemente. Obviamente no por mucho tiempo, y eso debe ser obra de la maldita M. Es de vital importancia que recuerdes esto: La mansión sólo aparece de noche. Sigue el camino recto, una vez que salgas de aquí y, si tienes suerte, logres encontrarte con ella.

Hay un vestido en una de las habitaciones de arriba, era de mi hija. Espero que encajes en él y si lo dañas, te atormentaré.

Toma venganza y…, has justicia para aquellas mujeres que se arrebataron las vidas, incluyendo mi hija, por culpa de esa cabrona. Por favor, se los dejo en sus manos…"

Y después de eso, todo fue oscuridad.

.

.

.

Abriendo los ojos ligeramente, se percató de cómo la luz de las velas esparcía una difusa claridad por la sala. Girando su rostro lentamente, sintió que tenía algo húmedo en la frente. Incorporándose con los codos, aún mareado, rodeó con la mirada el lugar en busca de su compañero de misión. Encontrándolo exitosamente; a un lado de la ventana, con los brazos cruzados como si se abrazara a sí mismo. Como si su único consuelo y refugio, fuese él mismo.

Cuando de sus labios salió un sonido perezoso, Albafica le dirigió la vista, poseyendo un aspecto prístino e intacto, como recién salida del astillero.

—Alba-chan, ya sé lo que pasó… —calló. No logró terminar su oración, para cuando notó que en los párpados de su compañero, lágrimas le saludaban—. ¿Alba-chan…?

Ladeó la cabeza, quizás demasiado consciente del mal aspecto que ofrecía.

—¿Te das cuenta? —anticipó Albafica, con voz que estaba a punto de quebrarse—. Todo lo que toco se desmorona. Nunca debí dejarte tocarme, nunca debí aceptar tu propuesta, nunca debí dejar que me conocieras.

Con esa última línea, Manigoldo tocó la pared que antes siendo escombros volvía a ensamblarse entre ellos.

—No, Albafica, no es lo que parece —intentó explicarle que todo había sido culpa de la vieja de Liselotte que le había drenado las energías.

Sin embargo Albafica desvió la vista, haciendo acopio del escaso orgullo que le quedaba… procurando olvidar el miedo que le atenazaba la garganta, mientras veía cómo el cielo se derretía al otro lado del cristal. Manigoldo reconocía esa mirada.

Se incorporó al momento, al tiempo que veía a Albafica fusionarse con la oscuridad que se desbordaba cerca de la ventana.

—Alba…

—No te acerques. —Su voz sonó como un latigazo venenoso.

Manigoldo no se inmutó en sus pasos, y continuó. Desde luego, sabía que estaba agarrándose de un clavo ardiendo, y que sólo la caída podía pronunciarse en aquella mirada que volvía a ser de piedra.

—Liselotte —mencionó, quedando a una distancia corta y prudente.

El caballero no se limitó a mirarle, sino que respiró hondo y una parte del italiano se vino abajo al intuir todo el dolor que encerraba aquella respiración.

—¿Qué pasa con ella?

"Vieja, no me importa cómo harás, pero te daré lo que me resta de cosmos para que le hables a Albafica."

Sin embargo, la respuesta que esperaba, no llegó. Permaneciendo en silencio mientras la tormenta hacía estragos al otro lado, dejando sólo los quejidos de la cabaña reclamando los golpeteos de las gotas de agua que eran la única fuente de sonido.

"¡Anciana de mierda!"

Nada. Y sin quitarle la vista de encima a su parabatai, advirtió que se le iluminaba una triste sonrisa y una lágrima lenta, de silencio, le cayó por la mejilla.

—¿Ahora eres tú, el que se queda callado, Manigoldo?

Éste sonrió, lo hizo apenas con una insinuación en la comisura de los labios, con un brillo triste y cansino en su mirada.

Ambos se mataban con la misma cuchilla. Sin embargo, para ese momento, sintió como poco a poco su cosmos estaba siendo tomado. Y cerrando los ojos con alivio, notó que Albafica se sostuvo la cabeza como si estuviese padeciendo un dolor de cabeza de tamaño colosal.

Transcurrieron otros minutos en silencio, antes que el pisciano se recompusiera limpiándose las lágrimas y otro semblante se develara en su rostro.

"Gracias, costal de arrugas."

Finalmente, como una babosa arrastrándose por su mente, la voz quebrada llegó:

"No me agradezcas. Eres tú el que tendrá que pagar la factura. "

Se sintió nuevamente débil, maldiciendo en silencio y se mantuvo de pie con la escasa vitalidad que le quedaba. Odiaba las jodidas barreras contenedoras. Eran las peores, odiaba y maldecía los límites de porcentajes al que reducían su poder. Y sí era el caso, quizás su había sido limitado a un quince por ciento. Mierda de suerte.

Aunque ciertamente daba igual, con ese quince por ciento iba a madrear a los causantes de todos esos asesinatos. Los cortaría y freiría vivos.

—Manigoldo… —Albafica se acercó nuevamente, como siendo consciente de la nueva situación—. Yo…

—Está bien —interrumpió, haciendo un ademán con la mano en tanto volvía a tomar un poco de equilibrio en uno de los brazos en unos de los muebles—. Tampoco pretendía que dejaras todo a un lado de la noche a la mañana… Es más, aún creo que seguirás siendo como eres. Y está bien, pero por Athena, maldita sea, confía en mi poder.

Entornando la mirada, Albafica le miró, como si buscase algo en el aire. Miradas o sonrisas, o quizá algo fantasmal que corroborase esas palabras. Todo se transformó en un combate de silencio, en espera que alguien se rindiera, sacando bandera blanca con palabras bordadas sobre ella.

—Perdóname —se permitió decir—. No puedo olvidar lo que soy, de quién soy,  puedo intentarlo…, si me prometes que tendrás cuidado.

—Lo haré, si tú también lo haces y de esa forma aceptaré tu perdón —arguyó, a sabiendas que alguien tan orgulloso como Albafica, tomaba muy en serio la palabra promesa.

Amparando una sonrisa triste que le parecía perseguirle como una sombra por la vida, Albafica accedió.

—Te lo prometo, bajo el nombre de la constelación de Piscis —decretó alzando su mano en voto, pensando en cómo estaba creando un juramento que contradecía al que ya arrastraba desde hacía años. Manigoldo lo secundó, haciendo lo mismo.

—Y por el nombre de Athena —finalizaron en unísono.

Por alguna extraña razón, al realizar ese convenio, sellado bajo el nombre de su diosa, Albafica sintió vacilación, miedo y a su vez, paz que no conocía. El miedo que se le había clavado en el pecho cuando Manigoldo se desplomó en sus brazos se había evaporado. Temió que volviese, y con saña renovada al día siguiente. Pero debía someterla bajo su palabra y su orgullo.

—Si lo que dice Liselotte es cierto… —empezó a hablar el caballero doce, iniciando sus pasos para acercarse al santo que jadeaba sobre el brazo del mueble—, entonces podemos ir a verificar si ya ha aparecido.

—¿Ahora?  —suspiró con hastío—. Dame un par de horas, e iremos. —Estiró la mano, con la esperanza que la puta pared que se había levantado en su inconciencia, hubiese sido de arena y no de concreto.

La resina del alivio le recorrió las venas suplantando la sangre, cuando esos suaves dedos rozaron los suyos. Lo atrajo un poco, y con la nueva felicidad en su interior, Albafica se sentó a su lado.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó, observando como la mano de Manigoldo se acercaba para alcanzarle la mandíbula y dejar una fugaz barrida con el pulgar.

—Cansado —admitió—, pero no es un inconveniente de igual forma. Soy un santo de oro, después de todo.

Pegó sus labios en la mejilla de Albafica, esperando no concebir con el rechazo, y gracias a su maravillosa diosa, recibió todo lo contrario. Con esa aceptación, se desplazó a la boca, recibiendo una bienvenida cálida, cuando el pisciano se permitió abrirlos y regirse al nuevo baile entre dos lenguas que prometían danzar hasta que una tuviera que marcar la pausa.

—Tus labios están calientes, Manigoldo... —musitó.

—Já —se carcajeó—. ¿Acaso no has sentido los tuyos? —Levantó su mano y delineó aquellas finas líneas que siempre le prometían el pasaje gratis a la gloria—. Creo que tienes fiebre.

—Si es mi caso, es el tuyo también —Alzó una ceja, imitando el mismo acto.

Manigoldo le besó los dedos, pero no añadió nada gramático.

—Me parece que tener esta ropa húmeda, no ha sido una aliada confirmada para nuestros cuerpos. La humedad dilata el cerebro —respondió finalmente, sonriendo, subiendo su mano por los botones que aun le daban la entrada a tocar la camisa blanca que se resguardaba bajo la casaca—. O eso dice el imbécil de Kardia.

—Imagino que Dégel sabrá estampar esas palabras carentes de sentido, contra sus gruesos volúmenes —refutó.

Se miraron en silencio y esta vez el italiano se aventuró de nuevo, esta vez, rozando el cuello casi temblando de frío.

—No es que tú seas muy condescendiente conmigo —ratificó, iniciando una travesía para desabrochar la camisa de su parabatai.

Albafica observó cómo su camisa estaba siendo abierta, y no se molestó en impedirlo, incluso cuando los dedos fríos de su compañero le despertaron la piel, pateando todas las viejas palabras que en su cabeza tintinaban.

—¿No tienes energía para ir a dar una vuelta, pero si para esto?

Sus dedos se deslizaron bajo la tela que cubría la muñeca de Manigoldo, y cuando logró sumergirse dentro de la ropa, no tardó en sentir aquella cicatriz.

Entrecerró los ojos.

"Me la hice intentando salvar a un amigo".

«Marcas en tu cuerpo, que me demuestran lo fuerte y febril que eres», pensó Albafica.

Una vez que su pecho quedó al descubierto, se puso lentamente de pie. Sin dejar de atraer a Manigoldo con él.

"La libertad es la capacidad que tienes de elegir tus propias cadenas…"

¿Podría conocerla si se dejaba llevar? ¿Acaso su maestro…?

No pudo pensar más, cuando unos brazos le rodearon. Caminando a tientas, hasta quedar frente a la chimenea. Ambos coincidían en la idea de que necesitaban más calor corporal, que pasional, al verse temblando y no era por el repentino éxtasis.

Sólo por esa vez…, quería ser libre. Cerró los ojos, dejándose llevar por esa corriente.

Sus manos empezaron a quitar con rapidez el seguro de los botones, despojándole de la pesada y húmeda casaca a su compañero.

Manigoldo se ayudó a sí mismo a sacarse la camiseta de su magnífico cuerpo, ignorando el nudo improvisado que había detenido una vez su sangrado. Albafica también se deslizó ambas prendas de ropas que cubrían sus hombros, quedando finalmente con el torso descubierto. Las casacas, húmedas, pugnaban por quedarse pegadas a sus cuerpos, cayeron sobre una alfombra de color terracota que parecía invitarles a acostarse en ella sin que grietas o animales rastreros le salieran por debajo.

Una vez de conseguirlo, se sacudió su larga melena, también rociado de una capa cristalina dándole la sensación inequívoca que brillaba. Manigoldo atrapó su boca, en un segundo beso que hizo temblar el mundo bajo sus pies, corriendo sus dedos a través de su cabello celeste, besándole como sólo él sabía y susurrándole palabras sobre su piel que le hicieron olvidar su propio nombre.

Se percató que sus propias manos, eliminaban todo el espacio que podía habitar entre sus bocas. Sentía en ese momento que no podía volverse a alejarse de él, no quería volver a estar ni un centímetro lejos de su esencia fantasmal.

Típico de Manigoldo, en una pausa de tres besos, tomó un par de cojines y con arrebato los arrojó sobre la alfombra. Las brasas repiqueteando, parecían ondear sobre su propio esqueleto. Mientras eran testigos de cómo dos caballeros de Athena, se entregaban lo único que podían ofrecerse. Besándose profundamente, hasta que le daban una mínima porción de aire a sus pulmones que gritaban desesperados.

Dejando que sus rojizas comisuras descansaran, le miró por un segundo con una media sonrisa saltarina que él ya conocía muy bien, zapateando traviesa en sus ojos. Sin decir ni una palabra, empezaron a caer sobre la alfombra que resultó ser inesperadamente cómoda.

Una sensación extraña se expandió en su pecho, cuando su cabeza tocó uno de los almohadones, grafíticamente cálido. Era sorprendente, como algo tan rústico y viejo, le propiciaran caricias de seda en la piel, y el olor que emanaba de sus cuerpos, parecían mezclarse entre ellos confinando una sensación más acogedora.

Albafica notó cómo una de las manos de Manigoldo se apoyó sobre uno de sus pezones y presionó ligeramente hasta hacer que éste se endureciese. Se atragantó el gemido que saltó de su boca, conteniéndose lo más que podía, hasta que Manigoldo le tomó las manos y las condujo por su fornido abdomen, e ignorando la inmensa cicatriz, le rozó la hebilla del pantalón.

Hicieron una pausa, el canceriano sonriendo le alzó una ceja picarona, casi provocándole con ella diciéndole "¿Lo harás?". Con el orgullo balanceándose sobre su nombre, la soltó con una inesperada facilidad, y en ese momento, cuatro manos se afanaban con extraer los pantalones empapados y la ropa interior, que se dejaron a un lado.

De una patada rápida, Manigoldo se sacó las botas y al cabo de un segundo más, el único con ropa del torso para abajo, era él.

Quiso hacer lo mismo con los suyos, pero algo le detuvo y, cuando alzó la vista, el italiano le regaló una sonrisa, que tardó en verse expresada también en sus labios. Parecía haberle leído la sonrisa:

"Déjame hacerlo"

Volvió a acercarse, mordiéndole con excesiva delicadeza el labio inferior, lo jaló un poco hacia atrás, provocándole una tormenta acompañada de un poderoso cosquilleo que lo dejó sin aliento. Aquellas manos se paseaban por todo su cuerpo y a cada nuevo roce le hacía jadear, siendo arrinconado por oleadas eléctricas que amenazaban con enloquecerle.

Albafica abrió los párpados, la piel de Manigoldo parecía brillar con un sinuoso tono dorado que le invitaba a lamer cada poro. Se separaron con un sonido húmedo, y su compañero cambió su rumbo. Mudó su boca, hambrienta, hacia sus pezones ya erectos y comenzó a lamerlos con deliberada lentitud.

Cada vez que ese italiano los apretaba, hacían que todas las terminaciones nerviosas de su cabeza estallaran. Al cabo de un minuto, Albafica volvió a jadear con fuerza, empujado por descargas de excitación cada vez más potentes. Sus ojos veían cómo la boca de Manigoldo iba de un pezón a otro con un ritmo cada vez más acelerado, desmoronándolo con lamidas largas y candenciosas.

Sorprendido de tanto placer, sintió una presión en su parte baja. Y sin poder evitarlo, gimió echando la cabeza hacia atrás.

Conforme con aquellos sonidos, Manigoldo se separó de su pecho dejándole la vista completa de su miembro erecto. Él suyo debía estar igual, pero las ropas que lo reprimían parecían ser las peores carceleras.

Con la respiración acelerada, Manigoldo volvió a su pecho, pero descendiendo hasta su vientre al tiempo que con su lengua trazaba complicados dibujos sobre su piel. Acunó su torso con ambas manos, dejando un beso demasiado seductor y terriblemente lento bajo su ombligo que le erizó hasta el último vello que cubría su cuerpo.

Trazando un camino de besos gemelos al anterior, llegó al límite de la hebilla y con manos expertas, empezó a desabrocharla bajando los pantalones con lentitud hasta sus tobillos. Hizo lo mismo con la ropa interior, dejando finalmente ambas hombrías al descubierto de la tenue luz que se esparcía en la sala.

El frío estaba siendo ahuyentado con la pasión y entrega que estaba burbujeando entre ellos, llevándose consigo la impetuosa vergüenza que perduró en su cabeza al menos tres segundos. Y, por si fuera poco, aquellos escalofríos eran atribuidos por el aire húmedo que se colaba por las ventanas.

Albafica notaba su piel fría, igual a la de Manigoldo, frotándose contra su cuerpo y haciendo crecer a cada segundo a medida que deslizaba la mano sobre su entrepierna, cada vez más abajo.

—Mi sangre palpita —jadeó. Captando la atención del caballero de la cuarta constelación—. Gritando, alertando, que esto que hacemos... es el peor error…

—¿Error o traición? —le preguntó, dejando caer todo su cuerpo sobre el de su compañero, sin dejar de tocarle.

—Las dos, supongo —Le acarició la mejilla, y levantando un poco su cabeza se permitió dejarle un beso en ella. Manigoldo tembló por ello, motivándolo a descender por ese cuello, propiciando una pequeña mordida en la clavícula—. No sé qué pensar. Qué hacer, ya… Se suponía que mis deseos, debían ser sólo eso: Deseos. Pero cuando estoy contigo… —continuó a pesar del terrible escalofrío que tamborileó en su espalda.

—No pienses más —le susurró, depositándole un beso en la frente—. Esta noche es sólo nuestra. Sólo tuya y mía, en esta maldita cabaña que será nuestro nidito de amor.

Y en respuesta, la boca del caballero de Piscis se convirtió en una fina, tambaleante línea. Se incorporó, y quedando frente a él se sentó en su regazo rodeándole el torso con sus piernas.

—Cuando estoy a tu lado… —recapacitó sus palabras, para luego dejarlas salir como ríos de agua clara—, es como si me demostraras que aún en las tinieblas, siempre habrá una luz, brillando en algún rincón. Esperando encandecer.

Manigoldo le sonrió tenuemente.

—Te lo dije, mi lugar eres tú.

—Lo sé —Juntó su frente con él y prefirió callarse con ello.

Sin borrar la sonrisa, el canceriano envolvió el cuerpo de Albafica con sus brazos. Sus labios no tardaron en fusionarse, y cuando empujó las caderas del santo más hermoso hacia él, sus erecciones se rozaron. Jadearon en un compás sincronizado con la lentitud del momento, mientras volvían a avivar la llama que a penas y empezaba a arder entre ellos. Con la lengua dentro de la cavidad de Albafica, trazó cada palmo de ella con lentitud, reconociéndola, entregándole una etiqueta como ya era suya.

Con un gemido ahogado, el caballero de Piscis llevó sus manos alrededor del cuello de su compañero, también siendo parte de acorde de sonidos húmedos que sus bocas llevaban a cabo. Siendo sus lenguas el maestro de obra.

Las palabras se ahogaron en besos profundos, y los pensamientos se perdieron entre una niebla de consistencia espesa y pegajosa. Albafica bajó sus manos por la espalda Manigoldo, acariciándole las cicatrices que había en ellas. Delineándolas con la yema de los dedos, mientras presionaba su boca contra la de él, en procesos de convertir su pasional concierto en una sinfonía para dormir. Lenta y apacible.

Las manos de ese italiano se deslizaron en su pecho, descendiendo hasta sus caderas y llegar hasta los muslos. Cuando llegó a ese punto, Albafica sabía que pronto llegaría la copular de su virilidad. Y después de dos fallidos intentos, la ansiedad parecía querer dominar el resto de los atropellos de sus emociones.

Y tal y como predijo, un dedo no se dio a esperar cuando rozó aquella abertura que se escondía detrás de sus puertas voluptuosas de carne. Gimió un poco, y no tuvo tiempo de acostumbrarse a los extraños movimientos circulares cuando un segundo dígito se sumó. Con un acopio de sensaciones que nunca creía conocer, éstas le acumularon en cada poro de su cuerpo. Más, cuando la mano del italiano había empezado a frotar ambas erecciones con una precisión torturadora. Incluso el pensamiento le hacía suspirar.

A pesar de sentirse extraño e instintivamente avergonzado, las caricias de ese caballero le hicieron creer que estaba tocando la entrada de un paraíso que no sabía que existía.

La exploración en su interior permaneció en dos dedos y la presión que lo torturaba, le hizo negar con la cabeza tomando una gran cantidad de aire.

—Alba-chan… —En un suspiro, salió su nombre.

—Estoy bien —aseguró, acostumbrándose. Debía relajarse para que todo fuera más sencillo.

Al principio los dedos se tropezaban entre ellos por el pequeño espacio, pero de forma gradual, empezaron a acomodarse y a moverse con más facilidad. Como si su entrada aceptara la intrusión. Después empezaron los movimientos simples, rítmicos, salida y entrada. Sin mencionar que ya Manigoldo seguía frotando sus erecciones y el pre semen no tardó en saludar las puntas de sus glandes.

Con sutiles gemidos, Albafica intentaba mantener el control de su voz. Modularlos y graduarlos. Aun teniendo en cuenta el hecho que la lluvia seguía siendo una escandalosa música de fondo; no aceptaba permitir que sus labios se descontrolasen al punto de dejar salir cacofonías desafinadas.

—Quiero estar dentro de ti… —anunció Manigoldo, pareciendo impaciente.

Albafica sonrió con dificultad, porque con una respiración forzada, mantener los labios juntos era casi imposible.

—Hazlo… —pidió, preparándose mentalmente para ello.

Con el eco de un sonido húmedo, el caballero sacó los dedos de su interior, arrancándole un suspiro que le hizo reír.

—Albafica, gime, maldita sea. Deja de contenerte.

—Yo gemiré cuando lo crea necesario —atestiguó con reproche.

—Vale, vale —declaró su derrota con una sonrisa. Le levantó un poco las caderas, y dirigió su miembro hasta la insignificante abertura—. Aquí vamos…

Albafica tomó una apocalíptica porción de aire, cuando sintió esa masa de carne presionarse contra su cuerpo.

El miedo le invadió; su sangre…, esperaba que por su diosa, no le hiciera daño.

"Por el nombre de Athena", ese pensamiento le vapuleó los pensamientos, y los dejó a un lado cuando Manigoldo le depositó un beso en los labios. Empezó a introducirlo, primero lento, con cuidado y el santo de la doceava casa sintió como su interior se expandió.

Fue bajando lentamente, hasta que con movimiento suave, fue entrando. Tomando pausas lánguidas las caderas de uno de los santos se encontró con la cintura del otro. Llegando finalmente a la base, y Albafica sintió el infierno arder en su parte baja.

Abrazándose al cuello del italiano, se quejó con algo más de fuerza. Sintiendo un dolor azotarle esa parte y subir a su espalda. Inclusive cuando Manigoldo no había iniciado con los movimientos, le dio la oportunidad de asimilar ese dolor y encontrar el placer detrás.

—Alba-chan… —le llamó cuando éste había escondido su cara en la curva de su cuello. Le acarició la espalda sintiendo las pequeñas pinchaduras marcadas en esa perfecta piel para tranquilizarlo.

Al parecer, no importó mucho que le dilatara la entrada y se la expandiera tanto como pudo. Aún le dolía, y bueno, era de esperarse. Sabía que era la primera vez de ese santo, y esperaba ser la única, no porque muriese en el intento, cabía recalcar.

Por el lado del pisciano, éste apreciaba como abrigaba aquel miembro que parecía atravesar las paredes de su carne. Pulsando su interior, bañando sus sistemas sensitivos en mezclas de dolor y placer. Suplantando el frío de su cuerpo, con un calor tórrido.

—Entró —le dijo Manigoldo.

—Está caliente… —murmuró a media voz, aun manteniéndose íntegro.

Manigoldo le enloquecía eso de ese caballero. Quería mostrarle lo que era estar carnalmente con alguien. Más cuando esa persona desconectaba su mundo a la porquería a la que estaba enchufada. Quería mostrarle ese calor, que no se comparaba con nada. Quitarle la venda a su cuerpo, y demostrarle la sensación de estar vivo. Sentir trazos en su piel, besos en su cuello, sensaciones inexplicables por todo el cuerpo. Todo, quería mostrárselo. Empezó a mover su cintura, y Albafica respondió con un pequeño respingo.

Su expresión fue adorable y le sonrió con dulzura. Incluso cuando las inducciones eran frágiles, el pisciano sentía hasta la más minúscula.

—Esto… —intentó hablar, y Manigoldo se detuvo para no cortarle las palabras—, ¿esto duele todo el tiempo…?

Sin poder evitarlo, eso le hizo reír.

—La práctica te aflojará. —le informó, más cuando estaba soportando la presión que prometería dejarle el miembro como estampilla, sino empezaba a moverse.

—¿Aflojarme? —Arqueó una ceja a pesar de que sus mejillas se rociaron de un tono carmesí, con un brillo naranja que teñía sus cuerpos.

Riéndose, Manigoldo reanudó los movimientos suaves tomando la cintura de Albafica, para que lograra acostumbrarse. Y lo verificó cuando los gemidos se hicieron más agudos, dejando atrás el jadeo de dolencia.

Le pareció que era hora de arrancar un sonido fuerte de aquellas empolvadas cuerdas vocales, y dio una estocada relativamente fuerte. Claro, en comparación a las anteriores. Y lo obtuvo, Albafica abrió la boca dejando salir un sonido con un volumen que le consumió en el oído de su parabatai, echando la cabeza hacia atrás sacudiendo su cabello. No se lo había esperado, y eso fue el brillo de una idea traviesa.

Volvió a empujar con otra inesperada fuerza, y el pisciano, no tardó en morderse los labios para reprimir un potente gemido.

—No te muerdas los labios —le ordenó el italiano con voz ahogada en calor, empezando a destilar gotas de sudor en su cuerpo—. Vas a sangrar, y no pienses que voy a detenerme.

Albafica no respondió.

La temperatura pareció dispararse de tal manera, que hizo sudar a los termómetros rotos de las paredes.

Las embestidas empezaron a subir de ritmo, y el santo de Piscis logró acostumbrarse a los desniveles, cuando reprimir su voz, le parecía imposible. Incluso él mismo se vio acompasando aquellos movimientos, frotando sus caderas contra los testículos que le rozaban la piel de sus bases traseras.

El calor de Manigoldo se transfirió a su interior y éste embistió con una larga y enloquecedora estocada que no tardó en perder la rectitud de su espalda y dejarse caer en la alfombra cuando su miembro parecía llorar. El italiano se situó entre sus piernas, y pareciendo ver su necesitada entrepierna, la unió a los nuevos vaivenes que dispersaban sonidos húmedos por toda la sala.

El dolor pareció esfumarse de repente, y sólo el placer le recorría cada pedazo de su cuerpo. Mencionó el nombre de Manigoldo quizás un par de veces más, cuando éste, apoyando sus manos a los costados de su cabeza empezó a empujar con más frenesí. Levantó los brazos y envolvió su cuello, atrayéndole, deseando besarle y que se tragara sus gemidos.

Sus cuerpos perlados, empezaron a soltarse y crear movimientos más gráciles.

—Me estoy acostumbrando a tu estrechez... —Manigoldo posó su boca sobre la de él, y abriéndola para recibirlo, volvieron a besarse.

Albafica sentía el cosmos débil de su parabatai, se mezclaba con las paredes de su interior. Empezó a escuchar voces, gritos, lamentos, voces pidiendo ayuda. Y abrió los ojos, cuando una estocada le arrancó todo el aire que le restaba.

Manigoldo le miraba, aun besándole, y él no tardó en ver como sus constelaciones chocaban al igual que ellos.

—Puedo oír la voz de tu maestro, Albafica… —Empujó nuevamente, donde cada vez que salía y entraba un dulce adormecimiento bañaba su miembro—. Puedo sentir tu sangre bombear, y gritarte que me alejes de ti… Vas a matarlo… Va a morir en tus brazos si no te detienes.

Sin poder habilitar su voz para poder hablar, Albafica volvió a dejar salir otro gemido refinado. Siendo éste el anfitrión que dejó salir su voz, cuando lo que cruzaba por su mente, era exactamente lo que Manigoldo había dicho. No tuvo tiempo de sorprenderse por ello.

—Yo puedo escuchar… voces… Muchas voces que gritan y atormentan —dijo entrecortadamente, y él mismo se aferró a la parte trasera de Manigoldo incitándolo a seguir penetrándole, estimulando con el abdomen de su invasor su propio miembro—. Puedo oír tu pasado… —No sabía porque selló su oración con palabras que parecían dulces.

Se dedicaron un segundo para mirarse, compartiendo más que su intimidad, compartieron su pasado.

—Ya soy parte de ti, Albafica de Piscis —Le besó, tocando al fin el punto que andaba buscando, provocando el escape de un sonido más largo en todo lo que llevaban unidos.

La columna vertebral de Albafica se estremeció con esas palabras. Él era parte de alguien… de la persona que había aprendido a soportar. A la persona que lo estaba enamorando.

La cintura del italiano volvió a hundirse contra sus caderas, y penetrándole con más fuerza, desconectándolo del mundo.

—Manigoldo… no soporto más… —proclamó, su mente estaba al borde del abismo y se balanceaba a punto de caer al climax.

En la transición de dos embestidas, Manigoldo tocó finalmente el punto en aquel cuerpo, que lo hizo retorcerse. Clamando en su mirada por más.

—¿Te gusta este punto, Alba-chan? —Le sonrió socarronamente. Dando toques en diferentes zonas para ver las reacciones que salían a la luz.

—Qué indecente… —expresó, sin fuerza, con los ojos cerrados intentando controlar la locura que se desataba dentro de él. Torciendo un poco los labios, y hundiendo sus dedos en aquella mata de cabello añil, bajó su mano a los hombros, y un poco más, logró rozar la abertura que se pronunciaba en el brazo de ese caballero que le había protegido.

Manigoldo tenía esa herida, para evitar que él la tuviera. Y ahora, tenía una deuda con el hombre que sin saberlo, empezaba a querer.

Advirtiendo que el final de ambos se hacía próximo, se abrazaron con fuerza creando esa mezcla de pieles húmedas. Entrelazaron sus lenguas, también abrazando el calor que no podían controlar provocando que los movimientos finales se hicieran más fuertes, perdiendo la razón en ambas cabezas.

Sintiendo un cúmulo en su miembro, el pisciano se abrazó al cuello de Manigoldo cuando su respiración se escapaba a gritos, cuando no controlaba la aglomeración que pronto sucumbiría. Una nube de gas explotó en su mente, cuando finalmente se corrió en su propio vientre, cayendo cansado sobre el almohadón, mientras sentía como algo se vertía en su interior. El semen de Manigoldo…, quien se había dejado caer sobre su cuerpo, arreglándoselas para restaurar su respiración, y en el transcurso de eso se abrazó con fuerza al cuello de su compañero.

—Albafica…, por los malditos dioses de porquería… —Pasaron unos minutos más, mientras sus respiraciones le hacían competencia a las ráfagas de afuera. Con un esfuerzo mínimo, Manigoldo se incorporó y encaró a su compañero—. Esto ha sido increíble… —Tan directo y honesto como siempre, atropellando al mundo con sus palabras… aún recuperando el aire, tenía la osadía de decir eso.

—Para ti… —contradijo—, esto ha sido doloroso.

Alejándose para verle detenidamente, empezó a reír en medio de jadeos.

—La retaguardia sólo recibió una visita.

Palmeándole el hombro, Albafica le reprochó mudamente.

—Cállate. —Y si lo quiso sonar como una reprimenda, la definición se le fue lejos cuando empezaron a reír, sellando su entrega con un beso suave.

.

.

.

Ninguno de los dos concilió el sueño después que lo que habían descubierto entre ellos, había estallado. A pesar que el cansancio aplastaba cada palmo de sus cuerpos, el sueño parecía haber huido.

En cambio a eso, Albafica se tomó la molestia de besar cada cicatriz que se había prometido en el barco que besaría. Todas las del espalda, muñeca…, se acostó sobre el cuerpo de su compañero y dio una larga línea de besos a la que se trazaba en su vientre. Le arrancó carcajadas al italiano que se revolvió bajo él, y eso le enterneció tanto, que buscó sus labios para tocarlos.

Se arroparon hasta el torso con sus tersas capas, y permanecieron acostados uno sobre el otro en aquella alfombra.

Manigoldo aun sostenía a Albafica contra él, como lo había hecho toda la noche, como si fuese a escaparse de alguna manera mientras dormía. El caballero de Piscis sonrió para sí mismo, presionando su nariz contra la de él, inhalando la mezcla de sus aromas. Nunca había mimado a alguien, y hacerlo con su parabatai, le resultaba demasiado tranquilizante y a su vez abrumador. Como si fuera algo de todos los días.

Las manos de Manigoldo comenzaron a moverse, ascendiendo desde su cintura para enredarse en su cabello celeste.

—Manigoldo —le llamó, acariciándole la cicatriz del abdomen que había besado hace unos momentos—. ¿Cómo te estás sintiendo? Si te sientes mal, por favor… no dudes en decirme.

Él le sonrió mirándole desde abajo y alzando su mano, le acarició la mejilla.

—Yo soy el que debería preguntar eso —Su mano resbaló hasta las caderas de Albafica, dando caricias circulares—. ¿Te duelen? ¿Cómo te sientes?

—Como debería sentirme; cansado y con dolor en las caderas —admitió, recostando su cabeza en el hombro del caballero, sin inmutarse a bajarse de él. Dormitó un poco, antes de añadir—: Libertad... Qué curiosa palabra.

Manigoldo le sonrió.

—Siempre lo has sido, Alba-chan —Le rozó el pómulo, resbaló hasta el cuello y se estacionó en el pecho—. Me alegra que ya te des cuenta.

Albafica cerró los ojos, asomando una sonrisa en sus labios.

—Era como mirar al sol sin sentir su calor. —reconoció. Ya no quedaba ni la voz de aquel hombre que se alimentaba de su memoria.

—¿Te confieso algo? —susurró volviendo a hablar contra la piel de su cuello, sintiendo la lluvia de hilos celestes acariciando su acanelada piel—. Fue el mejor sexo de mi vida…

Albafica notó algo extraño en esa oración. Obviamente era consiente que él no era la primera vez de Manigoldo, como éste lo fue con su cuerpo. Tentativo a preguntar, abrió sus labios en una pregunta:

—¿Alguna vez te has enamorado, Manigoldo? —le preguntó, en tanto se giraba sobre su torso con lentitud.

Teniendo encuentro directo con aquella mirada, se dio cuenta que en su interior, unas raíces que ya estaban sembradas, empezaron a florecer.

Manigoldo se mantuvo entre varios minutos en silencio, recordando esa herida, que sólo ahora, había logrado desvanecerse.

—Sí, hace muchos años —confesó. El caballero de Piscis se irguió un poco, a pesar de sentir la tensión en sus caderas; las ignoró en tanto detenía su total atención en su compañero.

Se corrió para quedar de medio lado sobre la alfombra, y dejó caer su codo en la almohada, descansando la mejilla en su palma, esperando una continuación a esa línea que había sido pausada por una larga coma. Su cabello cayó en suaves ondulaciones, vistiendo su hombro.

—¿Cómo era? —inquirió con curiosidad. La verdad, quería conocer más de esa caja negra que ocultaba Manigoldo en su pecho.

Quería saber más de su pasado.

—Nunca le vi el rostro —Giró su cabeza sobre la almohada, capturando entre sus ojos, la sorpresa que había surgido en el rostro de su parabatai—. Nunca tuve contacto con esa persona.

—¿Y cómo sabías que la amabas? —Alzó una ceja—. Debiste conocerla para poder decir que estabas enamorado de ella.

Al oír esas palabras, el italiano se encogió de hombros simplemente, restaurando esa lánguida curva que le hizo cerrar los ojos con nostalgia.

—Soy de gustos simples, aunque me haya ganado al cielo contigo —le recordó—. Supongo que me enamoré a primera vista.

Albafica no supo cómo añadir otra secuencia consistente.

—¿Y qué pasó entonces? —terminó preguntando.

—Fue hace como ocho años —empezó a relatar, manteniendo la dirección de sus ojos en el techo mancillado por conjeturas y grietas mal cosidas—, aquellos días donde faltaban semanas para que mi nombre fuera sucedido por la constelación que rigió a mi maestro. Recuerdo que había ido a caminar por las arboleadas que yacían a los alrededores de los campos de entrenamiento, para poder mejorar en privado las deficiencias en mis habilidades con las ondas infernales.

»No debía de ser más de la media noche, cuando cerca del río, escuché un chapoteo. Había decidido ignorarlo y concentrarme en mi técnica, para cuando un par de ramas circularon bajo mis pies.

»Volviendo a escuchar el mismo sonido, me acerqué sigilosamente entre los árbol para saber de qué se trataba. Al principio creí que era un animal, pero después de tantear entre la oscuridad, advertí que era una persona.

»Llevaba puesta una capa negra que le cubría el rostro y, después de un rato, algo en esa persona… me capturó todas las emociones, paralizándome al instante.

—¿Qué cosa? —Albafica le dedicaba toda su atención, y parecía bastante entretenido con su historia.

—Llevaba un animal herido entre sus manos —Le sonrió de vuelta, levantando la mano para acariciarle el rostro.

Su parabatai se acercó sutilmente, dejando descansar una de sus palmas sobre aquellos fornidos pectorales al tiempo que le depositaba un beso.

—¿Y por qué crees que te enamoraste? —continuó buscando recopilar las demás páginas de ese pasado.

—Porqué para que un alguien salga a la mitad de la noche, cuidándose sólo con una capa de los alrededores, sólo para ayudar a un animal… —Volvió a sonreír—. Era una clase de persona con la que nunca me había topado. Podía ver su gentileza cuando cuidaba sus manos para no otorgar dolor al animal.

»Me detuve a observar como extraía una extraña cinta de los bolsillos que la jodida capa me impedía ver que traía, pero después con un esfuerzo escasamente férreo, logré agudizar mi vista y notar que era un retazo de su ropa con el que vendaba la pata del gato que tenía en brazos. O creo que era un gato.

Se dejó sonreír un poco, y al devolver su atención al presente, notó que el pisciano escuchaba en silencio con una atención que no revelaba juicio o presunción. Sintió unos roces en el borde de la mandíbula, que a juzgar por la suavidad del roce, dedujo que eran uno de los dedos de su compañero.

»Creí que sería la última vez que la vería, y a la noche siguiente fui al mismo lugar con la esperanza de encontrarla. Pero esa noche, no fue una de las mejores que había tenido. Nunca se lo dije a nadie, e iba constantemente a la misma hora al río.

»Una de las tantas idas que terminaron en fracaso, y empezando a perder las esperanzas, en la siguiente logré verla de nuevo. Estaba muy emocionado, y me mantuve de nuevo en las sombras, sólo observando sus acciones. Esa vez, llevando la misma capa, me pareció ver que se limpiaba el rostro. Vi sus manos, y noté que habían cortes en ellas. Cuando las sumergió en el río, me pareció oír un sonido casi inaudible de sus labios. Le dolían…

»Tenía las ansias de acercarme, pero algo en el aura de ella me impedía hacerlo. Así que rodeé los árboles, ganando unos pasos por encima y me quité una de las vendas que llevaba en las manos bajo mis guantes. Las metí en el río y esperaba que la corriente se las hiciera llegar.

»Me escabullí nuevamente por los árboles, sintiéndome como una asquerosa rata, pero que era divertido en su aspecto retrospectivo. Cuando regresé, ella se había ido, dejándome sólo el rastro de sus pisadas.

»Las noches siguientes fueron similares, ella iba al río y yo la observaba. A veces tenía algo en sus manos, otras no. Una de tantas, ella traía unas canasta reposando entre sus dedos. Y a unos escasos metros de mí, se detuvo.

—¿Deseas algo, o sólo te dedicarás a observarme cada vez que vengo? —me había dicho desde las orillas del río.

»Me quedé pasmado en mi lugar, y mi voz esa noche se declaró en huelga, porque no logré articular ni un balbuceo.

—Siempre vienes, ¿no? —prosiguió hablándome, a pesar de que no me veía—. Supongo que sí, porque puedo sentirte cada vez que llego. La noche anterior, unas vendas llegaron a mí a través del río… —Se miró las manos, y efectivamente, las tenía puestas. Mi corazón pareció detenerse—, y el rastro que dejaste en ellas… es el que siempre siento a mis espaldas.

Seguía sin responder, ahora no por una, sino dos sorpresas. Ella sabía que la veía todo el tiempo, ella podía sentirme.

—Gracias, de igual forma —Dejó la canasta en la tierra y retrocedió lentamente—. Esta es una muestra de mi agradecimiento, espero que te gusten.

»Y tal como había llegado, brillante como la luna, se desvaneció nuevamente, con la oscuridad que la compaginaba. Cuando me aseguré que no habían muros en la costa, salí a hurtadillas y tomé la canasta observando su interior. Me sorprendí a un más, pero al cabo de varios segundos me di cuenta que estaba sonriendo, y que, inesperadamente tenía sentimientos encontrados hacia esa persona. Apreté la canasta contra mi pecho y regresé al santuario sonriendo como un idiota.

»Volví a las siguientes noches, y ella permanecía a orillas del río… esperándome. Hacía ruido en las ramas para que notara que estaba allí, y al hacerlo, ella sonreía. Me gustaba verla, a pesar que la capa sólo me permitiera verle los labios y la pálida piel de su cuello. La escuchaba reír de mis estúpidas bromas, y por alguna razón, descubrí que sólo ella me hacía sentir humano.

—¿Vendrás mañana? —me preguntó mientras miraba el firmamento y un grupo de estrellas parecían devolverle la mirada.

»Y obviamente le había dicho que sí.

»Al día siguiente tuve un día ajetreado en el santuario. Y cuando logré zafarme, volví al lugar, temiendo no alcanzarla y que se volviera a desvanecer. Pero en vez de encontrarme con la imagen que quería, me topé con otra. No me esperaba la persona que quería, sino otra peor. Mi maestro quien se cubría por la congestión de la penumbra, salió de ella mostrándose ante mí. Me dijo que qué hacía yo a esas hora por esos lares, y me exigió una explicación.

»Yo le había dicho que venía a entrenar, y curiosamente gran parte de ello no era una mentira. Pero ese viejo canoso, es más astuto, y me dijo que tenía días siguiéndome y que no encontraba un porqué de mis acciones. Le dije que eso no era asunto de él, y bueno, terminé castigado como por una semana.

»Después que el viejo dejara de vigilarme, fui de nuevo al río, pero ella no estaba. Pasaron los días, y ella nunca más volvió al río…

Manigoldo se giró hacia su compañero, buscando la mirada que había caído en la sorpresa desde que había empezado a atar cabos sueltos.

—¿Por qué no volviste al río, Albafica?

Éste se quedó sin palabras, al concluir toda la historia.

—Cómo puedes ver, tú y yo… tenemos historia desde el pasado —le dijo finalmente—. Desde la primera vez, que te vi en el río yo… —se calló negando con la cabeza.

—Al principio pensé que sería sólo una…

—¿Coincidencia? —dedujo por él—. Sí, yo creí lo mismo al principio.

—¿Desde… cuándo lo sabías…? —Se incorporó de repente, buscando una explicación.

Una torcedura de labios, fue el prólogo de esa respuesta.

—Desde hace mucho. Y tú también lo sabías, y me lo dijiste en la noche de tragos.

Albafica se obligó a recordar. Pero más que pensamientos ofuscases, fue lo que recibió. Hasta que… un recuerdo lo golpeó.

—Tu voz se me hacía familiar…

Manigoldo aplaudió sus palabras.

—Me encaraste diciéndome que qué te ocultaba, y cuando me dijiste: "gracias por las vendas" y te respondí, desde allí supiste quién era yo. Te lancé la anécdota cuando veníamos caminando, diciéndote que sospechabas algo. Pero nada, maldita sea, jodido licor que te borró la memoria.

Dejándose caer en el almohadón, el caballero se cubrió la cara con las manos.

—Por Athena, eras tú…

El italiano se carcajeó, y descansó una mano alrededor de aquellas definidas caderas.

—¿Decepcionado? —preguntó—. No te mentiré al decirte que grité y desde allí juré que no volvería a ese río, que no volvería a mencionarte, o a recordar el tiempo que había perdido. —Tomó una bocanada de larga extensa, y se dejó caer en el hombro de su parabatai quien lo envolvió en sus brazos como respuesta—. Pero a pesar de todo, quería saber que había pasado contigo. Y sabía que las memorias no me dejarían en paz, hasta que lo descubriera y desde allí me puse la meta de conseguirte. Empecé a seguir el camino donde siempre aparecías y…

—Llegaste al jardín de mi maestro —No sabía en qué momento las lágrimas salían sin su autorización, pero parte de su pecho que creía haber tenido desmoronado, pareció cobrar forma.

—Tu colgante… —Apuntó Manigoldo con el dedo el pecho del caballero, como si aun estuviese cerniéndose en su cuello—. Siempre te lo veía puesto, ya que era lo único que resalía de tu capa.

Albafica respiró un poco más, como si hubiese olvidado como ofrecer esa fachada exterior cuidadosamente indiferente.

—Cuando me convertí en caballero, aun volvía al río. Y bueno, después de registrar todos los alrededores buscando tu débil presencia, fue cuando me encontré con el jardín —prosiguió el caballero de cáncer—, tenías la armadura de Piscis a un lado, sentado frente a una lápida… con el colgante en tu mano. De ahí supe que eras tú.

Aunque esas palabras tenían mayor apremio y tenor, todavía sentía que había un anzuelo que él no había picado.

—¿Por qué no me dijiste, Manigoldo? —habló finalmente, a media voz.

—Te recuerdo que no dejabas acercarme. —le respondió sonriéndole—. Además de que no quería admitir, que esa persona que se hacía llamar Albafica de Piscis era la persona de la cual yo me había… —carraspeó, y con ello se ganó una pequeña sonrisa en el rostro que tenía en frente—. En resumidas cuentas, no te reconocía. Dejaste de llevar el colgante, y tu personalidad había cambiado. Pero… cuando hablamos esa noche en el bar de Calavera y la última noche en el barco, cuando vi tu cicatrices en las muñecas —Delineó las marcas que señalaba con las yemas de los dedos, dando suaves roces—, eran tal y como había sido aquella vez que te envié las vendas.

—Desde un principio, lo sabías… —Albafica se quedó rígido durante unos milésimos segundos.

Definitivamente, no podía creer que lavpersona que había amado en secreto, siempre estuvo martirizándole la paciencia…

—Alba-chan, yo aún mantengo el amor de mocoso inocente hacia a ti. A pesar que quise odiarte, pero fui un maldito incapaz. Odiar de veras es un talento que se aprende con los años. —se confesó el italiano, y después de todo, sonrió de nuevo—. Gracias por aquellas rosas. Y, gracias por la rosa que me regalaste, en la noche del bar.

Pequeñas gotas empezaron a resbalar por el rostro del caballero de Piscis, alumbrando su rostro con una sincera sonrisa.

—Manigoldo… —Le rodeó el cuello y, por voluntad propia, cerró el espacio entre ellos—, desde tanto tiempo… ansiando conocerte… y aquí estabas. Quise decirte…, quise decirte que no podía volver al río porque ya era un peligro. A pesar que cuando me recuperaba del ritual; iba a verte, esa vez, todo había cambiado. Y nunca me permití volver después de esa noche, porque ese mismo día —Se dio una pausa, como si sólo el hecho de recordarlo aun le causara dolor—, mi maestro había muerto en mis brazos.

Una caricia le hizo abrir los ojos, y cuando lo hizo, Manigoldo se alzó juntando su frente con la de él. Se mantuvieron así durante unos momentos, reconociendo aquella nueva verdad que siempre había flotado sobre ellos. Amantes que no se reconocían, pero que anhelaban eternamente.

Se habían entregado, sin saber, a la persona que siempre habían extrañado. Manigoldo no podía estar más satisfecho. No sólo por haber tenido el cuerpo de Albafica para él; esa escultura que tanto se cohibía del mundo. Sino que también, logró romper el cascarón y sacar ese corazón. Nunca le importó la belleza de ese santo, porque aún llevando capa, él se había enamorado de él.

—Aprovechando el momento, quiero regalarte algo —le dijo, bañando sus palabras de una tonalidad dulce, que nunca solía usar salvo si iba dirigida al usuario de Piscis—. Creo que será mi mejor cortejo para ti.

—No es necesario. —Negó con la cabeza—. No necesito…

—Quiero que lo tengas —insistió, rodeándole—. Ambos son importantes para mí.

Albafica, receloso, terminó cediendo con la afirmación de una sonrisa, asintiendo. Manigoldo casi con gasolina, se despegó de él para acercarse a las ropas que yacían esparcidas a las orillas de la alfombra. Buscó entre los bolsillos de sus pantalones, y después de tantear un poco, lo consiguió.

Regresó nuevamente, con el puño cerrado, y una vez que estuvo frente a él, lo abrió. Enseñando una pequeña moneda en su palma.

—Quizás no es mucho, de hecho, no vale una mierda en cuestión monetaria —le informó, observando su mano—. Pero para mí, vale más que cualquier cosa.

Mirándole sin palabras, Albafica se mantuvo quieto, siguiendo la acción del italiano que le posó algo en su lívida mano, y la cerró en un puño.

—Es un recuerdo de mi madre. Lo único que me queda de ella, lo último que ella me dio.

—No puedo aceptarlo. —Le miró con cierta perplejidad, sin saber cómo reaccionar acorde a la situación.

—No desprecies mi regalo —regañó—. Ambos mantienen dentro de mí, las emociones que había creído muertas. Quisiera que lo tuvieras contigo, para completar el todo que eres para mí.

—Entonces, yo también.

—¿Hm?

Una sonrisa le regaló antes de alejarse también para adivinar cuales eran sus ropas. Albafica se arrastró un poco para cuando consiguió el bolsillo de su gabardina, extrayendo de él, un pequeño colgante con una piedra ahuecada de color crema.

Manigoldo parpadeó.

—¿Lo traías todo el tiempo?

El caballero le asintió levemente.

—Ciertamente abandonó mi cuello, pero sigue siendo parte de mí y siempre lo llevo conmigo —reveló, acercándose nuevamente y pasárselo por el cuello—. Me lo dio mi maestro, hace mucho tiempo. Es importante para mí, y quiero que lo tengas.

Se ganó una pequeña torcedura de labios por parte del caballero de cáncer, y un picoteo breve fue suficiente para acelerar el momento que recién se dormía entre ellos.

Manigoldo miró el colgante, para luego sonreír y buscó enlazar sus dedos en otra nueva unión. Se recostaron nuevamente, a sabiendas que les amparaba un amanecer largo con aquel silencio de abandono que unió a los extraños.

—¿Por qué no le dijiste a tu maestro? —recordó Albafica la anécdota que había subrayado al oír la historia.

—¿Decirle que me gustaba una persona al que no sabía ni cómo era? —Enarcó una ceja mecánicamente y después de ver una leve sonrisa brillando frente a él, añadió—: Contárselo sólo suscitaría preguntas difíciles y yo no soy de mente compleja para esconder unos sentimientos a flote. Sin mencionar el hecho que me sentía como un erotómano verbal reprimido.

Albafica rió por debajo.

—Yo pensaba lo mismo de mí —Echó su cabello para atrás y acarició con su malla celeste el abdomen de su compañero, gracias a la cercanía de sus cuerpos—. No es que fuese lo más lógico del mundo… —Sonrió tenuemente—, pero, ¿quién busca coherencias en alguien como tú? —Se acercó nuevamente; para recordar el nuevo gusto que había conocido en Manigoldo.

El italiano riendo desaforadamente, lució más encantador. Y le guiñó el ojo.

—Gracias por tu sinceridad. —ironizó con su nativa carisma.

.

.

.

Se dejaron envolver por el sortilegio de su propia historia hasta que el aliento del amanecer rozó los cristales de la ventana. Los haces de luz empezaron a desparramarse dentro de la habitación, y una leve brisa se filtró por las rendijas asegurando que la tormenta, ahora sería una lluvia refrescante. Las nubes habían resbalado del cielo y los páramos yacían sumergidos bajo una laguna de neblina pesada.

La claridad perforó la duérmela de los caballeros que, removiéndose un poco, empezaron a despertarse. Manigoldo fue el primero en abrir los ojos y soltar una maldición interna cuando la luz lo encandiló.

Se restregó los ojos con una mano, y cuando rodó su cabeza sobre el almohadón, se encontró con esa persona, durmiendo a su lado.

Vaya, no había sido un sueño más… Sonrió.

Se limitó a acercar su mano, y con una barrida suave, anunciar su despertar. Y tal y como lo supuso, Albafica fue abriendo los ojos lentamente.

—Buenos días, Alba-chan —Se sostuvo sí mismo en un codo, y reposó su mejilla en la palma.

—Buenos días… —dijo aún adormilado, removiéndose para empezar a tallarse los párpados—. ¿Qué… hora es?

No obtuvo una respuesta, y cuando calibró su vista, sintió como se le había escondido en la cavidad curvilínea de su cuello. Abrazándolo.

—Ni puta idea… ni tampoco me importa —Besó el hombro desnudo de Albafica, y con la suficiente distancia alcanzó los labios.

Fue sólo un roce, pero sirvió para despertarlos totalmente. Estuvieron unos momentos amparados en el silencio, hasta que el tiempo se perdió entre ellos.

.

Postergando cualquier indicio de una sesión amorosa, Albafica fue el primer promotor en reprocharle que tanto amor en un día no era sano para él, que necesitaba algo de aire, que tampoco quería tentar a su suerte.

Siendo sus propias capas la única tela que cubría su desnudez, con movimientos sosegados las ropas volvieron a arropar sus cuerpos. Albafica lucía una extenuación palpable bajo los párpados y Manigoldo tenía un dolor de cabeza horroroso.

—¿Te sientes bien, Alba-chan? —le preguntó cuando lo vio sentarse en el brazo de uno de los muebles.

El caballero ladeó un poco la cabeza con los ojos cerrados. Ya había cerrado su camisa, pero su casaca era otro camino empedrado que al parecer no quería recorrer.

—Qué clase de cansancio es éste —Abrió los ojos ofreciendo una sonrisa sin fuerza.

Manigoldo caminó hasta él, y buscó sentarse a su lado.

—Es bueno conocer los diferentes tipos de cansancio —sonrió, tomando su mano y acariciar el dorso con el pulgar—. Iré a buscar algo de comer, intenta descansar, esta noche nos toca trabajo —avisó, a pesar que una parte de él deseaba quedarse, perderse en aquella rara intimidad de penumbras con ese caballero solitario y escucharle hablar por horas.

—No creas que soy el único que luce cansado, Manigoldo.

La belleza del rostro que tenía en frente se le antojó dolorosa, insostenible. Le pareció entrever un amago de sonrisa en sus labios, y contuvo todas sus ansias de abrazarle los labios.

—Me duele la cabeza, pero mi agotamiento es cósmico por la zorra de Liselotte que tomó prestado mi poder sin decirme —Hizo un mohín emparentando con un puchero, y Albafica le rozó los dedos levemente.

—Es tu culpa por no darte cuenta —insinuó, sin apartar la mirada que reservaba palabras chocolatinas, y al recapitular todo el asunto, abrió los ojos—: Mi cuerpo… Debe ser a causa de…

—Nunca te perdonaré si te arrepientes por lo que hicimos anoche —trancó sin anestesia—. Fue la mejor noche de mi vida. —Se acercó y el colgante de Albafica se balanceó en su cuello, destejiendo toda distancia, le rozó la nariz tenuemente—. Con respecto a mi dolor de cabeza…, déjame decirte que tú me los provocas y no es a causa precisamente de tu sangre, sólo para que sepas.

Dejando salir un suspiro, Albafica afloró de nuevo aquella sonrisa abatida, de derrota y cansancio. Le acarició la palma al italiano en silencio, como si quisiera leerle las líneas en la piel.

En consecuencia a eso, la mano de Manigoldo temblaba bajo el tacto apacible. Se sorprendió a sí mismo recordando mentalmente el contorno del cuerpo de Albafica bajo aquellas ropas ya finalmente secas. Deseó tocarlo y sentir el pulso ardiéndole bajo la piel. Sus miradas se habían encontrado y, francamente, tuvo la certeza de que su compañero sabía lo que estaba pensando.

—En fin, ¿qué haremos? —Retomó su motivo principal de estar allí en Agrigento, intentando con ello ganar algo de tiempo antes de volver a terminar en la alfombra sin ropa—. No tenemos mucha información, salvo la que nos proporcionó Liselotte.

—Actualmente los dos estamos muertos de cansancio, y sabemos que todo pasa de noche. —sintetizó los hechos actuales—. Así que, propongo que descansemos lo que resta del día. Y en la noche, con el vestido de la hija de la anciana fingiremos ser una pareja para ir a visitar a la maldita M.

—¿Qué te hace pensar que aparecerá ante nosotros?

—Estás tú.

El caballero enarcó las cejas.

—¿Y eso qué tiene ver?

—Según el saco de arrugas, se enfrascan en matrimonios congénitos por belleza. Y si hablamos de esa palabra…

Albafica le apuñaló con la mirada.

—No tenemos de otra, Alba, te jodes. Usaremos esa belleza tuya para sacarle provecho y salvar a esas personas.

Sin pestañear, el arconte de Piscis supo, que nunca había usado su supuesta belleza para salvar a alguien.

—Sabes que tengo límites —advirtió.

—E intentaré no sobrepasarlos.

Para mala suerte de Albafica, tenía que conformarse con lo poco que tenían. Y, su orgullo dictaba ir al frente. Si habían personas en peligro y su belleza era la única cuerda que los rescataría del vacío, esperaba poder conocer la disposición de sacrificarse.

—Bien. —finalmente, accedió.

.

.

.

Saliendo de aquella tórrida sala, los pasos de los santos despertaron los sonidos de la cabaña. Recordando lo incómoda que había sido en un inicio.

Con el aclarecer del día, la mayoría de las zonas fueron desarropadas dejando ver qué eran. Especialmente, la segunda planta que marcaba el final de las escaleras.

Posando el pie en el primer escalón, Albafica sintió un latigazo agrietarle la columna vertebral. Una mano se posó en su cadera, y cuando giró su cabeza, aquella persona estaba a su lado.

—Déjame ayudarte.

—Puedo subir sin tu ayuda —le recordó, pero Manigoldo le ignoró olímpicamente, empezado a ascender por los ahuecados escalones.

—Ten cuidado —advirtió cuando los aullidos de las perforaciones en la madera anunciaban el aviso que tenían años dormidas.

Llegaron finalmente a la segunda planta, y un pasillo estrecho con una ventana rota en el fondo, era lo que conformaba esa zona. Habían dos puertas en paralelo, cubiertas por mallas de telarañas que habían camuflajeado la manilla.

Tanteando en su instinto, se dirigieron a la puerta de la derecha y después del crujir del cerrojo, éste se abrió. La puerta empezó a retroceder lentamente y una nube de polvo les hizo arrugar la nariz.

Manigoldo siendo el primer arrebatado, entró por la fisura que era decorada por un marco en forma circular. La habitación en sus tiempos debió ser grata, pero yendo a esa realidad, parecía ser el cuarto de torturas o ejecuciones.

En medio de ella había una cama matrimonial cubierta por sábanas blancas que brillaban como seda lavada. Un armario a su izquierda escondiéndose en el rincón y un par de ventanas a su lado revestidas por ligeras cortinas.

Caminando hasta ellas, el canceriano descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba.

—Haber descubierto esta habitación antes me fuese ahorrado el jodido dolor de espalda —bromeó, mirando sobre su hombro—, ¿no crees?

Albafica suspiró y le siguió los pasos al armario, que abría su puerta tímidamente mostrando un pesado vestido de color zafiro con una malla transparente de texturas de flores en negro sobre ella. Desde el busto hasta el dobladillo de la falda, el color de gema se dividía por una tela de color negro que en los bordes tenían unos bolerillos que resaltaban sobre la tela. Tenía un ligero descote en el espalda y en la parte frontal dejaba para resaltar una definida curva que sólo provocaría tener la lengua de corbata si se imagina esa parte llena con unos voluptuosos pechos. Las mangas colgaban sueltan desde el codo y, para evitar el uso de accesorios adicionales, en el cuello una cinta negra que formaba un ligero lazo.

—Mierda… —balbuceó Manigoldo—. Espero entrar en ese estrecho vestido.

—Te verás hermoso —bromeó Albafica, yaciendo a su lado de brazos cruzados.

En ese momento, un pinchazo como si fuera una especie de clavo, les atravesó el cerebro a los dos.

"¡El mocoso de mierda no usará ese vestido, lo arruinará!"

Asimilando el dolor, fue el italiano quien replicó:

—¡¿Qué dices vieja, acaso insinúas que no estoy en forma?!

"¡Sí!"

Albafica se presionó la sien, entendiendo las piezas regadas de toda la información.

Ya, dejen su falsa pelea —dijo—. Ya sé que ambos quieren que yo me ponga ese vestido.

Manigoldo se dejó reír.

—Alba-chan, yo te dije que…

—Por algo me dijiste el discurso ese de la belleza/sacrificio en la sala, ¿no? —Se acercó a la cama y se sentó en ella—. No me subestimes.

Silencio.

"Además que el mocoso de mierda está debilucho"

—¡¿Qué has dicho?!

Dejando escapar el aire de sus pulmones el pisciano deslizó sus manos por la colcha de la cama, cerrando los ojos con cansancio. Por los dioses, sino estuviera en ese estado, hubiera buscado la manera de saltarse ese escenario del cambio de género. Aunque sabía lo inevitable que era.

—Sí, lo haré, pero que quede claro que no usaré tacón.

"Albafica, mocoso me dijo que eres arisco a esa área, y me hace malditamente feliz que estés dispuesto a ayudarnos. Si tuviera dinero, te pagaría, pero como estoy muerta te deberás conformar con mi agradecimiento"

Al oír eso, Albafica ensanchó un poco su labio. No es que la idea le agradara, no es que aún consideraba todo aquello, pero por el momento, había aceptado sin problemas.

—No tienes que agradecer. —respondió. Y después de darse cuenta de algo, abrió los ojos al momento—. Liselotte, ¿hablar por acá no agotarás a…?

Se escuchó un sonido sordo, y cuando corrió su vista a la fuente del sonido, Manigoldo estaba con la cara incrustada en la madera del piso.

Albafica echó la cabeza hacia atrás en un suspiro.

—Por Athena…

Una risa raspada se escuchó en la cabeza de éste, y al segundo después casi como un graznido, la voz se despidió.

"Nunca tuve intenciones de aceptar que ese crío se pusiera el vestido. ¿Te lo imaginas con corsé?"

Una sonrisa que se deshacía por las comisuras se vislumbró en los labios del caballero de Piscis.

—Nunca me lo imaginé —Cerró los ojos pesadamente—. No a él, desde el principio, para mi desdichada suerte. —Miró a su parabatai en el suelo, y sonrió tenuemente—. Ustedes los italianos, son fáciles de descubrir.

Continuará.

 

Notas finales:

Bueno, la demora fue algo extensa. Pero en una semana dura para mí, tuve un reposo y bueno acá tienen. Espero que les haya gustado y para el próximo cap, tendremos la intrusión a la mansión Hellasther, y aparición de Kardia/Dégel.

Aclaraciones: Para quienes pillaron la rosa que Alba-chan le había regalado a Mani, y él la recuerda en el cap 2, Albafica supo esa noche que Mani era su hombre secreto (¿ :v Aunque claro, lo olvidó gracias a dosis extra.

Liselotte apareció gracias al poder que destila nuestro hermoso santo de cáncer, al igual que pasa con Shion y las armaduras, Piscis y las flores. Leo y la naturaleza, Virgo y su poder divino, etc. Está de más decir que Anna también fue proyectada gracias a Mani, ya que cuando él peleó contra los santos negros las almas se personificaron gracias a su poder para poder echarse al jefe jaja.

El colgante de Alba-chan se ve en su gaiden, y la imagen donde está arrodillado con la armadura a su lado y la cadena entre sus dedos se ve en el extra del gaiden. Quienes deseen verla, escríbanme en inbox ^^

Y bueno, en el lemon no me enfrasqué mucho con el dolor de Alba y su primera vez ya que parecer ser  experto en soportar todo, así que… ese hombre es una eminencia xD

Agradecimientos a todos los reviews que me han dejado. Gracias por motivarme a seguir, y me hace feliz que les guste la historia. Un beso enorme


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).