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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

Oh, casi cuatro meses… Ups. Me disculparía, pero joder, ¿quién no se acostumbró ya? Ja,ja Finalmente llega Alba-chan con vestidito y aparición de Dégel y Kardia en 12k+palabras.

Advertencias: Ooc actuado. O sea, Alba-chan debe fingir ser mujer. 

Agradecimientos:  Gracias por cada persona que se toma la molestia en valorar el esfuerzo del autor. ¡Gracias!

 

Noche de tragos.

Capítulo 8.

Mansión Hellaster.

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Adjudicando ante la idea de descansar por lo que restaba del día, era consciente que ellos mismos eran los culpables de sus desgastes físicos, así que si deseaban cumplir bien su trabajo; debían descansar lo suficiente.

Dirigió su atención al italiano que reposaba a su lado, sumergido en una marea de sábanas, con un semblante que carecía de esas burlonas sonrisas, y a cambio, tenía una serenidad palpable.

Le dejó una caricia en el pómulo con el pulgar, teniendo el fugaz pensamiento que nunca lo había visto dormir de esa forma. Lucía más atractivo en ese ángulo, quizá, porque estaba callado. Amplió sin fuerza la comisura de su labio, pensando que a él le gustaba todo ese estuche de mal caballero donde se resguardaba su compañero, tarde para darse cuenta de ello.

Decidió dejar eso a un lado, y tomar el reposo de un promedio de dos horas, para así aliviar la ligera molestia que sentía fatigarle en el cuerpo. Sus pulmones trabajaban casi a la fuerza, cuando la debilidad le tomó por el cabello y le gritó al oído. Estaba de más considerar la idea en descansar, y sumergiéndose en el pequeño caudal de lienzos blancos, dejó reposar su cabeza en la almohada.

De costado, tenía mejor vista periférica de su compañero permitiéndole detallar más los contornos de su perfil. Lo había llevado hasta la cama, y sólo le dio la insignificante señal que estaba con vida, cuando se había girado sobre su torso.

Estando frente a frente, pudo apreciar más las líneas que se escondían tímidas en aquel rostro italiano. Sus pestañas tenían una largura mediana, pero con esa respiración apaciguada, parecían compensarse en definición. Ya era la segunda vez que compartía un descansar junto a ese desvergonzado hombre, e irremediablemente, le estaba agradando la sensación de dormir con él, lejos de la tiniebla opresiva del piso de abajo que aún olía a tierra muerta y demás arreglos que yacían putrefactos.

Cerrando los ojos, para entregarse a la extenuación y éste le tomara rehén por un par de horas, le fue inevitable tocar aquellas estrías de pensamientos que fueron pantalla en su subconsciente.

Sería "la esposa" de Manigoldo. La idea le era indigna, y si fuera hombre que pudiese retroceder sus decisiones para enfrentarlas al muro que tenía como orgullo, podría seriamente pensarlo un par de veces más.

"Desde antes...", otro rayo más intenso, en forma de recuerdo, soltó su demoledor poder para hacerle abrir los párpados y volver a escudriñar al italiano que mantenía su juicio en pausa.

Quién diría, que Manigoldo de Cáncer fuera la primera persona que le había dificultado el sueño en su niñez. Aún recordaba su ansiedad de contar los granos de arena, uno a uno, en espera que el manto de cielo se vistiera de gala con estrellas pintadas para correr al río.

—A pesar que te odié tantas veces... —dijo a media voz, que pareció perderse entre las telas que lo abrigaban.

"Siempre te he querido", le había dicho Manigoldo.

Palabras que le robaron una imperceptible levantadura de labios. Se mantuvo así, luchando con el deseo de querer acariciarle, advirtiendo como la presencia del colgante que le había regalado su maestro, le dirigía un suave saludo desde el cuello del otro.

Urgió su mano al fondo del bolsillo de su pantalón, rozando entre sus dedos la pequeña moneda de la madre de Manigoldo. La extrajo para verla mejor, era tan pequeña, que sólo pensar en la posibilidad de perderla, le fue inevitable. Debía cuidarla. Cerró el puño, acariciando sus nudillos con sus labios. Manigoldo ya formaba parte de un pedazo de su ser, una realidad que no estaba dispuesto a admitir en voz alta. Finalmente su cuerpo se relajó, dejándose llevar a la dimensión que viajaban todos los soñadores y moradores de tumbas.

Ocasionalmente sus sueños sólo eran recuentos de su pasado o nubes espesas de un color que extravió todos sus tonos célebres, quedándose de luto, en espera de ser dispersada por un pasaje de su vida el cual no tardó en llegar, cuando finalmente se quedó dormido.

El primer escenario lo podría asemejar con unos de los pasillos del templo del Patriarca, sin esperar mucho, su mente perdió rumbo cuando un Sísifo corría dejando eco en las baldosas del recinto, con una persona cargada en su espalda. Su ansiedad y respiración agitada fueron el anuncio estelar, que su visita por ese templo no era una trivialidad del día.

Otra silueta apareció casi al momento, y sus largas túnicas le dieron la identificación de esa persona.

—Patriarca... —jadeó el caballero del arco—. Lo encontré cerca del anfiteatro... en este estado.

—Manigoldo —Sólo pudo pronunciar el nombre de su pupilo, cuando observó los hilos de color escarlata se despeñaban del borde de las comisuras del italiano—. Está envenenado —calculó al reconocer el primer síntoma. Lo tomó en sus brazos, sintiendo los arañazos de una futura fiebre bajarle por las sienes—. Sísifo, ve a la isla de los sanadores y trae inmediatamente a un curandero que sepa manejar el veneno de Demon rose. Actualmente, no tenemos santo de Piscis para que nos ayude con esa tarea. Lugonis ha fallecido.

Toda fuente de ruido, sonidos e incluso el viento, parecieron refugiarse en los rincones cuando las garras del silencio arañó el ambiente.

—¿Cómo sabe que Manigoldo está...?

—No hay tiempo para preguntas, Sísifo —interrumpió el Patriarca—. Corre, Manigoldo no soportará hasta el anochecer.

Primera alerta, y el caballero de Sagitario desapareció casi en estampida, dejando su adiestramiento de reclutas para proteger al favorito del pontífice.

En la soledad de su recinto, sólo los ligeros gimoteos del italiano rompieron el silencio, cuando sus murmullos eran digeridos por el espesor de su garganta. Sage bajó la vista al chico que descansaba en sus brazos, con la armadura recién amoldándose a su cuerpo. Ese semblante le decía que no era la primera vez que ocurría ese hecho.

Albafica sintió una presión en el estómago, casi prediciendo lo demás, en cada arruga que le saludaban del rostro del frente. Escenas viajaron frente a su mente, tejidas a base de un Manigoldo luchando contra un veneno letal con armadura que deseaba apropiarse de la vitalidad de su cuerpo. Luchando contra un enemigo líquido, que ya le desgastaba al llorar tanto sudor. Ningún paño húmedo conseguía apaciguarle la fiebre; ningún ungüento era capaz de calmar el mal que, decían, lo estaba devorando por dentro.

Doncellas, herbolarios y diferentes curanderos de la región, se enfrentaron al demonio escarlata que se había apoderado del santo que alegaban que pronto sería arrastrado hacia el final del túnel, para descansar en el vacío de la negrura.

Los rumores habían volado como pájaros asustados, cargando el ambiente de electricidad e inquietud. Muchos se turnaban para cuidar de él y administrarle tónicos con la esperanza de mantenerlo con vida. Pero su intervención en espíritu era innecesaria, ya que el mismo caballero de Cáncer despertaba cada tres horas y se negaba a beber todo el antídoto, sino raciones insuficientes.

Al ver esa resistencia, los curanderos tuvieron que optar por llamar al patriarca, cuya autoridad en aquel lugar quedaba un par de centímetros por debajo de la diosa Athena.

Esa tarde, había pedido que le dejaran solos, y con la orden cumplida se sentó junto al enfermo. Su rostro, impávido, fue suficiente para que toda red de anestesia fuese rota y traer de vuelta la consciencia del santo que seguía luchando. Lo examinó, levantó sus párpados con los dedos y leyó los secretos escritos en sus pupilas dilatadas. Las ancianas que cuidaban de él, se habían congregado en un corro detrás de la puerta y esperaban en respetuoso silencio.

—¿Qué pretendes, hijo? —Y como si sus palabras tuvieran el objetivo de perderse entre los laberintos del silencio, en esa ocasión no fue así.

Manigoldo abrió los párpados con extenuación, reconociendo una y otra vez, donde despertaba. Ladeó la cabeza, viendo que su maestro ahora residía a su lado, con una expresión de alivio que le arrancó el cielo de encima. Le repitió la pregunta con su mirada, pero la única respuesta que obtuvo fue:

—¿Quién es… Lugonis, viejo? —fueron sus primeras palabras con fallas en sus pronunciaciones, pero había logrado enviar el mensaje.

Resignado, soltando un lánguido suspiro de primera derrota contra esa tormenta hecha humana, tomó una bocanada de aire, y respondió:

—El anterior santo de Piscis. Murió hace unos cuantos meses atrás, dejando a un discípulo que aún no hemos localizado. —Dejando una pausa, casi nostálgica, finalizó—: Así es el camino de Piscis.

Albafica no podía creer lo que por cabeza pasaba.

Tratando de regular su respiración, Manigoldo logró coincidir con esfuerzo la mirada de la antigüedad y el conocimiento.

—¿Cómo se llama? —preguntó, con su tono vagamente hostil y sonrió pacientemente.

El patriarca alzó una ceja incrédulo, intentando ensamblar todas las piezas esparcidas que le arrojaba a los pies ese egocéntrico muchacho.

—Albafica.

—Heh…, Albafica… Muy largo —repitió como si fuera un caza fortunas que consiguió el mejor botín de su vida—. Alba-chan…

Sage quiso preguntar el porqué de ese repentino interés, pero notó como la fatiga pudo más que el extraño comportamiento de su discípulo, para cuando le limpió la perlada frente que ya parecía una cascada en yacimiento.

Más, más pruebas se arrastraron frente a los ojos del arconte de Piscis, donde el escenario no dejaba de repetirse. Desmayos, vómitos, fiebres incontrolables y aún así les sacaba el pecho con esa sonrisa picarona.

—¿Tienes un motivo en específico para explicarme por qué decides probar todo este sufrimiento? —Sage no parecía apartarse de él en todos los casos—. Quiero una explicación, Manigoldo. Aún te faltan otros trescientos años, si quieres mentirme.

Con el corazón batiéndose dentro de su pecho, y una respiración funcionando a la fuerza, el italiano sonrió:

—Una mentira, siempre está plagada con la verdad…, vejestorio —había arrancado la voz de su lengua, pero aún así, sacó todas las palabras que se acumulaban en su garganta—. ¿Sabes?, en este momento… recuerdo la idea que me rondaba en la cabeza cuando me encontraste… Esa realidad de que la muerte caminaba a mi lado…, con rostro humano y corazón envenenado de odio, luciendo uniforme o gabardina, o cualquier artilugio barato que la hiciera invisible para mí. Llevándose a cualquier persona que se le ha antojado sólo por el olor de creer que tiene buen sabor… al ver el rostro de su alma —Hizo una mueca, y apretó los labios—. Ya sé que me dirá que somos parte del universo, pero toda la mierda que estoy recordando, debe ser por la puta fiebre.

Se rió sin fuerza, casi como arrancar sonido a un instrumento sin cuerdas, pero aún así prosiguió:

—Donde nací… sólo era un escenario de cartón que yo daba por bueno, y que no era más que una decoración de sólo pantalla.

Su maestro no respondió sino que mudó su mano a la mata de cabello de ese infinito añil, y a pesar de la humedad, arregló unos cuantos mechones que osaban a relucir su superioridad.

—Estaré bien, majarete de arrugas. Ya no soy un niño que vivía dentro de aquella tristeza que sangraba por cada poro de la piel. Sólo ando diciendo estupideces de la boca para afuera… —En su rostro se dibujó una sonrisa triste—. Quién diría que en el mundo, la muerte es una mano anónima que jugaba al travesti a diario... —Mantuvo la sonrisa, y reanudó en su discurso—. El problema de ser un jodido mocoso es que no hace falta comprender algo para sentirlo. Puedo sentirle las uñas en la piel… pero para cuando mi razón se digna a entender lo sucedido, las heridas ya son demasiado profundas… y en esas heridas, lo conocí a usted.

—Entonces, quieres decirme que con éstas nuevas, ¿quieres conocer a alguien más?

Manigoldo simplemente sonrió. Y con ello, en esa cama, ese caballero, ese patriarca, todos, fueron devorados por una oscuridad endurecida. Sellando toda escena con un pensamiento oculto en el corazón de ese santo.

"Albafica de Piscis…"

Sólo bastó eso para entenderlo todo. Y con eso último, Albafica despertó.

No logró detener entre sus manos el tiempo que se había escurrido por sus dedos, pero sabía que no había pasado mucho para cuando sintió una humedad bañar sus mejillas. Se incorporó con dificultad, sintiendo una gota de sudor despeñarse de su sien.

¿Qué había sido eso? ¿Un sueño? ¿Una visión? ¿Por qué se sintió como si fuera parte del público y no parte del escenario?

Con la presión de las lágrimas escarbar en sus párpados, pero resistiéndose a permitir que el caudal se abriera, se encontró con la respiración agitada. Cuando su vista antes empañada, se vio descubierta y enfocada claramente, se dedicó a mirar severamente al hombre que reposaba en las sábanas sin intención alguna de despertarse.

—¿Qué clase de locuras estás dispuesto a hacer, cuando algo se te mete en la cabeza? —le reprochó, en un suspiro sin aliento.

Ahora muchas, pero muchas cosas, cobraban sentido en su cabeza. Se acercó a él, sin cohibirse ni sentir las ataduras en sus pies que lo detenían; sólo queriendo buscar una explicación de ese sueño.

¿Por qué lo sentía tan real? ¿Por qué lo tuvo justo ahora? ¿Por qué lo sentía tan suyo, si podía pertenecer a alguien más? Tantos por qué, que hasta ahora no tenían respuestas y vagaban perdidas en el aire.

—Manigoldo, despierta —ordenó, y al no tener respuesta articular, le zarandeó el brazo—. Despierta.

No pareció haber señales vivas en el italiano por fracciones de segundos, hasta que finalmente hubo una reacción en los párpados.

—Cinco malditos segundos… —Abrió un ojo con somnolencia que fue sacudida de un ramalazo, cuando advirtió las nacientes llamas de cólera en el rostro que tenía en frente. Se incorporó casi como un resorte, y le observó—: ¿Qué...

—Necesito que me des una explicación —puntualizó, mordiéndose el labio con fuerza, vistiendo una mueca de molestia en su mirada.

Al principio, Manigoldo pareció desconcertado, luego alterado y finalmente incrédulo.

—¿Tan rápido y ya empezaremos con las peleas maritales? —fue lo que alcanzó a decir a ver ese acopio de emociones encrespadas.

No hubo respuestas. Albafica sentía como si ese sueño le estrujaba los pulmones dejándolo sin aire, a cambio, le perforó con las espinas que lanzaba visión.

—¿Albafica? —reiteró Manigoldo. Ahora sí le parecía extraña esa actitud, sintiendo su apagado sentido de supervivencia, encenderse.

Y por la parte de pisciano, sus venas le latían, su corazón se desbocaba, sus pensamientos se empujaban. Si creía en lo polifacético del significado de los sueños, podía resaltar en oro que ese podía ser un recuerdo de Manigoldo y no una simple alusión de un cansancio avasallador.

"Técnicamente se hacen uno"

 ¿Eso significaba que iba a ver, lo que su compañero viera?

Ahora todo tenía sentido. Ahora sabía porque a Manigoldo no le afectaba su presencia, porque el patriarca le había puesto como compañero, porque se había arriesgado tanto por él… Todas sus preguntas, finalmente tuvieron respuestas.

—¿Desde cuándo eres inmune al veneno de las rosas demoníacas?

Toda sorpresa se pintó en el rostro del italiano, petrificando todo su cuerpo y su expresión. Para cuando logró reaccionar, su compañero le estudiaba con ojo de águila. No respondió inmediatamente, causando ansiedad hasta que Albafica arrojó una ceja alzada que envejecían a quienes las reciben. Provocando que el canceriano se masajeara el rostro, y negó con la cabeza, fingiendo extrañeza ante su pregunta.

—Eso es totalmente absurdo, Alba-chan… Es imposible…

—No te atrevas a mentirme. —zanjó, y al tercer segundo de silencio, Manigoldo se encontraba contra el colchón con un Albafica sobre él sosteniéndole los hombros—. Y si una mentira está plagada de una verdad, quiero escucharla.

Manigoldo parpadeó. ¿Cómo…?

Oh, dioses. Hiló una cosa con la otra.

—Maldito cosmos —soltó. Cerró los ojos, y una negrura impenetrable se coló en un rincón de su memoria y él intentó hacerle frente como tantas veces. Levantó su mano, intentado alcanzar la piel de nácar que estaba sobre él y dejó una suave caricia—. Desde antes de que fueras un santo de oro. —confesó, reprimiendo la sacudida perturbarle en su corazón que estaba tan lleno de la muerte, tan lleno de vidas que habían terminado mucho antes de su tiempo…

Pero cuando él le había visto en el río…

Tomó aire, cuando la presión en sus hombros parecían despegarle las conexiones de los huesos. Entonces dejó de oír el mismo sonido que lo atormentaba en sus sueños, y decidió hablar de nuevo:

—Albafica, le diste piel al esqueleto de vida que mi maestro me enseñó.

Con cada nervio temblando dentro de él, el santo de Piscis se dejó caer como si mil toneladas le cayeran en los hombros. Sin fuerzas, no, no podía simplemente creerlo.

—¿Todo esto lo hiciste por…? —Ni siquiera sabía qué preguntaba, cuando sus pensamientos y emociones llevaban una revuelta en su interior.

—Lo hice por mí —Le rodeó el cuerpo, cerrando los ojos para perderse en ese mar de fragancia que lo ahogaba en una paz eterna—. Y sólo para aclarar, no soy inmune a ella. Sólo soy resistente. Esa mierda es del diablo, ¿cómo hiciste para tenerla en tu sangre?

El rostro de Albafica se vio obligado a sonreír con esas palabras, y cerrando los ojos acomodándose sobre aquel cuerpo que había sido preparado sólo para él, se dejó vencer por todo el acopio de sus pensamientos.

—Que mi cosmos te lo diga. —Buscó su mano para enlazarla, para que Manigoldo también viera parte de su pasado en sueños.

Antes de seguirlo al camino del dios del sueño, su compañero de armas añadió:

—El bicho rastrero nunca me creerá. —Apretó el enlace de sus dedos, y se los llevó a la boca para besarle los nudillos.

Con la cabeza en el hombro del italiano, el caballero de Piscis desplegó un poco la curva de sus labios.

—Eso me recuerda, ¿qué le habías dicho cuando estábamos frente al patriarca?

Manigoldo rodó los ojos, recordando esa escena.

—Que aprovechara estar con Dégel, que a diferencia de mí, era obvio que esos tontos se gustan.

—¿Y qué diferencia radica en nosotros? —Coincidió su mirada con él, sin borrar ese gesto apenas reconocible en su rostro.

—Me habías mandado a la verga, sin embargo, ¿quién diría que me acompañarías?

No supieron qué pasaba, para cuando ya ambos rieron un poco, para luego dejarse arrastrar a la penumbra que ya les esperaba desde hacía rato.

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Santuario de Athena.

Casa de Acuario.

De vuelta en su biblioteca, después de visitar al patriarca para reportarle los avances de los reclutas que debían que adiestrar como castigo, se encontró acarreando sus pasos hacia su recinto sagrado de lomos y páginas encantadas de conocimientos.

Pensó que Kardia y él tomarían la misión a Suiza, después de recontarle los hechos de aquella noche donde lo que más llovió; fueron las declaraciones. Sin embargo, el pontífice le había sonreído comentándole que no era necesario y que la misión había sido sólo un pretexto para asustar a Manigoldo y a Kardia. A cambio, les asignó esa tarea de ayudar a Sísifo con el cuidado de los futuros santos, que prácticamente era oficio de todos. Le pareció extraña esa actitud, aunque por otro lado, últimamente el patriarca jugaba un estilo de cartas que él desconocía las estrategias, evitando que viera a través de ellas.

Prefirió no hundirse en ese huracán que posiblemente estaba dormido, y decidió remontarse en la lectura para cuando encontró un sobre dejado sobre una pila de libros, sobre su escritorio.

Se acercó a ella, colocándose sus lentes y levantó el trozo de papel para leer si tenía remitente. Le dio la vuelta y, al leer el nombre, el corazón se le refugió en alguna página de sus colecciones de libros.

Seraphina.

Repentinamente tuvo que buscar el equilibrio en su propio escritorio, intentando mantener su respiración al ritmo que debía estar, para hacer acopio de la tranquilidad a la que tenía que someter sus emociones. Evitando con ello, ir hacia el ojo de una hiperventilación.

Durante un minuto los escrúpulos le impidieron extraer la carta, pensando en todas las vivencias que dejó en la tierra congelada de Bluedgard; sus conocimientos a base del señor de esas tierras, su amistad con sus hijos y la promesa que le había hecho a uno de ellos a la compañía de la cruz del norte. Era consciente que una parte de él, se había quedado resguardada en algún rincón de ese país. Y la gran parte restante, hizo su hogar allí, en el santuario.

Había cumplido su promesa de convertirse en caballero y sabía que tarde o temprano volvería a aquella tierra, para saldar las últimas cuentas con su amigo Unity. Y, si ese día llegase, se llevaría a Kardia con él. Aunque éste se opusiera.

"Seraphina es mi sol, Dégel —le había dicho su amigo—. ¿Cuál es el tuyo?"

A esa temprana edad, no había respondido esa pregunta, puesto que un verdadero sol irradiaba calor a los resquicios oscuros del interior de una persona. Seraphina le había dado una gota de calidez, era cierto, pero la que él realmente necesitaba…

Se llevó una mano al corazón, sintiendo el ardiente cosmos de Kardia tomando las riendas sobre el suyo. Todavía podía sentir su pasión, tenacidad, sueño de controlar su propia vida  viajando a través de él. Ese era el calor de su propio sol.

Con ese pensamiento, todo asomo de culpabilidad y vergüenza se evaporó. Él también había tomado su propio camino a seguir. Abrió el sobre lentamente y extrajo el pergamino que olía papel viejo, que trastabillaba en la magia del tiempo.

Perdido en las líneas que aún no leía, recordó una de las enseñanzas del señor García cuando lo indujo al paraíso que se escondían en las páginas. Aquella idea que en sus principios fue paradójica, de que tras la cubierta de cada uno de aquellos libros se abría un universo infinito por explorar y, de que, más allá de los muros, el mundo se paralizaba mientras se abría otro.

Ya con la carta abierta para su lectura, localizó el primer párrafo para inspeccionarlo con esa intensidad policial por espacio de un minuto. Reconoció la caligrafía menuda y ordenada de la dama de Bluedgard, evocándole la semejanza con la pulcritud de su escritorio.

Leyó las líneas que viajaban desde el extremo del mundo para él, informándole que había pocos avances en las tierras gélidas, y que deseaba usar su título de caballero para atraer a la gente que ignoraba su socorro. Le preguntó por su estado y cómo era su vida en el santuario, que tanto como ella como Unity le echaban de menos.

Y la sorpresa vino a él, cuando Seraphina le rogaba su regreso. Que abandonara su nombre y regresara con ellos. Que juntos podían solucionar el problema de Bluedgard, pero que lo necesitaba allá, con ellos.

Las palabras de aquella carta iban calando en su mente como gotas de ácido, y notó que le temblaban las manos. Finalizó la carta, y la dejó sobre el escritorio observándola.

¿Por qué justo ahora? ¿Por qué le pedían dejar su vida, para realizar la de ellos? ¿Acaso esa era la factura por los conocimientos adquiridos?

Al darse cuenta de lo que estaba pensando, suspiró e hizo lo único que podía hacer: Responderle. Tomó una pluma, y dejó que sus palabras se plasmaran en aquel papel que parecía tener en ese momento el poder hipnótico para que le diera vuelta la cabeza. Le dijo que se encontraba bien, y que le alegraba que ella también lo estuviera. Con un preámbulo caballeroso, confesó que no podía regresar puesto que tenía deberes que cumplir por su diosa. Le aseguró que iría pronto, pero que tristemente no podía quedarse. Y pidiendo compresión, finalizó su escrito.

Dobló la carta y la encerró en un sobre con la firma de su nombre. La introdujo dentro de un libro, y ya buscaría la fuerza para hacérsela llegar. El sonido de unas botas enfrentarse al silencio de su recinto inundó el ambiente, pero el santo de Acuario sin dar señales de haberlo escuchado, se mantuvo en su sitio. Mientras se aproximaba esa figura y se movía hasta estar junto a él.

—Por los dioses, Dégel, ¿otra vez leyendo? —dijo esa voz conocida, vistiendo la pregunta en aires de reclamos que siempre le hacía cuando le veía "en el cuarto de tortura", como bien le había puesto Kardia—. ¿Qué lees, melodrama? ¿Maldito amor trágico? ¿Te percataste de lo aburrido que es leer? Tu cosmos se siente agobiado.

Dégel se levantó paulatinamente de la silla, y palpando ambas manos en el escritorio, ocultó su mirada bajo su flequillo. Ya después enviaría esa carta. Se acercó a su compañero, y dejó que sus manos tocaran la placa de oro que cubría el pecho, reposando su frente en el hombro de éste.

—Kardia... —Dejó salir con desgano, y después de un minuto de silencio, añadió a su pena—: Sólo estoy cansado.

—Es lo normal después de todo lo que hemos hecho en estos últimos cuatro días. —Le rodeó con los brazos, y ese afecto el acuariano lo agradeció meramente—. Prefería la misión a Suiza que estar cambiando los pañales a esos mocosos.

Dibujando una sonrisa débil en sus labios y, con sus ojos cerrados, Dégel le susurró en respuesta:

—¿Podemos ir a tu templo? —Su voz sonaba tan fatigada como su cosmos.

—¿Y a qué se debe el repentino interés de dejar tu templo por ir al mío? —Ladeó la cabeza con esa sonrisa agresiva—. Eso sí, es una novedad.

« Porque quiero sentirte », pensó Dégel.

—Sólo quiero ir. —simplificó.

El escorpio se detuvo, congelando su sonrisa. Algo le pasaba a ese témpano de hielo, podía sentirlo pero, ¿por qué guardarse esos puñales que le estaban torturando? Lo despegó para verle, y le atrapó las mejillas gélidas con las manos.

—Algo ocultas, señor don tranquilidad —lanzó sin atisbos—. Pero si no quieres decirme, tus razones tendrás. —Por un momento Dégel se mantuvo sin reaccionar, atrapado en la encrucijada de si decirle o no, pero Kardia le ahorró el trabajo cuando le envolvió el cuello yéndose a su boca, y antes de llegar, se detuvo—: No debes sentirte obligado a decírmelo, Dégel, deja de martirizarte por ello.

—Kardia… —Le miró sorprendido, para luego dejarse llevar por el flujo de esa corriente.

—Y, con lo otro —añadió, bajando sus manos en las estrechas caderas del acuario y éste ladeó la cabeza curioso—, no necesitas mi templo para sentirme más.

Dégel abrió los ojos en par. ¿Acaso le había leído…?

Sin más palabras, Kardia le levantó como un saco de papas para echárselo al lomo, derribando las dos tiaras que cayeron al suelo con un sonido metálico.

—¡Lo podemos hacer aquí! —exclamó en una risa, mientras lo trasladaba hacia su propio escritorio y derribaba todo lo que había encima.

—¡Kardia! —Todos sabían que eso era un regaño—. ¡¿Qué haces?!

Realmente le preguntó por las dos cosas que había hecho, cargarle y vaciar su pobre escritorio de la pila de libros que tenía ordenada por orden alfabético. Y entre Kardia se apropiaba de su boca tragándose sus reclamos, obvió como la carta que recién había escrito, se perdió entre las fosas nasales que respiraban bajo las bibliotecas.

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A media tarde el sol despuntó bajo el manto de nubes que había dejado la tormenta, incitando alas sombras de la cabaña volvieran a cobrar solidez con el paso del tiempo. Acogidos bajo el calor del otro, los santos permanecieron hundidos en el sueño hasta que una risotada les vapuleó los oídos.

Sus ojos se abrieron de inmediato, incluso antes que la risa recogiera volumen, incorporándose al momento como dos mocosos sorprendidos con las manos en la masa. Con rapidez se acostumbraron a la penumbra y el contorno de la estancia se materializó a su alrededor en un parpadeo.

Las miradas de los caballeros alcanzaron su objetivo al encontrar a la figura encorvada y con escasos matices de florecilla tierna marchita, mirándolos de forma divertida desde el borde de la cama, no dudando en hacerse notar con su vigilia a pleno pulmón.

—Esto debería retractarse —El primer cúmulo de palabras burlonas hicieron su primer desfile, más un chasquido de dedos que produjo que velas que, anteriormente apagadas, se encendieran ofreciendo una luz anémica que roció a todo el recinto.

Sin acostumbrarse del todo a eso, los caballeros parecieron recoger el aliento compartido, cuando confirmaron la identidad de la presencia.

—Maldito fósil andante, me la cagas —reconoció Manigoldo cayendo de nuevo en las almohadas, lanzando un gruñido de irritación—. Vuelve a hacer eso, y te quemaré ese horrible vestido que cargas.

A penas estirando la comisura de su labio, Albafica insinuó una sonrisa en su semblante.

—Buenas tardes, Lisselotte —saludó el santo, inclinando la cabeza cordialmente.

—Querrás decir: "Buenas noches" —corrigió con una sonrisa que podía leérsele en los surcos de la piel—. Se han divertido bastante, ¿no?

Dando un leve respingo, el santo de Piscis se enfrentó al rubor en sus mejillas, hasta que el italiano rompió esa atmósfera, carcajeándose.

—Por supuesto, tu cama fue el nido de amor de éstas águilas. Por ahí deben andar los huevos.

Albafica se volteó con los carillos prendidos como brasas, y le estampó en la cara la almohada para que se callase y dejase de soltar estupideces —que eran verídicas en su punto estelar—, ganándose otra risotada acompasada con otra supuestamente más "femenina". Aturdiendo al silencio, el pisciano suspiró, pensando en cómo había terminado envuelto en esa situación. Alzó la vista y regresó su atención al asunto que se suponía que debían abordar desde hace mucho.

—¿Cómo está materializada, Lisselotte? —le preguntó después de una pausa.

—¡Vieja, me la pelas! ¡Apenas me recupero!

Borrando su curva sinuosa, el semblante de la mujer se cristalizó. Entonó su garganta, y dejó que el sonido se escapase.

—Vine a ayudarte con el vestido, Albafica —empezó, echando una mirada a su alrededor, como si con ello quisiera indicarles que su hija estaba en aquella sala, sentada junto a ellos en la penumbra, escuchándolos—. Me vale mierda desgastar al mocoso de tu novio, ese vestido es lo único vivo que me queda de ella.

Por ese escaso segundo, toda carisma se esfumó, incluso obviando "el novio", que había dicho la mujer haciendo que los santos se reservaran las palabras. Ya asumiendo que usaría el trágico atuendo de una dama a la que tanto rehuía e irritaba, Albafica se levantó con lentitud de la cama dejando que el frío de la madera lamiera su piel. Con las palabras de la mujer supo que ya se había encerrado en su propia guillotina. Lisselotte hizo un ademán para que la siguiera hacia la habitación contigua, ya dándose vuelta en sus frágiles pasos.

—Ya el vestido está allá —Dio inicio a sus pasos, con el pisciano detrás que limpiaba sus pisadas invisibles—. Aún puedes retractarte, Albafica.

Deteniéndose a medio paso, el arconte de la doceava constelación se dedicó a estudiar sus pensamientos para responder a esa oración. Podía retractarse…

El aire olía a maleza muerta y a tierra mojada, brindándole la sensación que debería estar en todos los lugares menos en ese.

«¿Qué haría usted, maestro? », pensó. Turbios anhelos tocaron la mente del santo, en tanto un soplo de luz lunar se prismó desde la ventana. Giró la cabeza para ubicar a su parabatai que le sonreía desde las sábanas, y con ello, su rostro apenas logró aligerarse cuando recordó:

“El orgulloso santo de Piscis, jamás se retracta de sus palabras.”

Suspiró resignado. Nadie le mandaba de lengua suelta.

—Si conoces a tu enemigo, tanto como te conoces a ti mismo, se puede ganar una batalla sin una sola perdida —citó solemne, levantando la vista y alzando los hombros—. Si puedo evitar que esas pérdidas, sean en vano... —Se reservó la sonrisa hacia la anciana que lo miraba solícita, con esos ojos lánguidos nublados de una súbita inquietud—. Entonces, valdrá la pena.

Las líneas del santo no habían marcado su punto y aparte, para cuando a Lisselotte se le apreciaba el rostro surcado de lágrimas brillantes, casi fantasmales. Albafica parpadeó sin saber qué hacer, y Manigoldo sólo se echó a reír con ganas, casi revolcándose entre los brazos de las sábanas.

—Mal. Mal, Alba-chan, hiciste llorar a una mujer.

El pisciano ladeó la cabeza y su mirada tenía algo de ave carnívora, paciente y calculadora; enviando el mensaje a su compañero que le vendría mejor elegir el silencio. Ya con ello, la anciana se limpió las lágrimas con la tela desgastada de su manga y rió entre dientes agrietados, soltando una maldición.

—Se me metió una maldita basura fantasma en el ojo —mintió vagamente, para luego conducir sus pasos hacia la otra habitación, dejándolo solos, y el santo se cuestionó seriamente esas reacciones.

—Eso definitivamente tiene que ver con la nacionalidad —razonó finalmente, alzando una ceja.

Manigoldo sonrió ya perdiendo las energías, y le guiñó el ojo cruzando un brazo detrás de su cabeza.

—Tu maestro debería estar orgulloso. —cambió el tema, dejando fluir lo que su mente plasmaba.

—¿Por usar un vestido? —cuestionó, girando el torso para verle mejor—. ¿Te das cuenta de lo humillante que será esto para mí?

Negando con la cabeza, Manigoldo le respondió:

—Por cumplir tu deber, incluso por encima de tu identidad. —añadió, extendiendo la mano para que se acercara—. Eso es un santo de Athena.

Cerrando los ojos, y quizás mostrar una réplica barata de una sonrisa, Albafica se sentó en el borde de la cama tomando la mano que le atrajo al cuerpo que esperaba por él.

—¿Entonces, qué eres tú? —satirizó, delineando aquel rostro que ya se había memorizado.

—La excepción. —dijo enseñando los dientes—. El stripper frustrado que tuvo que ser santo.

Volvió a reírse, y agrietando ese rostro impertérrito de Albafica, compartieron un beso suave.

—Sí, claro —Se incorporó nuevamente, para irse a transformar su imagen en una que nunca creyó hacer—. Un santo dentro de un stripper, vaya, ¿quién lo diría?

La rosa sangrienta hizo su ataque.

—Albafica usando un vestido, quién lo diría. —contraatacó su parabatai, desafiando a los dioses que ya se cansaron de proteger su vida.

Con un tique en el ojo, el pisciano hizo aparecer dos rosas y con esa puntería infalible, casi temible, clavó las mangas de la camisa del italiano sin rozar su piel, en la cabecera de la cama. Ya sabía que era casi inmune, con eso bastaría para que se callara por su insolencia e ignorando las groserías que burbujearon de la boca de su compañero, se dispuso a ir hasta la habitación de sacrificios, que esperaba por él.

Cruzando el umbral de la segunda puerta, dejó que el aire entrara a sus pulmones cuando vio el vestido reposando sobre la cama, esa en su caso, individual.

—Antes de empezar debo enseñarte unas cosas —indicó Lisselotte con las manos reposando sobre su bastón—. Será lo básico que debes saber para ser "una dama".

Con una introducción rápida y breve, la italiana le mostró al santo como eran las poses que debía mantener, sonrisas que blandir, tono que emplear. Quizás profundizó en unos puntos más que otros, como el cruzar de las manos en el regazo cuando se sentara, el como una señora era escoltada, el movimiento de su espalda recta. Y todas esas refinerías que el caballero estaba sorprendido en oír. Se preguntaba cómo una mujer soportaba tanto.

Ya con el intensivo terminado, Lisselotte le pasó el vestido para que ya tomara lugar en él:

—Detrás de ti hay un baño, póntelo y yo te ayudo con los demás.

Albafica lo tomó con recelo, observando los pliegues de la tela, el color centellante, los bordados en la falda.

« Por Athena, ¿qué estoy haciendo? », pensó, asintiendo en silencio, mientras tomaba aquella vestidura que estaba casi seguro que le iba a dar calor.

¿Acaso eso importaba? Ese era el menor de sus incomodidades… ¡Se iba a vestir de mujer! Las cosas inauditas existían.

Se encaminó hasta el baño casi con lentitud, para gozar de esos segundos de su masculinidad. Lisselotte le observaba sugestiva, pero prefirió conservar su lengua callada antes de provocar algo que obviamente no quería que pasara.

Los minutos se arrastraron perezosos, en un tiempo que parecía ser imperecedero, para cuando Albafica finalmente salió del baño con una mueca en los labios. No fue mucho la espera, cuando el cuerpo del caballero se vio enfundado en un vaporoso vestido de algodón de intenso zafiro que siempre se veía en el cabello de Manigoldo. Al verle, la anciana soltó una sonrisa mientras el santo parecía conjurar quizás una pequeñita maldición en sus labios.

Pudo haberse retractado.

—No supe qué hacer con la mitad de ésta cosa —Se acercó, arrastrando el dobladillo, con las mangas sueltas, el encaje mal ajustado, hombros descubiertos y demás que la mujer siguió riendo hasta que llegó hasta él.

—Ven, mocoso, te ayudaré —Dejó el bastón a un lado, tomando algo de la cama que era lo primordial para llenar el pecho del vestido, y sabía que Albafica se opondría por ello—. Primero es el…

—Nunca. —cuestionó el santo, echando un paso hacia atrás cuando vio el brasiernegro que colgaba de la mano de la italiana—. Primero muerto.

—Sin esto, será imposible tu entrada al mundo señorial. ¿En verdad crees que lograrás convencer a las perras que ladran en la mansión, con el vestido vacío en esa parte? —Su voz parecía seria, funestamente seria, intentando a atrapar a un depredador en vigilia.

—Hay mujeres sin pechos abundantes —refutó, retrocediendo mientras Lisselotte seguía avanzando hacia él. Recordando la conversación que Manigoldo y Kardia habían tenido esa noche en el bar de Calvera, de las mujeres planas en el santuario.

Ah, pero eso sí lo recordaba. ¿A qué jugaban esos dioses?

—¿Tanta confianza tienes en la belleza rostro?

Silencio. Mortal silencio. Esa mujer estaba buscando una segunda muerte. Pero ésta pareció más astuta, y su sonrisa guasona le hicieron tragar saliva, bajando la guardia. Más, al notar la presencia de alguien que conocía muy bien, cruzado de brazos en el borde de la puerta.

Por Athena, no…

—Mocoso de mierda, ya que te levantaste, ayúdame. —pidió la mujer.

—No creo que… —intentó hablar Albafica.

—Nada de esto es personal, Alba-chan.

Y el santo de Piscis vio como dos italianos se le abalanzaban encima para terminar lo que él había comenzado.

Malditos dioses.

No supo cómo terminó con la cara escrutada sobre la cama, con Manigoldo retorciéndole los dos brazos y parte de sus piernas, en una poderosa llave fundamental, que les enseñaban cuando eran aspirantes. Intentó luchar, cuando Lisselotte a duras logró pasar las tiras y, mucho fue la batalla del hombre que se revolvía entre ellos, para ajustarlo finalmente.

Albafica sintió el relleno falso rozarle el pecho, y juró por su nombre que haría pagar a Manigoldo con creces esa humillación. La lucha no había terminado, aún podía quitárselo y no desistió de moverse. Intentar retorcerse a pesar del dolor que le estaba durmiendo las articulaciones.

El pesado vestido le estaba restando movilidad, y con una persona con ayuda de un alma encima, realmente lo estaban domando. No, él no podía perder. Pero esos dos italianos eran peor que dos gatos callejeros que conocían todos los rincones de su propio infierno. Lisselotte sonrió cuando el santo en su lucha incansable, no se percató del corsé que iba por él.

—Mocoso, estírale los brazos para ajustarle el corsé —ordenó, sentándose sobre el cuello del santo atrapado.

—¡¿Ah?! —se escuchó el grito de Albafica, pero toda su voz fue tragada por las sábanas que le besaban el rostro.

—Vieja, si hago eso, le será más fácil liberarse. Y créeme que ahí ni Athena nos salvará el culo. —Prensó más los brazos de su compañero y un jadeo de dolor volvió a escucharse.

« Es tu trasero o el mío, mi amado Alba-chan », pensó el italiano sonriente. Nunca creyó divertirse tanto.

—Entonces, sólo levántaselas un poco. Este muñeco no podrá con nosotros. —Con sus piernas encorsetó el cuello del caballero que, ahora, no sólo no tenía movilidad en su cuerpo, sino que ya le costaba respirar.

«¡¿Cómo puede inmovilizarme si es una mujer mayor?! —Ah, claro—. ¡Me las pagarás, Manigoldo! »

Sólo sintió como una tela sintética cubrió su torso, y sólo pudo ahogar un grito cuando esa cosa se cernió sobre su tórax como una boa.

—¡Já! ¡Eres nuestro! —cantó Lisselotte cuando ajustó los cordones cruzados con rapidez.

—¡No puedo… respirar! —balbuceó Albafica ya casi sin fuerzas en sus articulaciones adoloridas.

—Sí, eso es normal. Ya te acostumbrarás —se burló la anciana que no cesó en su tarea—. Mocoso, ya pasamos lo más difícil. Ya con el vestido y su encaje listo, Albafica no podrá quitarse el vestido aunque quiera.

El italiano se compadeció de su parabatai, esos nudos parecían cosa de Hades. Ya entendía por qué las mujeres las ayudaban a vestirse y no porque fueran unas buenas para nada. Logrando la última tarea, la bragueta estuvo cerrada completamente y ya con ello, el orgulloso santo de Piscis vestía un elegante vestido de azul marino.

Los italianos dejaron libre finalmente al santo, y se resguardaron en la puerta cuando el león, jadeante los apuñaló con la mirada.

—Te haré tragar todos los dientes, Manigoldo —Se apoyó en sus manos sintiendo la horripilante sensación de como sus costillas era oprimidas.

—Esa hermosa mujer…, ¿tiene colmillos? —se carcajeó el italiano con las manos en la cintura, al decir esas tres primeras palabras mortales.

—Lo averiguarás cuando te los clave en el cuello. —Y se levantó para irse contra su compañero, pero no llegó muy lejos para cuando sus pies se enredaron con la tela y se vio estúpidamente arrastrado al piso.

Manigoldo no contuvo su risa, que sólo fue carbón para esa llama encendida.

Sería una larga noche.

.

.

.

Para cuando Albafica logró calmarse, misterio quizás de como la gracia divina de su prominencia Athena, en verdad existía; los últimos detalles se agregaron al vestuario del santo.

Se encontraba sentando en una butaca frente a un espejo, mientras Lisselotte se encargaba de arreglar su desmarañado cabello y hacerlo ver parecido al de una mujer de semejante vestidura. Sentía los dedos acariciar sus largas hebras, eliminando los nudos que se habían creado con la pelea anterior, hasta que estuvo totalmente a merced de la anciana.

—Tienes un hermoso cabello —halagó, observando con calma y calculado desinterés.

—No es algo que me importe —respondió el caballero, tratando de retenerse cuando la italiana estaba arrastrando su cabello atrás de su cabeza, dejando caer el resto en el hombro del éste—. No te excedas. —pidió, intentando aplicar algo de amabilidad, para convencerla de no hacerle un nido de aves en la cabeza.

Lisselotte hizo un sonido gutural, parecido a su típica carisma, mientras añadía unas horquillas para ajustar la cola de caballo por completo. Exceptuó el flequillo para poder dejarlo caer débilmente, para luego añadirlo al ajuste de la liga y ocultarla con el mismo cabello celeste.

—No será muy llamativo, no te preocupes —concedió, y para distraerlo, preguntó—: Por cierto, ¿dónde al mocoso de mierda?

—No sé, huyó. —respondió con una letal sequedad, mientras la mujer hacía uso del poder mágico de sus manos, para crear risos que caían en onduladas cascadas que se gozaron de su belleza una vez más—. Por Athena…

Quería morirse, sí, que Hades tuviera piedad de él y le llevase.

Ella sonrió sin fuerza, mientras hacía más bucles y los ajustaba con una crema que el santo no había visto nunca.

—Tu cabello es mágico. No es culpa mía. —atestiguó sonriente y obtuvo un gruñido como contestación—. Es broma, chiquillo. Nadie te reconocerá aquí.

—Espero sinceramente que no —Suspiró con cansancio.

Una sonrisa suave se coló en los labios de Lisselotte, mientras se aproximaba al closet y abriendo uno de los cajones, sacó un pequeño cofre en color dorado. Albafica no quiso seguirle con la mirada. No quería saber lo que vendría.

Para cuando la italiana regresó, traía en sus manos una gargantilla de oro que lloraba perlas, que brilló con elegancia en las manos arrugadas.

—Una dama jamás lleva el cuello descubierto —dijo, pasándole el collar por detrás de la nuca para cerrar el broche—. Con esto, pasarás desapercibido.

Antes de guardar silencio o decir algo que no sabía muy bien qué, se oyeron unos pasos aproximarse por el corredor, y ambos residentes de la habitación giraron sus cabezas para ver al italiano luciendo un chaqué, que le dio una distinción que calló a las palabras y dio la bienvenida al nuevo mutismo en la habitación. Albafica guardando cualquier sonido de su boca, lo contempló acercarse lentamente; incapaz ni de respirar, cuando sus ojos estaban prendidos en aquella silueta dibujada con trazo imposible, bajo un traje de etiqueta de seda que probablemente costaba más de lo podrían pagar. En toda su vida nunca había visto nada tan… decente, sí, decente. La levita negra parecía brillar en el cuerpo de Manigoldo, la tenía abierta como siempre, mostrando el chalequillo —que nunca usaba—, de color marfil cubriendo la camisa del mismo color. Y, por Athena, que su corbata de pañuelo de color zafiro resguardado bajo el chaleco, haciendo el juego estelar con su vestido...

—¿Por qué carajos me miran así? —preguntó enarcando una ceja, sacando los jodidos guantes que no quería usar—. Parezco una mariposa, lo sé. Tú no eres el único que sufre, Alba-chan.

—Aunque la mona se vista de seda —Sonrió la mujer—, mona se queda.

—Un mono malditamente sexy —corrigió el santo, encaminándose a la cama y desde allí…, notó el cambio definitivo en su parabatai. Se quedó estático con los ojos bien abiertos.

—No te atrevas a mencionar algo —atajó, y luciendo desinteresado, quiso saber—: ¿Dónde estabas?

La anciana que aún daba los últimos retoques a la apariencia del santo, se rió entre dientes.

—La primera exigencia de tu esposa.

Ahogando una risotada, Manigoldo prefirió no tentar esa vez a su suerte, y se recostó en la cama con los brazos cruzados en la cabeza. Albafica se mordió la lengua. Ahora debía cuidar sus palabras, ¿qué había hecho para merecer eso?

—Fui a visitar a un viejo amigo que me prestó este traje, y algo más… —respondió, torciendo una sonrisa gatuna, mirándolo de reojo.

—¿Algo más? —inquirió Albafica.

—Ya lo sabrás —se limitó a decir, ya cubriendo sus manos con los guantes para luego levantarse—. Bien, es hora de irnos.

Saltó de la cama, haciendo que ésta hiciera llorar a los resortes con el movimiento e incluso las grietas de maderas suspiraron con sonidos  desafinados. Tendió su mano hacia Albafica, dejando al merced de él en sí tomarla o no. El tiempo se detuvo.

Albafica no tardó en levantarse sosteniéndose del respaldar de la silla, ignorándolo completamente.

—No pienso entrar en papel todavía —Y les pasó por un lado desechando todo cortejo, sintiendo como el corazón le caía a los pies.

¿A qué se debía eso?

Antes cruzar el umbral de la puerta, ya Lisselotte se desvanecía ofreciéndole una última sonrisa.

—Hay algo que quiero darles, antes que partan —dijo, y los dos santos encajaron sus miradas—. Es la última ayuda que puedo ofrecerles.

.

.

.

Después de recibir el último aliento de esperanza y odio de Lisselotte, los caballeros llevaron sus pasos a las afueras de la cabaña dejando sus armaduras en ese estómago de oscuridad. Sabían que en el caso de utilizarlas, sus propios cosmos las llamarían. Albafica había arrastrado su cuerpo hacia el pórtico de ese andrajo, preguntándose cómo las mujeres podían acostumbrarse al racionamiento de aire y andar remolcando esas ropas por todas partes.

Al estar ya de nuevo en ese terreno árido, la noche estaba reluciente de lluvia transformando cada rincón; en espejos sobre los que caminaban reflejándose en el ámbar del cielo. Hacía un esperado frío, y pese a tener un vestido con más de diez capaz de tela, pensaba él, sintió un escalofrío treparle por las pantorillas.

Un manto blanco rodeó sus hombros, y cuando echó un vistazo a su lado la capa de Manigoldo arropaba su piel.

—No es necesario.

—Si te arruinas el vestido, será difícil para ambos conseguir otro —respondió sin prisa, esperando algo que Albafica se preguntaba exactamente qué—. Y la vieja aquella nos castrará a los dos, si algo le pasa, sólo por recordarte.

—Imagino que debes estar disfrutando esto —se resignó con molestia, bajando la mirada cuando mantuvo la fina capa cubriendo su cuerpo—. ¿Qué esperamos?

—Nuestro transporte. —fueron sus escuetas palabras. Después de la pelea que tuvieron, no deseaba abrir el portón para dar pie a otra disputa. Transcurrió casi un minuto sin que nada sucediese, ni palabras, ni burlas, hasta que Manigoldo soltó un bufido y habló al fin—: ¿Dónde estará ese hijo de…?

—Manigoldo —pronunció su compañero a señal de regaño—. Sólo ha pasado un minuto.

—Das razón a mi punto —Hizo crujir los dientes molesto, el frío le estaba encalambrando los dedos enguantados. Antes de que Albafica respondiera, el chasquido de los cascos de unos caballos chocar contra la tierra húmeda, interrumpió el ambiente.

A lo lejos se divisó un carruaje bañado en un color escarlata en degradación, siendo conducido por dos pura sangre que parecían ser sacados del infierno. Se detuvieron detrás de la verja, anunciando su llegada con el rechinar de los animales. Sus alientos exhalaban nubes de vaho y volvieron a chillar cuando el cochero tiró de las riendas.

El cochero ladeó la cabeza hacia ellos, portando un farol que descansaba en una de las esquinas del asiento e iba ataviado con una capa que le cubría por entero. El caballero de los peces se preguntó por qué usar un sombrero de ala ancha que velara su rostro, aunque era claro que la bufanda le protegían de la lluvia y el frío.

—¿Santos de Athena?

—No, de Artemisa —descosió su boca Manigoldo, quien sintió la mano en su hombro y pese a no tener la armadura, le pareció absorber el aura poco aprobatoria.

Bajaron el par de escaleras, y esta vez tomado el brazo del italiano sólo para que le diera equilibrio, levantó un poco la falda para mover esa maraña de tela.

—Disculpe a mi… —"¿marido?", já, como si en verdad fuera decir eso—. Sí, somos nosotros, gracias por venir —repuso Albafica, aligerando su voz para que sonara trágicamente femenina, teniendo su discreción usual y, acoplado a la belleza de su rostro, congeló al cochero quien dejó ver el ceniciento de sus ojos.

—No es nada…, mi hermosa dama. Es la primera vez que veo a una mujer siendo un santo de Athena —dijo, como si solamente hubiese escuchado la voz del santo que tuvo que cohibirse de soltarle un puñetazo—. Con gusto, los llevaré a la fiesta del señor Bartolomé.

"Hermosa", "Dama", "Mujer siendo un santo de Athena", ese hombre debía agradecer a los dioses que estaba abstenido a arrancarle la lengua y dársela de comida a los caballos. Albafica se obligó a sonreír despóticamente, pero los labios parecían habérsele solidificado y no dio más que  una mueca de asentimiento.

La puerta del carruaje se abrió, donde el cancerino le tendió la mano para ayudarlo, y así, ambos subieron en silencio. El interior de ese espacio estaba discretamente decorado con asientos de terciopelo rojo, frente el uno del otro, con borlas de oro colgando de las cortinas en las ventanas.

—¿A tu…? —habló Manigoldo, con una curva en aquellos labios que su compañero con ostentación ignoró cuando desvió la mirada con indiferencia, sin responder a la pregunta inconclusa.

Albafica se liberó de la capa, salpicando un poco de agua el asiento mancillado de pelos esponjosos, sin dejar ir una palabra su boca. Manigoldo dejó descansar su mejilla en el mentón de su mano, y miró por la ventana como luchando con su persistente sensación de decepción. Arrancándole una sonrisa al arconte de Piscis que le observaba de reojo.

«Las derrotas en silencio saben mejor», pensó.

Con el fatídico viaje por una ladera que se observaba por el cristal detrás de la cortina, Albafica pensó precisamente cómo encontrarían esa mansión. Se encontraba molesto, por todo lo que tenía que pasar por esa misión. Sabía que incluso el italiano podría jurar qué, nunca lo había visto tan huraño en toda su vida, cuando ya el carruaje llevaba diez minutos de viaje y no había mencionado una palabra.

Habían silencios más profundos que otros.

Sus cejas fruncidas, sus labios en una mueca y su mirada… Bueno, su mirada era como ir al infierno descalzo. A tanta cacofonía muda, Manigoldo no sabía si era conveniente hablarle, era una mala idea si se considerada un par de veces más. Lo mejor de todo, era que siempre sabía improvisar. Y lo hizo.

—Oye, Alba —empezó con voz dócil, ganándose como respuesta, la atención del averno reflejada en los cristales azules—. No me mires así, que yo no tuve culpa que ahora estés vestido de esa forma.

—De hecho, sí, si es tu culpa que no me lo pueda quitar —lanzó la espina en forma de palabras, que no fueran murmullos o el crujir de dientes.

Manigoldo enseñó los dientes en una sonrisa, para luego caer al abismo de otro silencio, entrecerrando los ojos. Se masajeó la cabeza con aspereza, y abrió los ojos para hablar.

—Le diré al cochero que se detenga.

—¿Por qué razón?

—Para que cambiemos de vestimenta —dijo con voz cansina—. Si me tengo que aguantar tu cara de vieja chingona con la regla en todo el camino, realmente prefiero ser yo quien la use.

En vez de sentirse mejor, el caballero de Piscis enarcó una ceja lentamente, mostrando una sonrisa inesperadamente audaz.

—¿Y sabes quitarlo? —Su voz sonaba tan ácida como sulfúrica que parecía derretir toda insolencia flotante.

Antes de hablar o tan siquiera reírse diciéndole que había quitado muchos vestidos antes, el carruaje se detuvo del tiro. Sacudiendo el interior, haciendo que los santos que estaban dentro chocaran entre ellos, hasta perder el equilibrio y caer uno sobre el otro en ese espacio tan escasamente no-vigoroso.

—¡¿Qué mierdas?! —soltó Manigoldo, con los ojos cerrados.

—¿Qué fue eso…? —preguntó Albafica recomponiendo sus pensamientos en su cabeza, incorporándose con el poco movimiento que podía ejercer.

Por fin levantándose del suelo del carruaje, frotándose la cabeza cuando chocó de lleno con su compañero, el italiano sacó la cabeza por la ventana y cuando fue a insultarle al cochero, notó como el aire había sido cubierto por una espesa neblina que parecía respirar sobre ellos, abrazándolos con un pestilente aliento. La misma consistencia en neblina del barco, diferentes escenarios con el mismo estratega.

—¿Manigoldo? —No le gustó para nada la expresión de éste.

—Bajémonos, Alba-chan —alertó, como un latigazo de instinto asesino—, ahora.

Pareciéndole  extraña esa actitud, no dio tiempo a repasar mucho en eso cuando estiró su brazo alcanzando la manija de la puerta y que ésta cediera al cerrojo. Manigoldo bajó primero, y luego ayudó a él para evitar caídas innecesarias que sabía que eran inminentes sino tenía ayuda.

Tocaron un extraño empedrado a sus pies, y se vieron envueltos en una condensación como si fuese una especie de gel espeso que se enroscaba en el aire. Se oyó un susurro agitado y el sonido de algo rasposo deslizándose, pero eso fue todo. Nada se movía en medio de esa masa gaseosa.

Un aroma fantasmal a perfume de hiedra venenosa se paseaba en las sombras. El piso, cubierto de piedras plastificadas con cemento, rezumaba humedad. Y el murmullo metálico anterior se repitió, como el de una persiana agitándose.

—Esta niebla… —recordó el pisciano. A penas y podía reconocer el contorno de la figura de su compañero que parecía estudiar el entorno como él. Y, coincidiendo en sus pensamientos, se tomaron inconscientes de las manos para no perderse de vista.

Se aproximaron hasta donde debía estar los caballos con sigilo, pero no se atisbaba nada en la espesura de esa niebla. Dando unos pasos cautelosos, el hedor de pantano en putrefacción les hizo hormiguear la nariz cuan más se acercaban. Desoyendo el poco sentido común que les gritaba en las cabezas, notaron como el cielo estaba tan ennegrecido como el fondo de una mina. Y como si el aire fuese sido acuchillado por una invisible fuerza inexistente, la niebla se dispersó de golpe.

Estaban frente al carruaje y, no había rastro del hombre que los escoltaba, ni de los caballos.

—¿Qué significa esto? —Albafica no lo podía creer.

—"Abandonen toda esperanza los que entren aquí" —transcribió el cancerino con una mirada divertida—. Llegamos finalmente a las puertas del infierno, Alba-chan.

Y como si esa oración fuera el abrase sésamo, todo comenzó a suceder; el esqueleto de una estructura empezó a cobrar tamaño, mostrando su monumental fachada que sugería más un castillo que una mansión. Tenía una angulosa piel, que daba la sensación de ser mármol pulido.

—Mierda. —Apretó los dedos de Albafica, y éste notó aún sobre la tela del guante que estaban frías—. No te alejes demasiado.

La penumbra velaba lo que a primera vista parecía ser un portón metálico de caprichosas ondas que delineaban las dos iniciales de la mansión. Cuando caminaron hasta él, éste se abrió lentamente, como un sepulcro, escupiendo un aliento espeso y húmedo. Más allá del chirrido del metal, se adivinaba una oscuridad aterciopelada que parecía tener el deseo de tragárselos. Y justo antes de cruzar la reja, una imagen extraña pasó por una décima de segundo delante de sus ojos.

Una sombra entre millones. Un susurro entre depredadores.

—Mantente alerta, Manigoldo. —advirtió y tomándolo del brazo, cruzaron la verja metálica caminando sobre una lengua empedrada que parecía escoltarlos hasta las puertas de esa gran mansión.

La piedra que disfrazaba el piso, era oscura y viscosa bajo la lluvia, centelleaba como el armazón de un reptil. Y como si eso no fuera suficientemente incómodo, eran flanqueados por gárgolas con sonrisas diabólicas que propinaban todo tipo de asco. Habían árboles más allá de las figuras de los centinelas de piedra, donde la oscuridad parecía tenerr más terreno por allí.

Cuando el camino de adoquines marcó su fin, una tiniebla dorada, espesa y adherente, los esperaba del otro lado. Estuvieron a los pies de una escalinata de piedra caliza blanca que escoltaba hasta una puerta doble de roble con aldabas en forma de leones. A los lados de la puerta, habían ventanales cubiertos por cortinas al otro lado que prohibían el paso de la visión al interior.

—Ten cuidado donde pisas —alertó el italiano, cuando Albafica había olvidado levantarse un poco la falda para subir las escaleras. Obtuvo un bufido como respuesta, y su compañero sólo pudo reírse suavemente cuando empezaron a ascender los peldaños cuidando no tropezar con la humedad.

Una vez arriba, Manigoldo tomó una de las aldabas y, antes de hacerla rugir, la puerta les dio la bienvenida con un eco que se alzó al aire. Cincelando la penumbra con hilos de luz, las puertas se abrieron lentamente como la entrada a una utopía.

—Pareciera que nos estuvieran esperando —murmuró el caballero de Piscis, sin dejar que su observación sobre el lugar se desvaneciera.

—No sería divertido de ser así. —repuso Manigoldo.

Enfilaron por un corredor vestido de una alfombra roja y cuyo techo pendían una secuencia de lámparas de araña, cada una más brillante que la otra. Indicando el camino único a seguir, hasta una segunda escalera que esperaba pacientemente por ellos. Sin dar pausas para admirar la tela brillante bajo sus pies, ascendieron los escalones también vestidos de galas para recibirlo. Al final, se adivinaba unas puertas acristaladas en rojo y dorado. Habían pinturas a sus costados, pero en esa nueva oscuridad era casi imposible advertir la unión de las líneas y adivinar la figura que se escondía detrás.

Las puertas volvieron a ceder ante sus presencias con un crujido y, ante sus ojos, apareció un salón del trono. Otra araña de cristal ocupaba gran parte del techo y proyectaba semillas de diamante en las ventanas que se alineaban al otro extremo de la sala. Las paredes recubiertas de garabatos en dorado, el suelo tapizado de una gruesa alfombra encarnada que, amortiguaba sonido de sus pisadas.

—Sean bienvenidos, mis queridos invitados  —habló una voz hidalga, siendo lanzada de una oscuridad cercana—, a mi hermoso palacio.

Los santos localizaron el sonido detrás de una cortina dorada frente a ellos, reconociendo los contornos de la figura de un hombre luciendo un frac con relucientes mocasines italianos. Éste pareció acercarse a ellos sobre la alfombra de figuras sinuosas y cruzando la tela que velaba su rostro; se mostró una madurez corpórea, pero exuberante en su magnitud. Se le detalló un bigote a lápiz, una sonrisa fácil y engañosa para quien se sintiera a gusto en su mundo. Tenía el cabello con rastros de envejecimiento, más en su rostro a penas y se notaban. Su piel acanelada tan brillante como su sonrisa, les dio la bienvenida cuando bajó el par de escalones para estar frente a ellos.

A esa cercanía, éste logró apreciar mejor las líneas perfectas y precisas en el rostro de Albafica, provocando que se detuviera al acto y toda curva de bienvenida ensayada fue borrada al instante. Nadie dijo nada por ese tiempo. Manigoldo apretó la mano de su compañero que reposaba en su brazo.

—Ya cayó ante ti, Alba-chan —le dijo por cosmos.

Sin responder a ese comentario, el silencio cayó entre ellos, hasta que el mismo hombre se recompuso e inclinó su cuerpo en una genuflexión reverente hacia ellos.

—Disculpen mi descortesía, nunca había visto una belleza tal cual —se disculpó, y acercándose más, tomó la mano de "la dama", para dejar un beso en el dorso.

Albafica sintió la piel erizarse cuando el mostacho le rozó la piel, y la quitó al momento por simple reacción. La sonrisa del hombre le pareció la más desagradable de las que había visto hasta ahora, y por esa fracción de segundo, deseó que su compañero le refugiara en sus brazos para quitarle la sensación asqueada. Sin mencionar, que había algo en el rostro de ese personaje que le resultaba extrañamente familiar.

—Gracias por su sinceridad —respondió, dejando sus manos cercas del italiano, para que éste la sostuviera.

—No dejes que me vuelva a tocar —le advirtió a su compañero. Más por cuidado que por integridad. No quería matar a ese hombre que era el tablero principal en ese ajedrez de figuras humanas.

—Podríamos matarlo con gusto, pero lo necesitamos vivo. —Se escuchó el retintín en sus palabras telepáticas—. Soporta, Alba-chan. Esto apenas empieza.

Dejando la conversación por cosmos, Manigoldo tomó la palabra por primera vez.

—¿Dónde mierdas estamos, y qué es éste lugar? —inquirió con falsa inquietud, como si crear figurillas de pesebre con estiércol fresco fuese más interesante que ver a ese tipo fingiendo una ridícula caballerosidad—. Y lo siento, pero sólo yo toco a mi esposa.

La mirada que le dedicó al hombre fue impagable, siguiéndola con una risa gutural que se desligó entre el silencio y el mal augurio.

—Oh, entonces vuelvo a excusarme. Supongo que tener a una mujer de semejante belleza, es normal desear tenerla sólo para usted —dialogó con un tono pausado, esgrimiendo una sonrisa que parecía cualquier cosa menos amigable—. Me disculpo formalmente, soy Danilo Rinaldi. Es un placer tenerlos en mi mansión, y ofrecerles una estadía que en su vida saborearán, incluso en años siguientes.

El pisciano levantó una ceja.

—Si me disculpa, señor Rinaldi, pero sigue sin responder la pregunta.

Sin embargo, Danilo, ignorando con petulancia las palabras de Albafica, se dio vuelta y los invitó a conducirlos hacia un corredor que se escondía detrás de la cortina de donde había salido.

—Aún no es conferencia de preguntas, señora —Caminó con altivez hacia la abertura que se abría después de cruzar el pesado telón.

En silencio, siguieron los pasos del anfitrión que los escoltó por un pasaje, que al final terminó llevándolos hasta una gran sala circular que perfilaban a cientos de figuras danzantes. Había un reloj de tamaño sorprendente de estilo romano a su izquierda, que era seguido con otros más pequeños en cascada, que daban horas diferentes en sus manijas. Era custodiado por dragones de piedra enclavados y detrás de esas bestias fantásticas se apilaban ventanales que rodeaban todo el recinto con su excéntrico tamaño que rozaba el techo, que ondeaban las telas al vals de la noche.

Al mirar por una de esas ventanas que se alineaban en la pared, el guardián de la casa doce descubrió que la oscuridad del otro lado, había sido sustituida por fanales que brillaban con tanta intensidad que apenas y quedaban sombras entre las que esconderse.

Las lámparas de gran tamaño, congelaban el tiempo con sus cristales, en medio de ese antro. Bajo ellos, habían personas fundiéndose entre ecos de otras épocas, recuerdos del pasado, y bailes refinados.

El aliento de un piano flotaba en el aire, lánguido y arrastrando las notas con desabrigo, junto a otros respiros de otros instrumentos que conformaban la pieza del vals. Los santos estudiaban el entorno y reparando en la presencia de media docena de felinos y un par de cacatúas de color rabioso y tamaño enciclopédico que les miraban desde el fondo, se dieron cuenta de la veracidad de la carta.

No parecían tener el deseo de ser rescatados.

Notando que la escalera donde se remontaban, bajaba como una lengua con su alfombra hasta aquel público que parecían pirañas y ellos carne fresca; fue Danilo que riéndose entre dientes, habló:

—Sorprendente, ¿no? Por favor, esperen aquí mientras atiendo a estos maravillosos invitados —Ribaldi bajó por las escaleras y el público ovacionó su entrada con fuertes aplausos.

Advirtiendo que otro par de caballeros no les quitaban ojo de encima, con esa mezcla de curiosidad y reserva desde lo alto de otra escalinata que estaba sobre ellos: Uno tomó la valentía de acercarse exhibiendo una sonrisa cortés y una de las manos metida en el bolsillo aparentando sencillez y distinción. Descendió un par los escalones y al detenerse frente a ellos, les ofreció una reverencia. Debía de rondar la treintena edad, tenía una cabellera rala que le conferían un aire de ave usurera. Calzaba una mirada de lince y desprendía un aroma a colonia fresca.

—Buenas noches, señores. Bienvenidos a la mansión Hellaster —saludó, y girando su atención hacia Albafica, su sonrisa cobró más terreno en ese rostro—. Y buenas sean para usted, mi señora. Si su acompañante no se molesta, ¿me concedería una pieza de baile?

Ahí no perdían el tiempo, pensó el santo de Piscis. Fue una propuesta refinada, que apestaba a encanto aristócrata que él detestaba. Encantos voladores. ¿Y quién diría que él era capaz de matar cualquier insinuación en vuelo? Sin que en su mirada se mostrara expresión alguna, se llevó una mano al pecho evocando como Lisselotte le había dicho cuando tenía que fingir la petulancia de una dama.

—Me disculpa, buen caballero, pero éste acompañante…

—Es su maldito macho —completó Manigoldo, escudado tras su sonrisa irónica, rodeándole la cintura a su compañero—. Y si ha de bailar, será conmigo.

El hombre los observó sin pestañear, y el pisciano quiso que le tragase la tierra. Tanto como su ridícula actuación, como la de Manigoldo.

—Aquí los títulos de matrimonios quedan absueltos —replicó cordialmente—. No es necesario que mantengan la discreción de fingir ser una pareja.

¿Qué? ¿Los habían descubierto?

—Mantén la cama, Alba-chan, sólo está soltando mierda para que accedas.

—Te quedarás con las ganas de probar a mi mujer, porque sólo yo me saboreo este platillo —Pegó al santo a su cuerpo, que juraba en sus adentros que iba a estrangularlo si salían vivos de allí.

La mirada inquisitiva de ese tipo se detuvo en Albafica, antes de responder.

—¿Y qué dice la señora? —preguntó al fin—. ¿Le gusta estar con un tipo tan mal hablado como éste? Por su expresión veo que no.

A Manigoldo se le encendió la mirada.

« Ahí viene su ponzoña —pensó—. Nos lo jugamos todo en esta carta»

—Se equivoca usted, caballero. —respondió Albafica en un tono ceremonioso salpicado de un manejo de palabras paulatino semejante a cantos de ópera—. Le pido que cuide su boca, es de mi pareja de quien se está refiriendo.

El silencio se hundió entre ellos. Compungido por sus palabras, el guardián del último templo se aferró al brazo del italiano que parecía haber sido robado por la sorpresa de sus palabras.

—¿Me equivoco? —agregó para salvar de la incómoda mudez. Obviamente su garganta se tragó aquellos estúpidos diminutivos afectuosos como: Amor, cielo, o bolita de algodón, que le había apuntado Lisselotte. No, su orgullo aún no caía tan bajo.

Segundos más tardes, Manigoldo logró recoger su lengua y sonrió con suficiencia.

—Ya escuchaste, pavorreal. Recoge tus plumas y vuela. —respondió al fin, y el caballero con una reverencia y sin palabras, se despidió.

No hasta que estuvieron solos, fue que Albafica le regaló un fuerte codazo, bien discreto a las costillas de su compañero, para que le soltara, donde éste reprimió un insulto por estar aún con las miradas encima.

—Modula tu vocabulario, Manigoldo —reprendió el pisciano con voz de acero—. No quisiera tener que repetir eso.

Reprimiendo una risa y sobándose el costado, el santo se acercó robándole el espacio entre sus labios.

—Me estás pidiendo una mierda de gran tamaño para un "recto" tan pequeño —replicó—. Estos diálogos me gustan mucho más.

Albafica iba a replicar, y al ver que no valía la pena, suspiró, con las manos en la cintura. Cuando dirigió la vista al mar de personas que algunas seguían danzando, su vista cayó en un joven moreno moderadamente apuesto que mantenía su mirada en él. Aparentó indiferencia, mientras esos ojos verdes parecían querer desnudarlo con escrutinio. Eso fue hasta que una mujer delgada, con un huesudo y maquillado rostro, empezó a asfixiarlo a besos, sin dejar de mirarle.

Eso le hizo enarcar una ceja.

—A eso se le llama: "Marcar terreno", Alba-chan —le habló el italiano al oído, abrazándolo sutilmente por detrás.

Con las manos sobre la barandilla, intentó no apartarse, puesto que sabía que esas muestras de afectos debían dejarlas al aire. Ahora venía el análisis del terreno enemigo.

—¿Qué quieres decir? —indagó, y con una de sus manos, cubrió una de las que se juntaban en su vientre, convenciéndose que estaba metido en su papel.

«¿A quién quieres engañar, Albafica?»

—A esto —respondió su compañero sacándolo de sus pensamientos. Le tomó de la barbilla, y sobre aquel trono de mármol y tela, depositó un beso en sus labios—. A decir que eres mío frente a todos.

Y no volvió a decir más, cuando esa boca regresó a la suya y él sólo se limitó a entreabrirla para dejarle el paso. Si con ello le dejarían en paz por estar con Manigoldo, podía hacer un último sacrificio. El caballero de Cáncer se alejó sólo un poco y le sonrió con ese aire galán que le despojaba de unas cuantas capas de orgullo.

—Sí que sabes aprovecharte de la situación —le dijo, intentando que sonara como un reproche.

—Tampoco es que me las dejas tan difícil —Se mantuvo allí, a esa distancia, observándole con ese brillo, para luego confesar—: Me gusta como tienes el cabello…

—¿Con este molesto peinado?

Obtuvo como respuesta una negación mímica.

—Recogido —especificó—. Me gusta.

Albafica inexpertamente ocultó el calor que sintió en el rostro, desviando la mirada y apuntar hacia el objetivo de esa misión.

—¿No sentiste nada extraño cuando llegamos aquí?

—A parte de que no siento que la vida circule en todas estas personas, no —informó, como si nada, como si le hubiese otorgado un cortejo.

—Entonces lo que sentí, era cierto —Alzó la vista para observar el techo con figuras geométricas en su superficie—. Pareciera que devorara la vida vital de esas personas, y ese extraño reloj…

—Puede que sea él, quien diga cuando se convertirán en las almas que son —confirmó—. Me pregunto si se habrán dado cuenta esos idiotas.

Sí…, lo pudo percibir. Había sido igual que Lisselotte. Suponía que se debía al poder de su parabatai que no parecía abandonar su cuerpo. ¿En cuánto tiempo dejaría de sentirlo, entonces?

—¿Crees que sea igual como fue con los santos negros? —recordó ese episodio—. Que ésta mansión esté hecha de sus almas.

Sin embargo, algo en los ojos de su compañero no le dio crédito a su semejanza; probablemente estaba considerando que esa parte paranormal no era lo suyo. Manigoldo sonrió enigmáticamente, y sin soltarle, verificó sus pensamientos negando con la cabeza.

—Al parecer sólo consume vitalidad, más no sé qué hace con ella. No siento nada en los muros.

Se contemplaron al trasluz de aquellas lágrimas de oro que llovían desde los cristales, como leyendo sus pensamientos. Cualquiera pensaría que estaban perdidamente enamorados.

—¿Y en Rinaldi, qué sentiste? —preguntó después de perderse en los anillos de aquel iris violáceo.

—Nada. Sólo disparates.

Bingo. Jugaban en el mismo plan de sospecha. Albafica quien permanecía mirándole esos labios que estaban tan cerca de los suyos, no se sorprendió de compartir esa inquietud a la que se sometía su compañero.

—¿De tener sensación de haberlo visto anteriormente?

El italiano asintió sin alejarse demasiado.

—A quien se me parece, no me lo vas a creer.

Siendo envueltos por la música del fondo y el grupo de músicos que hacían sonar a las cuerdas, bañando el lugar en danzas entre los invitados, los caballeros se mantuvieron la mirada.

—Tengo la sospecha que es el hombre, que acompañaba a mi madre el primer día que llegamos —adivinó por él.

Una risita burlona se escapó de los labios del italiano.

—Qué pequeño es este mundo, ¿no lo crees, Alba-chan? —Y le dio otro beso para disimular—. Nos vamos a divertir.

Continuará.

 

Notas finales:

Bueno, con esto me despido. La actualización no demorará tanto esta vez. Puedo explicar mi motivo para quienes se interesen^^:

Estos tres meses (casi 4), estuve al principio saturada de exámenes/trabajo y demás, al segundo mes tuve una pérdida familiar bastante fuerte que incluso hasta días de hoy, me afecta la ausencia. Y, otro motivo de la tardanza, es que también había actualizado las otras historias e incluso subí oneshots. Digamos que sólo les eché agua a las masetas donde esperan jaja.

Les digo que puede que tarde como no, puesto que este semestre estaré en servicio comunitario que sirve de requisito para graduarme. Pero intentaré actualizar pronto.

Ahora bien, aclaraciones:

1-. Recordamos lo que dije en el cap anterior: Manigoldo tiene el poder de darle personificación a las almas y que éstas hagan el labor de atrapar a sus enemigos, tal y como hizo con Alba-chan. Con su misión en Venecia, ese cangrejito aprendió mucho de su senpai para ser ese fortachón santo que es :3

2-. Noté que cuando Albafica está avergonzado, o demás emociones poco usuales en él, suele guardar silencio total. Ya sea cuando Pefko le dijo que era hermoso, cuando los espectros se lo dijeron también (joder jajaj), cuando Manigoldo le sonríe en el gaiden y demás ejemplos que me da flojera contar.

3-. Muchos se preguntarán, ajá el vestido "restaba movilidad", pero si ellos usan "armaduras de oros" ¿no es absurdo? Pues, aquí viene mi respuesta: Ellos llevan las armaduras con cosmos, ya que éstas mismas lo poseen. ¿Cómo meterán cosmos a una tela? Podría ser posible, pero en este fic no x'D

4-. Con Dégel y Kardia, tomé referencias del manga cuando ellos viajan a Bluedgard y Dégel se lleva a Kardia con él *O* y bueno, allí tienes los que querían Escorpio x Acuario.

¡Gracias por leer, y esperar!


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