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Noche de tragos por MissLouder

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Notas del capitulo:

¡El primer capítulo de NDT en este 2016!

—Aplausos, más aplausos, rosas pero no pirañas jaja—

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Advertencias: Lime, Albafica sufriendo con su papel de mujer, Manigoldo fingiendo ser caballero, nuevos oc y romance en nuestros protagonistas.

Noche de tragos.

Capítulo 9.

Perdiendo la identidad.

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Paralizados por la zigzagueante verdad que se había escurrido por los hilos de sus cabezas, Albafica pensó que no había juego más insigne, que una coincidencia materna. Instintivamente sus manos se aferraron a las que estaban en su vientre, recostándose en el pecho que amortiguaba sus desequilibrios. No tenía el deseo de pensar que su propia madre estuviese implicada en esas desapariciones, no era capaz de imaginárselo y, si era de ese modo, él mismo le pondría el fin a esa supuesta historia de fantasía.

—Aún no saquemos conclusiones precipitadas, Alba-chan —le susurró al oído su compañero—. Sé que debes estar pensando en…

—Necesito tomar un poco de aire, Manigoldo —se limitó a decir, regresando sus manos a la barandilla de roble, y el frío le caló la piel cuando bajó la cabeza sintiendo como el aire se comprimía en su tórax—. Hay mucha gente aquí.

Manigoldo soltó una risita menuda entre dientes, dándole el espacio necesario para su margen privado de aislamiento. Y cuando Albafica giró en sus talones, advirtió la mano que se le extendía frente a sus ojos.

—Antes de descansar, ¿quisieras concederme una pieza de baile?

—Debes estar bromeando —Le fulminó con la mirada.

—Necesitamos acoplarnos al ambiente, Albafica —Se encogió de hombros con una sonrisa sardónica pajareando en sus labios—. Todo esto es por la misión.

«Todo por la misión», no sabía cuántas veces se había repetido esa misma línea en la cabeza. Mordiéndose la lengua, dejó que su mano se encaminara a ese pasaje empedrado de tocar la otra la enguantada que lo esperaba. Quiso decirle que era un aprovechado insolente, pero nuevamente las miradas habían caído sobre ellos y, para su mala suerte, su rostro siempre era la señal viva de su humor actual.

—Claro, "querido" —dijo lo más punzante la última palabra, ampliando levemente sus comisuras deseando que el filo de su voz fuese suficiente para cortarle el hígado a ese caballero que tenía como pareja de misión.

Con un semblante triunfante, el italiano los escoltó por la escalinata de madero calizo que descendía a aquel salón palaciego que era rodeado por figuras de ángeles y criaturas ficticias en años anteriores. Descendiendo gradualmente sin apartar la mirada del otro, recapitulando el protocolo aprendido, Manigoldo mantuvo una mano detrás de su espalda, mientras con la otra los llevaba para el centro de la pista. Al contrario de él, Albafica debía usar su otra mano para mano para levantar el dobladillo del vestido sino quería rodar escaleras abajo.

Sumergiéndose en el flujo de personas que se paseaban por todo el centro de la pista, repentinamente el público empezó a aplaudir su llegada con discretas palmadas y miradas perspicaces a flor de piel. En el aire se mezclaba un cierto olor aterciopelado que fulguraba sobre ellos y nadie parecía percibirlo. Danilo había dado su presentación, alertando su presencia en un tono ceremonioso que navegaba con acento cacereño como cal y canto, para luego perderse entre las cientos de siluetas sin nombre.

La música que hasta el momento se había mantenido en una silenciosa balada, retornó a elevar sus turbios anhelos en mezclas de piano y violines. Las luces titilaban con gran estela, mientras ambos santos se mezclaban al vals de la noche, confundiéndose como otra pareja más, de muchas. La mano de Manigoldo viajó con parsimonia por toda la espalda de Albafica, rozando los fuertes lazos del vestido, palpando toda la parte del corsé, deteniéndose por encima de columna, para acercarlo más a su cuerpo y eliminar toda posible distancia. Pese a tener tanta tela de por medio, el pisciano sintió un cosquilleo por toda la parte que "su pareja" había manoseado, incluso cuando sus manos se habían tomado con delicadeza, y él le había puesto una en el hombro.

Se habían situado tan cerca, que podía oler el vestigio de un perfume barato y sentir el roce de una futura barba corta chocar contra la piel de su mejilla. Sus pies empezaron a moverse de forma plácida, siguiendo líneas conexas de un lado a otro. Un suave giro le obligó a dar el italiano, donde la gracilidad de su vestido se ondeó en sus pies, al igual que su cabello, para regresar a una posición más cercana.

—Pese a todo —empezó a decir Manigoldo, con una voz que destilaba una corriente de calidez, mezclada con un extraño energismo que no tardó en contagiarlo—, a nuestra misión, a tus prejuicios y a mi mala maña… —Dejó que una pequeña pausa se balanceara entre ellos para dar mayor ponderación—, nunca creí amar del carajo estar aquí, contigo.

Repentinamente, en el interior del caballero de piscis, con esas palabras, una ola empezaba a arremeter contra su sentido del deber, contra su propio orgullo labrado en sangre maldita. Pensó que si podía estar con Manigoldo, bailando por toda la eternidad…, no sería mas que un final más permisible y, a su vez, con dos giros a la tuerca de sentido común, inaceptable.

Se apretó más a él, dejandose llevar por la fluidez de los pasos gracias a la mano versada que le dirigía en su espalda, y dejando de lado cómo todos parecieron olvidarlos, cerró sus ojos; teniendo la sensación inequívoca de que, realmente, Manigoldo podría olvidar el huracán que conllevaba su personalidad y para que él olvidara la suya.

—Manigoldo… —le llamó con suavidad, pegando sus labios a la oreja de éste.

—¿Hm? —murmuró él, también perdido en el baile, en cómo no quería detenerse, en como quería estar ahí para siempre con Albafica, quien luchaba por mantener encerradas en su boca las palabras que bramaban con salir con estelares de una prontica guerra.

Pensó que ya había dicho o hecho lo suficiente para aceptar muchas de las fatalidades que habitaban en su interior, blasfemando el esqueleto que le había esculpido su maestro Lugonis. Una más, ya no debería significar tanto como todo lo que había hecho Manigoldo en secreto por él.

—Gracias por embriagarme —susurró al fin—. De no haber sido por eso… —Tomó un largo hálito de aire para proseguir con voz señalética y benigna—: No habría sabido tantas cosas de ti. Ni de tu pasado, ni del nuestro y…, no estaríamos aquí hoy.

La pieza seguía, lenta y apacible, en consonancia con sus acciones. Manigoldo en vez de responder, bajó las dos manos por su cintura, y él tuvo la necesidad de posar las suyas en su pecho para enfrentar sus miradas. Por ese minuto de observarse, de abrirse nuevamente a los misterios del alma, Manigoldo sonrió con euforia cuando vio un condicionado gesto en sus labios.

No dijeron más.

Sólo eliminaron la pequeña distancia que los dividía, para que sus bocas terminaran lo que un simple baile había empezado, no, lo que una noche furtiva, había creado. Albafica le rodeó el cuello, escondiendo su boca en esa cavidad para sentirla, recordar el calor le profería, el saber de cómo era sentirse vacío y que esa fuente le llenara los resquicios. De arrasar con todo, con sus espinas, con su temor, sólo dejándole la sencillez de un regocijo serpenteando en su pecho. En ese momento, sentía como si hubiesen escalado un pedestal, y que ahora navegaban sobre las infinitas constelaciones que los regían, librándolo de toda carga que una vez llevó en sus espaldas.

No quería que ese momento se acabase, no se sentía capaz de abandonarlo. Lo quería, lo quería en sus adentros. Quería estar con él, que Manigoldo estuviera en él, literalmente. Que le arrancara cada palmo de ropa y le recapitulara quien dictaba dominio sobre su nombre.

Cuando se separaron un poco, notaron como las lámparas de arañas habían mermado en su intensidad, dejando a cambio, sólo un chisporroteo lánguido que se extinguía paso a paso, mientras la música seguía en una vela constante.

El olor que había sentido Albafica pareció haberse condensado y casi podía palparse como una masa de vapor sobre ellos, y si alguien lo notó; todos lo desecharon. Incluido él, el hombre más solitario del santuario, experto en fragancias letales, también ignoró esa advertencia por estar concentrado en fundirse en la otra presencia que lo pegaba más a su cuerpo. Sólo quería privacidad en ese momento, sólo quería sentir más a Manigoldo. Ese olor no era nada para él y si su compañero se mantenía a su lado, no habría problemas que coadyuvaran una calamidad.

Al reconocer la gravedad de ese pensamiento, se sintió súbitamente irresponsable y prefirió tomar un segundo para levantar una de sus manos, para arder su cosmos para ahogar en su cuerpo ese aroma que los había atrapado como una red de manos férvidas que les quemaban los poros de la piel.

Cuando purificó todo el salón, sintió como si le fuesen bajado de golpe de la copa de un árbol para darse de lleno en la árida realidad.

Se estableció.

Ya no sentía ese calor abrasador de hacía unos segundos atrás. Se separó a un palmo de distancia, percatándose que estaba apoyado de las puntas de sus pies, y ya cuando había regresado a su posición inicial, en sus manos acunaba el rostro del Manigoldo. Ambos jadeando, recuperando un segundo del oxígeno que habían perdido, y con poco interés de molestarse a recuperarlo, fue Albafica quien logró hablar, casi exhalando cada palabra que se había perdido en el revoltijo del desastre que eran sus pulmones:

—Algo no anda bien aquí… —articuló, y gracias a la cercanía era capaz de acariciarle las largas pestañas a su pareja de baile, los fuertes pómulos, y pese a la poca iluminación, divisaba la extendida sonrisa. Tragó saliva cuando las manos de ese caballero empezaron a recorrerle lentamente, despertando un hormigueo bajo su vestido de encaje, encendiendo sus propios latidos que se oyeron en sus oídos—. Manigoldo, escúchame.

Más su compañero sólo sonrió de nuevo, y se avecinó lo suficiente para que el pulgar le palpara el rostro para reseguir el curso del contorno de sus labios con delicadeza, abrigando la suave textura bajo la piel, lo resbaladizo de las ondas de los pliegues, los delicados que eran.

—Somos santos de Oros, Alba-chan —dictaminó, como si su voz ronca hubiese sido arrancada de su pecho con unas tenazas—. Relájate, sólo es un baile. Ignora al mundo por un maldito segundo.

Con ello, con la nueva cercanía, el nuevo contacto, Albafica empezó a quedarse sin aliento reiteradamente. Aquellos iris cárdenos escrutaron más allá del interior de su aliento, y teniendo el asalto repentino, no tardó en abordar de nuevo esa boca sintiendo una peculiar chispa que centelleaba en su mente, mostrándole la conciliación en como los unía ese sentimiento que no había compartido con nadie más.

Cedió sin remedio ante aquella invitación.

Hundió sus dedos en la mata de cabello de fuerte índigo, cuando sus bocas se juntaron con un discreto frenesí de textura gloriosa. Se fundieron en un abrazo sin aberturas, sin interferencias, ahogándose en esa marea que había borrado quienes eran.

Sólo la oscuridad les esperó en el fondo.

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Despertar con la sensación de como si un silbido se resbalara contra su piel, era algo extrañamente íntimo a lo que, en dos noches, ya se estaba acostumbrando. Primero, sintió roces como plumas desfilando por su hombro, subiendo por el cuello, apartar su cabello para fijar un nuevo blanco para depositar otro tren de besos, aflorando palabras suaves.

—Despierta, Alba —siseó alguien contra su oreja, mordiéndola con ligereza arrancándole un extenuado ronroneo, para posteriormente, escuchar una risita—: ¿No sientes curiosidad en saber cómo carajos terminamos en ésta cama?

Obligando a sus ojos soñolientos a abrirse en par, Albafica se irguió de golpe en la cama cuando notó la veracidad de esas palabras, enfocando su vista para recorrer los contornos de la zona en donde estaba. Más su urgencia fue aplacada cuando un mareo repentino le estalló en la cabeza, forzándolo a regresar a la mullida almohada sosteniéndose la sien, como si alguien la hubiera golpeado con una inusitada violencia.

—Hey —escuchó que le llamaban, con una pizca de alerta en el último acorde—, ¿estás bien?

Asintió quedamente, con los ojos cerrados intercambiando la mano de sitio para cubrir sus labios. ¿Si estaba bien?, podría estarlo sino se hubiese incorporado tan deprisa volteando su propio sistema que le provocó una oleada de inestabilidad.

Abrió los párpados pesadamente, topándose con una etérea preocupación en la faz italiana que tenía en frente. Pareció como si hubiese sido vapuleado por un ramalazo de alivio al saber que había despertado específicamente con él. Era la segunda vez que lo hacía en una cama sin recordar con exactitud los hechos anteriores, sin embargo, a diferencia de la noche en el bar de Calvera, en ese momento había despertado entre los brazos de una persona que le robaba el pensar.

Ocultó la pequeña sonrisa detrás de su palma, cuando Manigoldo le pasó la mano por la espalda incorporándolo cuidadosamente, para que lograra apoyarse en él, llamándolo para saber si su mente había tocado tierra. Las sábanas resbalaron hasta su torso, revelándole la desnudez que los sitiaba cuando levantó su otra mano y le propició una tenue caricia en la mejilla, que antes para él, era un acto prohibido. Como todo lo que hacía, como todo que pensaba.

Había cruzado una línea donde ya no podía regresar.

—Estoy bien, no tienes necesidad de preocuparte.

Una nueva sonrisa se reflejó ante él, y sólo tuvo que entrecerrar sus párpados para cuando lo inminente tocó su boca. Fue un beso corto, que dejó un margen para que sus frentes se tocasen y se mantuviesen así por espacio de unos segundos, para cuando Manigoldo volvió a hablar:

—Creo que estamos en problemas, Alba-chan.

—No resaltas algo que ya no me dé cuenta —dijo sin fuerzas, cubriendo sus pestañas con un brazo, evocando el momento en cómo habían terminado anudados en esa cama en primer lugar—. ¿Qué es lo último que recuerdas?

No sabía si abrumarse ante el consuelo de poder preguntárselo a alguien que a él a mismo. Apreciando como los hercúleos brazos que flanqueaban sus costados lo ayudaban a incorporarse, su compañero se dio su tiempo en abrir la catatumba de su memoria para decir:

—Hasta que me pediste que querías salir. Pensar en lo qué pasó después me da un cabronazo dolor de cabeza.

Si la situación no fuese considerablemente seria, Albafica hubiese sonreído. Intentó recordar, esa vez, necesitaba imprescindiblemente perpetuar cada momento y recolectarlos en su mente. Cerró los ojos para dejarse perder en los pasajes sin salida de su cabeza, empezando a evocar imágenes, escenas de un salón atiborrado de personas bailando, besándose, tocándose...

Recordaba haberse olvidado de todo, cuando su boca fue recuperada, respirando aliento contra aliento cuando Manigoldo lo había levantado de nuevo para sentirlo más contra su cuerpo. Le había preguntado si deseaba salir de allí, y si se zambullía más en esas imágenes, podía rememorar como la cabeza pareció darle vueltas, y sólo se estableció en aquellos brazos.

Sabía que cuando la luz se había extinguido, absortándolos en una emplumada nebulosidad sin espacios, una lámpara permaneció viva con sus velas indicando un camino a seguir. En medio del salón se arrancaba la enorme escalera de madera y mármol, similar a la que habían usado para llegar al corazón de ese antro. Ésta se bifurcaba en dos brazos dando un segundo acceso a la planta superior donde habían observado el panorama cuando llegaron.

Las balaustradas de la escalinata estaban formadas de piezas de roble taraceado que formaban volutas que se fundían en el pasamano en una veta de madera más oscura que brillaron bajo la luz de la lluvia de cristales. A los laterales del salón, habían puertas cristalizadas en vidrio primoroso a cada lado, dando acceso a una salida desconocida que muchos no parecían tomar en cuenta.

Y, en aquel instante, cómo si hubiese aparecido por arte de magia, porque hasta entonces nadie pareció advertirla cuando una penumbra espesa lo cubría todo; los trazos de la escalera se hicieron más largos, como si se hubiese desenrollado como una cobra, y sin que su instinto de supervivencia se activase, muchas de las parejas abandonaron la sala de baile para remontarse sobre la vía que parecía conducir al cielo.

Había alcanzado a ver unas mejillas rubicundas y un bigote poblado en la cara que ofrecía un mayordomo que los escoltó, cuando sus pies seguían el paso público ascendiendo peldaño a peldaño la escalinata. Mujeres con incongruentes tacones tropezaban y sus acompañantes las sostenían, riéndose afanadamente. Intercambió una mirada enigmática con su compañero, quien sólo le había guiñado el ojo y habían accedido a escalar lentamente los peldaños aferrándose el uno al otro cuando repentinamente una ansiedad se había esparcido en sus interiores dando la entrada al imprevisto deseo pernicioso de poder sentirse sin obstrucciones de telas, solos, sin intermediarios que alertasen que debían recordar su ¿deber? ¿Misión? ¿Diosa Athena?

Cuando sus pies rozaron el final de la infinita caracola, se reveló un interminable pasillo con confinadas puertas abiertas que permanecían en espera. La iluminación permaneció más aguda por más lámparas y el olor era más fuerte en esa área, casi evidente ante sus ojos.

En su cabeza había resonado el retintín de la alerta que se vociferó cuando pareció ser el único en sus cabales entre la corriente de animales sueltos. Había intentado activar su cosmos para proporcionar una mayor estabilidad a la oscilación mental que los atacó a todos, pero había sido inútilmente incapaz cuando Manigoldo lo distrajo cuando le dio el apoyo de una mano en su espalda, invitándolo a adentrarse en una de esas puertas y que no olvidara la tarea de cómo manejar esa masa de tela ceñida.

No tardaron en adentrarse en una de las libres puertas, que se cerró automáticamente tras sus espaldas en tanto volvían a consumirse a besos, desconectando nuevamente sus mentes, sus alertas, todo lo racional que había deducido y que ese italiano había desmoronado con su solapa presentación frenética.

Todo iba a estar bien, se había repetido. Estaban solos, no iba a poner en peligro a nadie, no iba a conducir a nadie hasta el túnel de la muerte. Sólo estaba con Manigoldo. Sólo con él.

Y era por ese pensamiento, que se permitió olvidarse de su identidad por una segunda vez. Ignorando los detalles de la alcoba cuando ya sentía la piel escocerse con los dulces roces que empezaban a viajar por su cuello, dejándolo saborear la exquisitez de la libertad que sentía en el arco de sus brazos.

Se despojaron las ropas sin prisa, como había sido la levita de Manigoldo, que se mofó en ocultar como la camisa bajo el chalequillo, le quedaba ajustada, permitiendo ver sobre la tela la referencia de como los músculos de los brazos se escondían. Anheló volver a tocarlos, volver a re-dibujar sus líneas, volver a sentirlo contra su cuerpo.

Un par de minutos después y ya se vio con las rodillas tiritando, conforme los roces entre sus lenguas menguaban.

Los dedos de Manigoldo bajaron la cremallera de su vestido, y éste se había abierto como un libro resbalándose por sus hombros, revelando la criatura de piel pálida que era, con labios a pincel que le había desvalijado el sueño desde mucho antes al caballero de la cuarta casa. Dando el alcance para que compaginara todo lo que descubría con besos que nacieron en su cuello, y bajaron espaciosamente por el pecho cubriéndolo de caricias.

Había pronunciado en un gemido el verdadero nombre de Manigoldo, lo había llamado con sutileza extinguiendo en sus labios cada letra de la real y sólida identidad del hombre que ahora lo tomaba sobre sus propias espinas, destejiéndole pausadamente la cruel presión de los cordones del corsé, y después que éste se fuera deslizado hasta sus pies, los dedos regresaron a su espalda para desabrochar la infernal resistencia del sujetador y arrojarlo lejos para seguir en el camino que la boca de Manigoldo estaba trazando. Rozándose, compartiendo el mismo aire que los había abrazado y les había encendido la sangre que hirvió en sus adentros cuan más se fue postergando la explosión.

No tomaron en cuenta la extensión de la recámara, la forma extravagante de los muebles reservados en una esquina con madera decorativa de elegantes espirales en sus bordes, los cojines con bordados diamantinos, la alfombra que custodiaba el recinto y se ensanchaba en toda la habitación en forma circular. Y, más allá, detrás de la inmensa cama real que esperaba por ellos —con un dosel de altura excesiva que sollozaba una fina tela transparente que rodeaba todo el borde ese lecho—, había una cortina espesa que pareció ocultar una pared que daba a entender que era sólo de ventanas de cristal.

Fue poco a poco ensamblando cada pedazo de la desenfocada noche, volviendo a rememorar el momento cuando Manigoldo le había rodeado la cintura, y lo libró de un salto de esa perversidad, castigo, tortura, y cualquier sinónimo que se le ocurriese para ese acicalado vestido.

Fueron retrocediendo, tanteando en las vaporosas sombras, cuando él ya le había despojado lo que restaba para descubrir el pecho de Manigoldo y abandonó toda esa ropa en la fría madera que decoraba el suelo. La sensación del regodeo de cuando finalmente le desnudó el torso y lo sintió pegarse al suyo, renació nuevamente en él en el presente inclusive, cuando se afrontaron cada espacio entre ellos, encajándose como si así hubiesen nacido desde un inicio. Como si así era, como debían estar.

—Me gusta tu cabello, Alba... —le había dicho contra su boca, con los dedos viajando en las infinitos hebras celestes que le colgaban de la cabeza, cuando le quitó las horquillas dejando caer su cabello en libres cortinas.

Las vibraciones de los intentos de respuestas hacia esas palabras, resonaron en su propia garganta, ocasionando que en ese momento de locura, su piel se le erizara ante la persuasiva sensación. Entendiendo en el segundo de lucidez, que ese italiano era todo un hablador. Con el vestido a sus pies, y ambos expuestos nuevamente, usurpando páginas aún más antiguas cuando se tomaron en la cabaña de Lisselotte, Manigoldo le había tomado todo el cabello, y se lo echó a su espalda abrigándole los glúteos.

—No puedo negar que me gustas en vestido, pero... —Le blandió una ramificación de labios provocativa—, me gustas más cuando eres tú.

Una sonrisa tenue finalizó en sus labios, rodeándole el cuello para buscar sus labios, y decir más que un simple:

—Te conviene, esto no se repetirá jamás. —Y ya para cuando volvieron a unirse con afán, se deslizaron lentamente en la profunda colcha, uno sobre el otro explicando en como terminaron juntos envueltos por las sábanas.

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Anclándose a esa cama, no pudo evitar que las mejillas le recogieran un color sobrepotente en todo el rostro cuando había despertado cada sensación que había sentido anteriormente. Quiso cubrirse el rostro con las manos.

—¿Albafica? —pareció llamarlo Manigoldo.

—Ya recuerdo la mayor la parte. —confesó, después de aletear entre las rendijas de cada momento y encontrarlas todas en orden—. Recuerdo que un aroma me pareció demasiado dulce y lo eliminé con mi cosmos, no hay más nada que nos dé la explicación de esto —Suspiró cansadamente, sin querer tocar el tema más fogoso de cuando llegaron a la alcoba—. Además de la revuelta que tengo en el estómago.

Manigoldo chasqueó la lengua.

—Maldito Rinaldi. Cuando lo vea le partiré la cara, estoy seguro que tiene que ver en este zaperoco, se fue ante que nos diésemos cuenta.

—¿Tú no recuerdas? —le preguntó cuando vio la incertidumbre en el rostro de su compañero quien en respuesta negó con la cabeza.

—Ya te dije que recuerdo hasta cuando te invité a bailar —remarcó, reluciendo en el perfil de su cuello el colgante de hueso. Ver la piedra ahuecada, le sacó una sonrisa al santo de Piscis, cuando esa imagen no despertó remembranzas del pasado que cruzaban años anteriores para torturarlo.

—Olvidaste la mejor parte —bromeó por primera vez, erradicando toda sonrisa y suplantándola con una sorpresa masiva en su compañero que casi abrió en dos su rostro. Claro, eso fue hasta que un brillo se le escurrió por los ojos junto a una sonrisa, perturbadoramente amplia. Se le acercó de nuevo, cubriendo su boca con la suya en un roce casi invisible, para cuando Manigoldo expuso:

—Entonces, deberías ayudarme a recordar, Alba-chan —Se le situó de nuevo entre las piernas, transmitiéndole las intenciones que ya centellaban en lo obvio.

—Manigoldo… —intentó detenerlo—, no creo que debamos…

—Tu maldita sangre no funciona conmigo. —dijo sin atisbes de volver a tocar ese tema, hincándole levemente los dientes en el cuello.

—La misión... —Ahogó las demás palabras en su boca cuando Manigoldo presionó uno de sus pezones.

—Aquí no somos santos —le señaló, cambiando las cartas a su favor nuevamente—. Aquí no tenemos obligaciones.

Y así era como jugaba ese cangrejito. Albafica no ofreció otro discurso de llamado a conciencia, cuando ya el canceriano saltaba toda barrera y se adentraba dentro de él con el semblante más alegre que jamás le había visto, con la sonrisa más hermosa que hasta ahora reconocía como la más dulce. Resignado con una exigua curvatura en los labios, extendió sus brazos para liarse en el cuello cuando las manos de Manigoldo se apoyaron en el cabezal de oro donde reposaban las almohadas.

—Te quiero, Alba-chan…

Quiso responderle.

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Nuevamente anudados entre las sempiternas sábanas, Albafica estaba con el pecho apoyado en la colcha pensando en cómo solucionar el problema de tener a un italiano regando besos por toda su espalda.

—¿Es que no te cansas?

Un cosquilleo estriado afloró en sus omóplatos cuando la carcajada de éste se silenció sobre su piel.

—No es que te resistas demasiado, Alba-chan —Abrió sus ojos, aún con los labios saboreando la piel inmaculada.

Girando su rostro para verle sobre su propio hombro, el caballero de Piscis le amenazó con la mirada serena y paulatina con la que muchas veces había enfilado sobre su rostro para intimidar a su enemigo.

—Para ser alguien que se está tomando la libertad de jugar con la muerte, eres bastante impertinente.

—¿Impertinente? —se rió con descaro, trepando hasta su cuello para dejarle otra mordida—. Si apenas he comenzado.

Albafica ladeó la cabeza, suprimiendo un suspiro en su garganta, cuando el hormigueo se intensificó. Apretó la mano que estaba enlazada con la suya, cuando la sensación aún no recogía sus zarpas, a pesar de morderse el labio para distraerse. Aún sentía el calor resquebrajándose por sus venas, y toda la algarabía por la que su cuerpo se sometía después de hacer… aquello, aún se mantenía guarnecido en su ser. Y lo peor, la desgracia de todo, su mayor vergüenza y temor… Su retraimiento hizo una pequeña entrada con sólo pensar en lo mucho que lo había disfrutado… Dioses, ¿quién era el que se alojaba ahora en el cuerpo de Albafica de Piscis?

—¿En qué piensas, Alba?

Absorto en sus propios degolladeros, no advirtió que las caricias habían mitigado y que la pregunta había arrullado en su oído cuando una lamida murió vertiginosamente. Negó con la cabeza cuando la mandíbula de Manigoldo se apoyó en su hombro en espera de la respuesta, y sólo asomó el regaliz de una dobladura en su boca. Trató de controlar los erráticos latidos de su corazón, y permitió que las palabras desertasen de su boca.

—¿Crees que el aroma sea el causante de todo? —intentó asaltar el tema de la obligación que habían arrastrado y olvidado como la cola de un velo.

—Depende de lo que quieras especificar con "causante" —Pareció entrecerrar los ojos, relajándose completamente en la piel de su hombro—. Podemos decir que, sólo es el incentivo que producirá la cagada.

Una insignificante y casi inaudible risa, se ocultó en la boca de Albafica accediendo a dejarse encerrar por los brazos que le rodearon.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó—. Estaba preocupado que me vomitaras en pleno momento de nuestro sexo salvaje. ¿No se suponía que eras inmune a esa mierda?

«Salvaje» y «falsa inmunidad», se acentuaron con cierta grandilocuencia, considerando que lo salvaje estaba descartado entre ellos por ser él el envoltorio de un veneno letal. Y que considerarlo inofensivo era una tentación para regalarle un ramo de rosas pirañas como pago de su desvergüenza.

A ese hombre le gustaba jugar con fuego.

Lo ignoró por un momento, buscando orientarse en la recapitulación de los hechos, reflexionando en sus propias memorias. Barajó varias deducciones y al final la descartó todas, optando por la simplicidad del verdadero motivo.

—Está claro que es una droga que, tuvo más efecto en ti que en mí. —puntualizó y se sentía el roce del metal filoso—. Las fragancias dulces no me gustan. Estoy acostumbrado al de las rosas, pero soportar otra… —Negó con la cabeza—. Mi sistema ya tiene suficiente.

—¿No te afectó su poder, sino el hecho de que no te gusta? —había un retozón de sarcasmo en el tono que empleó—. Eres raro, Alba-chan.

Librándose con la misma suavidad de como unas tijeras cortaban seda, se apartó del contacto del italiano, estirando un poco el borde su comisura.

—Mira quién lo dice —indicó con altruismo, arrastrándose hasta la orilla de la cama para levantarse, llevándose consigo una de las sábanas para resguardar su cuerpo.

Se levantó despacio, razonablemente convencido de que todo estaba en orden después que sus articulaciones crujieran irritadas. Desencajó una respiración lenta y envió señales a sus extremidades para que lo condujeran hasta la puerta que se albergaba lejos de la cama.

En tanto sus pies recordaban qué era mantener su propio peso, sintió una mirada aguijonearle la espalda. Sabía que le estaba observando, más con percibir las emociones latiendo en el cosmos que estaba nuevamente dentro de él. Podía adivinar casi lo que pensaba, y recalcando ese juicio, le dirigió la atención de reojo para encontrarse con una expresión sonriente de oreja a oreja. Lo sabía.

—Creo que me gusta más ese vestido. —le dijo con burla cuando se dejaba caer en la malla de almohadas.

Albafica enarcó una ceja, convencido de que esas palabras encerraban cierta ironía. Reservándose los insultos que se le cruzaron por la cabeza, esperando que su desacuerdo le llegara como pinchaduras de agujas vía cósmica a ese caballero, se giró hasta la verdadera puerta que daba paso a un resquicio de privacidad.

Cuando abrió una de las puertas que habitaban en esa recámara, esa misma resultó ser verdaderamente el baño, lo cual agradeció a su mismísima deidad por la piedad de no obligarlo a recorrer el espacio cubierto de esa jodida sábana.

El baño gozaba de una porcelana de cándido color, que mostraban un reflejo indemne de él en su superficie. Había una espaciosa tina circular en un rincón con bordes ambarinos, el tocador estaba a una distancia moderada al otro lado, y junto a ese, había un cubículo envuelto en puertas de cristal que encerraban la ducha. Y, desde luego, las paredes estaban cubiertas de tapices con esos extraños garabatos, junto a la fijación de la moderada lámpara de cristales que colgaba del techo.

La luz decaía como si fuesen lágrimas de un sol inapetente y recordando el ligero dolor que le culebreaba en las caderas, dejó que la sábana cayese en la baldosa, descubriéndolo totalmente. Se vio en el espejo que abarcaba media pared junto a él, con el mismo marco sofisticado de formas antojadizas en arcos que esplendían con magnánimos brillos como todo lo que conformaba a esa mansión.

Su imagen casi le asustó al verse peregrinamente sereno, con marcas de besos en toda la piel que lo forraba, con un semblante que no repetía desde una niñez pasada. No tardó en ensanchar sus labios, encaminándose para atiborrarse de agua para que le despejara las ideas y le abriera el verdadero portal que debían seguir para descubrir el mecanismo con el que ese lugar operaba.

Abrió el grifo dejándose llevar por el frío bálsamo que le otorgaba el agua que ahora patinaba por todo su ser, humedeciendo su cabello que ya le abrazaba el cuerpo. En tanto se libraba de los garfios que lo ataban cansancio adherente que conllevaba la suciedad y pesadez de días anteriores, su mente regresó al sorteo de las estrategias que les convenían emplear para la solución del problema que los marcaba. Desde el prematuro anhelo que surgió demasiado deprisa y que desembocó una caverna pobladas de tinieblas, como la especulación que encarnaba temperamentos sin escrúpulos que eran blanco fácil para las provocaciones. Estaba en un terreno donde el desequilibrio nervioso de una mujer en quien en ese ambiente de lujo y de vergüenza centuplica, desembocaba los apetitos nativos. Con esas monstruosidades sociales, añadió otra cuando recapacitó cuando había bailado con Manigoldo; el modo en que la codicia rugió en su interior, rogando que lo hiciera suyo sin importar el nido de víboras deletéreas.

Concluyó que todo era un interés desmedido por entregarse a un juego sexual, y precisamente ellos, no habían salido exentos de esa coacción inducida físicamente por esa ventilación de frenesíes lucros. Al menos ya habían verificado en carne propia que las parejas eran obligadas a desvivirse por la otra. Ahora, quedaba de parte de ellos buscar la fuente del origen de ese aroma, para desbocar los enigmas que esperaban por ellos.

Salió de la ducha después de lavarse el cabello con los odoríferos champuses, y jabones que le habían perfumado la piel. Tomó una de las batas dobladas aseguradas en una barra metálica a la pared, envolviéndose en ella cuando ató el cordón en su cintura, para luego tomar una toalla para secarse el cabello.

Un imprevisto destello de su memoria le vapuleó las resonancias cuando resurgió el momento cuando Manigoldo y él… lo habían hecho. Dos veces. Dos. Veces. Francamente lo más que perpetuaba en su cabeza era en como había sido bañado en una granizada lluvia de placer más fuerte que el dolor con el que había empezado.

"La práctica te aflojará", escupió un bufido, permitiendo que una sonrisa le fluyera por el rostro como una nube por delante de la luna. Vaya que tenía razón ese turbulento océano italiano.

Para cuando abandonó el baño, abriendo la puerta silenciosamente, sorprendió a una doncella en su habitación. Su complexión demacrada y larguirucha divisó sus contornos bajo el corto vestido negro que mostraba los tallos que tenía por piernas, junto a un delantal que cubría su pecho.

Retrocedió al instante cubriéndose con la puerta para no exhibir su verdadero género, cuando la chica dejaba un carrito frente a la cama. Ella al percibir su presencia dio un respingo, para luego dar una larga reverencia pidiendo disculpas que Albafica no escuchaba por estar muy concentrado en buscar con la mirada fugazmente a su compañero, y sólo una silueta detrás del dosel le indicó que seguía en la cama.

—¡No era mi intención sorprenderla! —seguía la doncella con voz estremecida, presa de un atávico acceso de urgencia—. Se supone que todos deberían estar dormidos a esta hora… —se excusó—. Sólo vengo a dejarle un aperitivo para usted y su… acompañante.

Ocultándose, Albafica se mordió el labio cuando las palabras que debía decir, se le cosieron a la lengua. Sabía que el titubeo del "acompañante" debía significar que acostarse con cualquiera era la rutina consecutiva en esa mansión. Carraspeó, y optó por tomar su papel de nuevo.

—No te preocupes —dijo, con un matiz que luchaba entre lo áspero e indulgente, como la miscelánea de una lija y el terciopelo de un cantante de blues—. Déjalo en donde creas conveniente.

—¿Desea algo más?

—No, nada por ahora. Gracias.

Con otra reverencia, la doncella emprendió su ruta hacia la salida. No comprendía porque la voz de la chica había sonado tan tensa como un alambre, a tal punto que, le llamó la atención.

—Doblé su vestido y las ropas de su acompañante, mi señora. Las dejé en el centro de mesa —añadió antes de irse, provocando que un calor se agolpara en las mejillas del caballero que fue suficiente para que se tapara el rostro con una mano. No sabía si le incomodaba más el hecho que tomaron sus regadas ropas, esparcidas por casi toda la habitación o el hecho de como deseaba corregir ese "acompañante"—. Hay un closet a su izquierda, donde hay prendas para ambos que pueden utilizar sin compromisos. Si desea que la ayude, no dude en llamarme.

—Lo tendré en cuenta —Repentinamente todo lo que dijo se escabulló con un detectable y palpable titubeo. Tragó saliva, y resignándose a las bochornosas palabras que finalmente iba a desertar de sus cuerdas vocales, pegó su frente a la superficie de la puerta—. ¿Mi… —Vamos, Albafica, tú puedes. Fuiste entrenado para cosas peores, aunque claro, actuar como mujer era la materia que quizás Lugonis se había saltado. Todo era por la misión, sí, todo por Athena—. ¿Mi esposo está despierto?

Un sonido de exclamación fue la afirmación que necesitaba para confirmar sus sospechas.

—¡¿Su esposo?! —recibió en respuesta, con el regreso de la imbuida precipitación—. Pensé que… Olvídelo, reciba mis sinceras disculpas… por favor. —Se retractó de sus palabras, para luego tomar otras de responderlas—: No, señora, creo que no lo está.

Ese cambio de juego le sacó una sonrisa al santo, quien contestó:

—¿Puedes asegurarte que respira? —Por el silencio que flotó en la habitación, supuso que la pregunta la tomó por sorpresa.

—Como usted ordene —Se escuchó el graznido del ligero tacón siendo silenciado por la alfombra de la habitación, hasta que segundos más allá, ella respondió—: Está cabalmente dormido, mi señora.

No supo porque un bálsamo de una deleitable tranquilidad le cegó la racionabilidad, hasta que se percató que un dolor de cabeza despertaba con dientes podridos. Consideró que esa chica podría ser una fuente de información básica para sus objetivos y para poder interrogarla con firmeza, buscó entre las cosas que habían en el baño para cubrirse el pecho. Sólo la sábana indefensa en el piso junto a otras toallas fue lo único que podría serle de utilidad para proteger su identidad, las tomó y presionándolas contra él, abrió la puerta lentamente.

La doncella enderezó su espalda en una línea recta, separándose de lado de Manigoldo, abriendo sus ojos con una controlada sorpresa cuando le siguió las líneas del rostro. Sin embargo, si le consideraba la pieza del diamante en bruto personificada, no lo dijo a voz abierta.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, mostrando una actuada serenidad, manteniendo la distancia cuando cruzó la habitación. Que hubiese dejado lo extremista con Manigoldo, no significaba que todo el mundo estuviese a salvo de él, de lo corrosivo que él era, del mal augurio que arreaba. Se dirigió al juego de muebles que residía apartado a una distancia prudente de la entrada; necesitaba saber dónde estaba el maldito brasier.

—Nicole…, mi señora —contestó ella con un recelo que le estaba engendrando intriga, y guiándose por esas aguas tumultuosas, decidió seguir con las preguntas.

—Hm, Nicole —repitió, y no tuvo que cerciorase para saber que la chica había tragado con fuerza. ¿Por qué estaba tan nerviosa? A pesar de la poca iluminación, consiguió ver la prenda íntima que buscaba, eficazmente organizada en el centro de mesa con arrugas ornamentales en sus bordes—. ¿Eres de aquí?

Nicole asintió, entrelazando las manos detrás de su espalda. Cuando la observó de soslayo, notó que sus hombros parecían vibrar, conllevándolo a decidir que debía acabar con esa absurda patraña e ir al grano directamente.

—No te voy a hacer nada, Nicole. —Se inclinó para tomar el brasier sin soltar la sábana rigurosamente hecha un lío en sus brazos—. ¿Alguna razón por la cual estés tan nerviosa?

—No, no, señora. No pienso que usted me vaya a hacer algo —se apresuró a decir con destacados titubeos—. Debo irme a atender a los otros invitados, si me disculpa.

Sus pasos fueron impulsados por una ímpetu que le permitió ver a Albafica, los hematomas que la doncella ocultaba bajo la tela que encapuchaba sus brazos.

—Nicole. —mencionó y ella se detuvo al acto. No podía dejarla ir fácilmente—. ¿Puedes traerme más tarde una aspirina? Me duele un poco la cabeza.

Con una reverencia de talones, ella volvió a asentir rápidamente, desapareciendo por la puerta dejándolo en la despótica marea de dudas. Se liberó los brazos de las toallas, y fue hasta donde dormía Manigoldo con zancadas largas. Lo freiría vivo por dejarlo solo en ese momento. Si bien debían aprovechar que todos dormían para investigar en esa mansión con total libertinaje, posponer su castigo no le quedaba de otra.

Corrió la delicada cortina del dosel, y allí lo vio, apoyado en su torso durmiendo flemáticamente como si estuviese en la comodidad que en ocasiones subrepticias, su casa podía ofrecerle. Por más de un minuto se mantuvo observándolo, estudiando el moderado respirar, los párpados ligeramente cerrados, la boca entreabierta… Parecía un niño desde ese ángulo. Parecía un niño desde ese ángulo. Recordó cuando lo había descubierto en el barco batiéndose entre las almohadas cuando las pesadillas lo habían asaltado. Recordó las voces que había oído en su primera vez, las hojillas sin filo que martirizaban y le ahuyentaban la paz a su parabatai.

Sintiendo el familiar mordisco de culpabilidad triturarle el estómago, se obligó a sacarlo de esa armonía que poco parecía tener. Si no tuviesen que aprovechar el momento…

Suspiró entrecerrando los ojos.

Se acercó, plantando una caricia en el pómulo, para siquiera, despertarlo como había hecho con él. La mata de cabello añil era un perfecto desastre, y parecía tan profundamente dormido, que hasta la última partícula de su cuerpo, le gritaba que no lo despertara.

—Manigoldo… —Se sentó en la cama con cuidado, y le llevó uno de los flequillos que le estorbaban en el rostro detrás de su oreja.

Quizás por lo que fueron minutos en silencio, con caricias suaves, el italiano logró dar señal de vida cuando abrió los párpados lánguidamente. El cansancio parecía haberse declarado embajador en su cuerpo, y se manifestaba con sombras oscuras bajo sus ojos. Le rozó las pestañas con la yema del dedo, y obtuvo un manotazo como respuesta.

—Vamos, despierta… —Le sonrió un poco, acercándose para murmurar las palabras contra su mejilla cuando Manigoldo había vuelto a consumirse en el sueño.

Su tacto contra el oído fue suficiente para que el santo sonriera finalmente, girando el rostro para toparse con su boca. Una mano se levantó casi como si la hubiese despegado de la colcha para arroparle el cuello, y coincidir en otro beso que ya parecía tan natural en ellos. Dejó que le presionara ligeramente la mandíbula para ampliar la entrada a una traviesa que rozó la suya. Su mente se encendió cuando una sujeción en su torso lo acercó más, recorriéndole la espalda, y ese tacto le hizo inspirar con fuerza. Un extenuado chasquido marcó el fin cuando se distanciaron a milímetros de escalas.

—Tenemos que dejar esto, si queremos cumplir con esta misión, Manigoldo —se quejó, buscándole la mirada ya entornada.

—¿Me asesinarías si te dijera que prefiero que fallemos? —respondió en definitiva, con sus manos alrededor de su cintura.

Albafica le reprendió con la mirada hasta que obtuvo una sonrisa serpentina.

—Vale, no me lastimes —se burló, levantándose, mientras se tallaba los párpados dejando escapar un bostezo sonoro que su mano encerrada en un puño no pudo contener.

—Vístete, no creo que desnudo pases desapercibido. —Se irguió para hacer también lo que le había ordenado al italiano.

—Soy todo un tipazo. —dijo éste, guiñándole un ojo—. Todas caerían muertas a mis pies.

—¿Literalmente?

Manigoldo estalló en una carcajada.

.

.

.

Encerrados en el closet que Nicole les había señalado, los caballeros optaron por cambiar sus atuendos para dar la vuelta a esa tuerca para retorcer el anonimato en esa hora prevista de otros espectadores.

Habían encontrado trajes para caballeros de primera talla aglomerados en una pared, con zapatos mocasines bajo estos, botas altas de llamativos colores, corbatas de todo tipo en un escalón superior e inclusive guantes, bufandas y bastones. Del otro lado, habían vestidos variados con exuberantes colores y brillos repartidos. También habían tacones, fajas, mallas, encajes con lentejuelas, sombreros emplumados, un espacio completo en el medio estaba conformado por un espejo con cosméticos desperdigados en cuchitriles que de igual forma almacenaban joyas, accesorios para el cabello, y demasiadas necesidades cubiertas en un sólo lugar.

—¿Cómo es que esa tal Nicole trabaja aquí? —preguntaba Manigoldo cuando lo ayudaba a colocarse el infierno del corsé—. ¿En esta mierda pagan, acaso? Aguanta la respiración, lo acordonaré.

Albafica, con los dos brazos contra la puerta del resquicio y la cabeza hundida entre ellos, se llenó los pulmones de aire para responder casi en un gemido cuando las trencillas empezaban a ajustarse. Habían elegido un vestido más casual de plisados acampanados de colores cetrinos, mangas largas que cubrieron sus muñecas, y un chalequillo de intensidad más tónica le cubrió el pecho. Manigoldo le subió la cremallera y le pasó una mano por el forrado abdomen, dejando delicado roces cuando ascendió al pecho sobre el busto falso, como si le acariciara los pulmones.

—Soporta un poco más, todo acabará pronto.

Intentando ordenar las palabras que parecían agolparse en su lengua, desechó el recordatorio de soportar esa carga, y respondió a la primera pregunta que Manigoldo le había hecho.

—No lo sé... No alcancé a preguntarle —Un quejido se le escapó cuando el último tirón de las cuerdas le sacó el aire. Cerró los ojos con agotamiento—. Lo ajustaste demasiado… —Las palabras se desmoronaron en su boca.

—Así estaba la primera vez. —respondió, intentando dejar de lado la comprometida posición que su compañero no consideraba al darle la espalda de esa manera—. Por los momentos, estos disfraces del demonio tienen prioridad para poder llevar a cabo nuestros planes.

—Lo sé —Suspiró por quizás quinta vez. Buscando llenarse los pulmones con más oxígeno—. No podemos separarnos, ya viste lo que pasó en el salón, mientras averigüemos qué pasa…, lo mejor será permanecer juntos.

—No recibirás una disconformidad de mi parte sobre eso. —Sonrió extensamente en réplica.

Más concentrado en volver a mantener su respiración racionada, Albafica irguió la espalda girando en sus talones para derrumbarse contra la puerta

—Creo que Nicole… —jadeó, con la irregularidad del vaivén acelerado, llevando una mano a su pecho—, puede ser una fuente fiable para nuestros propósitos.

—¿Cómo haremos para que cante las noticias del momento? —preguntó, lo suficientemente cerca para acalorarle la cara—. Aunque puede que sea fácil para mi poderoso galanteo.

La sensación de que no podía respirar se intensificó dentro de Albafica, como si lo hubiesen atragantado las palabras.

—Tenemos otras prioridades. —Y no pudo terminar la frase cuando sentía una calidez rodearle el cuerpo. Le iba a reprender que, definitivamente, debían ser más serios con el trabajo, y para cuando ya estaba dispuesto a hacerlo Manigoldo se esfumó de su territorio, marcando una distancia como si le fuesen dado un ramalazo en el rostro. Casi se desplomó por la brusquedad sino fuese por el soporte de la puerta, frunció el ceño como objeción.

—Antes que nada —agregó el italiano, antes de su ¿décima tercera sentencia de muerte?—, ¿no deberíamos colocarnos nombres falsos?

Eso detuvo el aura asesina que había brillado en las pupilas del santo. ¿Nombres?, no lo había pensado.

—¿Qué sugieres?

—Yo puedo conservar el mío. Después de todo no es el verdadero. —dijo, rebuscando entre los jubones uno más sencillo que esos extravagantes diseños que parecían querer transformarlo en una bailarina—. ¿Y tú?

Albafica pensó unos minutos sin que ningún nombre le tocara la cabeza.

—¿Qué tal "Celestia" o "Celeste"? —propuso su compañero cuando el silencio fue más extenso de lo normal—. Sería obvio, ¿no?

Sin comprometer su respuesta, sólo se encogió de hombros. Discutir eso, exigía un esfuerzo que no estaba dispuesto a hacer. Ya no había más ignominia que cargar con esa vestimenta de mujer. Su vida ya no volvería a ser igual, de eso estaba seguro.

—No entiendo cómo es que hay servidumbre que no es afectada.

—Más extraño es saber que te drogan y no haces nada para evitarlo —repuso Manigoldo, pasándose la casaca de color heno por los brazos cuando no tuvo éxito en su búsqueda. Desde el cuello hasta el extremo de éste, el bordado era de hilos dorados con botones exóticos que no se molestó en cerrar. Ya se había colocado el hijo de puta de broche que ajustaba el pañuelo de su corbata de boleros, que hacía juego con el de sus mangas que sobresalían de la casaca. Lo peor era que Albafica había elegido ese atuendo para compartir la incomodidad del cambio de identidad.

Antes de que añadieran algo más, una voz irrumpió su silencio, alertando visitas en la habitación.

—¿Señora?

—Es Nicole —reconoció Albafica, ladeando la cabeza hasta la puerta a su espalda—. Salgamos para que nos vea.

Atendiendo a la sugerencia, abrieron la puerta saliendo hasta centro de la sala donde el italiano agudizó los sentidos para reconocer las curvas de una delgada mujer de apariencia esquelética. Y comprobando las palabras que su parabatai le había dicho, ciertamente vestía un rictus lúgubre. Podía sentir su alma voluble al cambio de sus emociones.

Cuando Nicole los vio salir, juntó sus talones e inclinó su cabeza casi a las rodillas extendiendo sus manos hacia ellos.

—Aquí tiene. Son unas tabletas efectivas para aliviar el dolor de cabeza.

—¿Y no tienen un efecto secundario? —congregó Manigoldo ampliando sus labios—. Como no sé, ¿querer corretear desnudo por esta maldita mansión?

Ante la bruma de horror de Nicole y el humor negro de su compañero, un soplo se desvaneció en los labios de Albafica.

—No le prestes atención, por favor —le dijo a la doncella que parecía haberse quedado estupefacta en su sitio—. Nicole, él es Manigoldo.

—Su queridito esposo —añadió con una sonrisa, aliviando la rigidez de la doncella—. Es un placer, preciosa.

Nicole levantó la vista, topándose con dos semblantes compasivos. A pesar que uno parecía debatirse en lo burlón y el otro en lo fatigoso.

—El placer siempre será mío —indicó bajando nuevamente la cabeza—. Disculpen las molestias, pero vengo a escoltarlos. Esta mañana hay un asunto importante. Tienen que estar presentes.

—¿Asunto? —preguntaron los caballeros en unísono.

La doncella afirmó sus preguntas con otra inclinación, dejando las tabletas de analgésicos en el buró junto a la cama, para regresar hasta ellos que le habían seguido con la mirada. Manigoldo le había preguntado a Albafica por cosmos si tenía idea de algo, pero éste sólo sacudió la cabeza poniendo fin a la conversación.

—Señora, ¿desea que le arregle el cabello antes de salir?

¿Arreglar? ¿Peinado?

Oh, no…

Diablos, había olvidado que su cabello seguía como lo mantenía naturalmente. ¿Por qué no podían dejárselo en paz?

—¡Por supuesto! —emitió por él Manigoldo con un grito de emoción—. ¡Mi esposa debe estar más hermosa que todas esas viejas chingonas!

Por un momento, Albafica sentía que deseaba —por Athena, ten piedad—, desmayarse cuando esa palabra se le estrelló en el hígado. Para sorpresa de ambos, la joven rió por primera vez.

—La señora ya es mucho más hermosa sin maquillaje, que cualquiera de las otras que conviven aquí.

—Mi Celestia es más guapetona que todas esas brujas sin escoba —Sonrió Manigoldo mientras seguía los pasos de la chica hacia el closet de belleza.

Cerrando los ojos al no encontrar una salida, y escuchar a esos dos halagando su bizantina hermosura, el santo dejó salir el último suspiro. Ahora su desagrado por esa palabrita, había cobrado un peso de ¡toneladas! en su interior.

«Llévame, Hades»

.

Después de una discusión entre su compañero y Nicole de la cual, cabía subrayar, que él no participó, se amparó en el silencio mientras sus torturadores hablaban de cual look le luciría mejor. Manigoldo había insistido en que quería que tuviera el cabello recogido, y en esa tregua donde sólo podía incrustarse las uñas en las palmas, observó en el espejo la nueva transformación en esa sociedad real.

Primero crearon ondulaciones tenues, para en seguida tejer una trenza en un extremo bajo su sien que recorrió hacia el otro extremo de su oreja, creando una especie de corona con su propio cabello celeste. Habían dejado libre dos hileras de sus hebras junto con el flequillo en la parte delantera de su rostro, y cuando creyó que hacían desastre con él, advirtió como esos mechones eran conducidos para la parte de atrás de su cabeza sujetándolo con un broche de oro.

Ya cuando habían decorado su cuello con la gargantilla de Lisselotte, un pequeño brazalete, y con la mejor excusa que Manigoldo logró inventarse del por qué su esposa no usaba aretes, Albafica intentaba reconocer las líneas que divisaban a la persona que se reflejaba frente a él. Con el avance de los minutos, los causantes de su metamorfosis se apartaron, mientras sus cuerdas vocales apostaron todo el empeño en aumentar el volumen que sacudió las paredes.

—¡Por la mierda de Hades, me encanta!

—Se ve encantadora, señora Celestia —Al parecer ya había entrado en confianza, cosa que no había sido suficiente para la pobre víctima de todo ese acto.

« Mátenme, por favor. —pensó en respuesta a todo—. Que alguien acabe con esta tortura », mantuvo las manos enlazadas en su regazo, abstenido a verse de nuevo, encerrado en ese atuendo. No fue hasta que sintió unos brazos rodearle la cintura, se percató que Manigoldo se había acercado e inclinado detrás de él.

—Ojalá pudieras verte… —le dijo al oído.

—Manigoldo, tengo un espejo en frente.

Pero el italiano negó con la cabeza cuando dejó caer el rostro en su hombro.

—Que te vieras, como nosotros te vemos. —Aumentó el agarre que ejercía sobre él, enviándole una inexplicable corriente de calor por todo cuerpo. Convirtiendo todo en yacimientos de magma crepitando, que se esparció en su rostro.

No tardó en sentir como sus latidos eran acompasados con los que le toqueteaban en la espalda, reconociendo que sus almas vibraban a la misma poesía, que la voz que oía era una extraña melodía y que sólo con eso, tenía la certeza que, su cuerpo existía.

El sonido descarnado de la voz de Manigoldo, susurrándole que le fascinaba, se impuso a cualquier otro pensamiento que hasta el momento le rasgaba el orgullo y después de digerir como lo había desarmado, cubrió las manos que estaban en su regazo, juntando su frente en el cabello índigo que le hacía cosquillas en el rostro.

"Me encanta, me encanta, me encanta, me encanta", repetía Manigoldo y con esas palabras bailando en su cabeza pensó:

«Quizás, por ahora… —Apretó con fuerza los enguantados dedos, agraviado de sentirse así—, pueda conformarme por ti…»

Cuando Manigoldo coincidió su mirada con la de él, le esgrimió una grácil sonrisa en su delicada faz. Vio la sorpresa y luego la vigilia de la victoria en aquel santo regido por la constelación del cangrejo, quien después de recomponerse rodó los dedos por su mejilla con tal suavidad que, por un momento, temió venirme abajo. No podía pensar en otra cosa que no fuera en la idea agónica de besarlo y no fue hasta que, cautelosos, abolieron la distancia que se interponía, hasta que finalmente se infiltraron en esa laguna que los aislaba en una controversia que ya había sido desechada. Aquella sensación de inseguridad que hacía un momento lo había seducido a retirarse del tablero, fue la misma que lo condujo a inclinar más su rostro para dejarse enredar más en la necesidad que sentía de olvidarse de quién era, del demonio que habitaba en su sangre, del veneno que él era. Y que sólo el pozo cavernoso de nacionalidad italiana, lo hacía posible.

Se alejaron despacio, entreabriendo los ojos y mezclar el violáceo con el celeste que habitaban en su iris, creando esas mixturas vivarachas cuando se mostraban sus verdaderas identidades.

—Me estás convirtiendo en el desastre de persona que eres.

Manigoldo sonrió ladinamente para alzarse en sus talones y volver a coquetear con su boca.

—Podrás vivir con ello.

Mientras compartían el pequeño secreto de las dulces expresiones, un carraspeo los regresó al momento de la cual habían escapado, apremiando que se apartaran casi como si un rayo les fuese cincelado. Albafica bajó la vista a sus manos —dramáticamente— enlazadas en su regazo, y Manigoldo se incorporó por completo enseñando los dientes en la sonrisa más extensa.

—Puedo esperar afuera… —Ya Nicole no podía tener más color en la cara.

—¿Te abro la puerta? —arrojó Manigoldo más sonriente de lo ordinario.

—Sí, para que salgamos todos —zanjó Albafica que ya se levantaba armoniosamente de la silla y todo el lucimiento acoplado a su belleza congénita hizo su maniobra ante todos.

Por espacio de un momento, todos depositaron una gota de silencio al quedarse boquiabiertos en el buen trabajo que habían hecho en el santo de Piscis, fue la misma doncella quien se recompuso y girando en sus talones, se percibió como el temblor regresaba a sus manos, su mirada pareció ocultarse detrás de su cabeza y sus hombros decayeron nuevamente.

—Síganme, por favor.

El miedo inexplicable había regresado.

Cuando Manigoldo le había extendido el codo a su compañero, éste lo tomó sin decir una palabra, persiguiendo los trémulos pasos de Nicole que colocaba sus manos en el pomo de la puerta, abriéndola con suspicacia proporcionando el libre paso a las agujas de luz que perforaron la viscosidad de la penumbra.

—Intenten no decir una palabra. Y…, por favor… —advirtió en tono confidencial—, soporten hasta el final.

Los caballeros intercambiaron miradas.

Uniéndose al pasillo aterciopelado, multitudes de personas mantenían semblantes más funestos y adustos, caminando con la cabeza en alto mientras se dirigían a la escalera de espiral.

Esto no me da buena espina —alertó Manigoldo por cosmos.

Me gustaría saber de qué se trata todo esto. Se suponía que todos debían estar dormidos.

Muchos de los invitados, si es que se le podía llamar así, no ocultaban su intriga en escrutarlos de soslayo y fingir indiferencia.

A la mitad del recorrido, tomado del brazo de su parabatai, Albafica divisó a un hombre apoyado en una silla con una mujer en las piernas; en sus dedos tenía un cigarro que se desgastaba sin prisas, mientras lo escrutaba de arriba/abajo relamiéndose los labios. La insinuación flotó en el aire, espesa y lúbrica, tanto que Albafica no tardó en amenazarle con la mirada para pasar de largo con pedantería.

Descendieron el tramo de la escalinata en silencio que se mezclaba con ligeros murmullos que se confundían en las paredes. Ya en la sala circular que los había recibido, la luz entraba a raudales como navajas acuchillando la oscuridad que anteriormente los había estrujado férreamente. Las puertas acristaladas que se encontraban en lados opuestos, estaban abiertas en par permitiendo el acceso al exterior.

Al salir, el cielo poseía extenuado brillo metálico igual al acero bruñido, en concordancia con el frío implacable. Les sorprendió ver una ciudadela de jardines y fuentes sobre estanques cenagosos que se perdían entre las sombras de los árboles. Pero más fue su asombro cuando dos masas arquitectónicas de tamaño exuberante que, atesoraban magnitud de altura frente a sus ojos, los dejó sin habla. Un flujo regular de gente se dispersaba por todos los jardines, mientras se dirigían a lo que parecía ser un laberinto de arbustos.

—La mansión Hellaster, cuenta verdaderamente con tres secciones que conforman su edificación. —informó Nicole, siguiendo el paso hasta el arco floral que era traspasado por todo el público—. Ya conocieron la central. Esa es el ala este —Apuntaba con el dedo, en tanto recitaba su explicación—, y esa el ala oeste.

—¿Por qué nos dirigimos al ala este? —investigó Manigoldo empalmando un rostro improvisto de sus naturales expresiones.

Nicole apretó la mandíbula.

—Esta mansión… recaudaba personas solteras para albergarlas en sus adentros, con la invitación que todos conocieran el libertinaje de estar con quienes desearan. Sin embargo, nadie advertía que no podían ser desleales a sus prejuicios amorosos y era por eso que debían abstenerse a relacionarse. Muchas personas aquí, se han conocido, enamorado y, finalmente, entrado en el juego que ella planeó desde el inicio. —Reprimió sus manos contra su pecho—. Diversos números de parejas fueron severamente castigados cuando rompieron el ideal de Hellaster, y después que varios se percataran del verdadero peligro, ella empezó a tomar matrimonios de afuera para adentrarlos aquí… y seguir con sus… propósitos.

Albafica inmediatamente recordó el verso de la carta que había leído en el barco.

—Hoy, alguien… —Nicole alzó la mirada aprensiva—, alguien ha roto el pacto… —Tomó una gran bocanada de aire para continuar—: Y será castigado y exhibido por ello.

El castigo para los infieles, es la exhibición de su traición.

Todos guardaron un silencio sepulcral del escéptico e innecesario consuelo.

Continuará.

 

Notas finales:

Feliz navidad, año nuevo, reyes magos, y no sé, ¿carnaval? Jajaja Después de un par de mesecitos, ¡regresé!

Ahora, quienes quieran saltar esta palabrería pueden hacerlo con gusto. En este capi no habrá aclaraciones —creo que todo está claro jaja—.

Muchos se preguntarán: ¿Ah, carajos te fuiste?, pues déjenme decirles que, en esos dos meses sin publicar nada, había considerado la idea de abandonar la escritura.

¿Por qué?

Porque en el respaldo de mi amado pendrive donde tenía todas mis historias incompletas —porque mi pc había muerto—, se formateó completamente. Intenté recuperar los documentos, pero sólo recuperé uno de Inuyasha que publiqué hace poco.

Es la segunda vez que escribo este cap, y les digo que en verdad estaba muy molesta y no quería volver a escribir más. También lo que tenía escrito de dominio terrenal, A tu lado y el extra de fiebre de heno (Sí, me había decidido hacerlo)

Luego de un mes de frustración, en un fin de semana sin tener nada que hacer me senté frente a la computadora y dije: Bien, veamos qué sale. Y la respuesta fue:

Intento fallido.

Sin embargo, en ese tiempo de casi gritar jaja (debo mencionar que nunca había estado en ese estado, puesto que cuando me sentaba a escribir todo fluía sin problemas), logré escribir dos novelas propias que tenía en mente hace un buen tiempecito. Después de ver que podía seguir escribiendo y que no podía abandonar mis historias, volví a desafiar a mi ira y pues, aquí tienen. Tres días robando tiempo a Cronos para escribir jaja

Si les soy sincera, mis queridos lectores, quería subir este capítulo el 24/12/2015 porque era el aniversario de un año de este fic, pero ya les conté el porqué x'D

Bueno, eso es todo por hoy, espero que les haya gustado el capítulo y, agradecimientos a quienes se toman la molestia de añadir fav y follow. Y doble/triple/rosas y besos a quienes manifiestan su agrado en reviews, ustedes me motivaron a volver. Gracias por no olvidarse de mí, gracias a los guest que se molestan en dejarme su linda opinión y los que me piden que actualicen jaja, sorry por tardar siempre ;v;

Definitivamente, gracias.


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