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El Refugio por AndromedaShunL

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Notas del capitulo:

Siento muchísimo haber tardado tanto en actualizar cuando mi intención era subir más o menos dos capítulos a la semana. Lo cierto es que lo estuve pasando bastante mal, ya que se me juntaron los exámenes finales y el fallecimiento de un compañero de clase del que fui novia en primero de carrera... fue un golpe demasiado duro para mí y aún sigo sin poder creérmelo, pero bueno, el tiempo todo lo cura, dicen. Y, como el pesimismo es un arma de un único filo, ¡aquí estoy de nuevo, llena de energía, tras haber terminado ayer mi último examen! 

Sin más dilación, el capítulo 6. ¡que lo disfruten!

Ese día Camus había insistido en que Milo no robaría comida, sino que le llevaría a una de las tabernas a desayunar, comer y cenar y, si era necesario, hasta a beber ron. El rubio se había negado en rotundo, pero los labios cálidos de Camus no admitían réplica. Así, terminaron entrando en una taberna llamada “Paraíso”, mucho menos mugrienta que las demás.

                Se sentaron en una mesa cerca de la chimenea. Ese día había sido lluvioso y frío, y agradecieron gratamente sentir el calor del fuego en sus mejillas y ver cómo este revoloteaba sobre la madera.

                No tardaron mucho en llevarles el desayuno: una fuente de frutas, unas tostadas y mermelada junto con un vaso de leche para cada uno. Milo se preguntó varias veces si no sería aquella la primera vez que desayunaba algo como aquello en un lugar como ese, pero los ojos rosados de Camus no le dejaron pensar mucho más.

                —¿Cómo sienta cuando no robas comida? —Le preguntó sonriente.

                —Siento que no me la he ganado —se burló, recibiendo una patada del pelirrojo por debajo de la mesa.

                Al terminar de desayunar salieron de la taberna y se dedicaron a pasear tranquilamente por toda la ciudad, evitando los sitios en los que reconocerían a Milo por haberles robado, que no eran pocos, pero la muchedumbre de la calle les ayudaba a pasar desapercibidos. El rubio estaba preocupado por el dinero de Camus, pero este no parecía molestarse en absoluto, llegando, incluso, a comprar un racimo de cerezas que comieron sentados en el banco de una plaza pequeña.

                Monópolis era una ciudad horrible. Todas las casas eran del mismo color, al igual que los tejados, y la mayoría tenían la misma altura salvo las que eran de gente con más dinero o abanderadas por el gobernador. Con los comercios pasaba lo mismo. Las calles eran oscuras y sucias. Las gentes, desconfiadas y de malas miradas.

                El resto del día lo pasaron como Camus le había dicho: fueron a comer a la misma taberna y para cenar fueron a otra distinta que era especial para noches. Al terminar, y después de probar por primera vez el vino, regresaron al humilde hogar de Milo.

                —Hoy ha sido un día muy especial —le dijo el rubio cuando se cubrieron con la manta apoyados en la pared. Camus se había recostado sobre el hombro de Milo.

                —Solo me haces falta tú para ser feliz —le susurró.

                Milo le besó suavemente en la mejilla y Camus le correspondió al beso juntando sus labios con los de él. El beso se prolongó y aumentó en intensidad. Sin importarles ya quién les mirara o quién les dejase de mirar, se quitaron las ropas y recorrieron cada uno el cuerpo del otro.

                Camus se sentó sobre sus piernas y dejó que Milo entrase en él. Se movió sobre el rubio mezclando sus suspiros de placer y danzando con el frío aire erizándoles el vello del cuerpo, pero eso no les detuvo.

                Terminaron recostándose sobre el saco, abrazados bajo las imaginarias luces de las estrellas, rememorando las que habían visto en los baños públicos, días atrás, y recordando todos los momentos como aquel que habían compartido.

                Ninguno de los dos habría podido si quiera soñar que esos días ocurrirían, ni que terminarían enamorándose el uno del otro, dos extraños, dos personas completamente distintas. Dos personas que hasta el momento, habían compartido todo lo que tenían. Y no querían que lo que habían conseguido en tan poco tiempo cambiase jamás.

 

                                                                                              ***

La oscuridad del túnel se hacía cada vez más penetrante y amenazadora aunque no hubiese nada ni nadie que les cortase el camino. Simplemente, seguía exactamente igual que cuando habían entrado, y eso era lo que más les asustaba. A esas alturas no podían pensar en otra cosa que no fuese en la infinidad del túnel y que jamás conseguirían llegar al otro lado.

                Sin embargo, algo pasó: Marin, que iba delante, tropezó y cayó apoyándose en la pared, que en vez de amortiguarse el sonido con la tierra, rugió con el estruendo del metal.

                Rápidamente, Aioria fue hasta ella y le ayudó a levantarse sin desviar la mirada de la pared. Apenas veía nada, por lo que tuvo que palparla con las manos hasta que una sonrisa asomó a su rostro esperanzada.

                —¡¡Es una puerta!! —Les gritó a todos, y estos se acercaron compartiendo la nueva ilusión de salir de aquel lugar.

                Aioria encontró el picaporte y lo giró en todas las direcciones, pero la puerta no cedió. Marin le quitó de en medio con un suave empujón y tanteó la puerta. Apoyó la oreja sobre ella y sonrió para sí. Entonces, sacó de uno de sus bolsillos una tarjeta metálica bastante fina y la coló por la cerradura. Se oyó un chasquido y Marin giró el picaporte. La puerta se abrió.

                La oscuridad no se desvaneció, pero se hizo menos evidente. Unas pequeñas luces se reflejaban en las paredes de metal de todo el lugar. Había vías separadas por un escalón bastante alto. Los escombros bloqueaban el paso de un túnel mucho mayor hacia la derecha.

                —¿Qué es este lugar? —Preguntó Shura cuando todos salieron del túnel de tierra.

                —No tengo la menor idea —dijo Marin.

                —Sea como sea —dijo Aioria—, por lo menos hemos conseguido escapar.

                Avanzaron en la penumbra sin separarse los unos de los otros. Shaka y Aioria iban cogidos de la mano, así como Shura y Mu. Marin iba al frente concentrada en el lugar que acababan de descubrir. Al llegar a cierto tramo tuvieron que bajar el escalón y continuar por las vías de hierro. Un buen rato después, llegaron a un ensanchamiento del camino y subieron de nuevo hasta una plataforma. Descubrieron, entonces, varias escaleras que subían. El túnel de las vías continuaba hacia adelante, pero ninguno tenía ganas de continuar en la oscuridad.

                —¿Crees que nos llevará a la superficie? —Le preguntó Aioria a Marin cuando ya habían comenzado a subir.

                —No lo sé —le confesó—. Lo único que espero es que no nos encontremos con deformidades o esqueletos.

                Cuando terminaron las escaleras se percataron de que habían estado dentro de un edificio subterráneo y ya habían encontrado la salida. Tras el último escalón, se abría ante ellos una puerta vallada de cristales rotos y esparcidos por el suelo. Corrieron hacia ella con exclamaciones de júbilo y la traspasaron hasta volver a sentir el aire frío en sus rostros.

                Marin se dejó llevar por la sensación y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, percibió a lo lejos algunas casas de madera. Por lo menos dos o tres tenían las luces encendidas.

                —Lo veo —le dijo Aioria posicionándose junto a ella.

                —¿Crees que serán…? —El moreno negó con la cabeza.

                —Estoy completamente seguro de que son personas como tú y yo —le sonrió y le abrazó con cariño.

                Caminaron hasta la pequeña civilización con el corazón acelerado. No querían hacer mucho ruido, pero cuando ya estaban llegando, se sintieron completamente observados y no tardaron en salir de entre los escombros del resto de casas y de detrás de los troncos de árboles marchitos hombres y mujeres que les apuntaban con sus pistolas.

                Levantaron las manos y se pegaron los unos a los otros al tiempo que el resto de personas se acercaba a ellos con los rostros sombríos y las miradas curiosas.

                —Esperad —dijo uno de ellos abriéndose paso.

                Era un hombre alto y joven. Tenía el cabello azul larguísimo que le caía por la espalda, y los ojos, del mismo color, eran serios y severos. Sin embargo, al verles, cambió su expresión por una más relajada y les pidió a todos que bajasen las armas.

                —¿Quiénes sois?

                —Nos encontraron los guardias y tuvimos que huir —dijo Aioria dando un paso al frente.

                —¿Qué guardias?

                —Los guardias de Monópolis.

                —Eso está muy lejos.

                —Huimos por un túnel —dijo Marin—. Llevamos horas y horas caminando en la oscuridad. Estamos cansados, tenemos hambre y sed…

                —¿Han dicho que vienen de Monópolis? —Preguntó otro hombre. Era exactamente igual que el otro, solo que tenía el cabello de un tono más claro.

                —Así es —afirmó Aioria.

                Poco a poco todos los demás fueron dejándoles solos hasta que quedaron los miembros de La Resistencia y los dos jóvenes que eran, claramente, gemelos.

                —Acompañadnos —les dijo el primero.

                Les llevaron por la única calle de aquel lugar. A ambos lados del camino se alzaban tanto las casas destruidas como las que albergaban luces en su interior. Se pararon en frente de una de ellas y abrieron la puerta. Esta era mucho más grande que las demás y tras pasar el recibidor dieron con un pasillo con numerosas puertas a los laterales. Entraron en una de ellas y descubrieron que era una especie de comedor.

                —Cuando terminéis de comer venid a vernos en la casa de en frente —les dijeron—. Tenemos muchas preguntas que haceros.

 

                                                                                              ***

Despertó sobre una cama muy alejada de ser cómoda. Estaba bastante destrozada y podía sentir los muelles clavándose en su espalda. Le dolía fuertemente la pierna y casi al instante recordó todo lo que había sucedido. Se incorporó rápidamente con la frente perlada de sudor y se encontró con la reconfortante mirada de Aldebarán que estaba sentado a su lado.

                —¿Dónde estamos? —Se llevó una mano a la pierna dolorida percatándose de que la tenía vendada.

                —En un edificio. No estamos lejos del peligro, pero las puertas están aseguradas.

                —¿Quiénes… ? —Empezó, pero su pregunta quedó respondida cuando los dos individuos que les habían rescatado aparecieron bajo el marco de la puerta.

                Uno de ellos era de piel más morena. Tenía el cabello azul corto y perilla. Sus ojos burlones acompañaban a la sonrisa que formaba en los labios. Le sacaba unos diez centímetros de altura al otro, que tenía el pelo de un azul muy tenue, largo hasta la cintura. Sus ojos eran grandes y preciosos, y su piel blanquecina parecía tan suave como la seda.

                —Máscara de Muerte y Afrodita —les presentó Aldebarán con una sonrisa—. A mí también me parecen muy raros sus nombres —le dijo en un tono más bajo—, pero salvándonos me da igual.

                —Muchas gracias —dijo Aioros, quien trató de incorporarse de nuevo sin lograrlo.

                —Yo que tú no me movería —dijo Máscara.

                —¿Qué hacíais ahí afuera?

                —Nuestros radares detectaron vida en este lugar —respondió Aioros—, y veníamos a ver qué clase de vida era —se encogió de hombros.

                —¿Y para qué? —Preguntó Máscara de Muerte.

                —Tenemos un propósito —se limitó a contestar.

                —Necesitamos gente —explicó Aldebarán—. Pertenecemos a un grupo de rebeldes con el objetivo de tomar Monópolis y liberarla de la tiranía de una vez por todas.

                —Esa ciudad sufre constantemente. Sus habitantes agonizan en la calle aterrados por el absolutismo del gobernador. Un paso en falso y te irás a las mazmorras, y solo Dios sabe lo que vendrá después.

                —Sé cómo se vive en Monópolis —dijo Máscara.          

                —¿Escapasteis de allí? —Preguntó Aldebarán.

                —Nunca hemos estado allí —respondió Afrodita—, pero no somos sordos. Mucha gente escapa y les preguntamos por ello, pero no tenemos la menor intención de descubrir que lo que dicen es cierto.

                —¿Cómo? —Preguntó Aioros atónito—. ¿No sois de Monópolis? —Al ver que negaban con la cabeza se sorprendió aún más, pensando que les tomaban el pelo—. ¿Entonces…?

                —Tampoco eres el primero en reaccionar así —dijo Máscara de Muerte—. Hay más regiones aparte de Monópolis, lo que pasa es que estas están condenadas a la catástrofe. Nadie las gobierna, todos hacen lo que les da la gana. Todos matan a quien les da la gana —su sonrisa no desaparecía de su rostro.

                —¿Y cómo hacéis para sobrevivir? —Preguntó Aldebarán.

                —Lo mismo que ellos —Afrodita se encogió de hombros—. O eres fuerte o eres un pringado que morirá pronto. O tienes un grupo fuerte de amigos. Por suerte, encontramos un lugar en el que hay cuatro líderes sólidos y respetados.

                —¿Y dónde está eso? —Preguntó Aioros.

                —Bastante lejos de aquí, eso si vais andando, claro.

                —Vinimos en una moto —dijo Aldebarán—, lo que pasa es que la dejamos a las afueras de la ciudad para no levantar sospechas…

                —Creo que es la mayor estupidez que habéis cometido nunca.

                —Eso es que no has estado lo suficiente con nosotros —rio Aioros.

                —En fin, nosotros estábamos aquí de paso —dijo Máscara de Muerte—. No creo que os queráis quedar, así que ya puedes ir cargando con él y metiéndolo en el coche antes de que esas atrocidades nos pillen.

                Cargando con Aioros a los hombros se subieron en el vehículo que les había llevado hasta allí. El que conducía era Afrodita mientras Máscara de Muerte no dejaba de contarle historias estúpidas y que pretendían ser graciosas.

                —Eso ya me lo contaste ayer —replicó—, y anteayer, y el día anterior…

                —¡No me puedo creer que no te haga gracia!

                —No me la hizo la primera vez, ¿en serio esperabas que me la hiciera ahora?

                —Siempre fuiste un aburrido —hizo una mueca de decepción y se puso a mirar por la ventana.

                El paisaje, por muchos kilómetros que recorriesen, nunca cambiaba. El cielo seguía estando gris, y se oscurecía rápidamente cuando llegaba la noche. El sol siempre estaba oculto tras una extraña polución que no se marchaba para dejarles ver de qué color era el cielo.

                De súbito, Máscara de Muerte agarró el brazo de Afrodita y le señaló la ventana. Por ese lado estaban empezando a salir de la tierra miles de esqueletos. Algunos ya les estaban persiguiendo lentamente. Sin embargo, y por muy torpes que fueran, les habían comenzado a rodear por todas partes hasta que Afrodita aceleró el vehículo y fue arrollando a todos los que se ponían por delante.

                —Agachaos —les dijo cuando los huesos empezaron a golpear los cristales y a romperlo.

                Afrodita no disminuyó la marcha, sino que pisó aún más fuerte el acelerador hasta que el coche no podía ir a más velocidad.

                —¡¿Qué haces?! —Le preguntó Máscara de Muerte en un grito.

                —Salir de aquí cuanto antes —le respondió en el mismo tono.

                Cuando la tierra dejó de removerse bajo las ruedas, aminoró la marcha y todos suspiraron con el corazón latiéndoles a mil por hora.

                —Espero que no os mareéis —dijo Afrodita.

                —Vas a tener que parar —dijo Máscara llevándose una mano a la boca.

                —¿Lo dices en serio? —Comenzó a reírse sin poder creérselo, pero unos metros más allá paró el vehículo y dejó que Máscara de Muerte saliera—. ¿Estáis bien? —Les preguntó a Aioros y Aldebarán con una expresión más preocupada, pero estos asintieron conteniendo la risa por el espectáculo del otro.

                Máscara de Muerte regresó al coche y Afrodita le dio una botella con agua. Cuando por fin terminó, le prometió que esta vez conduciría más tranquilo.

                —Nunca te habías mareado antes —le reprochó cuando se pusieron en marcha.

                —Nunca habías conducido como un loco antes.

               

Tardaron bastante en llegar a su destino. Ya había anochecido y el cielo negro les amparaba desde arriba, pero no les enviaba ningún tipo de tranquilidad. Más bien al contrario. Apenas podían ver nada en la oscuridad de la noche y estaban en tierra desconocida con dos desconocidos como guías. Aun así, estos no parecían nada hostiles e incluso habían vendado la pierna de Aioros.

                —¿Qué lugar es ese? —Preguntó Aldebarán.

                Habían llegado a un sitio que no resaltaba sobre lo demás a excepción de unas cuantas casas al final del camino. Estas se encontraban tras vallas de metal. La mayoría estaban en ruinas, pero había varias que tenían luz. Al detener el vehículo, un hombre de cabello azul larguísimo se acercó a ellos y les saludó con una sonrisa.

                —Hola Saga —le saludó Máscara de Muerte.

                —Veo que habéis encontrado algo —dijo este mirando a Aioros y Aldebarán.

                —Fueron a la ciudad guiados por un radar —dijo Afrodita—. Al parecer estaban en una misión desesperada.

                —Es una casualidad —dijo Saga—, hace una hora llegaron aquí varios individuos huyendo de los guardias. No recibimos muchos invitados normalmente.

                —Está herido —Afrodita señaló la pierna de Aioros—, deberíamos llevarle a que le vea Shaina.

                —Yo les llevaré —dijo Máscara—, tú cuéntale lo que hemos descubierto.

 

Entraron en una de las casas, percatándose de que la habían amueblado de forma que pareciese una especie de enfermería. Tenían camillas y estantes llenos de utensilios de poca confianza. Había tijeras, agujas, frascos y hasta martillos. Una mujer de cabello verde se acercó a ellos y les miró de arriba abajo.

                —¿Láser? —Le preguntó a Aioros, y este asintió.

                —¿Eres Shaina?

                —Sí. Échale aquí —le pidió a Aldebarán.

                Le quitó las vendas y le estuvo inspeccionando la piel quemada. Aioros supo que no iba a ser nada divertido en cuando Shaina comenzó a coger tijeras, agua, brebajes de colores chillones y cosas que asustaban nada más verlas.

                Los gritos de Aioros se escucharon por todo el asentamiento.

 

                                                                                              ***

Salió de la habitación de su amo tras haberle dejado más que la bandeja con la comida de aquel día. Se sentía destrozado, tanto física como psicológicamente, y no dejaba de imaginarse cómo sería morir por voluntad propia al tiempo que bajaba las escaleras hasta su celda. Sin embargo, no llegó a bajar del todo, sino que sus pasos le llevaron por un pasillo por el que nunca había caminado.

                Estaba oscuro. Todo era oscuro bajo la Ciudadela, pero sus ojos estaban acostumbrados a todo tipo de oscuridad. Vacilaba al caminar, le temblaban las manos y su corazón latía fuertemente.

                Llegó hasta el final del pasillo y se encontró con una puerta de piedra que le bloqueaba el paso. No podía hacer nada más que regresar por el lugar por el que había llegado.

                Se puso en marcha para volver a su celda, encontrándose por el camino a una joven de cabello rubio que llevaba un llavero con siete llaves. Tenía el rostro cubierto por una capucha marrón y miraba al suelo mientras caminaba. Pasó de largo al lado de Shun sin decirle nada, y este pensó en seguirla hasta la puerta y colarse por ella, pero su cuerpo desobedeció a su mente y cuando se dio cuenta se encontraba recostado en una esquina de su celda, con las manos ocultándole los ríos de lágrimas que escapaban de sus ojos.

 

                                                                                              ***

Salieron de la enfermería después de un tiempo que para Aioros fue demasiado grande. Aldebarán le sostenía por un lado y por el otro se ayudaba de un bastón. Shaina también iba con ellos, al igual que Máscara de Muerte. Entraron en una casa que parecía más iluminada que las demás, y tras unos segundos después de abrir la puerta, Aioros sintió que alguien se le echaba encima.

                —¡¡Hermano!! —Exclamó Aioria dándole un fuerte abrazo—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Qué… qué te ha pasado?

                —Es una larga historia —le sonrió—. ¿Y vosotros? —Pasó su mirada por cada uno de los miembros de La Resistencia y miró largamente a Shura y a Mu.

                Estaban todos sentados en círculo, alrededor de una mesa redonda en cuyo borde estaban apoyados los gemelos, de brazos cruzados y expresión seria.

                —Así que tampoco hay humanos en esa ciudad —dijo Saga, y el rostro de su hermano, llamado Kanon, se ensombreció.

                —Aparte de esos dos —Afrodita negó con la cabeza.

                —¿De dónde habéis salido? —Preguntó Saga.

                Ninguno había escapado aún de la sorpresa de reunirse en un lugar como aquel. Aldebarán y Aioros se habían sentado con sus compañeros e intercambiaban miradas y palabras atónitas. Un rato después, les dejaron hablar sobre todo lo que les había ocurrido aquel día. El primero en hacerlo fue Aioria, luego Aldebarán contó cómo habían tenido que huir de las deformidades y cómo Afrodita y Máscara de Muerte les habían rescatado.

                —Cada vez hay más —masculló Máscara de Muerte—. Estoy seguro de que alrededor de ellos había por lo menos diez.

                —En nuestros radares todo eran puntos rojos —dijo Aioros—, pero no podíamos imaginar que serían esas cosas de nuevo. Pensábamos que era una civilización, o árboles vivos.

                —Es difícil encontrar vida no mutada por fuera de Monópolis —dijo Kanon—, créeme que lo hemos intentado.

                —Por supuesto no buscamos gente como los asesinos de las minicivilizaciones —dijo Saga—, sino gente leal, gente con valores, gente que no te mate por una lata de conserva.

                —Vosotros parecéis de esa clase de personas que buscamos —continuó Kanon—, nos seriáis de gran ayuda.

                —Nosotros también buscábamos gente como vosotros —dijo Shaka, y todos se giraron hacia él—. Nuestra misión es liberar Monópolis del absolutismo del gobernador.

                —Solo nosotros dos hemos estado en Monópolis —dijo Saga.

                —Solo nosotros dos nacimos allí y de allí escapamos. No tenemos nada que hacer contra esa ciudad. Es una mierda maldita.

                —Pero es el único lugar seguro —insistió Marin—. No podemos construir una nueva ciudad.

                Shura y Mu intercambiaron una larga mirada y se cogieron de la mano. Ambos estaban en contra de volver a Monópolis. Lo único que deseaban era continuar su camino y encontrar el paraíso que tanto habían añorado, pero sus sueños se veían cada vez más frustrados. Shura tenía la sensación de que cuanto más avanzaban más lejos se iban de El Refugio, y no podían hacer nada para evitarlo salvo escapar.

                —No volveremos allí —sentenció Saga cuando Aioros y Aldebarán trataron de explicarle la causa de La Resistencia.

                —Lo consideraré —dijo Kanon cuando su hermano abandonó la estancia, irritado.

 

Aioria había salido de la casa y contemplaba el cielo con la esperanza de encontrar alguna estrella en él, aunque sabía que sus ojos no hallarían más que oscuridad. Shaka estaba con él, rodeándole la cintura con la mano.

                —Estoy preocupado —dijo el moreno.

                —¿Por tu hermano? —El otro asintió—. Se curará.

                —No es por eso —desvió la mirada del cielo hacia el suelo.

                —¿Entonces?

                —Mi hermano es demasiado confiado. Y se arriesga demasiado por todos nosotros. O eso es lo que quiero creer.

                —No te entiendo, amor.

                —Cada día que pasa aumenta en mí la sensación de que Aioros lucha contra una causa perdida en la que solo él confía. Es como si solo él importase. No sé cómo explicarlo.

                —¿Que Aioros solo piensa en sí mismo?

                —No, no, no quiero decir eso. Es como si su causa fuese la única válida, pero poco a poco yo la voy abandonando. No es que no quiera estar con él, rescatar Monópolis. Por supuesto que quiero, pero… no sé si será lo mejor.

                —Puedes tomar tus propias decisiones y no sentirte un traidor por ello —le acarició una mejilla con la mano.

                —Solo tengo claro que no abandonaré a mi hermano.

                —De momento —dijo Shaka en un susurro.

                —Nunca.

 

                                                                                              ***

Al día siguiente Camus le insistió en que volviesen a desayunar a la taberna del día anterior, y Milo, aunque receloso, acabó siendo convencido por los ojos del otro.

                Se sentaron en la misma mesa, el uno en frente del otro, y pidieron lo mismo. No era muy caro y les había encantado. Hablaron de cosas sin importancia y se perdieron en sus ojos cientos de veces sin poder evitarlo hasta que les trajeron en desayuno.

                Cuando terminaron, se cogieron de las manos por encima de la mesa y se miraron con una sonrisa. Ambos estaban felices. Felices como no lo habían estado nunca aunque viviesen en un tejado y apenas tuviesen dinero para comprar comida. Pero ese capricho, esa excusa para compartir su tiempo era lo único que necesitaban. Nada más les importaba, y los dos tenían la sensación de que no podrían vivir el uno sin el otro a partir de ese momento.

                —Te quiero —le susurró Camus sin darse cuenta.

                —Yo también te quiero, Cami —Milo desvió la mirada, sonrojado, pero el pelirrojo seguía mirándole con una sonrisa—. ¿Qué pasa? ¿Tengo algo en la cara? —Rio, y Camus se molestó poniendo cara de enfado.

                —Sí, fealdad —le contestó, pero no pudo mantener su expresión mucho tiempo y ambos acabaron riendo.

                Estuvieron allí aguardando a que les retirasen los platos para pagar, pero entonces Milo se percató de que el tabernero les miraba con desconfianza y ningún camarero pasaba por su mesa. Al cabo de unos minutos, entraron por la puerta cuatro guardias del gobernador armados con pistolas láser y porras. Se acercaron a la mesa donde estaban ellos y les miraron largamente.

                —¿Eres Camus? —Preguntó uno de ellos, pero no respondieron.

                Otro de los guardias agarró a Camus del brazo y lo levantó bruscamente de la silla. Milo se incorporó con un grito e intentó retenerles, pero estos no le hicieron caso a sus palabras, por lo que el rubio cogió uno de los platos y lo estampó contra la espalda del guardia que se llevaba a Camus mientras este se retorcía. Sin embargo, para lo único que sirvió eso fue para que el cuarto sacara la porra y le pegase fuertemente en el costado, los brazos, las piernas e, incluso, en la cabeza.

                Milo se desvaneció al tiempo que escuchaba los gritos desesperados de Camus llamándole. Vio cómo el pelirrojo se agarraba a las mesas y al marco de la puerta mientras seguía gritando su nombre y mirándole a los ojos, pero un último golpe en la cabeza le hizo perder el conocimiento por completo y dejó de escuchar su nombre de los labios de Camus.

Notas finales:

Espero que os haya gustado mucho, y espero, también, no dermorarme mucho en subir el siguiente, jeje, que como vuelva a caer con esta historia también en el mal hábito... ¡me da algo!


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