Parte 6: La agonía de la reina
Medianoche. Sus ojos verdes se fijaban sobre la bien resguardada entrada a esa prisión que alguna vez fue su lugar especial. Uno, dos, tres… los cuatro guardias, dos a cada lado, hacían la habitual reverencia hacia el poderoso monarca de Egipto. El pesado silencio alrededor era tal que juraría que escuchaba su corazón latiendo estrambóticamente como para ensordecerlo… ¡y no era para menos si el faraón le haría otra visita nocturna! A pesar de no ser la primera vez, todavía no lograba acostumbrarse a la gélida mirada de su hermano, ni la agresividad del mismo cuando tocaba su cuerpo, y mucho menos al dolor al que lo sometía en cada embestida… pero más que otra cosa, no lograba acostumbrarse a los te amo que seguía pronunciando a pesar de saberse no correspondido.
Escondió rápidamente la caja que atesoraba con tanto amor, antes de que lo notaran. Anteriormente se le había ordenado a Afrodita que se deshiciera de ella, pero el peli-celeste no obedeció aun sabiendo que su vida peligraba por su insolencia. Por ello, en un intento de salvar a su amigo de la ira del faraón, le pidió crear una trampilla bajo su lecho, que consistía en un hueco en el piso que se cubría con una hoja no muy gruesa de piedra de cantera. En fin, ya oculta la caja sólo le quedaba aguardar por el momento en que Shion le hiciera desvestirse y comenzar lo de cada medianoche.
No sabía si pasaban horas o tan solo unos minutos, tan sólo apretaba los ojos como si con ello pudiera acelerar el lento paso del tiempo. Asimismo hacía lo que siempre a lo largo de sus ahora dieciséis años: obedecer, callar y soportar con temple todo lo que los dioses le depararan… incluso sus maldiciones. Una vez que su hermano terminara de hacer con su cuerpo lo de cada medianoche, y una vez que éste abandonara el recinto sin siquiera voltearlo a ver, las lágrimas contenidas se deslizaron descaradamente por sus mejillas. En momentos como ese era cuando más le laceraba no tener a su lado a su amado médico y cuentista, pero la orden que le dio había sido muy clara y no iba a revocarla.
Por otro lado, si bien era cierto que Shion había sido bastante benévolo al perdonarles la vida a Afrodita y a él, los castigos que recibía cada uno eran mucho peores que la muerte: por su parte, además de lo que pasaba cada medianoche, se le había privado de su libertad nuevamente, pero en esta ocasión perdió el título de Divina Adoratriz que su misma madre le heredara; Afrodita, además de sus deberes para con él, tenía la desgracia de ser esclavo sexual de un mercenario conocido como Máscara de Muerte, que formaba parte del ejército y también del Consejo Militar. Dicho personaje era temido por lo sanguinario que era con los prisioneros de guerra y el trato cruel para con sus sirvientes. De hecho se rumoreaba que las desapariciones misteriosas de sus amantes se debían a que los sometía a torturas de las que no sobrevivían.
—¡Mu! —la exclamación alterada de Afrodita, quien venía entrando, lo sacó de sus cavilaciones.
Ni lento ni perezoso el peli-celeste lo aseó lo mejor que pudo, y un rato más tarde ya no había evidencias del crimen, aunque eso no quitaba las que quedaban en el alma. Después sacó la caja de aquella trampilla y se la entregó. De ser otra persona, Mu ya habría enloquecido de dolor, pero Afrodita había sido testigo del profundo amor mutuo que se profesaban el médico y la Divina Adoratriz, ese amor que lo mantenía cuerdo, y cuyas únicas evidencias eran la caja que el rubio le diera en su primer encuentro y la convicción de su amigo de aferrarse a la vida aun cuando sufriera la maldición de los dioses.
—¿Alguna noticia de fuera? —inquirió el peli-lila con tono apagado.
—Ninguna —negó el peli-celeste con pesar.
Pero al día siguiente sucedió algo diferente. Como siempre, Mu se encontraba intentando tomar el desayuno que su inseparable amigo Afrodita le llevaba. Por alguna razón, desde la partida de Shaka hace ya casi dos meses, no lograba ingerir nada sin que su estómago lo devolviera. Irónicamente lo único que toleraba y le apetecía más era aquel platillo que más detestaba: batarej (1) con miel de abeja. No había dicho palabra de esto a nadie, pues creía que su cuerpo solo estaba resintiendo la tristeza de estar sin su cuentista. En esas estaba cuando sintió el ruido de pasos, y un escalofrío siniestro le recorrió el cuerpo entero a sabiendas de quién sería su visitante.
—S-Shion —murmuró de forma inaudible.
—Mu… mi bello hermano.
Para gran desconcierto suyo, el poderoso faraón se arrodillaba frente a él y le tomaba la mano para luego besarla delicadamente. No siendo suficiente con eso, el mayor se enderezaba y lo abrazaba firme pero delicadamente, como si temiera romperlo.
—Se acabó… —le murmuró al oído con voz suave— al fin se acabó… —su silencio y la no correspondencia del abrazo delataba su nulo entendimiento de la situación, por lo que el faraón se separó lentamente de él y, mirándole a los ojos, agregó: —Aquél que trató de dividirnos y destruir nuestro legado, ha caído… Shaka ha muerto.
Esas tres palabras bastaron para derribar lo que quedaba de su mundo y de sí mismo. Su corazón temblaba como una hoja seca que podría romperse con la más mínima brisa; sus ojos verdes que habían presenciado tantas cosas junto a los azules de su amado cuentista, se cristalizaban en lágrimas que aprendió a contener por temor a su propio hermano; sus piernas amenazaban con dejar su peso desplomarse, e incluso una horrible asfixia se sentía desde su garganta. No obstante, antes de que pudiera siquiera decir una palabra, todo su temple y todas sus fuerzas le abandonaron en la inconsciencia, donde todo se tornó tan negro como su propia vida a partir de ahora.
No puedo verte, no puedo oírte… ¿Aún existes?
No puedo sentirte, no puedo tocarte… ¿Existes?
No puedo saborearte, no puedo pensar en ti… ¿Realmente existimos? (2)
CONTINUARÁ…