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Mil Mundos por Rising Sloth

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Capítulo 18

Ese día amaneció luminoso y alegre, acorde con los jóvenes aprendices del arte de la espada que se apelotonaban alrededor de Koza.

–¡Wuau! –exclamó uno–. Cuando dijeron que te había quedado cicatriz no pensamos que fuera tan grande.

–Se nota un poco, ¿verdad? –Koza fingía modestia, pero cierta peliazul veía desde el porche que estaba más que contento.

Uno de los que había compuesto el grupo asaltantes era de Serpiente, la fuerza de su veneno había dejado una lustrosa marca por encima del ojo izquierdo del chico. Por lo general, era sabido que ese clan eran los únicos que, con facilidad, podían dejar su firma permanente en el cuerpo de otro yokai, pero claro, para los jóvenes no acostumbrados eso era como si Koza hubiese sobrevivido a la propia muerte.

–¡Es como una marca a tu valor!

–¡Sí! ¡Por salvar a la Princesa!

–¡Yo quiero una!

–Pues más que una cicatriz yo creo que tu valor debería ser recompensado con un beso ¿no? –ante ese comentario mordaz todos le echaron una incipiente mirada a la niña.

–Antes que besar a ese llorica me dejo secuestrar otra vez.

–¡Que! –fue Koza el que gritó mientras sus compañeros reían–. ¡Serás desagradecida...! ¡Y encima mentirosa! ¡Bien que llorabas por mi!

–No te inventes cosas –le sacó la lengua.

Koza abrió la boca de nuevo para responder, pero su compañero de al lado le dio un codazo y señaló al joven híbrido que se acercaba por el jardín. Lo alumnos de esgrima habían oído rumores, pero al ver al peliverde con el uniforme de entrenamiento todos se quedaron con la boca abierta. Zoro no tuvo porqué sorprenderse, se había dado perfecta cuenta de que la mitad de las miradas del castillo habían pasado de rozarle con asco a golpearle con miedo, sus compañeros no iban a ser una excepción.

–¡Vamos Zoro! ¡Dales una paliza a todos! –le animó gloriosa Vivi mientras lo chicos se quedaban con cara de "¡quiere que nos mate!".

–Me alegro de que hayas venido –la atención se puso de nuevo en Koza, que era el que le había dado la cálida bienvenida al peliverde–. Este país necesita gente fuerte como tú.

Esta vez si que se sorprendió, pero no pudo decir algo al respecto, o siquiera pensarlo, porque el profesor; que al contrario de lo que creía el peliverde no era Koshiro; había llegado y no perdió tiempo de dar ordenes de tomar las posiciones.

–Venga –le animó de nuevo Koza mientras se unía a sus compañeros.

Zoro se retrasó más en ir, aunque no quería mostrarse tan débil no podía evitar que le asaltaran las dudas con todo aquello.

Alguien pasó por su lado; al virar encontró a una chica, la hija del maestro Koshiro, de gesto serio y mismo uniforme que los demás. No pudo evitar seguir la trayectoria de ella, le hipnotizaba, hasta que la voz del profesor volvió a dar una orden de empezar.

La clase no se desarrolló complicada, practicaron en diferentes filas tipos de estocada. No es difícil, pensó Koshiro observando la clase desde una de las ventanas del castillo, pero a Zoro le pasa algo. Quizás se sentía fuera de lugar. Había que darle tiempo a que se acostumbrara.

–Maestro Koshiro.

–Ah, Igaram.

–Siento molestarle pero el Rey reclama su presencia.

A través de sus gafas, el Maestro le echó otra mirada al peliverde. Estaba preocupado, pero debía cumplir con su deber.

–Bien –alzó la voz el profesor dando por terminado el calentamiento–. Descansad un poco, ahora daremos paso a los combates.

Zoro dio un suspiró de alivió cuando el profesor se fue, no porque estuviese cansando, pero si muy agobiado. Se resistió a sus ganas de irse.

–Pues yo no me lo creo –dijo un niño mirando con desconfianza a Zoro–. No me creo que venciera a los secuestradores. ¡Miradle! ¡Ni tan siquiera sabe coger bien la espada!

–Oye, eso no tiene nada que...

–¡No pinta nada aquí! –interrumpió otra vez el mismo niño a Koza que intentaba calmarlo.

Zoro le miró con el ceño fruncido. Era lo que le faltaba.

–Como queráis –tiró la espada de madera, dispuesto a irse.

–Os lo dije, un cobarde.

Paró en seco y volvió la cabeza con una máscara de ira para sus compañeros.

–Repite eso si te atreves.

–Cobarde.

Zoro deshizo sus pasos y recogió la espada. El niño no se achantó, aferró el mango de madera y se acercó a Zoro para enfrentarlo.

–A ver de que eres capaz.

–¡Esperad!– habló Vivi–. ¡Zoro es principiante! ¡Y no está el profesor!

Nadie hizo caso a la joven princesa. Antes de que alguien más pudiese decir algo, el yokai pájaro atacó a el peliverde. No duró mucho, el niño tenía muy buena técnica y de seguro una estrategia, pero Zoro tenía mucha fuerza e ira. Usó la espada como un bate de béisbol y le acertó en el estomago. El chico salió volando, pero el híbrido no se sintió satisfecho, fue e por él. No obstante, en esa ocasión, fue Zoro el que salió por lo aires, mucho más lejos de lo que él pudo mandar al otro chico. Con una extrema rapidez, Kuina se había metido entre los dos, había partido con su espada de madera la del peliverde a la vez que le había acertado una poderosa estocada. El medio gato quedó tumbado bocabajo en el suelo. Aun con rabia levantó la cara, manchada de barro y enrojecida del golpe, para mirar a la espadachina.

–Eres idiota –dijo ella.

Zoro apretó los dientes y escupió.

–Iros al infierno –masculló tras levantarse y dar nuevamente la espalda a los demás para irse.

–¡Espera Zoro! –le llamó Vivi.

–¡Déjame en paz!

Aceleró más sus pasos, solo quería largarse de allí.

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Se pasó todo el día entre los árboles del jardín. No quería ni ver ni hablar con nadie. Solo quería estar solo, dormir. Únicamente, cuando la luna alcanzó su auge en el cielo, se aventuró a salir. Fue a uno de los estanques de carpas que había en el palacio, y se sentó a la orilla observando el movimiento de los peces. Todo estaba muy tranquilo y silencioso, por eso no fue de extrañar que, por muy sigilosa que fuera la persona que se acercaba, él girara la cabeza para verla. Frunció el ceño y volvió a fijarse en el estanque. Era la niñata que lo había mandado por los aires.

Siguió oyendo como sus pasos se acercaban y a continuación notó como algo suave le caía sobre la cabeza. Lo recogió con su mano y lo miró, era un pañuelo de color verde muy oscuro. Puso sus ojos en la chica, sin dejar de fruncir el ceño y ella sin dejar de estar seria.

–Para que te cubras las orejas.

–Ya... Si te dan asco no las mires.

–Lo que me da asco es tu actitud. Si tan preocupado estas de que la gente se fije en tus orejas que profanas el arte de la espada cúbretelas, pero no la pagues con tus compañeros.

–No necesito tu compasión.

–La gente como tu siempre necesita compasión. Debilucho.

–¡Yo no soy débil! –se levantó airado.

–Ah ¿no? Pues esta mañana me pareció todo lo contrario –sonrió con altanería–. Si quieres rebatirlo ya sabes donde estoy –desplegó sus alas de golondrina y dejó a Zoro con el pañuelo y la boca abierta.

El peliverde apretó el trozo de tela con furia. Esa niñata se iba a enterar.

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En esa ocasión, Vivi observaba tras unos matorrales como los alumnos de espada empezaban a reunirse y hacer estiramientos. Supuestamente, ella tenía sus propias clases, pero tras lo que pasó el día anterior no podía simplemente dejarlo estar. Se acurrucó más entre las hojas cuando el profesor llegó y los alumnos empezaron a tomar sus espadas. Se mordió los labios, el peliverde no aparecía. Los jóvenes se pusieron en fila. El profesor abrió la boca para dar la orden de empezar.

–¡Un momento!– se alzó una voz por encima de todo.

Vivi soltó un suspiro de alivio demasiado alto para alguien que se estaba escondiendo, luego sonrió. Zoro tomó su espada de bambú, sin mirar a nadie a la cara. El profesor solo lo apuró y él tomó su sitio. Así empezaron a practicar.

–Así que al final has venido, eh, debilucho –oyó decir a Kuina en voz baja a su lado.

–Cállate. Te aseguro que la próxima vez te mandaré de viaje igual que a tu compañero.

–¿Te crees que a todos tus enemigos vas a poder vencerlos con fuerza bruta? Podrás levantar una montaña con un dedo, pero seguirás siendo débil.

–Te vas a comer tus palabras.

–Pues empieza por concentrarte que vas descoordinado.

Con un rubor en las mejillas volvió a tomar la misma marcha que los demás, miró al frente. Abrió los párpados de sorpresa al ver al maestro Koshiro detrás del profesor. No sabía porqué, pero aquel yokai cuervo le sonreía como si le dijera que lo estaba haciendo bien.

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–Así que el muchacho sufre cierta obsesión por derrotar a tu hija –dijo el rey Cobra con una taza de té en la mano.

–Zoro se entrena mucho, más que nadie, pero ella le vence sin una gota de sudor. Me siento orgulloso de Kuina, pero a la vez padezco pena por él.

–Se sentirá frustrado. Sé por ti lo que se ha estado esforzando este medio año; parece hasta milagroso que haya superado a sus compañero en ese tiempo, a excepción de Koza y Kuina claro.

–Si, pero...

–Que ocurre.

–Es algo extraño. En los tres primeros meses no dejaba de avanzar, pero en los restantes es como si se hubiese quedado estancado. Ya debería estar como mínimo al nivel de Koza... Veo sus combates de práctica y derrota a sus compañeros pero... es como si hubiese algo raro en sus movimientos.

El Rey quedó pensativo.

–Un gato no se mueve como un pájaro, viejo amigo.

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–¿Qué es esto? –preguntó Zoro cuando Koshiro puso sobre su mano una espada de madera con la hoja corta.

–Un puñal. Así es como luchan en Tigre.

–¿Qué? ¿Me está echando? –preguntó con angustia–. Es cierto que me quejé a Vivi de que siento que no avanzo pero no quiero dejar de dar kendo. Me estoy esforzando mucho y ya no me peleo con mis compañeros, incluso me llevo bien con ellos y...

–No, no, no. Tranquilo Zoro, no es lo que piensas.

–Entonces... ¿Porqué...?– dejó la frase sin acabar, mirando aquel puñal de madera con cierta pena.

El Maestro, comprensivo, puso una mano en su hombro.

–El kendo de Ave es demasiado rígido para ti. Por eso quiero que te instruyas también en el arte de combate de Tigre, para que crees tu propio estilo de kendo.

–Pero yo... no sé como se lucha en Tigre.

–En palacio tenemos libros al respecto. Yo te ayudaré en los primeros pasos, aunque el resto tendrás que hacerlo tu solo. ¿Te atreves?

No contestó de inmediato, primero miró taciturno hacia otro lado, pero le después puso sus ojos con decisión en el adulto.

–Sí.

Ese paso no solo fue el nacimiento de un estilo nuevo, único de Zoro, también fue algo que, al ir practicando día a día, hiciera que se sintiera orgulloso de ser lo que era.

–¡Ha vencido a Koza en un asalto de tres a cero! –exclamó uno de los chicos.

–¿Pero que han sido todas esas piruetas y movimientos escurridizos? ¿Era kendo?

–Os dije que Zoro acabaría molando más que Koza y Kuina. Siempre lo dije.

Zoro le tendió la mano al yokai gorrión para ayudarle a levantarse.

–Increíble –confesó Koza asombrado–. ¿Dónde has aprendido a moverte así?

–He estado practicando, pero supongo que... lo llevo en la sangre.

–Sigues siendo un debilucho –le dijo Kuina haciendo que al peliverde se le marcara una vena en la frente–. Menos que antes, sí, pero tampoco es para echarte flores.

–¿Yo me echo flores? Eres tú la que no deja de ir con aires de grandeza y de "soy mayor que vosotros", ni seiscientos años tienes más que yo.

–Ya, sí, en menos de cuatrocientos ya tendré los cuatro, mientras tu seguirás pudriéndote en los tres. Pero aunque fuera al contrario no cambiaría nada, eres como aporrear un saco de arena.

–¡Dime eso cuando derrotes mi nuevo estilo de kendo! –alzó la espada contra ella. El enfrentamiento no duró más de tres segundos a favor de Kuina.

El peliverde no se rindió, quería alcanzarla, superarla, y siguió perfeccionándose así mismo. Los yokais aves más experimentados sabían manejar dos espadas a la vez; Zoro se puso ello como meta y no tardó en vencer a espadachines muchos más mayores que él. A parte de eso siguió añadiendo su sangre de Tigre, creando así el estilo de tres espadas. Sin embargo, no pudo tumbar ni una sola vez a Kuina, que por cada día que Zoro mejoraba ella lo hacía multiplicado por diez.

Así el tiempo pasaba y, a pesar de su rivalidad y sus piques, entre ellos también se había creado un fuerte lazo de amistad y respeto. Intentaban volar más alto que el otro, cruzar el cielo antes que nadie, sin darse cuenta de que lo volaban juntos.

–Te veo distraía Kuina –le comentó Koza cuando sobrevolaban el bosque.

–Ah, sí, es que no veo a Zoro.

–Tal vez Calu ha visto un manzano y Vivi y él han tenido que parar. Pronto nos alcanzaran.

Y como si lo hubiese invocado, de las copas de los arboles una persona saltó con gran fuerza poniéndose a la altura de los dos con una voltereta. En el momento en que estaba bocabajo en el aire, Zoro, les dedicó un saludo a los dos, y seguido volvió al suelo con gracilidad.

–Como el gusta pavonearse –comentó divertido el gorrión.

El híbrido aterrizó sobre una rama. Observó como sus dos amigos seguían su camino por el aire, solos. Suspiró y echó la vista hacia atrás.

–Vivi, ¿cómo vas?

–Voy bien –dijo con paciencia montada sobre un gran pato gigante–. Zoro, si tanta prisa tienes no me esperes, yo sé llegar y me gusta ir a mi ritmo.

–No me fío –se colgó del árbol con lo pies–. ¿Qué pasa si se te agarra una rama al hakama, te caes de Calu y vas directa a un barranco?

–¿Pero de donde sacas esas cosas? Ya no soy una niña. Tengo MIL años.

–¿Y ya te crees que te vas a comer el mundo?

–Te metes mucho conmigo, ¿no será que no quieres separarte de mi porque sabes que te puedes perder?

No era la primera vez que los cuatro se aventuraban en el bosque. Cuando pasaron trescientos años desde que Zoro llegó a palacio iban con regularidad. Tenían un sitio para ellos allí, no secreto, pero si especial. Rodeados de grandes árboles, en un pequeño claro y al lado de una catarata ellos acampaban y quedaban toda la noche mirando las estrellas.

–Bien Zoro –dijo Koza–. A ver si aciertas ¿Cual esa constelación?

–Mm...–su ceño se frunció–. ¡Bah, yo no tengo ni idea de estas cosas! ¡Yo miro el cielo y veo puntitos que brillan y parpadean!

–¿De verdad que tienes ya cuatro milenios y no te sabes las constelaciones de tu propio planeta? –bromeo Kuina.

–¿Cómo voy hacerlo si me tienes la vida amargada? Vivo por y para derrotarte algún día, no tengo tiempo para eso.

–Es decir, que no solo te derroto, además me sé las constelaciones.

–A veces pienso que te odio.

–Venga, Zoro –intervino Koza–, es fácil, tienes que saberlo.

–... La... ¿Osa mayor?

–No, Zoro.– dijo Vivi con falsa pena–. Es la del Cisne.

–Ahora te toca la prueba –anunció el gorrión.

–Querrás decir la humillación –corrigió a su amigo.

–No te haré mucho la putada. Canta la canción del Oso y la doncella.

–¿Qué? Ni hablar.

–Es lo que te toca, debilucho –le provocó la golondrina.

Refunfuñó, pero lo hizo. Tras terminar de cantar estrofas tan absurdas como "soy un oso lleno de pelo y horroroso" esperaba la horda de carcajadas. Pero solo oyó grillos.

–¿Porqué tengo la sensación de que es la canción mas bonita que he oído en la vida? –se preguntó Koza en voz alta.

–¡Zoro! –se ilusionó Vivi–. ¿Desde cuando cantas ten bien?

–Así que tienes algo más de pájaros a parte de las alas.

Eso lo había dicho Kuina. Ambos se miraron, ella le sonreía.

–Ha sido precioso. Deberías dedicarte a eso, tendría más futuro que con la espada.

En esos días parecía que siempre había cielo que recorrer. Pero el fluir del tiempo no cesaba, incluso para seres como ellos. Cada vez más adultos, cada vez más unidos.

–Te volví a derrotar –dijo ella una noche de luna llena, al lado del estanque, tras haberle acorralado y mandado a paseo sus tres espadas de acero. Se apartó de él y guardó la suya en su vaina blanca.

–Maldita sea –masculló sentado en el suelo, sin mirarla y cabizbajo mientras ella se adentraba en la habitación contigua a ese jardín–. Han pasado ya dos milenios desde que cogí mi primera espada de bambú. ¿Por qué soy incapaz de hacerte retroceder ni un paso?

–Porque da igual que tengas tres o cinco mil –decía tras una puerta corredera donde se estaba cambiando–, sigues siendo débil y torpe.

–Ya...– pronunció no muy contento con la respuesta.

Oyó atento como las telas se deslizaban sobre el cuerpo de la espadachina. Se pudo nervioso.

–Zoro ¿Tu me ves igual que las otras chicas?– dijo esto saliendo otra vez a la luz con un kimono azul oscuro con bordados de golondrinas.

Él tuvo que apartar la mirada otra vez, sintiendo calor en las mejillas.

–No sé que me quieres decir.

–Quiero ser la mejor espadachina que jamás nadie haya conocido, me entreno día y noche y no pienso dejar que nadie me haga sudar. Cuando empezaste te quedaba un largo camino para derrotarme, no pienses que he dejado que ese camino se acorte –le sonrió altanera–. Mejor ríndete.

Él le frunció el ceño.

–No pienso rendirme.

Kuina no tuvo más remedio que reírse, no era de burla, simplemente era algo suave y lleno de felicidad. Se sentó sobre la madera, con los pies sobre la hierba.

–No esperaba menos. Pero hoy estoy cansada, ven, dejemos ese tema por una vez y hablemos de otras cosas –entrelazó los dedos y estiró los brazos.

El peliverde se levantó y se sentó a su lado.

–Y de que quieres que hablemos, no pareces de esas que cotilleen.

La golondrina suspiró.

–¿Oyes eso, Zoro?

En primera instancia le iba a decir que no oía más que a los grillos y el agua del estanque, pero cuando prestó atención oyó la risa de Vivi.

–Está en el cuarto piso, con Koza. No hablan más que de tonterías, pero parece que se divierten.

Así que eso le pasa, pensó el peliverde de mala gana, quiere estar con Koza. Suspiró.

–Si quieres ir con ellos sólo ve.

–No me refería a eso. Solo envidió la habilidad que tiene ellos dos para hablar tranquilamente, sin una espada de por medio. No son como nosotros dos.

–Supongo que no.

–Y pensar que Koza tiene celos de ti.

–¿De mi?

–Sí, por lo bien que te llevas con Vivi, lo íntimos que sois.

–Menuda tontería, si soy yo él que siempre...– dejó la frase sin terminar.

–¿El que siempre qué?

–Nada.

–¿Tan vergonzoso eso lo que ibas a decir, debilucho?

Saltó cabreado al oírle llamarlo de esa manera otra vez.

–¡Que soy yo le que siempre ha sentido celos de él...! –se detuvo, enrojecido, apartó la mirada y se maldijo. No podía dejar la frase inacabada ahora–. Por ti.

No hubo una respuesta, y él ya empezaba a arrepentirse de haber abierto la boca. Pero cuando notó los labios de ella sobre su mejilla perdió el concepto de realidad. Lo recuperó poco después, Kuina ya no estaba. Sus puños cerrados temblaban.

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Los siguientes días solo trató de evitarla, no podía mirarla a la cara, ni siquiera quería combatir contra ella. Aún así, una noche ella lo emboscó en un pasillo y le hizo meterse en una habitación. Le dio un tortazo sin contemplaciones en la misma mejilla que varías noches atrás había besado.

–¿Se puede saber que te pasa conmigo? ¿Tango asco te doy? Fuiste tu el que empezó todo.

Él la miró, con cara de arrepentimiento, esperando que le saliera algo elocuente para decir. Pero nada le venía a la mente y finalmente estalló.

–¡Joder, Kuina! –le volvió la espalda dirigiéndose a la ventana– ¿Por qué no lo entiendes? ¡Mirame! –viró la cabeza hacia ella–. ¿Crees que te haría algún bien que yo te correspondiera? ¿Que te dijeran por ahí que qué haces besando a un monstruo?

La cara de la yokai no decía nada y el silencio lo inundaba todo.

–Eres idiota –anduvo hacia él y, con una suavidad que Zoro nunca se hubiese imaginado que saliese de sus manos, tomó su cara para besarle en los labios. Fue un beso corto y dulce, tras él, ella se cobijo en el pecho del peliverde y descansó la cabeza. Sonrió–. Es increíble que seas más alto que yo y que tus hombros me dejen caber en ti cuando antes solo eras un tapón. Pero a pesar de lo que has crecido sigues siendo solo un niño –le miró a los ojos–. ¿De verdad piensas que ha estas alturas que me importa lo que piense le gente de mi?

–No quiero hacerte daño.

–Alguien que no puede derrotar pocas probabilidades tiene de hacerme alguna herida – comenzó a besar su cuello, haciéndole temblar.

Zoro quería que siguiera, lo anhelaba, quería tenerla para él pero... sus manos se colocaron bajos sus hombros, agarrando sus brazos.

–Kuina, por favor... no voy a poder...

–Pues no puedas.

Su razón se alejaba a cada beso que recibía y cuando quiso darse cuenta la estaba abrazando y besándola. Su olor le embriagaba y la seda de su piel hacía que se le pusiera la piel de gallina. Todo parecía un sueño del que despertó cuando ella le abrió la tela verde de su kimono.

–No –le tembló la voz–, espera, no...– pero era tarde, ella lo había visto.

Kuina acarició sorprendida su brazo izquierdo, donde llevaba atado un pañuelo verde oscuro.

–¿Lo guardaste desde ese día?

–Sí –dijo cohibido, le ardía la cara.

–¿Por qué?

–En un principio quería tirártelo a la cara cuando te derrotase. "Para que te cubras esa cara de perdedora" quería decirte –rió forzado.

–¿Y ahora?

Tardó en contestar.

–Porque... fuera la causa que fuera, era algo que me distes tú.

Esa vez el beso fue mucho más largo, además de correspondido por el peliverde. Atrapó su fina cintura con el brazo izquierdo y la atrajo hacia él; su mano derecha acariciaba su cara, su pelo, pasó cuidadosamente por su cuello y, cuando quiso darse cuenta estaba en su pecho.

–¿Zoro?

El apartó la mano como si se estuviese quemando.

–Lo.. lo siento, no pretendía.

–Sigue –le susurró.

–¿Qué?

–Sigue. Por favor.

Sentía que las piernas le iban a fallar de un momento a otro, estaba punto de vomitar de puro nervio. Pero volvió a colocar la mano.

–Aún con este gesto te muestras respetuoso –sonrió–. ¿Nunca has estado con una chica, debilucho? –se sintió tan aturrullado que no supo que contestar. Oyó su suave risa–. Parece que esta será la primera vez para los dos –y volvió a besarle.

Las palabras se evaporaron, como lo hizo el resto del mundo. Con delicadeza, y algo de torpeza, se tumbaron en el suelo y empezaron a desnudarse. Zoro ya no se sentía sus atacantes nervios, se dejaba llevar junto con su amante. Todo le parecía una mentira demasiado dulce, un sueño del que no quería despertar. Kuina siembre le había parecido inalcanzable e indestructible. Pero ahora se encontraba bajo él, besándole y pasando sus manos por su piel con dulzura; enrojecida, con los ojos cerrados, sin poder evitar expresar que para ella eso también era algo nuevo. Parecía tan frágil que pensó que un movimiento brusco podría romperla. Nunca se había mostrado así ante nadie, pero ahí estaba ella, para él, para el monstruo híbrido.

Kuina notó como llovía en su cara, no lo entendió y abrió los ojos.

–¿Que te pasa? –le preguntó tomándole la cara al ver que el peliverde estaba llorando.

Él no pudo hablar, no podía, era incapaz de decirle simplemente que, por primera vez en su vida, era plenamente feliz, junto a ella. Colocó la cara en la curva del fino cuello de ella y la abrazó. No dejaba de sollozar. La chica le acarició el cabello.

–Zoro, cántame una canción. Quiero volver a oírte cantar.

Lo pensó desde el primer momento en que Kuina le besó. Estaba viviendo un sueño, un sueño en el que ya no tenía que sufrir. Los rayos de sol le parecían más cálido y las lluvias de invierno le resultaban divertidas. Creía plenamente que podía volar como aquellos yokais que envidiaba y alcanzar a su amiga, su rival y la persona que más importante era para él. Las estaciones pasaban rápidamente sin que él se diese cuenta, y no le importaba, solo el presente, solo el sueño que estaba viviendo. Pero como todos los sueños, siempre llegaba la hora de despertar.

Recordaría siempre esa mañana. Entrenaba solo en el jardín cuando una de las sirvientas vino apurada a llamarle. La noticia le dejó pálido y salió corriendo, esperando que fuese una broma de muy mal gusto. Llegó a las puertas de la habitación de Kuina, Vivi y Koza estaban allí, pero no les hizo caso, solo quería verla.

Estaba tumbada sobre su colchón, con la respiración agitada y sudorosa, acompañada por su padre y él médico, este último fue el que con palabras corroboró los temores del peliverde.

–Es la Enfermedad de las Cadenas.

Ese era uno de sus nombres, como también lo era "la maldición del cielo" o "las alas muertas", puede que este apodo fuese el más correcto. La enfermedad solo afectaba aquellos yokais que pudiesen surcar el cielo. Nacía de las propias alas sin motivo justificado, simplemente por azar, por mala suerte. La primera vez que apareció esa enfermedad fue como una plaga de muerte que se llevó a más de media población de Ave. A pesar de no seguir siendo considerada una epidemia, el virus seguía haciendo su mal. Todos sabían cual era el trágico destino de un yokai que padeciese, no hacía falta decirlo, y en el caso de Kuina nadie lo dijo.

–Tú lo sabías ¿verdad? –le habló con tristeza él estando los dos solos.

Ella, antes de contestar el tomó, la mano.

–Lo siento. Sabía lo que iba a pasar en el caso de que me la tratasen a tiempo. Pero no pude.

–¿A costa de tu salud? –en sus palabras iba el reproche–. ¿De la espada? ¿De tus sueños?... ¿De nosotros? Dijiste que no te importaba lo que pensase la gente.

–No tenía nada que ver con la gente, sino conmigo.

–Y yo evidentemente quedo fuera de tus planes.

Kuina apretó su mano aunque no tenía mucha fuerza.

–Era mi decisión, Zoro. Sé que pequé de creída, pero también tenía miedo. Sé que estas enfadado, pero intenta comprenderme.

–Eres tú la que no lo has intentado. ¿Tienes idea de lo que significas para mi?

Le sonrió.

–Seguro que ni la mitad que tu para mi.

Él le apartó la mirada, cabreado, triste.

–¿Vas a marcharte? –le preguntó ella con miedo.

–No, me quedaré contigo hasta el final.

Y así lo hizo. Dejó todo lo demás, la espada, sus deberes y sus amigos solo para cuidarla, cantarle canciones y, sobre todo, estar con ella, más que nada. Fue muy duro ver como día a día perdía la fuerza, como las fiebres le hacían delirar, como lloraba cuando creía que él dormía. También oía a la gente hablar: "Pero que lástima, si ella solo tiene seis mil años", "Su padre debe estar desolado". Lo odiaba. Ella aún vivía, pero ya la daban por muerta; aunque la verdadera razón era que no quería hacerse a la idea. Una parte de él pensó que Kuina era fuerte, que podría ser la excepción, que podría sobrevivir. Pero no fue así. Su última noche el médico los había hecho llamar a él y a Koshiro. No hicieron falta muchas palabras para explicarlo. Llegaba la hora del ultimátum, y no quisieron avisarla, pero Kuina se dio cuenta, o al menos eso pensó Zoro.

–Papá ¿Puedes dejarnos a solas? –su cara estaba perlada por el sudor–. Quiero decirle algo a Zoro.

El Maestro tardó en reaccionar. Finalmente sonrió y le dio un beso en la frente.

–Claro que, si hija. Descansa.

–Te quiero Papá.

–Y yo a ti, mi vida.

Cuando los dejó solos, Zoro fue el primero en abrir la boca.

–¿De que quieres hablar?

–De nada. Quiero que te tumbes conmigo –Zoro se mostró reacio–. Venga, debilucho, esto no se pega.

–No hagas bromas, por favor –pero hizo lo que le pedía. Se abrazaron. Ella le acarició el pelo y le besó.

–Cántame. Cántame aquella canción de hace setecientos años, cuando lo hicimos por primera vez.

Su voz la dejó dormir plácidamente, tranquila, sin sudores, ni fiebres o escalofríos. A la mañana siguiente no volvió a abrir los ojos.

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Los siete días posteriores al funeral no dejó de llover, solo al pasar a la siguiente semana pudieron ver el sol, aunque era triste y casi no aparecía debido a las nubes.

–¿Cómo te encuentras?– preguntó el Maestro a Zoro cuando entró en su habitación.

–Supongo que no tan mal como usted –no le miraba, prefería fijarse en los charcos del jardín o el grisáceo cielo.

–La Princesa está preocupada porque hace días que no comes.

–Sí como. Solo que ella no me ve hacerlo.

–Zoro, no puedes seguir así. Aún eres joven.

El peliverde apretó los dientes.

–Cállese.

–¿Crees que esa actitud va a solucionar algo?

–¡Al cuerno con la actitud! –le miró con profunda ira–. ¡No se ponga como si un pasara nada! ¡Era su hija! ¡Mierda! ¿¡Tampoco le importaba ella!?

–Me importaba más de lo jamás podrás imagina –su voz cortaba más que una espada–. Después de que su madre se fuera se convirtió para mi en lo más preciado. Si fuera por mi la seguiría ahora mismo. Pero tengo un deber para con el reino.

–¡Yo no hablo de eso! ¿No lo ha oído? Todo el mundo lo dice, desde que se supo lo de Kuina. Los híbridos somos un castigo de los Protectores, la Enfermedad de las Cadenas otro. Kuina decidió amarme, por eso...–las lágrimas se desbordaron de sus ojos, se llevó la mano a estos para cubrirlas; le era difícil proseguir, la palabras se le atascaban en la garganta. Se sentía totalmente derrumbado.

–No ha sido culpa tuya.

Miró a su Maestro, sin creerse lo que había oído.

–Por lo que más quiera ¡No sea comprensivo conmigo! ¡Yo soy el culpable de que Kuina esté muerta!

–¿Quién decide eso?

–¡Cállese, joder! –le agarró del cuello del kimono, gritando con todas sus fuerzas.– ¡Odieme! ¡Yo maté a su hija! ¡ODIEME!

Koshiro quedó mirando sus rostro desfigurado por el dolor, la ira hacia si mismo, la pena... puso una mano en su cara.

–En esta vida no nos queda más que avanzar, Zoro. Yo no puedo odiarte, porque sé que contigo ella fue feliz, hasta el último momento.

Más lagrimas surcaron el rostro del joven, cerró los ojos y bajó la cabeza. Sintió como el Maestro lo abrazaba.

–No te tortures más en tu dolor, hijo. Ella no querría eso.

Sus lágrimas no cesaba. Fue entonces cuando pensó que era la segunda vez que lloraba, ambas fueron por Kuina, por lo que le amaba; pero aquella primera vez no tuvo esa sensación llena de vacío y soledad.

El tiempo seguía su ritmo sin tregua.

Continuara..


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