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Mil Mundos por Rising Sloth

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Notas del capitulo:

Septima tanda, parece mentira que hayamos llegado tan lejos, eh xD ahora se vienen un ristra de capitulos que disfruté de verdad al escribi este fic, y de nuevo al reeditarlos. Se trata de otros flash-back, sé que os parecerá un corte brusco pero tiene su sentido, ya veréis xD

Capitulo 25

Recuerdo el día de mi nacimiento. No es algo que todas las razas puedan hacer, pero en mi caso sí. El dolor en cada parte de mi cuerpo, el olor de mi propia sangre y la increíble abrumación de vivir que me dejó sin aliento; sensaciones que poco a poco sucumbieron al olvido. Ese era el poder del tiempo: lo recordaba todo y a la vez no recordaba nada.

Desde mis primeras horas de vida yo ya era un adulto, así me mantuve en mi longevidad. Se puede decir que, un instante después de mi creación, el transcurso de mi existencia se convirtió en un lago eternamente calmado que nunca se desbordaba, alteraba ni avanzaba. A veces me preguntaba si mi destino estaba marcado de principio a fin solo por el hecho de haber venido a este mundo como perlado.

"Perlado"... No es un nombre muy original, ni tan siquiera viene de la antigua Era Humana como "kelpie" o "charibdis"; aún así es apropiado para alguien que se va cubriendo de perlas hasta el final de sus días. Es irónicamente poético: Ver como cada perla naciente en tu piel es un trozo de tu vida ya gastado, hasta que finalmente te conviertes en una de ellas de pies a cabeza sólo para que de ello eclosione otro ser diferente. A veces pienso que todo eso; el hecho de no tener progenitores o hermanos de sangre; hiciera que nunca tuviera lazos afectivos con nadie ni la necesidad de tenerlos.

¿Otra vez durmiendo aquí, Law?

Abrí solo mi ojo izquierdo para mirarla, aunque no sé porqué. Nosotros no hablábamos, nos enviábamos pensamientos y eso hacía que supiera perfectamente que se trataba de Monet, enjoyada con sus perlas verdes. Siempre he creído que la forma de alinearse y agruparse la perlas en nosotros dictaba mucho la personalidad. Las perlas de ella se juntaban en sus muñecas como pulseras, en su cuello como un collar y en su frente como una corona. Los perlados componemos la élite del planeta, claramente ella se creía la élite de la élite, aunque nunca por encima del Maluka. El Maluka estaba siempre por encima de todos nosotros.

No es ningún crimen –dije en mente volviendo a tener ambos ojos cerrados.

No. –se sentó en la hierba a mi lado–. Pero sí raro. ¿Se te ha olvidado como hacer la cama de tu habitación?

Esa vez la miré con los dos ojos. Monet se acercó sonriente y me besó. Cuando rodeó mi cuello con sus brazos empecé a meter mis manos bajo su ropa. Ella se apartó como también apartó mis manos.

¿Quieres que lo hagamos aquí en el exterior? ¿A plena luz? ¿Cómo animales?

Me mantuve como siempre, indiferente.

Anda –se levantó–. Ve a arreglarte, él quiere verte.

Se fue, solo era la informadora en ese momento.

Me tomé unos segundos antes de levantarme. Miré arriba. Sobre mí se cernía un cielo azul, con un sol brillante, sin una sola nube. Falso. El cielo, el sol, las plantas... Lo único real que había dentro de los muros de la ciudad palacio eramos nosotros, y eso tampoco tanto. Nunca pasábamos penas, ni sufrimientos, teníamos todo lo que se nos antojaba y cuando se nos antojara, no estábamos obligado a luchar por nada. Me limitaba y conformaba a vivir.

Una vez de pie, con mi habilidad mental y la dirección de mis manos, recogí un trozo de materia; de la misma hierba donde había estado sentado; daba igual de donde fuera puesto que al ser todo tan artificial, también, estaba programado para volver a su estado original en cuestión de milésimas. Con esa materia, que una vez recogida se transformaba en una especie de masa moldeable y blanca, formé una plataforma circular en la que me monté para así hacerla levitar.

Llegue y abrí mi habitación haciendo uso de mi poder para hacer una abertura; no había otro modo, allí todo funcionaba de esa manera. Una vez dentro me encontré con las cuatro paredes, techo y suelo blancos y perfectos. Recreé la ducha. A él no le gustaría que viniera a verle después de haber estado sentado en la hierba, por mucho que la suciedad no existiera dentro de los muros de palacio. Después abrí el armario y saqué otro traje de cuero negro, nuestro vestuario por excelencia en contraste con todo el blanco que nos rodeaba.

Me dirigí así a los aposentos del Maluka, de él. No me esperaba encontrar a nadie en el camino, pero esa vez, antes de que yo pidiera permiso para entrar, salió Caesar, cuyos pensamientos había notado desde el final del pasillo, como él mismo debería haber sentido los míos.

Anda, Law. Cuánto tiempo.

Sí. No esperaba verte aquí.

Un descanso sin precedentes.–me comentaba a la vez que elevaba una pequeña parte del suelo para hacer una plataforma parecida a la mía–. Todo el mundo añora su tierra –se fue levitando.

Todo el mundo, pero él no. Si estaba de vuelta era porque lo habían convocado. Aunque a mi no me importaba lo más mínimo. Entré en la "sala del trono", una habitación como la mía pero mucho más grande, como para quinientas personas. En el centro estaba él, sentado en un sofá. Su nombre era y sigue siendo Donquijote Doflamingo, pero nunca le llamábamos así. Él era el Maluka, que en otras culturas sería algo así como un rey, un rey de todo nuestro planeta y todos los que estábamos en él; por ello siempre debíamos dirigirnos a él con respeto.

Law. –me llamó con una amplia sonrisa, amplia, no cálida y mucho menos sincera–. Te has demorado.

Estuve en el jardín. Tuve que cambiarme –le informaba por protocolo más que por otra cosa, en cosa de segundos él ya podría haberse pasado veinte veces por todos los recovecos de mi cabeza. Yo en la suya no, nadie podía meterse en su cabeza.

¿Vas a volver a pedirme que te deje salir del planeta?

Me estremecí. Lo único que había pedido y no había tenido. Salir del planeta, como Caesar. Solo a unos pocos perlados se les concedía ese derecho. Yo me consideraba suficientemente capacitado para formar parte de ese exclusivo grupo, pero eso no cambiaba lo que me considerara él, que insistía en recordármelo cada vez que se paseaba por mi cabeza y analizaba mis anhelos.

En su momento ya me dijisteis que soy más necesario Dawn. No se me ha ocurrido contradeciros.

Lo sé. Además seguro que te aburrirías Law. El Gobierno Universal y la Marina son muy estrictos, muy serios, muy manipuladores –no dije nada–. Ven.

Mis pasos se acercaron a él hasta que estuve justo en frente suya.

Quítate la ropa.

Siempre era lo mismo. Me hacía desnudarme y tocarle, como si fuera lo que más deseaba en el mundo. Nunca lo pensaba, estaba acostumbrado a ello y no era el único que pasaba por sus manos. Si su intención hubiese sido la de humillarme el acto hubiese sido meramente inútil, uno solo es humillado cuando se siente así. Y yo no sentía nada.

Mi vida era muy larga y la monotonía la hacía insoportable, tan insoportable que incluso había aprendido a vivir con ello. Rondaba los ciento treinta y seis años cuando el patrón de mi vida comenzó a cambiar. Fue solo una casualidad, una coincidencia, pero pasó.

Levitaba sobre una baldosa desde mi habitación hacia el centro médico que teníamos en la ciudad palacio. Nosotros no nos poníamos enfermos, pero si se nos permitía investigar respecto a otras especies de fuera y dentro de nuestro planeta. Fue entonces cuando me encontré de frente a alguien que no debería estar allí.

Era lo que llamábamos un trividente, una de las tres razas que habitaban en Dawn. Estaban en un estamento inferior al nuestro; tenía privilegios, pero siempre bajo nuestro yugo. Carecían de habilidades mentales, su única característica era el tercer ojo que lucían por encima de las cejas. Y, sobretodo, tenían prohibida la entrada a palacio, con castigo de pena de muerte en caso de infracción de la norma. Por todo ello, ese trividente era más anormal de lo que parecía. Me quedé tan parado al verle que por primera vez mi mente entendió lo que intitulaba el verbo sorprenderse.

Entonces me llegaron sus pensamientos y recuerdos y se me permitió comprensión así como calma. No era un trividente, era un perlado. Era uno de los pocos que había decidido y atrevido a vivir al otro lado del muro, de incógnito. Con nuestros métodos había conseguido crear un ilusión para disfrazarse de otra raza. Se podía hacer, pero ello implicaba estrictas reglas y peligro, según decían, más aún que salir del planeta.

¡Eh!– le grité en mente teniendo éxito en que me mirara.

Era un anciano y se acercó a mi sin ningún ánimo de sentirse culpable o asustado. Pero andaba lento, así que fui yo el que se deslizó hasta él.

¿Eres un perlado?– admito que no fue una pregunta muy inteligente teniendo en cuenta que ya sabía la respuesta, pero mi curiosidad se materializó de esa manera.

–Así es... Ah, lo dices porque no que he quitado el disfraz –levantó su mano derecha, en la que llevaba una pulsera blanca, con la izquierda hizo un movimiento sobre el complemento, fue entonces cuando su tercer ojo despareció y salió a relucir la hilera de perlas que le franqueaban la cara.– A veces se me olvida quitarme el disfraz cuando vuelvo.

¿Del exterior?

Sí.

¿Y va a volver?

No veo porqué no. Así llevo haciéndolo durante setenta años.

He oído que son subdesarrollados. Que nos adoran como si fuéramos dioses y no saben nada de ciencia ni tecnología. Mucho menos de lo que hay fuera del planeta.

–Cierto. Además tienen que andar con sus propios pies, aunque como podrás comprobar yo bien que me he acostumbrado.

¿No le supone un problema?

–Uno solo.–me envió el pensamiento alegre.– Y es esta cirugía para envejecerme, mira que la pulsera holográfica para disfrazarme de trividente problema lo que se dice problema no tiene, pero lo de hacerme parecer más viejo... Lo perlados nunca hemos entendido bien como va el paso del tiempo en otras razas. ¡Con lo apuesto que he sido yo siempre! Pero era eso o cambiarme de zona para que no se den cuenta de que no soy como ellos. Y yo ya le he cogido cariño a esa zona. Son realmente divertidos.

¿Cariño? ¿Divertido? Conocía de sobra el significado de esas palabras, pero cuando aquel hombre las dijo no llegué a comprenderlas. Mi curiosidad se levantó empezando a marcarme un nuevo camino.

¿Quieres ir al otro lado del muro?– me preguntó Doflamingo besándome y mordiéndome en el cuello–. Law, si tuvieras suficientes perlas para ello diría que tienes ese síntoma que otras razas entienden como demencia senil.

Otros de los nuestro ya han pasado la frontera.

Porque son unos lunáticos, unos insatisfechos. ¿Eres tu así? ¿Te sientes insatisfecho? –tocó con perversión entre mis dos piernas–. Sabes que no te será permitido usar tus poderes. ¿Has pensado que podría hacer ahí fuera, donde la gente trabaja y lucha para sobrevivir?

Puedo ejercer de médico.

Tendrás que aprender a hablar, a utilizar tus manos para satisfacer otras necesidades que no sea yo.

Tenía razón, allí a penas usábamos las manos, solo para las relaciones íntimas, para todo lo demás se veía como un atraso, una brutalidad.

Puedo aprender.

¿Y que me dices de las apariencias? –con la otra mano empezó torturar mi pecho.

Me dejaré crecer la barba paulatinamente. Cada ciertos años.

Podría afirmar que se rió, pero para reírse había que usar las cuerdas vocales.

¿Años, Law? ¿De verdad aguantarás tanto?

Fuera por verme caer en mis ambiciones o por otras razones, al final me concedió el permiso. Tuve que practicar mucho para que mis manos pudiesen ejercer de médico decentemente. Por suerte, daba igual de que maneras, yo siempre seré un médico excelente.

En otros términos sí fue más difícil, como el comunicarme hablando, más incluso que interpretar los sonidos de las palabras. Recopilé vídeo-datos del exterior e intentaba hablar conmigo mismo en mi habitación. No tardé mucho en darme cuenta de que mis congéneres se metían mis recuerdos para ver como hacía el imbécil. No hice reproches, era lo que había. Si te enviaban fuera de Dawn es porque eras un gran representante de nuestro planeta que dejarías el listón alto, independientemente de la rama en que trabajaras; si ibas al otro lado del muro de palacio era porque eras un desquiciado del que cualquiera aprovechará para reírse, sobre todo si se trataba de un perlado aburrido sin otra cosa que hacer como los que habitaban en la ciudad palacio.

Esta pulsera te permitirá hacerte invisible –me explicó Monet–. Es importante que no te vean salir del palacio. Después debes ir a la posada que te hemos dicho, está regentada por uno de los nuestros, ella te orientará. Antes de salir de la posada recuerda utilizar de nuevo la pulsera para transformarte en trividente –en sus explicaciones no dejaba de llegarme un segundo pensamiento de burla, y un tercero de decepción por no acostarse conmigo tan a menudo.

A pesar de lo capacitada que estaba mi memoria, no recuerdo salir de palacio, ni despedirme ni nada. Pero recuerdo todo lo demás, todo lo que me llegó después una vez estuvo el muro a mi espalda.

Sentí tantas cosas en ese momento que me creía que podían acabar conmigo como un rayo que fulmina el tronco de un árbol. El viento, los sonidos, el frio (aunque yo en ese momento no sabía si era frio o calor), los diferentes olores... Mi cabeza vacía. Fuera de la ciudad palacio todo estaba abarrotado de personas, pero mi cabeza estaba vacía, solo estaba yo en ella. Esto podía haber sido lo más grande de experimentar, pero aun así hubo algo que lo eclipsó.

Dawn era el planeta del amanecer, daba igual a que hora del día fuera, el sol siempre estaba rondando el horizonte. Fue una vista maravillosa, tanto que me quedé como un tonto si parar de mirar la inmensidad de ese verdadero cielo.

Creo que me hubiese quedado allí toda la vida si no fuera porque era invisible, y al no verme la gente de mi al rededor, que no era poca, una de ellas tuvo que chocar caí al suelo, algo también nuevo para mi, y el otro, el que chocó conmigo, un hombre bastante corpulento con una gran viga de madera al hombro, ni se inmutó.

–¡Eh! ¿Que te pasa? –le dijo otro a este–. El jefe necesita esas vigas a la de ya.

–Es que me he chocado con algo.

–¿Con qué? ¿Contigo mismo?

–Y yo que sé.

Miré como se iban. Esos dos no tenían el tercer ojo en la frente, por lo tanto debían de ser cortadores, que componían el último estamento de nuestra sociedad. Ellos tenían la habilidad de transformar sus manos en pinzas y se dedicaban a trabajos materiales y de servidumbre supervisados por un trividente. No tenían privilegios algunos ni se les permitía estudiar o formarse. Eran como esclavos pero sin serlo; de hecho, en algún momento de su vida podían llegar a convertirse en ello, Dawn exportaba altos porcentajes de cortadores a los traficantes.

Cuando los perdí de vista me incorporé, sin mis poderes, ya que debía poner más en practica como apañarmelas sin ellos, y comencé a andar según las indicaciones, a parte de ir sobándome el brazo sobre el que había caído; el dolor era una nimiedad, pero era la primera vez que me tocaba sufrirlo y de poco no lo interpreté un como una herida mortal.

En la ciudad palacio no es que no anduviéramos, pero no más de cuatro pasos seguidos, seis en casos contados. Cuando llegué a la posada mis piernas me estaban pidiendo que me las arrancara. Ademas estaba bañado en sudor por el esfuerzo, hasta la fecha solo había sudado cuando me acostaba con alguien.

Como todos los edificios fuera del muro, la posada era de madera con tejado inclinado. tenía tres pisos para su huéspedes. Estaba abierta de par en par para el público. Dentro había clientela, sentados en la barra o en las mesas, bebiendo, comiendo y charlando, enfadados o pletóricos. La manera de reunirse, de hablar, de gesticular... estaba en un mundo aparte. Busqué a la propietaria con la mirada. A la primera que encontré fue una mujer sirviendo tras la barra, pero no tenía ojo en la frente. Era otra cortadora trabajando para la supuesta trividente. Entonces la encontré. Alta, algo morena, con el pelo corto y negro. Fumaba.

Le envié un pensamiento de que estaba aquí.

Primer piso, tercera habitación a la derecha –me dijo–. Te he dejado algo de ropa. Ahora iré a atenderte. Por cierto, me llamo Shakuyaku, pero puedes llamarme Shakky.

Fui a donde ella me dijo, encontrándome unas escaleras. Tuve que parar en seco, hasta mi cabeza se paró en seco. En mi vida había tenido que subir unas escaleras. ¿Para qué? Levitando y abriéndonos camino con mis poderes era innecesario.

Shakky debió sentir como no me movía del sitio.

Pones un pie en la superficie y luego el otro en la superior, así iras subiendo. Ah, para abrir la puerta no vale con tus poderes, tienes que girar el manillar, es una cosa que sobresale.

No le contesté, pero de seguro le llegó mi vergüenza. Aún así conseguí recuperar mi honor subiendo las escaleras sin caerme; lo de la puerta con manillar me costó, pero conseguí ver el truco, tanto como para abrir como para cerrar. Me quité el holograma de invisibilidad a la vez que resoplaba de alivio.

Dentro había una cama, un armario y una mesita de noche con una lampara de aceite, que en ese momento no supe que hacia eso ahí si la luz del atardecer nunca se iba del cielo. Además, en palacio graduábamos la luz que emitían las paredes con nuestra mente.

En el armario encontré mi ropa nueva. Era ropa de trividente que consistía en una túnica blanca. Bueno, el resultado debía de ser una túnica, para mi no dejó de ser un trozo de tela reliado en mi cuerpo. Esa imagen hizo que Shakky se carcajeara nada más verme.

–¿No te han explicado nada antes de que vinieras aquí? –me habló con la garganta y no con la mente. Yo hubiese preferido responderle como un perlado, pero no podía comunicarme así con todo el mundo.

–No. He... pratecad... practecado yo pero...

–Ya, lo entiendo. Te instruyen si sales de Dawn pero para aquí te las tienes que apañar.

–Pu... puedes no hablar tan...

–Sí. Lo siento. –habló más lento– Pero no todo el mundo va hacer lo mismo –me miró de arriba a abajo–. Aparentas joven, no tienes porque ponerte esa ropa tan complicada. ¿Cuantos años vas a decir que tienes?

–Pensé en vente o... ono.

–Sí, veintiuno son suficiente para ejercer. Te traeré otra ropa más a tu medida. Y... deberías seguir practicando como hablar, los primeros días te dolerá la boca y la garganta, pero te acabas acostumbrando hasta que ya no la sientes.

La ropa que me trajo consistía en un pantalón rojo de seda holgado y un chaleco y botas de piel negros. En el armario había un espejo tras una de las puertas. Entre la ropa y la ilusión del tercer ojo me veía bastante extraño, pero bueno, lo raro hubiese sido que no.

Mi sitio oficial no era aquella posada, tenía que pasar un tiempo allí para relacionarme con el contexto bajo la guía de Shaky, después partiría hacia mi lugar asignado yo solo. Marcamos que me marcharía en el momento en que me enviaran el collar titular de médico. Así que mientras esperaba me dediqué a investigar todas esas cosas que para los trividentes y cortadores era el día a día; además de aprender a entonar las cuerdas vocales y mover la boca en eso de hablar, las is y las us se me resistían a la hora de pronunciar y algunos gestos guturales aún se me escapaba sus significado. La situación en general resultaba muy complicado. Una de las peores cosas creo que era el afeitarme; me corté varias veces, que no fueron pocas, produciéndome sangre y dolor.

–Aún así cuando te cortas te sientes vivo ¿verdad?– me dijo Shakky una vez. Y así era.

Se sucedieron tres semanas hasta que llegó mi titulación. Esa noche, aunque siguiera siendo amanecer, Shakky me hizo un regalo.

–¿Que te parece? Escuchar hablar es una maravilla, pero esto está a otro nivel.

–Creí que nada me llegaría a sorprender tanto como la primera vez que vi él cielo. ¿Cómo has dicho que se llaman?

–El que toca el instrumento es músico y ella es cantante. Ya habrás oído cantar a alguno de mis clientes cuando beben más de una jarra.

–¿Eso era cantar? No tiene nada que ver.

–Es la diferencia entre hacerlo mal y bien –hizo una pausa para dar una calada–. Deberías probar, a lo mejor tienes una voz bonita para el canto.

–No, hablar ya me cuesta –observé a los dos artistas–. El músico veo que es trividente pero ella es cortadora.

–Ella ha sido bendecida con una voz que ni un trividente, por mucho que se la forme, puede superar. Es un don. Después, para ser músico, siempre hay que instruirse. Aunque los cortadores también tienes su propio tipo de música. Ya lo verás en los Días Azules y los Días de Estrellas.

–¿A que te refieres?

–Ah, ya me temía que tampoco lo supieras. Son dos semanas festivas del año. Como te has dado cuenta estamos en un eterno amanecer, o atardecer dependiendo de como lo quieras mirar. Sin embargo, en la etapa central del verano disfrutamos de unos días esplendidos con un sol en lo alto y un cielo azul. En invierno pasa lo mismo, pero con una noche plagada de estrellas.

–Es por nuestra posición respecto al sol.

–Sí, pero no digas eso frente a nadie que no sea un perlado. Recuerda que aquí no existe la ciencia, solo el poder de los dioses que nos bendicen durante una semana, ya sea con la noche o con el día –se encogió de hombros–. Por eso esas semanas son de fiesta y ofrendas.

–¿Ha pasado alguna vez que un trividente o un cortador nos descubra?

–No lo sé. Si alguna vez pasó sería lógico que el Maluka borrara esa información. "Los dioses no puede vagar entre los mortales". Ademas, piensa en la regla de tres.

–¿Cual?

–Si nos bendicen por que les damos luz, nos temerán porque le podamos dar oscuridad. Si por alguna razón se llegan a enterar de que no somos tan divinos ese temor se volverá contra cualquier perlado a su alcance.

A la mañana siguiente supe a que se refería. Llegó la hora de marcharme y ella alquiló un carruaje para que me llevara a otro distrito. Por la ventana vi más de ese mundo nuevo. Entre lo que me encontré descubrí una escultura que representaba a uno de nosotros, a un perlado. La gente la adoraban con fervor. Más tarde, siguiendo el camino, vi un cortador arrodillado ante dos trividentes para que no se llevaran a su hijo.

–Es un mandato de los dioses –dijo uno de ellos–. ¿Quieres oponerte a los dioses?

Ya había oído que algunos trividentes relevantes se le ofrecía información clasificada para intervenir por nosotros fuera del muro, siendo catalogados como sacerdotes. Esos deberían ser uno de ellos y se estaban llevando un niño que seguramente iría a parar al tráfico de esclavos.

No quise ver más, cubrí la ventana con la cortina.

El viaje duró mucho, se me hizo eterno. Intenté practicar a leer libros. Ya sabía leer, pero una pantalla con letras nunca sería lo mismo que un libro. El mecanismo de pasar las hojas era más complicado y aparatoso. Finalmente, lo mejor que hice fue quedarme dormido. El cochero me levantó cuando llegamos. La imagen no fue muy distinta de la primera vez. Cielo anaranjado, tierra bajo mis pies, y casas de madera. Pero el palacio estaba mucho más lejos.

Mi casa era pequeña, de dos pisos. En la puerta había un circulo dentro de otro con cuatro aspas, era una letra que decía así como "hospital", aunque de manera más literal significaba "recinto de enfermos". Entré en él y lo inspeccioné. El piso de abajo era lo que se consideraba consulta, el de arriba era lo que se consideraba mi casa.

Llamaron a la puerta cuando estaba colocando leña en la chimenea para empezar a calentarme la cena. Todavía tenía que contratar a una cortadora que me asistiera en las labores del hogar cuanto antes, no estaba bien visto que un trividente se ocupara de esas cosas y, siendo sinceros, yo era bastante torpe.

Esa primera llamada a la puerta era de una vecina que me explicó lo contenta que estaba de tener un médico tan cerca y me dio una tarta de manzana. No fue la única que vino, más mujeres y hombres, trividentes o cortadores, vinieron a saludarme. Fue una sensación extraña; los perlados no necesitamos desplazarnos hasta un sitio para comunicarle a alguien algo excepto en casos concreto, pero esa gente lo hacía solo para decirme que estaba contenta de tenerme allí, a pesar de ser un médico joven como señalaron algunos. Sabía que me esperaban días duros y que hasta ese momento no había hecho nada de valor, pero cuando llegó la hora de dormir me fui a la cama satisfecho.

Durante las siguientes semanas, a parte de mi reinstauración en la sociedad, fue todo muy tranquilo. Los pacientes venían y me pagaban. Pude contratar a una cocinera y yo me dediqué a estudiar libros de todo tipo. También hice la primera de muchas visitas, obligadas y periódicas, al palacio. Volví a mi nuevo hogar en cuanto me fue posible, agradeciendo el silencio mental.

–¡Doctor, doctor! –era la voz de una niña llamando a mi puerta una tarde como cualquier otra–. ¡Abra, es urgente!

Cuando abrí la puerta no estaba solo la niña, con su pelo corto y rosa, también un chico rubio cuyo flequillo tapaba sus ojos y un otro con el pelo rojo y alborotado que se apoyaba en el primero.

–¡Se ha roto la pierna, doctor!

–¡Te he dicho que estoy bien, estúpida!– le gritó el pelirrojo. La niña se enfureció y le dio un capón para cerrale la boca.

–¿Puede ayudarnos? –preguntó el rubio.

–Pasad.

Una vez el niño estuvo sentado en la camilla, con su cara de pocos amigos, le aparté la pernera del pantalón y le descubrí la pierna izquierda. Tenía sangre y un buen moratón, pero nada grave.

–¿Cómo te has hecho esto?

–¿Y a ti que te importa?

La espontaneidad era algo que se me contagió muy rápidamente, a los pocos días de salir de los muros de palacio, porque sin planearlo le puse una mirada de cabreo.

–Para cuartela antes y ver si hay peligro de infección.

–El se ha...

–¡Callate Bonney! –le cortó a la niña–. ¡Y tú también Killer! ¡Y tú! –se refería a mi–. ¡Cúrame ya! ¡Aaah! –gritó de dolor cuando le presione su herida.

–¿Ves, niño? Si gritas mucho te duele más.

–¡No me estás curando, me estás haciendo daño!

–¡Cállate ya, Eustass! –le dijo la niña–. ¡Eres un llorica!

No quitó su cara de disgusto, pero al menos me dejó tratarlo con tranquilidad. La herida era superficial, le dolía nada más porque movía la pierna, así que con limpiarla, ponerle ungüentos específicos y vendarla fue suficiente.

–No veo que te hayas roto nada, pero aún así se te ha inflamado. Deberías venir mañana a que te revise.

–No tengo dinero para que me revises. Ni siquiera tengo dinero para pagarte hoy. Así que no voy a venir más.

–Ya veo, eres un timador experto –dije con sarcasmo–. Tú ven mañana y punto.

Finalmente los niños se fueron. Vi por la ventana como la niña y el rubio se iba por un lado corriendo y despidiéndose con alegría, diciendo algo de que sus padres les echarían la bronca si se retrasaban más; sin embargo, el chico pelirrojo, Eustass, se quedó allí un rato, hasta el momento en que se dio cuenta de que yo le estaba mirando a través del cristal. Me hizo una mueca y se largó con rapidez, a pesar incluso de su pierna.

Continuará...


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