Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Fértiles 01 Tabú por keruchansempai

[Reviews - 8]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Dejo un muy breve recordatorio de personajes.

Familia de Shiva:

Kael Yarandriel: el padre de Shiva.

Darin: papá de Shiva. Fértil.

Sigul Naser: el abuelo de Shiva, padre de Kael.

[Princesa Araska Zandriel]: difunta esposa de Sigul.

El príncipe Perniwillan (Peri) Zandriel: primo de Shiva.

 

Personajes de Aenia.

Los seis hermanos: Josie, Alexei, Malik, Marianne, Jessica y Liliana, y su hermanastro Aradon.

[Rey Mikael III] y [Reina Liliana]: padres

Reina Josefine y [Rey Malik]: abuelos

Raphael Roderick

Consejero McRae

PARTE 3

[SHIVA]

 

[Año 232]

Lugar: Ystania.

 

El abuelo nos esperaba frente a la casa de campo en la que vivía, con la luz a su espalda iluminando su silueta y lo que se intuía como un gran movimiento en el interior por parte de los sirvientes que trabajaban a última hora para habilitar la casa para los invitados. El carruaje traqueteó hasta detenerse junto a él y la puerta se abrió. Para entonces ya estaba más dormido que despierto pero recordaba vagamente ser sacado del vehículo y conducido escaleras arriba hasta la habitación que usaba cuando me quedaba aquí.

 

Me desperté en mi habitación a la madrugada siguiente, rodeado del olor a tierra y a polen. Toda la casa olía igual ya que la puerta estaba abierta casi todo el día. Ya que estaba despierto me levanté entre bostezos y salí afuera por la puerta trasera hasta el baño exterior, todo el trayecto hasta la planta inferior dando tumbos debido al sueño. Como no me crucé con nadie volví a subir poco después para cambiarme de ropa.

 

En casa, mi dormitorio sufrió varios cambios a lo largo de los años. Desde la típica habitación infantil al desorden total en el que se convirtió unos años después cuando me aficioné a coleccionar fósiles (que Peri encontraba en su mayoría, porque extrañamente sabía siempre el punto exacto donde buscar). Un par de años después mis padres me dejaron poner una estantería, la cual fui llenando de los libros de magia que compraba a escondidas y de partituras para tocar con mi violín. Los fósiles quedaron apartados en una caja que terminó debajo de mi cama, así que al menos ya no iba tropezando con ellos cuando caminaba por mi habitación. Por entonces todo volvía a estar más o menos ordenado, hasta que la estantería se quedó pequeña y el escritorio terminó enterrado bajo un montón de libros y polvo.

 

Pero nada de estos cambios se reflejaban en esta habitación. Cuando entraba me parecía que el tiempo se había detenido y que seguía siendo un niño. Las paredes tenían un suave azul claro con dibujos de estrellas y montañas y carruajes que volaban por el cielo. Únicamente el tono descolorido de la pintura evidenciaba que habían pasado diecinueve años desde que el abuelo entrara a esta habitación y pintara él mismo las paredes. El abuelo tenía la biblioteca abajo, así que tampoco tenía libros aquí. Seguía siendo una habitación infantil repleta de cosas de niños. Solía venir tan poco por entonces que nunca jugué demasiado con ellos, y me daba lástima simplemente sacarlos. Además, tenía la impresión de que al abuelo le gustaba subir aquí cuando yo no estaba e imaginar que seguía siendo un niño y que en cualquier momento aparecería por la puerta corriendo y gritando y echándome sobre él.

 

Decidiendo dejar esos pensamientos para más tarde, me limité a cambiarme la ropa por algo cómodo.

 

Cuando volví a bajar, el abuelo estaba sirviendo el desayuno en el salón.

 

-Buenos días, mi niño –me saludó con una gran sonrisa-.

 

Asentí, volví a bostezar y me senté en una silla.

 

-¿Qué, no vas a darme un abrazo? –alzó una ceja-. Y yo que me he tomado la molestia de cocinarte.

 

Más bien su ama de llaves se había tomado la molestia de cocinar, pero me levanté y le di un abrazo como me pidió, y luego lo alargué más de lo que planeé porque realmente lo había extrañado. Cuando me aparté me entregó un sobre blanco.

 

-Te ha llegado esta mañana. Es de tu primo.

 

Cogí el sobre con extrañeza, pues Peri no tenía motivos para sospechar que estaba aquí. La mayoría de los nobles estaban ahora en la capital enfrascados de lleno en la movida actividad social. Yo mismo había estado en más bailes y recepciones de los que quería recordar. Pero de nuevo, era algo que esperaba de Peri y de su extraña intuición. No sería la primera vez que un mensaje suyo me esperaba en una posada cualquiera estando de viaje y habiendo pasado otra idéntica diez minutos atrás. Era algo que dejé de preguntarme sobre él hace mucho tiempo.

 

El sobre estaba cerrado pero ponía mi nombre en el exterior con letra diminuta, claramente escrito por Peri. Saqué la hoja de papel que había dentro mientras el abuelo cruzaba la mesa para sentarse al otro lado.

 

El mensaje era de lo más extraño, solo ponía:

 

‘Tienes que marcharte’.

 

¿Marcharme de donde?

 

Le di la vuelta a la hoja, vi que estaba en blanco y volví a mirar el extraño mensaje. No encontré ninguna explicación para una orden (eso no era una petición) tan peculiar.

 

-¿Está todo bien con el príncipe Perniwillan? –me preguntó el abuelo-.

 

-Sí… Solo me envía saludos –doblé el papel y me lo metí en el bolsillo. ¿Qué otra cosa iba a decirle sino?-.

 

Me pregunté si mis padres me dejarían ir a visitar a Peri antes de volver a la ciudad, aunque no lo creía. Hacía medio año desde la última vez que había visto a Peri, pues su casa quedaba aún más lejos que la del abuelo. Peri se había mudado al campo después de casarse.

 

-Tus padres volverán dentro de tres días –me dijo el abuelo-. ¿Tienes idea de adonde han ido?

 

-Dijeron algo sobre hacer negocios con alguien que vive cerca de aquí –me encogí de hombros-. Me pareció que no querían que fuera así que dejé de preguntar. Se alegraron cuando sugerí que me dejaran aquí.

 

-Bueno, mejor para mí. ¿Te parece bien practicar con tu vieja espada de madera cuando terminemos aquí? –señaló la comida-.

 

Dejé caer la cuchara por la impresión.

 

-¿De verdad?

 

No habíamos practicado desde hacía dos años, cuando Padre nos descubrió, me quitó el palo y lo partió golpeándolo contra un árbol con un poco más de rabia de la que admitía cuando me lo recordaba. A veces pensaba que el abuelo se había librado por poco de ser el sustituto del árbol.

 

-¡Es decir, sí! ¡Sí que quiero! –dije, antes de que cambiara de opinión-. ¡Gracias!

 

Se encogió de hombros.

 

-Ni lo menciones. Un nieto mío debe saber defenderse, diga lo que diga tu padre. Es solo natural, pues te viene de sangre. Ahora termínate esa tostada, no quiero verte caer famélico cinco minutos después de empezar.

 

Me metí la tostada entera a la boca e ignoré la sonrisa divertida del abuelo. Este iba a ser un gran día.

 

***

 

Mi abuelo se llamaba Sigul Naser. Era hijo de artesanos, y así lo fue él también hasta que un noble de su comarca le pagó su entrada a la academia militar.

 

Allí conoció al actual rey cuando éste fue a presenciar la prueba que la academia organizaba cada año y cuya superación garantizaba a los alumnos pasar al segundo año. Sigul fue descalificado a pesar de quedar de los tres primeros en casi todas las competiciones por el único motivo de ser un plebeyo. El por entonces príncipe, que ya era igual de caprichoso que ahora, observó a Sigul y dijo que si ellos no lo querían “él se lo llevaría”. Mi abuelo, ni corto ni perezoso, cogió sus pocas pertenencias y lo siguió.

 

El príncipe pronto se enteró de que Sigul no sabía leer ni escribir, nunca había ido de caza ni asistido a un baile, nunca había tomado vino ni había jugado a las cartas, así que disfrutó haciendo todo lo anterior con la excusa de entretener a su acompañante. Así fue como siguieron varios días y noches de juerga, hasta que el rey puso un alto al asunto y envió a uno a entrenarse con los soldados y al otro a estudiar. Casi con seguridad el príncipe se habría aburrido de su amigo plebeyo a los pocos días, pero al interceder el rey se ganó un puesto en el Palacio en vez de ser enviado a casa, y la amistad sobrevivió.

 

Ambos llegaron a ser grandes amigos, y Sigul terminó casándose con la hermana del príncipe convertido en rey, la princesa Araska, después de salvar a su amigo de una muerte segura. Fue un cuento de hadas para todos los plebeyos del país, pero no ayudó a que se congraciara con los nobles que ya lo odiaban por haberse ganado el favor de la Familia Real.

 

Nunca conocí a mi abuela ya que murió cuando Padre era un bebe pero había escuchado tantas historias sobre ella que estaba seguro de que me habría gustado. Todo el mundo decía que me parecía muchísimo a ella: tenía sus ojos, tenía su pelo y el abuelo juraba que cuando sonreía de verdad era su vivo retrato.

 

A veces se quedaba mirándome y sonreía con añoranza, y estaba seguro de que en esos momentos la estaba viendo a ella.

 

 

Al día siguiente cuando bajé a la planta inferior me encontré al abuelo con el abrigo puesto y a punto de marcharse. Me dijo que había recibido un mensaje de uno de sus vecinos pidiéndole ayuda. Como todos sus vecinos vivían lejos (las propiedades eran bastante extensas) no se sabía cuándo iba a volver, por eso le dije:

 

-Voy contigo.

 

Nos pasamos el día persiguiendo ganado y encerrándolo de nuevo en el cercado. Los vecinos del abuelo resultaron ser una pareja muy joven que nada tenían que ver con la nobleza y que respondían al nombre de señor y señora Graves. Tenían un niño pequeño de cuatro años que corría por el campo como una gacela y que se subía encima de las ovejas para atraparlas. La señora Graves hizo también su parte, y aunque embarazada, resultó de ayuda para transportar las ovejas que su hijo atrapaba.

 

Al final de la mañana los cinco estábamos cubiertos de barro de la cabeza a los pies. Por primera vez nadie hizo mención a mi condición de fértil para decirme que me mantuviera al margen. Fue un cambio agradable, así que no me lo pensé dos veces al aceptar su invitación de arreglarse y comer en su casa. Mis dos guardias, quienes siempre estaban al acecho aunque escondidos, nos siguieron en silencio.

 

Entre nuestro tiempo allí y que nos entretuvimos bastante en el camino de regreso, volvimos a la casa del abuelo cuando empezaba a oscurecer. Un sirviente nos salió al paso nada más entrar por la puerta y nos entregó un mensaje a cada uno. Me quité las botas sucias mientras el abuelo leía el suyo.

 

-Tus padres han adelantado sus planes y vendrán a por ti mañana –me dijo-.

 

Suspiré. Generalmente suponía un esfuerzo habituarme al cambio de pasar de tener libertad aquí a seguir de nuevo las normas de mis padres, las cuales iban empeorando con los años. Padre últimamente estaba más estricto que nunca y cada vez me costaba más salirme con la mía.

 

Suponiendo que el mío también era de mis padres, cogí el sobre que había sobre la bandeja que el sirviente sostenía y lo abrí. Resultó no ser de ellos sino de Peri. Me extrañó que me escribiera por segunda vez, más aún porque el contenido era tan breve como el del día anterior.

 

‘Necesito hablar contigo de algo muy urgente. Ven a mi casa hoy mismo sin falta’.

 

Me quedé mirando el escrito sin saber qué sacar de ello. Sin duda debía haber llegado hacía horas, cuando todavía era de día. Ahora, con la hora que era, no podía hacer un viaje tan largo. Viajar de noche era peligroso incluso con una gran guardia, y no disponía de ella en este momento. Eso sin contar que mis padres llegarían mañana.

 

Cuando se lo dije al abuelo su respuesta fue la que esperaba:

 

-De ninguna manera vas a salir a esta hora.

 

-Pero creo que a Peri le pasa algo… -no era habitual en él ser tan insistente ni tan críptico-.

 

-No puedo dejarte ir ahora. Lo mejor será que intentes convencer a tus padres de que te lleven mañana.

 

-Padre no va a querer retrasar el regreso a casa…

 

El abuelo se cruzó de brazos.

 

-Mira, Shiva, si me lo preguntas, no creo que a tu primo le pase nada. Aun así, no me opondría a que lo visitaras si no fuera tan tarde.

 

-¿No puedes decirle a mis padres que ya estaba con Peri cuando recibiste el mensaje?

 

-No, y no quiero que discutamos más. No voy a dejarte salir.

 

Sabía que tenía razón, lo cual no lo hizo más fácil. Para la hora de irme a dormir, sin embargo, ya le había dejado de dar vueltas al asunto. Después del día tan ajetreado que había tenido me dormí prácticamente en el acto, y no sospeché que a varios kilómetros de distancia mi primo esperaba en vano mi llegada para prevenirme del peligro que corría.

 

Dentro de una semana habría carteles con mi cara dibujada por cada rincón del país, los soldados registrarían cada palmo para encontrarme, detendrían a la gente por la calle en mi busca y se ofrecería una suma escandalosa a quien pudiera dar una pista sobre mi paradero. Pero yo no sabía nada de eso en ese momento. Me dormí plácidamente con el olor de la tierra y el sonido de los grillos, y si acaso soñé algo, al día siguiente ya no lo recordaba.

 

***

 

Me desperté con la caricia de unos dedos acariciando mi frente y mi pelo. Abrí los ojos de repente, poco acostumbrado a que me despertaran de esta manera, y me encontré con la mirada extraviada de papá, quien parecía estar mirándome sin verme. Su llegada me sorprendió aunque ya sabía que llegaba hoy, pero lo hizo más su actitud distraída.

 

-¿Papá? –levanté la mano y toqué su brazo-.

 

Volvió en sí.

 

-Shiva –no sonrió, simplemente me sacó de la cama y me dio la ropa que debía ponerme. Desde el momento en que abrí los ojos mantuvo los suyos mirando hacia abajo. Salió de la habitación de la misma manera y aunque sin duda era una actitud extraña decidí no darle más vueltas-.

 

Cuando bajé ya no estaba a la vista. Padre, quien me abrazó al verme llegar, me dijo que ya estaba en el carruaje.

 

-Vuelve pronto –me dijo el abuelo al despedirse. Le envió una mirada a Padre, claramente el mensaje era para él también-.

 

-Adiós, padre –le dijo éste al abuelo-.

 

Nos metimos en el carruaje y este avanzó sin más contratiempos.

 

Al cabo de media hora paramos en una posada. Papá se excusó antes de salir corriendo sin esperar a que el cochero abriera la puerta. Desapareció detrás de unos arbustos y escuché sus arcadas.

 

-¿Está papá bien? –pregunté-.

 

-Anoche comió algo que le ha sentado mal –contestó Padre-. Pararemos en la posada y lo dejaremos descansar un rato. Nosotros esperaremos abajo. No quiero que lo molestes.

 

Accedí y entramos en la posada para pedir una habitación y nuestro desayuno. Cuando dije que iría a por papá y lo acompañaría arriba se negó en redondo. Me sorprendió su insistencia pero supuse que no quería que lo agobiara. Sinceramente me agradó que se preocupara por él y por eso no pensé en ello dos veces.

 

Un par de horas después me encontraba solo en la mesa donde Padre me había dejado. No quería molestar a papá pero quería ver si estaba bien; decidí simplemente asomarme a su habitación y comprobar que estaba durmiendo.

 

Me lo encontré sentado sobre la cama con las rodillas dobladas y el mentón apoyado sobre estas. Estaba muy blanco y se asustó al verme entrar.

 

-Deberíamos llamar a un Sanador –dije-.

 

-No, no –extendió la mano para que se la cogiera y yo cerré la puerta tras de mí y fui hacia él-. Shiva, hijo mío.

 

-¿Sí? –pregunté, desconcertado-.

 

-He estado pensando… -me apretó fuertemente la mano-. He pensado… ¿El primo de tu padre, Ragnar? Vive en el sur, se casó con lady Melbin hará unos años… Tienen un hijo que tiene más o menos tu edad.

 

-Papá… -lo interrumpí con fastidio. Tendría que haber sabido que saldría con una de estas, incluso estando enfermo. Siempre estaba intentando emparejarme con alguien-.

 

-No, escúchame. Es un buen chico y todavía joven. Alguien con quien podrías...

 

-No, papá. Ya hemos hablado de esto.

 

-¿Piensas que tu padre te dejará salirte con la tuya eternamente? ¿Piensas que no te casará con alguien cuando menos te lo esperes? Por favor, Shiva, baja y dile a tu padre que has cambiado de idea y que quieres conocer a tu pariente…

 

-¡No!

 

-Te estoy diciendo esto por tu bien… -ahora su miedo podía leerse claramente en su rostro pero no le hice caso, estaba demasiado ocupado sintiéndome indignado por su continuo entrometimiento-.

 

Hubo un ruido a mi espalda y entonces la puerta se abrió. Papá soltó mi mano y cerró los ojos justo en el momento en que la puerta se abrió y Padre entró en estampida, deteniéndose cuando vio a papá dormido y a mí simplemente sentado en su cama.

 

-Te he dicho que lo dejaras descansar –me gritó-.

 

Me agarró del brazo y me sacó fuera a la fuerza, e ignoró mi mirada enojada durante todo el camino hacia abajo.

 

-Solo quería ver si estaba bien –me quejé-.

 

-Y yo te he dicho que lo está. ¡Que sea esta la última vez que me desobedeces!

 

Su brusquedad me enojó y me pasé la siguiente hora mandándole malas miradas, pero entonces papá bajó y dijo que se encontraba mejor. No me miró en absoluto cuando pasó por delante de la mesa y musitó que nos esperaba afuera.

 

Entonces fue cuando los eventos que mi primo había estado tratando de evitar los últimos dos días se pusieron en marcha.

 

***

 

-Bébete esto –me ordenó mi padre-.

 

Cogí la copa y me bebí el contenido de un trago, sin albergar ninguna sospecha de que él pudiera tener segundas intenciones. Viéndolo en retrospectiva, yo no tenía ninguna razón para no confiar en la persona que me había cuidado y mantenido durante diecinueve años, y no consideraba que eso me hiciese un ingenuo. Lo realmente horrible aquí fue su traición, no que yo cayera en ella.

 

-¿Estáis listos? –preguntó papá. No dejé de notar que estaba aún más pálido y sudoroso que antes y que parecía tener problemas para mirarnos a ambos. Eso debería haberme dado una pista pero no lo hizo. De hecho, estuve a punto de preguntarle si prefería quedarse un poco más cuando Padre me llevó lejos de él, sin duda adivinando que su pareja iba a echar a perder su plan si le daba la oportunidad de sincerarse conmigo-.

 

-Kael… -papá hizo lo posible por alcanzarnos, incluso después de que Padre pasara de caminar junto a mí a arrastrarme-. Kael, esta es una terrible idea…

 

Padre lo ignoró y me metió en el carruaje. Papá nos siguió dentro y dio un respingo cuando fue objeto de la mirada amenazante de Padre. No entendí muy bien de qué iba todo esto, ya en ese momento los efectos del brebaje comenzaban a hacer mella y no me dejaban pensar. En mi inocencia, pensé que había cogido el mismo malestar que tenía papá y si no dije nada fue por miedo a que a mí también me obligaran a permanecer en cama hasta que estuviera restablecido.

 

Durante el resto del viaje nadie dijo nada. Papá estuvo todo el tiempo con las manos en el regazo y la cabeza baja. Lo compadecí porque yo me sentía igualmente mareado y febril. Comencé a sudar y a temblar hasta que no pude ocultarlo más y me agarré con fuerza a la cortina que cubría la ventanilla, buscando desesperadamente un poco de aire que llenara mis pulmones.

 

-Por fin hace efecto el brebaje –dijo Padre a mi lado-. Justo a tiempo, además. Tu prometido te espera doblando esta esquina.

 

-¿De qué hablas?

 

Cogió mi mano.

 

-Hoy vas a casarte, Shiva. ¿Estás contento?

 

¿Casarme? Al principio no supe de lo que me hablaba, ¿cómo iba a saberlo?, pero entonces recordé la conversación con papá (“Baja y dile a tu padre que has cambiado de opinión”), su expresión urgente, como si creyera que el tiempo corría en su contra, y recordé que Padre se había pasado la mañana evitando que me quedara a solas con él. ¿Era esto lo que había estado tratando de evitar, que papá me contara lo que planeaba? ¿Y por qué cuando finalmente pudo quedarse a solas conmigo no me lo dijo directamente? ¿Realmente Padre podía hacer esto? ¿Arrastrarme y casarme sin mi consentimiento?

 

Claro que podía, porque era un fértil.

 

Busqué el manillar con torpeza, notando que mis miembros apenas me respondían. Cuando finalmente lo encontré tiré de él inútilmente. No conseguí reunir la fuerza para cerrar la mano en un puño; mis dedos simplemente se deslizaron por el manillar como un peso muerto.

 

-Quiero salir –jadeé-. Quiero salir. Déjame salir.

 

-Bajarás una vez que lleguemos, y entonces serás obediente y te casarás con quien yo diga.

 

-¿Por qué estás haciendo esto? –pregunté-. ¡Tenemos un trato!

 

-Sin duda. Te dije que te dejaría salirte con la tuya siempre que tú también cumplieras tu parte y buscaras activamente un marido, y en cinco años no te he visto intentarlo.

 

El carruaje se detuvo antes de que pudiera responder. Alguien abrió la puerta por fuera y, apoyado como estaba, caí. Unos brazos me atraparon antes de tocar el suelo y al levantar la mirada vi que se trataba de un hombre rubio y de ojos negros al que reconocí en el acto.

 

Por un momento creí que estaba en medio de una pesadilla, porque sin duda esto no podía ser real. Ser arrastrado a la fuerza y obligado a casarme era lo último que quería, pero seguramente no podía tener tan mala suerte de que Padre escogiera a este hombre, ¿verdad? Él tenía que estar aquí por otra razón, no podía ser…

 

Pero Iven Murray me estaba mirando con satisfacción, como si pensase que finalmente había conseguido lo que quería, y me di cuenta de que sí, que realmente este era el hombre con el que iban a casarme.

 

Había tratado durante años de ignorar su mirada insistente cada vez que coincidíamos en un evento, la malicia con la que me observaba, como si estuviera esperando a encontrarme a solas cuando no pudiera defenderme. Sospechaba que realmente me habría acorralado en algún pasillo desierto si le hubiera dado la oportunidad, pero mis padres rara vez me dejaban solo. Por eso se había limitado a asustarme con amenazas cuando lograba distraerlos.

 

Me deshice de sus brazos y me abalancé contra Padre.

 

-¿Cómo puedes hacerme esto? –lo golpeé-. ¿Cuánto te ha pagado?

 

-Shiva, es lo mejor para ti. He tratado de hacerte entender una y otra vez que ya deberías estar casado. Si solo me hubieras escuchado…

 

-¡Él es un cerdo! ¡Y tú también!

 

Rara vez le alzaba la voz a Padre, así que imaginé que mis palabras lo pondrían furioso. Pero él pensaba sinceramente que estaba haciéndome un favor y que algún día se lo agradecería. Desde su punto de vista debería haber empezado a buscar marido por lo menos tres años atrás, algo contra lo que me había revelado con uñas y dientes, así que tenía suerte de que el señor Murray me prefiriera por encima de los fértiles jovencitos que debutaban cada año en la capital.

 

En un ataque de furia levanté mis manos para hacer magia, sin embargo de mis manos solo salieron chispas que duraron unos segundos. Volví a intentarlo, frustrado, y solo conseguí el mismo resultado. Nunca me había pasado esto.

 

-¿Qué has hecho? –pregunté horrorizado. Recordé el brebaje que me había hecho tomar y que había causado que me encontrara tan mal. ¿Pero y si eso no era lo único que hacía?-.

 

-Sabía que lucharías contra mí –dijo Padre con indiferencia-. Así que he anulado tu magia, aunque solo por unas pocas horas. Tiempo suficiente para que veas que esto es lo mejor para ti.

 

-Lo mejor para mí –repetí con indignación. Junto a mí, el señor Murray se reía; sin duda todo esto le hacía mucha gracia. Me di la vuelta para encarar al hombre, y aunque estaba furioso, le hablé tan calmadamente como pude, porque era así precisamente como me había estado amenazando durante años cuando mis padres le daban la espalda-. Los efectos de este brebaje no durarán para siempre, señor. Haría bien en replantearse lo que va a hacer antes de que sea demasiado tarde.

 

El señor Murray palideció. Luego me dio la bofetada de la que me había librado con Padre. Estuvo a un segundo de lanzarme contra él pero Padre me cogió por los hombros.

 

-Basta –ordenó-. Tratará con respeto a mi hijo.

 

-Solo si recibo el mismo tratamiento a cambio –dijo el señor Murray prepotentemente. Cuando Padre lo taladró con la mirada, reculó-. Quiero decir, sí. Sí, señor.

 

Luego me miró con descaro de arriba abajo, imaginando todo lo que me haría cuando fuera oficialmente suyo. Me dieron ganas de echar a correr. O golpearlo. Aunque esto último iba a ser difícil teniendo en cuenta que ni siquiera podía abrir una puerta.

 

-Por favor, Padre –me decidí a apelar a su afecto, ya que nada de lo demás estaba funcionando-. No me hagas esto. Elegiré un marido… algún día. Pero por favor no me hagas casarme con él. Seré un buen hijo. Te quiero y nada me haría más feliz que el que estés orgulloso de mí… pero no de esta manera. Nunca podré respetarte de nuevo si me haces esto. Soy tu hijo…

 

-Ya basta. Me he decidido a hacer de ti un hombre virtuoso, y para eso necesitas una mano firme para guiarte. He sido muy suave contigo durante mucho tiempo, dejándote en manos de tu abuelo cuando está claro que no ha hecho ningún bien a la docilidad de tu espíritu. Él te ha consentido demasiado y yo también. Está claro que todos lo hemos hecho. Si reculo ahora me harás recular el resto de mi vida y eso es algo que no voy a permitirte, por muy hijo mío que seas. Lo entenderás algún día y sabrás que actúo por tu bien.

 

-No actúas por mi bien –exploté-. Actúas por el tuyo. Estás deshaciéndote de mí. No me quieres cerca de ti porque por lo visto soy el único que piensa por sí mismo y te dice lo que piensa a la cara. No como papá –miré a mi otro padre, quien ni siquiera tenía el valor para salir del carruaje y enfrentarme-. ¿Este es el destino que soñaste para tu hijo, papá? ¿Es lo que quieres para mí? ¿Te sientes feliz viendo cómo me drogan y me unen inmoralmente a un hombre que detesto? Porque lo detesto. Le detesto –le dije al señor Murray-. Y va a arrepentirse antes de que el día acabe. Es una promesa.

 

-¡Jovencito! –me reprendió Padre, agarrándome del brazo con tanta fuerza que parecía que quisiera arrancármelo-. No harás tal cosa o por mi honor que te llevaré ante el Sumo Sacerdote para que te quite tu magia, y entonces no será por unas pocas horas sino para siempre.

 

-Esa es una idea genial –dijo el señor Murray atropelladamente, recuperando un poco de su color-. De hecho, podríamos proceder a ello inmediatamente.

 

Padre lo observó con desdén.

 

-Mi hijo se comportará. Y espero que recuerde en el futuro que necesita mi consentimiento para visitar al Sumo Sacerdote con tales expectativas, por muy marido de mi hijo que sea.

 

-Bueno, por supuesto –lo dijo con la boca pequeña. Para mí estaba claro que sería lo primero que haría en cuanto nos alejásemos de la vigilancia de mis padres, antes de que pasaran los efectos del brebaje-.

 

-Desde luego que “por supuesto”. Mi hijo es muy suave con sus amenazas pero yo le aseguro que no quedará ni un solo Murray vivo si se atreve a desafiarme.

 

Eso terminó con la discusión. Pensé que el señor Murray estaba arrepintiéndose de su precipitada decisión de unir nuestras familias cuando él asintió para sí mismo y dijo:

 

-Empecemos de una vez. No quiero retrasar más mi boda.

 

Asentimientos de conformación siguieron a su demanda. Padre me arrastró al Salón de los Amantes, cuyo nombre claramente no se adecuaba a mi situación, y vi que el sacerdote que iba a casarnos ya estaba allí. Antes de que pudiera pedirle ayuda Padre me llevó consigo y me dejó dentro de un círculo dibujado en el suelo. El señor Murray también entró en el círculo. Su sonrisa era desvergonzadamente libidinosa mientras se frotaba las manos con expectación. En su mente todo esto era un simple aplazamiento y estaba ya pensando en lo que sucedería en la noche. Busqué mi magia infructuosamente. La sentía dentro de mí pero no podía alcanzarla. Esto era horrible, nunca me había sentido tan ajeno a mi propio cuerpo. Incluso sin mi magia podría haber luchado, pero no podía hacer eso tampoco debido al maldito brebaje.

 

-Que los candidatos a contrayentes den un paso al frente y se presenten –ordenó el sacerdote-.

 

El señor Murray infló pecho y se presentó:

 

-Mi nombre es Ivan Murray, caballero al servicio del rey y heredero del conde Alderdy.

 

El sacerdote pareció impresionado. A su entender, el hijo de un conde normalmente elegiría un templo en la capital para su boda, uno más moderno y popular que el suyo, que estaba fuera de la ciudad. Aunque se veía complacido por dar servicio a alguien tan importante también noté que empezaba a sospechar de su suerte.

 

Cuando no abrí la boca durante un largo rato el sacerdote dijo:

 

-Que el segundo candidato se presente, por favor.

 

Uní mis labios en una línea fina.

 

-Soy Shiva.

 

Dado que no dije nada más, el sacerdote tuvo que darlo por válido.

 

-Que la pedida de mano comience, pues. Candidatos, prepárense.

 

El sacerdote contó hasta tres. Lo que sucedió a continuación sucedió tan rápido que se quedará eternamente en mi memoria como el acontecimiento más bochornoso de mi vida. El sacerdote acababa de decir “tres” cuando el señor Murray se echó sobre mí como si pensara en sí mismo como un tigre atacando a un pequeño conejo desprevenido. Desprevenido o no, mis fuerzas ya me habían abandonado por completo y el hombre me tiró al suelo sin más esfuerzo que ese. Mi cabeza golpeó el suelo y perdí el conocimiento.

 

Viéndolo por el lado bueno, eso retrasó la boda. Después de todo, los novios debían estar despiertos en su propia boda y eso nadie podía rebatirlo.

 

***

 

Desperté con los gritos y voces exaltadas que venían del piso inferior.

 

-Esto es una desvergüenza. No puedo dar por buena una pedida de mano que se vale de artimañas. Los dos candidatos deben estar en sus cinco sentidos, es lo que dicta la ley –al principio no reconocí la voz, hasta que deduje por lo que estaba diciendo que se trataba del sacerdote que iba a casarme con el horrible señor Murray-.

 

-Padre Warwick, todo esto es un malentendido. Le aseguro que mi hijo está perfectamente.

 

-No me venga con esas, milord. He visto perfectamente que su hijo está drogado e incapacitado. ¡Ni siquiera ha sido capaz de decir más de dos palabras y mucho menos ha podido defenderse! Esto es un ultraje. No pienso dar mi aprobación de ninguna manera. Tendréis que buscaros a otro sacerdote más permisivo porque ese no soy yo.

 

-¿Qué diferencia hay, drogado o no? –ese fue el señor Murray, hablando como si todo el asunto le pareciera divertido-. Los fértiles nunca se defienden. ¿Acaso ha llevado a cabo alguna pedida de mano que haya sufrido un desenlace distinto al esperado? Los fértiles no luchan. No son capaces ni tienen los medios para hacerlo. Podría haberlo derribado del mismo modo estando “en sus cinco sentidos”.

 

-Ciertamente usted sabrá por qué ha tenido que recurrir a las drogas si es tan fácil –respondió el sacerdote remilgadamente-.

 

Aunque no podía verlos, solo escucharlos, aposté a que el comentario había enfurecido al señor Murray.

 

-Sus padres me han dado su mano y yo le he vencido frente a tres testigos, incluyéndole a usted, Padre Warwick. Va a tener que casarnos quiera o no.

 

-Lo haré cuando el chico sea capaz de defenderse. Repetiremos la pedida de mano. Si vuelve a vencerle no tendré ningún inconveniente en casarlos. Pero si fracasa tendré que pedirle que se vaya, señor, porque su descaro está poniéndome enfermo.

 

-¡Más enfermo le pondré si no me obedece!

 

-¡Señor Murray! –gritó mi padre-. ¡Baje la mano ahora mismo! No va a golpear a un hombre de dios frente a mí. No se lo permitiré.

 

-Este hombre insufrible está retrasando mi boda. Su hijo es mío, señor. Me lo prometió. Nadie va a sacarme de aquí hasta que me entregue a Shiva.

 

-Yo haré que Shiva acepte. Simplemente limítese a esperar tranquilo. Está haciendo un escándalo innecesariamente.

 

Siguieron hablando pero por mi parte dejé de escucharles. El sacerdote podía resistirse al señor Murray pero no era adversario para mi padre. Antes de que el día finalizara estaría en el altar junto al señor Murray, y luego sería arrastrado hasta la casa del hombre.

 

No iba a permitirlo.

 

Saliendo apresuradamente del catre en el que estaba tendido me apresuré a atrancar la puerta con una silla para que no pudieran entrar. Padre acabaría con el problema tirándola abajo pero al menos me daría unos minutos de ventaja. Mientras corría al otro lado de la habitación, donde estaba la ventana, agradecí estar recuperando la fuerza. Mi magia seguía siendo inservible pero mis brazos habían recuperado la fuerza y conseguí abrir la ventana.

 

Era un edificio bajo así que el primer piso no estaba muy alto. No fue difícil saltar por la ventana, aunque tuve que tener cuidado para que no me vieran correr por el jardín desde el salón de la planta baja.

 

A medio camino del jardín los efectos del brebaje volvieron con fuerza. Perdí la movilidad de mis piernas y me caí de bruces al suelo, golpeándome el pecho, las rodillas y el mentón. Tuve que hacer el resto del camino arrastrándome por el suelo hasta que me metí en los matorrales y conseguí un lugar donde descansar durante unos momentos sin que nadie me viera.

 

Está bien, ¿ahora qué? ¿Debía esconderme aquí y esperar que no me encontrasen? ¿Y aun si no me encontraban, qué haría entonces? ¿Acaso Padre iba a cambiar de idea únicamente porque había frustrado su plan una vez? ¿No volvería a intentarlo?

 

Debía alejarme primero, y luego pensar. Sí, me dije, eso debía hacer…

 

Pasado un momento divisé mi forma de escape… Una carreta aparcada en el camino, en la que fácilmente podría esconderme si me metía entre los sacos de patatas y legumbres. El dueño de la carreta estaba de espaldas, alimentando al animal que tiraba del vehículo, y no me vería llegar a menos que hiciera ruido.

 

Determinado a escapar a como diera lugar, corrí el resto del camino hasta la carreta y me subí sin problemas, soltando un suspiro de alivio cuando el hombre no dio muestras de notar nada fuera de lo normal. Ahora solo tenía que esperar a que la carreta se pusiera en marcha…

 

***

 

Fue durante la última visita que le hice a mi primo cuando recibí la primera pista de que las cosas iban a cambiar para mí en breve, y no para bien precisamente. Ese día recibí un consejo, uno al que no le presté atención porque siempre tuve la tonta idea de que nada malo podía pasarme. Debí hacerlo. Debí escucharlo, porque desde que tenía memoria, de mi primo solo había recibido buenos consejos y una buena dosis de sentido común.

 

El día que sucedió yo estaba fuera de la casa sentado en lo alto de la colina. Peri apareció y se sentó a mi lado. Estaba más silencioso de lo normal y me quedé mirándolo para ver si salía de su ensimismamiento, pero después de que finalmente hablara preferí que se hubiera quedado callado.

 

Me dijo lo mismo que papá trató de decirme en la posada, que mi padre no se conformaría con que rechazase una propuesta de matrimonio tras otra.

 

-Tienes que hacerle creer al menos que cambiarás de opinión algún día –me dijo-. O cambiar de verdad, eso sería preferible.

 

-¿La vida de casado se te ha subido a la cabeza?

 

Peri se enfadó.

 

-Solo intento ayudarte. ¿No te dijo él mismo que pondría el asunto en sus manos si no te dabas prisa en elegir?

 

-Sí, pero tenemos un trato –me empeciné-. De todos modos, ahí están mis padres –señalé el carruaje que se acercaba por el camino-. Así que me tengo que ir.

 

Casi fue un alivio, así no tendría que discutir sobre esto de nuevo. Sinceramente estaba cansado de que todos sacaran el tema.

 

-Ten cuidado, ¿vale?

 

Alcé una ceja.

 

-¿Por qué?

 

-Yo… sabes que a veces puedo… predecir cosas –pateó una piedra, viéndose de pronto cohibido-. Bueno, no predecir, pero puedo sentir cuándo algo va mal.

 

-Lo sé.

 

-No puedo quitarme esta sensación… -su voz se cortó un poco- de que algo malo va a pasar.

 

Le resté importancia al tema, simplemente asumiendo que estaba siendo paranoico, aunque por mi propio bien no debería haber sido tan rápido a la hora de juzgar como “tontería” algo que demostraría ser un consejo útil.

 

***

 

Hacía pocas horas que había dejado la casa del abuelo así que cuando me vi en apuros de forma instintiva pensé en él.

 

Por suerte la carreta recorrió parte del trayecto, luego bajé y el resto lo hice caminando. Esperaba haber llegado antes que mis padres porque sospechaba que ellos sabían muy bien que acudía a él cada vez que estaba en problemas.

 

El abuelo me esperaba en el porche sentado en una mecedora. Por su mirada supe que ya sabía todo lo que había pasado.

 

-Padre… -mi voz se atoró y no pude explicarme. Él asintió con tristeza y me llevó al interior de la casa-.

 

-He oído lo que ha pasado –el abuelo señaló una carta que había sobre la mesa-.

 

-Padre me ha traicionado –esta vez las lágrimas salieron sin poder evitarlas. Su traición dolía demasiado y aun así me sentía como si todavía no pudiera creerlo-.

 

-Ven aquí –el abuelo abrió los brazos y yo me abracé a él, como cuando era mucho más joven y sus brazos parecían ser la cura para todos mis males. Ahora se sintió más o menos así y eso me envolvió en una terrible nostalgia-. Todo va a estar bien, Shiva.

 

-¿Qué te ha contado Padre en la carta?

 

-Todo. Que te hizo beber un contaminante de magia y que te arrastró para que te casaras con algún hombre al azar.

 

-No fue exactamente un hombre al azar. Padre hizo un trato con el señor Murray –hice una mueca-. Solo que el señor Murray es peor que cualquier hombre al azar. ¿Por qué Padre lo eligió a él? –levanté los ojos y miré al abuelo-. ¿No se dio cuenta de la horrible persona que es?

 

-Tu padre necesitaba una persona horrible para que aceptara participar en un acto tan ruin –había una ira en sus ojos que yo nunca había visto-. Lo que hizo es imperdonable. No puedo reconocer a mi hijo en sus actos.

 

-Él pensó que lo estaba haciendo por mi bien. Que era la única forma en la que me casaría algún día –no sé por qué sentí la necesidad de defenderlo cuando sus actos me asqueaban tanto como al abuelo-. No sé qué hacer ahora.

 

-Me gustaría que te quedaras aquí pero ambos sabemos que es el primer sitio donde te buscarán. Y aunque podría prohibirles la entrada a mi casa eso no cambia el hecho de que la ley los ampara a ellos en lo referente a tu custodia.

 

Asentí con una sonrisa amarga. Por ley le pertenecía a mi padre, y luego le pertenecería a mi marido cuando me casara. No parecía muy justo, ¿no?

 

-Ni siquiera sé muy bien cómo has llegado hasta aquí sin que te asalten. ¿Crees que ya han pasado los efectos del contaminante?

 

-No creo –estaba demasiado agotado para comprobarlo de todas formas-.

 

-Bueno, vas a necesitar toda la ayuda posible para llegar a la casa de mi prima.

 

-¿Tu prima? –parpadeé-. ¿Qué quieres decir?

 

-No esperarás que te deje salir de aquí sin tener un lugar adonde ir, ¿no? Es verdad que no puedo tenerte aquí pero puedo mandarte a un lugar seguro. Hace mucho tiempo que no hablo en persona con mi prima; me parece que la última vez que lo hice fue hace más de cuarenta años –abrió los ojos sorprendido cuando se dio cuenta de que de verdad había sido un largo tiempo-. Sí, ha pasado mucho tiempo. Pero precisamente por eso tu padre no la recordará. Él solo la vio durante unos pocos minutos el día que todos los nobles fuimos convocados para presenciar el nacimiento del príncipe heredero, y por entonces solo era un niño.

 

-¿Y quieres mandarme con esa mujer? Yo ni siquiera había nacido entonces. Ella no me conoce.

 

-Hemos estado carteándonos todo este tiempo. Recibí su última carta hace solo dos días. Tenemos una relación muy buena a pesar de que vivamos tan lejos el uno del otro. Y ella sabe todo acerca de ti –me apartó el pelo de la cara de forma afectuosa-. No tengo ninguna duda de que te acogerá.

 

-¿Por cuánto tiempo? ¿Cuándo podré volver?

 

El abuelo suspiró.

 

-Intentaré ablandar el corazón de tu padre para que te permita volver a casa sin ninguna condición. Pero, Shiva, él tiene razón al decir que deberías estar casado ya. Eres un adulto. Solo… ábrete a la idea. Puede que en la casa de mi prima conozcas a alguien que te guste. Si ese es el caso, no te comportes como un tozudo únicamente por orgullo o para demostrar a tu padre que nadie va a doblegarte. El amor puede ser maravilloso si te permites a ti mismo sentirlo.

 

-Amor –repetí amargamente-. Los dominantes podéis permitiros sentirlo. Vosotros elegís a la mujer o al fértil que queráis. Si yo no hubiera huido ahora estaría casado con el señor Murray, ¿y cómo podría haber sido mi vida con él maravillosa? –levanté el mentón, negándome a aceptar su consejo-. Nunca voy a amar a nadie. ¿Para qué lo haría? ¿Para que me traicionen y que me duela más cuando eso pase? Si mi padre que tanto me ama me ha traicionado, ¿cuánto tardaría en hacerlo alguien que ni siquiera lleva mi sangre?

 

-Shiva, no…

 

Ignoré la expresión derrotada del abuelo. Él nunca lo entendería. La traición de Padre había sido mucho más dolorosa para mí de lo que admitiría, sobre todo porque él me había traicionado creyendo que era lo mejor para mí aunque obviamente no lo fuera. Estaba enfadado y me sentía herido pero no era capaz de odiarlo. En mi interior siempre intentaría justificar a Padre a pesar de sus acciones, y eso era lo peor de todo.

 

***

 

El abuelo preparó su misterioso hechizo antes de que me marchara. Como era peligroso estar mucho tiempo aquí y estaba arriesgándome a que Padre me encontrara preparamos una mochila rápidamente donde guardamos ropa limpia, una manta y comida para varios días. También cosí joyas y monedas en la parte interior del abrigo que portaba, si bien la mayoría eran baratijas. De esa manera, cuando las vendiera nadie podría rastrear su origen de vuelta a mi familia. Cuando ya estaba yéndome el abuelo me dio una última joya. Se trataba de una gema en forma de pendiente, de un color verde muy intenso. Si tenía que adivinar, la gema era una malaquita.

 

-Tienes que ponértelo en la oreja –me dijo-. Lo he hechizado para que reduzca tu aura y no te reconozcan como un fértil. Es muy peligroso para ti viajar solo hasta tan lejos, aunque recuperes tu magia. Si te soy sincero, estoy muy orgulloso de mi invento –sus ojos brillaron-. Aunque por supuesto está prohibido… y me metería en muchos problemas, así que no se lo cuentes a nadie. Mi único propósito es que pases desapercibido. Cuando te vean no sabrán que eres un fértil.

 

-Parece algo que se pondría un príncipe extranjero –me reí-.

 

-Lo importante son los beneficios que te reportará, no lo que parezcas con él –me ayudó a ponérmelo, dio un paso atrás y sonrió-. ¡Lo sabía! Realmente funciona.

 

-¿Parezco un dominante?

 

Él frunció el ceño cuando me escuchó.

 

-No eres un dominante, niño. Te quitarás el pendiente en cuanto llegues a la casa de mi prima.

 

-Por supuesto, abuelo.

 

-Bien. Esto solo es un medio para mantenerte seguro y a salvo, no algo con lo que puedas jugar. Actuar de forma inconsciente y temeraria pretendiendo ser algo que no eres no va a funcionar en absoluto. Es mejor que no hables con nadie ni te acerques a sitios con mucha gente. No se sabe lo que podría pasar si el pendiente llegara a fallar…

 

-Así lo haré.

 

-Me alegra escuchar eso –el abuelo sonrió-. Ahora, ¿por qué no intentas hacer magia? La malaquita es, principalmente, una piedra curativa que ayuda a la magia a fluir libremente, y ya que ha pasado tanto tiempo y los efectos del contaminante deben estar perdiéndose, la malaquita te ayudará a acelerar el proceso.

 

Le hice caso y traté de hacer magia. Con un movimiento de mi mano el fuego de la chimenea comenzó a crepitar más fuerte, con tanta intensidad que las llamas aullaron. Con otro movimiento de mi mano todas las puertas y ventanas se cerraron a cal y canto.

 

El abuelo se rio. Él nunca se enfadó conmigo por usar magia y aunque tampoco me animó a hacerlo no me lo impidió.

 

Más tarde, mientras él me daba las últimas instrucciones observé mi reflejo en la ventana. Con el miedo a lo desconocido impreso en mi cara y la incertidumbre de estar yendo a un sitio que no sabía si sería mejor o peor al que dejaba atrás, parecía mucho más pequeño de lo que era. Un niño perdido al que estaban arrojando a los lobos. Había vivido toda mi vida muy protegido, apenas saliendo de casa y relacionándome muy poco con otras personas. Las pocas veces que salía de la ciudad era para ver al abuelo o a Peri y siempre lo hacía acompañado de numerosos guardias. Asistía a muy pocas fiestas también, porque que un fértil soltero fuera visto en público no era lo habitual. Las fiestas eran minuciosamente escogidas y a veces solo podía relacionarme con otros fértiles. En esas ocasiones incluso teníamos nuestro propio salón de baile separado del de los dominantes, como si solo respirar el mismo aire que ellos fuera un delito. Los únicos dominantes con los que había tratado de forma frecuente a lo largo de mis diecinueve años de vida eran Padre, el abuelo, los guardias y la familia de Peri. Yo no sabía nada sobre el mundo real pero sí sabía que un fértil desprotegido terminaba cautivo de algún repulsivo violador o siendo vendido a un burdel. ¿Realmente quería arriesgarme a algo así solo para escapar del señor Murray y de los planes de Padre?

 

Tragué saliva y me esforcé por encontrar algo bueno en mi situación actual. Ciertamente con mi magia nadie me atraparía, ¿verdad? No era un inútil que se pusiera a temblar frente a la más pequeña adversidad. Seguramente podía enfrentarme a cualquier cosa, ¿verdad?... ¿Verdad?

 

Pero mientras observaba mi reflejo me temí que no iba a ser tan fácil. Incluso entre otros fértiles, siempre había destacado demasiado. Mi pelo era demasiado singular, blanco como la nieve, era bajo de estatura, delgado y con un rostro fino. Incluso con este pendiente de malaquita haciéndome parecer un dominante, seguía siendo demasiado bonito.

 

-¿Me estás escuchando? –preguntó el abuelo-.

 

Lo miré. Él a su vez miró mi cabello, dándose cuenta del problema al mismo tiempo que yo.

 

-No –solo dijo eso y supe que también estaba llegando a la misma conclusión-.

 

-Tengo que evitar destacar lo más posible, tú mismo lo has dicho.

 

-¿Qué piensas hacer?

 

Pensé en ello. Estaba seguro de que había leído en algún lugar un hechizo…

 

Me pasé una mano por mi pelo y, a medida que iba pasándola por mi cuero cabelludo, éste iba volviéndose negro. Cuando terminé parpadeó porque incluso ese pequeño cambio hacía una gran diferencia. En cuanto retirara el hechizo volvería a ser tan largo y blanco como solía ser y eso era todo cuanto importaba.

 

-Te ves… simple. Pero sigues siendo demasiado guapo para ser un dominante y eso no va a cambiar a menos que te machaques la cara con una piedra –hizo una pausa horrorizada-. Lo cual no vas a hacer.

 

-Claro que no voy a machacarme la cara con una piedra. No estoy demente –volví a mirar mi reflejo en la ventana, dando un suspiro de alivio cuando éste me devolvió el reflejo de un chico corriente sin nada especial excepto mi color de ojos, el tono de azul característico de los Zandriel que había heredado de mi abuela y de mi padre-.

 

El abuelo parecía sobrecogido por la despedida y no pude evitar darle un nuevo abrazo para calmarnos a los dos.

 

-Volveremos a vernos muy pronto –le dije-.

 

Él asintió sin mucha convicción. Ambos sabíamos que la ira de Padre no sería calmada pronto; después de todo al huir había hecho que faltara a la promesa que le había hecho al señor Murray. ¿Y a los ojos del mundo, qué honor podía tener un hombre que rompía su palabra tan fácilmente?

 

***

 

Durante dos semanas enteras viajé al este. Fue un viaje largo y extenuante. No podía arriesgarme a usar el transporte público por miedo a que todo pasajero que lo utilizase estuviese siendo registrado e identificado. Eso era lo mínimo que esperaba que Padre hiciese. Tampoco podía hospedarme en ninguna posada por la misma razón. En consecuencia, me vi obligado a hacer el trayecto o bien a pie o bien contratando pasaje en las carretas de los comerciantes que volvían a sus casas luego de haber pasado las últimas semanas en la capital. Todas las semanas se celebraba un mercadillo en la capital donde los comerciantes podían ofrecer sus productos, pero el mercado al que esta gente había asistido era el gran mercado quinquenal que se celebraba cada vez que se retiraba la barrera que separaba los diez países de la Confederación. En este mercado participaban tanto comerciantes locales como aquellos extranjeros que deseaban viajar más allá de sus fronteras. Dado que el volumen de gente que quería participar en este evento era tan extenso se intentaba al menos controlar aquello en lo que se tenía cierto control, que era la población local. Así, cada semana se permitía asistir al mercado a una de las ocho regiones del país, con el fin de que no se produjeran las estampidas de gente que habían provocado tantos accidentes en el pasado. La gente obedecía esta norma en mayor o menor medida, lo que sí era cierto era que la multa para aquel que era descubierto quebrantándola era bastante pesada, así que los comerciantes se atenían a ella.

 

Yo me encontré con los comerciantes del este volviendo a casa casi dos semanas después de que comenzara mi viaje a pie, que fue cuando me alcanzaron. Para entonces ya estaba tan sucio, hambriento y agotado que casi fue un milagro que la primera carreta no me envistiera, ya que parecía más un fantasma que un ser vivo. Juro que le di un susto de muerte al pobre tipo que casi no tuvo tiempo de apartarse del camino para evitar atropellarme.

 

Me mantuve escondido entre los árboles ese primer día, tan paranoico que imaginaba que eran soldados disfrazados de comerciantes que estaban esperando que saliera de mi escondite para apresarme. No fue hasta que apareció un hombre conduciendo una carreta con sus dos hijos pequeños, un niño y una niña, que me atreví a cortarles el paso para preguntarles si podía acompañarles a cambio de un poco de dinero. Podía ver por su ropa y por lo delgados que estaban los niños que se trataba de una familia que apenas podía subsistir. Este viaje a la capital debía haberles supuesto una gran inversión.

 

No fui muy lejos con ellos ya que pretendían quedarse en la casa de un familiar durante unos días antes de continuar el viaje al este. Seguí caminando después de eso, hasta que encontré otra carreta en la que viajar. Era increíble la libertad que tenían los dominantes. Como fértil no habría llegado ni a la esquina de mi casa ya que éramos vigilados las veinticuatro horas del día y si por algún casual nos perdíamos de la vista de nuestros guardias siempre estaban los vecinos para “salvarnos” de nuestra imprudencia. Constantemente debíamos estar alertas para evitar ser secuestrados ya que el mercado negro pagaba una fortuna por uno de nosotros. Sobra decir que el destino que le deparaba a ese fértil no era nada bonito.

 

Pero esta gente no sabía que yo era un fértil. El pendiente que el abuelo me había dado funcionaba en todo momento, incluso mientras dormía. Nadie notaba nada raro en mí y si alguien se quedó mirándome más rato del debido sin duda no fue porque pensara que era un fértil haciéndome pasar por un dominante.

 

No fueron días fáciles, a pesar de lo que pudiera parecer. Nunca había estado tan lejos de casa. Más importante, nunca en mi vida había estado tan cerca de otros dominantes, y mucho menos asolas con uno de ellos. Apenas pegaba ojo por las noches, cuando nos deteníamos a un lado del camino para descansar. En el minuto en el que me dormía mi cabeza imaginaba escenarios horribles y me despertaba sobresaltado, buscando a los desconocidos con los que me había visto obligado a viajar y en los que no confiaba. E incluso cuando los encontraba plácidamente dormidos no podía permitirme descansar, porque no importa con cuanta fuerza uno quiera convencerse a sí mismo, es imposible conseguirlo si uno no cree de verdad que está a salvo.

 

Llegué a la región de la prima del abuelo después de tres semanas. Todavía quedaba por delante un largo camino, ya que ella vivía en lo más alejado de la región, tan al este como era posible.

 

Fue entonces cuando me quedé sin dinero.

 

-Déjenme ir con ustedes –le supliqué a una familia después de dos días de andar por los caminos sin encontrar ni una sola pista de donde estaba-. Solo necesitan llevarme a una casa de empeños. Les pagaré después de eso.

 

No quisieron escucharme. Suponía que tenía tan mala pinta que nadie imaginaría la fortuna en joyas que escondía debajo de la ropa. Ni siquiera los asaltantes se dignaban a mirarme dos veces… y eso que había tenido que ahuyentarlos con mi magia como a las moscas durante los primeros días de viaje. Sabía que tenía muy mal aspecto. Había estado comiendo bastante poco, ya que había querido ahorrar todo lo posible para el transporte.

 

-El pueblo más cercano está a dos kilómetros, en esa dirección –me respondieron, señalando al este-. Lo siento, no podemos ayudarte.

 

Me encaminé en esa dirección en cuanto se marcharon. Me dolían horriblemente los pies. Cuando finalmente llegué, tan cansado que apenas podía mover un músculo, me dirigí inmediatamente a la tienda de empeños. Era fácil encontrar el lugar ya que todas las tiendas tenían un gran cartel en sus fachadas, así que entré directamente. El olor a viejo me inundó las fosas nasales nada más entrar. Había antiguallas por todos lados, incluso un viejo cabecero de cama. También había cosas de valor, aunque era difícil decirlo entre tantos objetos. El dueño de la tienda estaba detrás del mostrador. Llevaba una especie de cristal redondo en un ojo y observaba una pieza atentamente. Cubierto de la cabeza a los pies con un abrigo y con la capucha puesta para que no vieran mi rostro, me acerqué al mostrador. El hombre levantó la cabeza al notar mi presencia.

 

-Hola –saludé-.

 

Siguió mirándome de forma imperturbable hasta que saqué una de las joyas de menos valor del interior de mi abrigo y se la mostré. El la cogió y pareció sorprendido un momento al inspeccionarla. Se rascó el mentón.

 

-Es una buena pieza… Te doy doscientos navlets, muchacho.

 

Comenzamos a regatear. Después de que nos pusiéramos de acuerdo me dijo que iría a la parte de atrás a buscar el dinero, ya que no tenía suficiente en caja. Le dejé marchar y en cambio me quedé mirando los objetos que tenía en el mostrador. Diez minutos después empecé a sentirme sospechoso al ver que tardaba tanto. ¿Quizás no había encontrado suficiente dinero y había tenido que ir a casa? Pero, ¿realmente dejaría a un extraño en la tienda, cuando perfectamente podía salir corriendo con alguna de estas piezas y no volvería a verme nunca?

 

Entonces vi los billetes doblados en la mesa que había al otro lado del mostrador. Estaban atados con una cinta blanca y alguien había escrito la cantidad en ella. Había tres montones y en todos ellos estaba escrito 100 navlets. Había más de lo que me había prometido por la joya.

 

Intenté convencerme de que estaba siendo de nuevo paranoico. Puede que estuviera esperando a un cliente y que ese dinero fuera para él. Tenía perfecta lógica y sin embargo…

 

De puntillas, me acerqué a la puerta por la que el dueño de la tienda había desaparecido. La puerta llevaba a un largo pasillo. Lo crucé, pensando que además de paranoico estaba siendo terriblemente irrespetuoso pero… no podía evitarlo, era como si mis piernas se movieran solas.

 

Entonces escuché las voces.

 

-¿Estás seguro de que es la misma?

 

-Sí, es igual que la del dibujo. Si viene conmigo podrá comprobarlo con sus propios ojos. Él está esperando allí.

 

“¿Él?”.

 

-Más le vale no estar haciéndome perder el tiempo.

 

-Llevo más de treinta años en este negocio, señor. Yo nunca me equivoco.

 

-¿Pero el chico estaba allí también?

 

-Yo no lo he visto. El que ha venido es un dominante.

 

-Sí, supongo que lo es. Él no se arriesgaría a venir por su cuenta.

 

Escuché pasos y entonces volví en mí mismo. Jadeando, di media vuelta y eché a correr. Acababa de salir por la puerta de entrada cuando los dos hombres regresaron a la tienda.

 

-¿Dónde está?

 

-…Estaba justo aquí.

 

-¡Encuéntrenlo! –más pasos y luego un coro de voces-. ¡Vayan tras él, maldita sea!

 

Desaparecí en un santiamén, metiéndome en el primer callejón que encontré. La adrenalina eliminó todo el cansancio que había estado sintiendo. En lo único que podía pensar ahora era en poner distancia entre mis perseguidores y yo. No tenía tiempo para pensar en cómo me habían encontrado. Simplemente corrí.

 

***

 

Me planté delante de la diligencia mientras movía los brazos frenéticamente. Los caballos estuvieron a punto de caerme encima y el carruaje que arrastraban se desvió varios metros del camino y casi volcó hacia un lado. El conductor bajó del carruaje de un salto, imprecándome, y casi me dio un infarto ahí mismo por lo cerca que había estado de morir aplastado por los caballos. Cuando el hombre llegó a mi lado, sin embargo, volví a mis sentidos.

 

-Necesito subir.

 

La mirada que me dirigió decía mucho acerca de lo que pensaba de mí y de lo estúpida que encontraba la idea. Di un paso adelante, invadiendo su espacio personal… y lo hechicé. Ese fue el acto más horrendo que alguna vez había hecho en mi vida. Los ojos del hombre se volvieron vidriosos. Me pregunté cuanto duraría el efecto del hechizo. Esperaba que solo unas pocas horas.

 

-Déjame subir –le ordené-.

 

Se hizo a un lado.

 

Apartando la puñalada de culpa que sentí en el estómago avancé hasta el carruaje y me subí. Así fue como quedé atrapado con cuatro estudiantes que se dirigían a la universidad. No les presté ninguna atención; estaba más ocupado pensando en lo mal que me sentía por haber hechizado a una persona inocente y preocupado por averiguar cómo me habían encontrado. Al salir de la tienda había visto a un grupo de soldados en la plaza del pueblo. Parecían estar interrogando a la gente. Lo más preocupante de todo había sido que no eran soldados comunes, eran Guardias Reales: la guardia personal del rey y de los príncipes. ¿Qué estaban haciendo? ¿Por qué me buscaban?

 

La única explicación era que mi padre había convencido al rey de que me buscara. Si ese era el caso no tenía muchas esperanzas de poder huir eternamente. Escapar al este parecía una buena idea cuando solo tenía que huir de mi padre pero los tentáculos del rey llegaban hasta el último rincón del país.

 

Además, ya me habían encontrado. ¿Quién me decía que no volverían a hacerlo? ¿Cómo me había reconocido el hombre de la tienda? ¿Habían colgado carteles con mi cara, como uno de esos carteles de Se busca que utilizaban para atrapar a los criminales? Sin embargo, el hombre me había tomado por un dominante y le había dicho al soldado que “el chico”, al que al parecer buscaban, no estaba en la tienda… Si yo era “el chico” y no me había reconocido eso significaba que algo más me había delatado. ¿Pero el qué? ¿Mi acento? ¿Mi ropa? ¿El qué?

 

Las joyas.

 

¿Pero eso tenía sentido? El abuelo me había dado las joyas menos valiosas, las que él pensó que mi padre no reconocería. Aunque, sinceramente, ¿había alguna joya que mi padre no reconocería? El hombre era un obseso del control. Seguramente tenía catalogados todos los objetos de la casa.

 

No por primera vez desde que había dejado la casa del abuelo sentí ganas de rendirme. Estaba en medio de la nada, solo, sin dinero y con unas joyas que no podía vender. Acababa de hechizar a un hombre y estaba atrapado en un carruaje con cuatro estudiantes que no dejaban de reírse tontamente. ¿No era mejor volver y dejar que pasara lo que tenía que pasar? Con que convenciera a Padre de que escogiera a alguien que no fuese el señor Murray… ¿Entonces qué? ¿Cualquier otro sería aceptable?

 

Después de tres semanas comenzaba a creer que sí. Ahora mismo lo que me hacía seguir era la expectativa de una cama y comida caliente en la casa de la prima del abuelo. Pensaría en lo que quería hacer cuando llegara.

 

Cuando finalmente la diligencia se detuvo en la universidad los chicos se bajaron y pude disfrutar del silencio. Mientras esperaba a que se pusiera de nuevo en marcha escuché que un hombre hablaba con el conductor. Él le estaba pidiendo que esperara cinco minutos, pues había dejado olvidado el monedero en su cuarto y la próxima diligencia no saldría hasta dentro de dos horas. El conductor aceptó esperar con la promesa de un soborno a su vuelta. Suspiré. Debía bajar ya, pues sabía perfectamente que estaba tentando a la suerte. La próxima persona que se subiera podía conocerme, ¿y entonces qué iba a hacer? El pendiente que me había dado el abuelo era seguramente lo único que estaba retrasando mi captura, después de todo nadie estaba buscando a un dominante, pero si alguien que me conocía me veía ahora entonces esa pequeña ventaja con la que contaba se vendría abajo.

 

Así que bajé y caminé.

 

Estuve vagando durante semanas, completamente perdido. Al principio no me fue tan mal, me alimenté de las sobras que la gente tiraba y cogí frutos directamente de los árboles, pero corría el riesgo de ser descubierto y no siempre era fácil.

 

Aprendí que el hambre conduce al delirio y que el delirio está a un roce de la locura. A menudo me encontraba riéndome en voz alta sin razón. Tenía mi magia y sin embargo ésta resultaba inútil frente al hambre. ¿Si no podía hacer aparecer frente a mí un mísero plato de sopa de qué me servía?

 

En momentos como esos deseaba volver a casa. Me imaginaba llamando a mi puerta, a papá abriendo la puerta, su rostro lloroso de felicidad por tenerme de vuelta…

 

Entonces recordaba la mirada huidiza en su cara cuando Padre me arrastró al templo para casarme con el señor Murray, su silencio cuando le pedí que me ayudara, su completa sumisión a las órdenes de mi padre, incluso cuando eso significó sacrificarme a mí.

 

Y entonces pensaba “lo decidiré cuando llegue a la casa de mi pariente”. Y no volvía. No volvía porque el orgullo era mayor que la razón. Porque la arrogancia siempre había sido mi perdición. La verdad es que siempre había odiado la sumisión de papá, pero que no lo intentara con más fuerza cuando tuvo oportunidad de ayudarme…

 

Hacía que comprendiera la magnitud de la frase “los fértiles no luchan”. No por sí mismos y tampoco por su propia sangre.

 

***

 

Un día. Dos. Tres. Dejé de contar los días que pasaba sin comer. En algún momento perdí las fuerzas, las piernas dejaron de sostenerme y simplemente me quedé tirado en el suelo, esperando el final de este continuo vacío en mi estómago y en mi corazón. Con los ojos cerrados imaginaba estar de vuelta en casa. Estar de vuelta en la del abuelo. Estar de vuelta en el campo con Peri. Pero no podía volver. Por orgullo, sí, y porque volver significaría casarme con el señor Murray.

 

El señor Murray era el hijo del conde de Alderdy. Lo había visto varias veces en las fiestas a las que acudía lo más selecto de la sociedad. El señor Murray siempre estaba ahí cada vez que me daba la vuelta, siempre acechando, siempre observando. Solía ponerme los pelos de punta. Mientras los otros fértiles parloteaban sobre lo atractivo que era, yo intentaba mantenerme lo más lejos posible de él. Veía en su mirada que era el tipo de hombre capaz de hacer cualquier cosa para salirse con la suya. Había oído historias grotescas de fértiles que eran atacados en la oscuridad, violados incluso. Esos pobres chicos, traumatizados como debían quedar, eran obligados a casarse con sus atacantes. Cada vez nacían menos, no podían permitirse prescindir de unos pocos solo porque tuvieran un poco de miedo, ¿no? Después de todo ni siquiera nos consideraban humanos.

 

Estaba seguro de que el señor Murray no lo dudaría ni un segundo si me encontrara en algún pasillo sin nadie para protegerme. Y no es que en algún momento pensara que no podría defenderme si algo así pasaba, es que la sola idea de que lo intentara me asqueaba. Así que lo ignoraba, incluso cuando se las ingeniaba para moverse por los mismos círculos que yo. Y cuanto más lo evitaba más determinado estaba de perseguirme.

 

Hasta que Padre me entregó en bandeja de plata.

 

¿Me quería mi padre? Sí. ¿Pero tenía su amor por mí más peso que el honor de una promesa, o incluso que las convenciones sociales? No. Para él un fértil no tenía más provecho que el que podría darle a su progenitor mediante un buen matrimonio, incluso si se trataba de su propio hijo. Igual que había destruido el espíritu de papá lo haría con el mío si le daba la oportunidad, porque es lo que él pensaba que era justo y correcto. Lo que sus tutores le habían dicho cuando era un niño que era justo y correcto. Lo que los míos me dijeron a mí con el propósito de aplastar mi orgullo. Que yo no les hiciera caso no implicaba que el resto del mundo tampoco lo haría; en su mente yo estaba equivocado.

 

Y quizás lo estaba, pero no me importaba. Mi vida era mía para cometer mis errores, mía para desear algo más de lo que tenía. No estaba pidiéndole nada a nadie. A estas alturas, cuando estaba tan agotado que ya no estaba en mis manos ser encontrado o no, u huir o no, morir en este pequeño pueblo sin nombre, tirado sobre la carretera como algo sin valor y sin nadie que acudiera en mi ayuda, esa era mi libertad. Libertad para decidir el día de mi muerte, para decidir cuál era la causa por la que estaba dispuesto a dar mi último aliento… Un fértil decidiendo su propia vida y cuándo ponerle fin: esa era la definición de rebelión para mí.

 

Mi pequeña rebelión podía parecer una tontería. Una vida desperdiciada para nada. Nadie sabría por lo que estaba luchando, nadie escucharía mi voz ni mis argumentos, nadie se preguntaría algún día si quizás estaba en lo cierto. Si acaso no estaban siendo muy duros con nosotros. No tenía esa clase de heroicidad en mi interior, ni tenía el carisma para hacer que otros me siguieran. Tampoco la paciencia para escuchar las negativas y los contraargumentos que surgirían. ¿Iba a cambiar algo? No. Nunca tuve la intención de cambiar el mundo, ni de hacernos a los fértiles libres. No tenía esa clase de ambición sin sentido. La mayoría de los fértiles no querían ser libres, ni siquiera querían escuchar hablar de ello. Los dominantes nos habían hecho así porque querían tener el control sobre nosotros, y los odiaba por eso. Odiaba también a los fértiles por no luchar. Por adaptarse.

 

Y quizás también me odiaba un poco a mí mismo por no ser mejor persona. Por no ser la clase de revolucionario que evitaría que generaciones futuras de fértiles pasaran por la misma discriminación que yo. Por no pensar en ese pequeño niño que, igual que yo, se dormiría cada noche con el pensamiento de la libertad y la ansiedad de saber la imposibilidad de ello, debido a que, a pesar de tener los medios para ello, decidí que me convenía más luchar por mi propia libertad que por la de ellos.

 

Quizás nunca me importó nadie más que yo mismo. Quizás era la clase de persona que tenía el egoísmo tan arraigado que le importaba bien poco lo que les pasara a otros si con ello podía salirse con la suya. Mi orgullo por encima del honor de Padre. Mi orgullo por encima de la libertad de mi gente. Mi orgullo antes de arrastrarme de vuelta y pedir perdón.

 

Ese era yo. Y no me importaba.

 

***

 

¿Cuánto tiempo estuve echado en el suelo, esperando la muerte? No lo sé. En muchas ocasiones escuché los pasos de alguien pasar por mi lado, así como las conversaciones ociosas que flotaban hasta mi pequeño rincón; esta era la indiferencia de personas que no me conocían de nada y a quienes no les importaba mi muerte. ¿Recogerían mi cadáver cuando muriera o solo me tirarían a un lado del camino?

 

Probablemente no tardaría mucho en descubrirlo.

 

***

 

La vida puede cambiar tan rápido como un parpadeo, y por lo motivos menos predecibles. Mi vida en ese instante se auguraba tan endeble como una cuerda deshilachada. Sentía que no tenía motivos para recelar de una muerte que me aliviaría de la traición y de las largas horas de hambre. Entonces el destino me arrojó una variable imprevista, algo con lo que no podría haber contado y que no debería haber cambiado nada, porque una persona no debería tener el poder de cambiar el curso de la vida de otra persona. Pero la cambió. En ese instante en que me debatía entre la vida y la muerte abrí mis ojos y lo vi sobre mí. A menudo me imaginaba a la muerte como una persona, o quizás como un ente oscuro que me atraparía y me llevaría con él, un ser que con solo contemplarlo hasta los asesinos le temerían y le obedecerían, pero el hombre que se alzaba sobre mí ocultando el cielo no se parecía en nada a un ser maligno, si bien no podía decir lo mismo sobre el caballo que montaba. Ni siquiera fui consciente de que más gente me rodeaba, todo cuanto tuvieron sentido para mí en ese momento fueron esos ojos grises que me observaban. Con los rayos de sol tocando su cabello y dándole la apariencia del fuego, me dije que parecía el mismo astro bajado del cielo. Papá era hermoso, mi primo Peri era hermoso y lo mismo decían de mí, pero esas personas no habían visto a este hombre. Viéndolo entendí por primera vez el verdadero significado de la belleza: no era aquella que te dejaba sin aliento, era aquella que te devolvía a la vida.

 

No parpadeé, no me moví lo más mínimo, asustado de que esta aparición se esfumara. Tenía los ojos abiertos pero quizás eso era solamente lo que me parecía, quizás no estaba despierto en absoluto y este hombre era producto de mi imaginación. Si era lo que mi cabeza quería maquinar para hacer mis últimos minutos de vida más agradables, adelante.

 

Mientras mis ojos se entrecerraban sin mi voluntad, tan débil que no podía controlar mi cuerpo, lo vi bajar a toda prisa de su caballo. Me sostuvo mientras llamaba a alguien a gritos. No escuché sonido alguno, solo observé su boca mientras hablaba. Por primera vez deseé que este completo desconocido siguiera sosteniéndome entre sus brazos, como si yo fuera el pequeño fértil desprotegido de los cuentos que necesitaba que su príncipe azul lo rescatase. Entonces me desmayé.

 

***

 

Entraba y salía de la consciencia con frecuencia. Cada vez que abría los ojos me hallaba con gente desconocida inclinada sobre mí. Sintiéndome asaltado por estas personas me retorcía de un lado a otro con mis escasas fuerzas, hasta que el sobreesfuerzo físico me sumía de nuevo en la inconsciencia.

 

No recuerdo gran cosa de esos días; están borrosos en mi mente.

 

La magia me mantuvo con vida. Esta vez no la mía sino la de los sanadores que me atendieron. Tardé dos semanas en despertar.

 

La primera cosa que vi al abrir los ojos fue el techo de lona de una tienda. No una tienda pequeña habilitada para una persona como las que se usaban para viajar largas distancias sino una de gran magnitud, ya que no conseguía ver el final de esta ni por un lado ni por el otro. Por supuesto, tampoco moví el cuello para alcanzar a ver más distancia, de otro modo podría haber tenido una pista de donde me hallaba.

 

En mi estado de desconcierto, llamé a la persona que siempre estaba ahí para mí cuando necesitaba ayuda.

 

-¿Abuelo?

 

Una sombra se movió a mi derecha pero supe de inmediato que no era el abuelo. Para empezar, se movía con mucho más vigor.

 

-¿Peri?

 

Entonces me medio incorporé en el catre, asustado, y pregunté:

 

-¿Dónde estoy?

 

Un hombre salió de las sombras, donde al parecer había estado mezclando una especie de tónico. Me mostró las palmas cuando vio mi intención de salir huyendo. Era joven –treinta y pocos quizás- y tenía el mentón cubierto por una barba de varios días. Descubrí por su palidez que era un extranjero. Nuestra piel también era blanca, pero no el blanco del que no ha visto el sol en años. En ese momento no lo reconocí como el hombre que me había sostenido en esa carretera; la luz, aunque me permitía distinguirlo, no me dejaba verlo bien.

 

-Todo está bien –me dijo con voz serena-. Mi nombre es Alexei. He estado asegurándome de que os recuperabais.

 

Habló en perfecto ystaniano, lo que agudizó mi sospecha en vez de calmarme como probablemente pensó que pasaría. Se trataba de un extranjero, uno de los sanadores que me había ayudado o alguien con los medios para contratarlos, lo que me generaba más preguntas de las que me respondía.

 

-¿Asegurándote de que me recuperaba? ¿Por qué? –le pregunté con desconfianza-.

 

Ladeó la cabeza, como si no entendiera la pregunta, o más bien como si diera por sentado que uno recibiría ayuda sin más cuando la necesitara. Aunque, por todo lo que sabía, quizás era un buen actor y únicamente quería que me confiara.

 

-Esto… Esto es ridículo. ¿Dónde estoy? ¿Qué hago aquí? Esto no es Ystania. No es… mi país. ¿Por qué estoy en este lugar?

 

Su impasibilidad me estaba trastornando más de lo que me estaba ayudando. Traté sin éxito de calmarme. Había estado aterrado después de que Padre me diera el contaminante de magia y me viera incapaz de usar mis poderes; sin embargo esta vez, incluso con mi magia, sentí temor. Estaba atrapado en algún lugar, en un país que no era el mío y, más que nada, me habían estado cuidando durante a saber cuánto tiempo… ¿con qué propósito? ¿qué ganaba cualquier persona trayéndome de regreso del borde de la muerte cuando mis propios compatriotas me habían dejado tirado en el suelo a la espera de mi muerte?

 

Porque me habían salvado. Sentía magia ajena rodeándome, curándome por dentro y por fuera. Los sanadores, al menos los de Ystania, nunca salvarían a alguien que ya estaba prácticamente muerto. Dicho acto sería un desperdicio de recursos. Esta gente había tenido que obrar un verdadero milagro para salvarme. ¿Pero por qué?

 

Levanté la mano y me la llevé a la oreja, en busca del pendiente de malaquita del abuelo y casi suspiré con alivio cuando lo noté intacto. Noté, aparte de la magia de los sanadores, el susurro de la magia del abuelo en el pendiente, la magia que anulaba mi aura y que me hacía parecerme a un dominante. Nadie podía haber descubierto mi secreto si seguía con él puesto. Nadie podía estar reteniéndome en este lugar con propósitos oscuros, o al menos del tipo que un fértil temería. Estaba tan a salvo como me asegurara de estarlo.

 

-¿Cómo sabéis que no estáis en vuestro país? –cuestionó el hombre, ajeno a mis reflexiones-. Aparte de mi presencia y la de mi acompañante, bien podríais estar en una residencia ystaniana. No debo ser el primer extranjero que veis trabajando para vuestro país.

 

No vi a su acompañante; dondequiera que estuviera debía estar en un ángulo muerto, pero no me di la vuelta para comprobar si estaba detrás de mí porque eso habría sido darle el gusto.

 

-Cualquiera podría decirlo. Eso no importa. ¿Qué hago aquí? ¿Cuándo podré…?

 

No terminé la frase porque entonces el verdadero problema se estampó contra mi consciencia. Había pasado semanas vagando por los caminos buscando la casa de la prima del abuelo. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado exactamente pero el suficiente para que activaran de nuevo la barrera… Notaba la vibración que ésta hacía, una vibración que cualquier mago notaría como prevención para que no intentara cruzarla ya que hacerlo equivalía a la muerte. Si ya no estaba en Ystania… Si esta gente me había sacado de mi país… Y si la barrera estaba activada de nuevo… Eso significaba que estaría atrapado en este país desconocido por los siguientes cinco años, hasta que la barrera volviera a anularse. Atrapado. En un lugar donde no conocía absolutamente a nadie.

 

Dios. Mío.

 

-Un momento –susurré, horrorizado-. ¡Me habéis secuestrado!         

 

-No os hemos secuestrado. Ibais a morir –se acercó y la luz le dio directamente en la cara. En ese momento lo reconocí. A pesar de despertar en este lugar había seguido pensando que todo había sido un sueño. El sueño de una mente perturbada y enferma por la fiebre y el hambre. Habría sido más fácil de ser así. Nunca había tenido esta clase de reacción con otro ser humano, y lo detestaba-.

 

-¿Iba a morir? ¿Y qué? –mi garganta estaba seca. Me forcé a no tragar a pesar de que dolía, poco dispuesto a dejar que este hombre viera cómo me afectaba. Se suponía que era un dominante y un dominante no reaccionaría de manera alguna a su… lo que fuera-. Incluso si moría… Incluso si… No tenías ningún derecho… Ninguno de vosotros tenía derecho a negarme la oportunidad de tomar esa decisión -tomé aire-. Esto es un secuestro. Un acto de guerra. Nadie puede llevarse a una persona a otro país. ¡Eso simplemente no sucede!

 

Y más si ese alguien era un fértil, lo cual, y aunque debía pensar que estaba exagerando, sí era un acto de guerra.

 

-Este es Aradon –señaló con la cabeza a un hombre de unos veintitantos que había estado a mi espalda durante nuestra discusión y que ahora se limpiaba las manos con una toalla. Llevaba el pelo largo y atado en una coleta baja y vestía ropas de sanador. Tenían cierta semblanza pero este hombre tenía ojos marrones-. Ha estado cuidándoos durante dos semanas. A él le debéis la vida.

 

El sanador Aradon dejó la toalla a un lado y acercó una mano para tomarme la temperatura. Mi espalda se tensó sin que pudiera evitarlo, simplemente reaccionando al peligro (por mucho que me dijeran que había estado cuidándome). Retrocedió un paso pero el mal ya estaba hecho. No era así como reaccionaría un dominante, ¿verdad? Incluso si me sintiera amenazado, reaccionaría con enfado y no con pánico, no cuando la amenaza era un simple toque.

 

Me recorrió un sudor frío cuando pensé en esta gente tocándome, aunque fuera para curarme. Podía haberme pasado semanas recorriendo los caminos, incluso podía haber compartido campamento, pero nunca había estado remotamente cerca de que me tocaran. Excepto el día que viajé en la carreta con la primera familia que me dejó viajar con ellos, pero con quien había estado sentado codo con codo había sido con el niño más pequeño, quien solo tenía cinco años. Esto no era lo mismo. Había estado durante a saber cuántos días en esta tienda, tendido en esta cama, y me habían tenido que limpiar sin duda el sudor y la suciedad para evitar la enfermedad. Por muy impersonal que hubiera sido el trato mi padre le habría cortado la mano a cualquiera que se hubiera atrevido incluso a menos que eso.

 

“Mi padre no está aquí, y ahora probablemente le importe menos mi reputación que la suya”.

 

Escuché pasos acercarse. Cerré los ojos, deseando que todo fuera una pesadilla. Incluso si eso me dejaba de nuevo en ese pueblo perdido, tendido en el suelo y a un segundo de la muerte. Al menos estaría en casa. Al menos alguien amado recibiría mi cuerpo y lloraría por mí. Probablemente.

 

Una mano se posó en mi hombro –un gesto que pretendía dar ánimo- y tuve que morderme la lengua para no gritar. Un dominante no gritaría por una muestra insignificante de camaradería –o lo que fuera-. Un dominante tampoco se levantaría y le daría un puñetazo al infractor, que era lo que en el fondo deseaba hacer. Golpea primero, pregunta después. Un fértil no sobrevive por su cuenta a menos que sea capaz de aprovechar el factor sorpresa.

 

Pero no me moví, simplemente dejé que hicieran lo que quisieran pues en el fondo no creía que tuvieran malas intenciones. De hecho, eran sus buenas intenciones las que me habían llevado a esta situación.

 

-Podrían destrozar mi país por esto –me dijo Alexei-. Tenéis razón en eso. Si se supiera mucha sangre sería derramada simplemente por evitar que una vida se perdiera. Decidí salvaros cuando lo sabio era dejaros morir. ¿Entendéis eso? –no me dejó responder-. No luchéis contra mí. No hagáis que me arrepienta.

 

-¿Por qué? ¿Por qué salvarme? No soy nadie.

 

-Como os he dicho, era lo correcto. Lo que debía hacerse.

 

Resoplé. En mi país la definición de “lo correcto” era muy distinta.

 

-Me dijeron que os dejara atrás. Que no traeríais más que problemas. Incluso si estaban en lo cierto, ¿acaso no estáis feliz de estar vivo?

 

No sabía si lo estaba.

 

Había querido morir… Echado en el suelo en ese pequeño poblado en medio de la nada, había querido morir. Esta gente me había salvado y una parte de mí sentía alivio pero la otra parte solo quería acurrucarse y no volver a escuchar a nadie. ¿Qué sentido tenía vivir si no tenía un hogar al que regresar? Había sabido que mi padre no me perdonaría fácilmente, que pasarían muchos meses antes de que pudiera regresar, si acaso algún día me perdonaba. Pero ahora no tenía elección. No era mi elección mantenerme alejado. Sencillamente no podía regresar.

 

Cinco años. Ese era el tiempo que tendría que pasar para que pudiera volver a ver a mi familia. Al abuelo. Lo único bueno era que para cuando volviera sería demasiado mayor para que alguien quisiera casarse conmigo. Menudo alivio, ¿no? Bufé. Padre había dicho que era demasiado mayor ya, pero tendría veinticuatro años para cuando volviera. Muchos fértiles se casaban con la mitad de esos años. Sería inservible.

 

“Bien” me dije. “Que así sea”.

 

El matrimonio al menos no era algo que extrañaría.

 

A esta gente le dije:

 

-Tengo que irme.

 

Porque esta no era la libertad que había esperado. Incluso si pensaban que era un dominante, lo cual me salvaría de todo aquello de lo que había huido, este no era mi país. Aunque hablaban mi lengua, como estaban haciendo, ellos no me conocían de nada. No tenía a nadie aquí. La prima del abuelo había sido un clavo ardiendo, una medida desesperada, pero al menos había sido un ancla familiar incluso si yo no conocía a esa mujer en persona. ¿Pero estos hombres? Yo no era nada para ellos. Solo un pequeño acto de generosidad. Cuando estuviera bien simplemente me pedirían que me marchara. Había estado a punto de morir en mi país, ¿cómo iba a sobrevivir en este?

 

-¡Tengo que irme! –repetí-.

 

El sanador llamado Aradon se burló de mí diciéndome:

 

-Intentadlo. Estáis tan débil que no podréis dar un solo paso. Habéis estado a punto de morir. Más de una vez. Os hemos salvado de milagro. Hemos tenido que trabajar en vos varios sanadores para retener el suspiro de aliento que quedaba en vuestro interior. Impacientaos y negaos a los cuidados y en un par de horas estaréis tan muerto como lo habríais estado si no os hubiéramos encontrado. A mí me da lo mismo. He trabajado con tercos como vos antes y los he visto morir también.

 

Me quedé donde estaba.

 

No hubo satisfacción en su rostro al ver mi rendición. Sospeché que realmente le daba lo mismo. No me molestó, de hecho lo tomé como algo natural. Estaba acostumbrado a la practicidad de Ystania, donde se les enseñaba a los sanadores a limitar su empatía con el fin de no crear un conflicto personal. La empatía desmedida llevaba al nerviosismo y este llevaba al error. 

 

Nunca me habían gustado los sanadores precisamente por esa razón. Cuando era pequeño, si cogía un resfriado o me encontraba mal, prefería mantenerme encerrado que tener que ponerme en manos de una persona a la que no le importaba lo más mínimo. Era una razón infantil: ahora comprendía que, incluso las personas que te sonreían, en el fondo tenían sus propias motivaciones y rara vez hacían las cosas por afecto.

 

Ystania, mi país, era un país extraño a los ojos del mundo. Aunque en teoría la mera existencia de la Confederación otorgaba a los países implicados igualdad entre ellos Ystania siempre fue el mayor referente. El país más grande y poderoso, aquel al que todos temían incluso después de que la barrera les asegurara protección. Era porque éramos probablemente los más ricos, lo que ayudaba; pero otros países tenían otras ventajas: se decía que Kren, que era un país diminuto al que nadie había prestado nunca mucha atención y que solo fue incluido en la Confederación porque se encontraba entre dos grandes potencias, contaba con los mejores magos del mundo. Y Aenia, que si no estaba equivocado era donde nos encontrábamos, era el único país que ni una sola vez en su historia había sufrido una guerra civil a causa del trono, lo que sin duda tenía que significar algo (¿súbditos tan leales que lucharían hasta su último aliento?).

 

Pero no era el oro o la fuerza militar lo que hacía de Ystania la mayor potencia. Era su sangre fría. Ellos nos temían porque éramos capaces de las mayores crueldades, incluso entre nosotros. Durante la peste que asoló el continente doscientos años atrás Ystania fue el único que tuvo el valor para reunir a todas las personas que presentaban síntomas en un solo lugar, para seguidamente ser sacrificadas y quemadas con el fin de que la enfermedad no saliera de la capital. Docenas de enfermos fueron llevados ante los soldados por los mismos familiares, y todo esto se hizo cuando se presentó la primera señal de la enfermedad; los otros países tardaron meses antes de que llegaran a la misma conclusión y para entonces ya se había extendido sin control, haciendo que las víctimas fueran mayores.

 

Todavía sentía arcadas cuando recordaba esa historia, a pesar de que Padre solía contármela con cierta satisfacción, como si reprochara la debilidad de aquellos países que no tuvieron lo que tenía que tenerse para hacer “lo correcto”. Yo callaba y asentía en silencio, sin preguntarle lo que en más de una ocasión rondó por mi cabeza al escucharlo hablar: ¿cuántos fértiles se exterminó en esa ocasión? ¿cuántos de nosotros, tan valiosos como ellos creían que éramos, se sacrificó por el bien mayor?

 

Y esa, esa era probablemente la raíz de que fuéramos temidos, más allá de las razones habituales. No simplemente la sangre fría, ni la crueldad, sino que las dos cosas llegaran a tal extremo que se sacrificaría incluso el bien más preciado con tal de asegurar la supervivencia del resto.

 

Así que sí, estaba acostumbrado a la frialdad de los sanadores, quienes se aseguraban de que las cosas siguieran haciéndose de ese modo en Ystania. Fue por eso que la actitud de Aradon no me extrañó, de hecho me habría preocupado más si se hubiera mostrado en exceso cuidadoso conmigo.

 

Incluso si este era un país en el que, a diferencia de Ystania, “lo correcto” era salvar una vida en lugar de eliminar el problema para salvar a miles, yo no confiaba en ellos.

 

-Estarás bien –me dijeron-. Todo está bien ahora.

 

No era cierto y dudaba que algún día lo creyera.

 

***

 

Al día siguiente estaba de pie. Aradon se asustó al verme. Trató de tumbarme de nuevo a la fuerza, gritando algo acerca de volver a aplicar los hechizos de sanación, pero yo lo aparté y le dije firmemente:

 

-Estoy bien. Maldita sea.

 

Me moví fuera de su alcance. El sanador al menos dejó de perseguirme aunque siguió mirándome con sospecha.

 

-No deberíais poder estar de pie todavía –miró mis piernas, que de todos modos estaban enfundadas dentro de los pantalones, y luego mis brazos. Tan delgados como cañas. No me había reconocido al observarme en el espejo. Mi rostro estaba completamente hundido, la piel tan fina que podía rasguñarse solo un poco y dejar el hueso al descubierto. ¿Me había preocupado ser reconocido? Ni mis propios padres me reconocerían ahora. Mirándome, no pude evitar ser un poco autocrítico. Esto era lo que duraba la belleza de un fértil, esa que todos parecían tan desesperados por poseer: un poco de privaciones y se acababa. Fin.

 

No me extrañaba que el sanador estuviera esperando que me rompiera en dos.

 

-Deberíais tomaros esto –me mostró el frasco. Había habido uno vacío junto a mi futón la primera vez que desperté-.

 

-¿Qué es eso?

 

-Son medicinas…

 

-No necesito tu tratamiento.

 

-¿De verdad pensáis que no lo necesitáis?

 

-No confío en ti.

 

-No necesitáis confiar en mí. Soy un sanador. Os lo bebéis y ya está.

 

Lo observé con desdén. No me importaba que hubiera estado cuidándome todo este tiempo. Tampoco me importaba que ya me hubiera suministrado esas medicinas. No me tomaría nada que me diera libremente. Había aprendido la lección.

 

-Mira, no son solo las medicinas. Vais a necesitar que os revise periódicamente. También necesitáis comer adecuadamente siguiendo una dieta. Empacharos –señaló el plato vacío que me habían traído escasos diez minutos atrás- solo va a enfermaros. Asumo que os duele la barriga.

 

-No necesito tu tratamiento –repetí, sin alterarme-. Voy a mejorar solo.

 

-Entonces tampoco vais a comer… ya que podría haber envenenado vuestra comida.

 

-No había veneno. Lo he comprobado.

 

Levantó las manos al cielo, exasperado.

 

-Sois increíblemente frustrante.

 

Lo ignoré.

 

-Está bien. No vamos a volver a vernos. Podeis preguntar por mí si cambiais de opinión, porque os aseguro que no pienso volver por mi propio pie. Nunca nadie ha dudado de mi capacidad como sanador y mucho menos después de salvarle la vida. Incluso si sois una persona poco agradecida hay un límite y vos lo habéis cruzado. Alguien humilde habría dado las gracias.

 

No le di las gracias. Simplemente dejé que se marchara.

 

***

 

Veinte minutos después decidí que me marcharía. Iba a tener que hacerlo de todos modos; no podía esperar que me alimentaran y me cuidaran indefinidamente por simple bondad, el mundo no funcionaba de esa manera, y en algún momento tendrían que echarme. Tampoco parecía apropiado que les obligara a tener esa clase de conversación, no después de que me salvaran la vida.

 

Reuní mis cosas en poco tiempo ya que había estado viajando con un abrigo y poco más. Rebusqué el bolsillo oculto para asegurarme de que todo estaba en su lugar y por último extraje una joya. La observé a la luz que entraba a través de la lona, poco convencido de que esto fuera todo lo que valía mi vida. La joya tenía dos esmeraldas entrelazadas la una a la otra, como dos peces nadando juntos. Aunque era hermosa seguí rebuscando por si encontraba algo más y así fue como mis dedos se toparon con algo duro. Lo saqué, preguntándome qué podía ser.

 

Me congelé. No eran esmeraldas, era más valioso. Estaba hecho de simple metal pero su diseño… Mostraba los distintos planetas con un colorido impresionante; uno solo podía preguntarse la paciencia que debía tenerse para pintar con tal detalle cada uno de los pequeños planetas, incluidos Mercurio y Plutón que apenas eran más grandes que un grano de arroz. Y porque sabía quién había hecho algo tan hermoso me imaginé al abuelo inclinado sobre su mesa de trabajo, con el pincel cogido cuidadosamente entre sus dedos y la mirada fija en las nueve pequeñas bolitas que representaban a cada planeta, y en la más grande, el sol, que resplandecería como si tuviera vida propia.

 

Había observado este collar miles de veces… pero solo en el cuadro que colgaba en el salón de la casa del abuelo. El cuadro, también dibujado por él, mostraba a su esposa –mi abuela- durante el primer año después de que se casaran. Ella portaba este collar, el cual había sido el regalo que le había hecho el abuelo como pedida de mano, así como la alianza de matrimonio. No llevaba más joyas.

 

Muchas veces, al observar ese cuadro, me había preguntado cómo habría sido ella. También cómo habría reaccionado al recibir un regalo que ninguna dama de alta cuna portaría –simple metal, por muy hermoso que fuera-. Me la imaginaba sonriendo, pensando “he ido a parar con el único hombre que no tiene ni idea sobre los gustos de las mujeres”, pero igualmente atesorándolo durante años como una muestra del afecto y del amor del abuelo.

 

Con todo eso, no podía siquiera empezar a imaginar en qué había estado pensando el abuelo al darme esta joya. No era una joya destinada a la venta –nadie le daría el valor que nosotros le dábamos- y el abuelo se cortaría un brazo antes de perder algo tan valioso para él: el recuerdo de la mujer que amaba. Lo único que podía pensar era que intentaba apelar a mi romanticismo (una historia de amor de juventud, una joya que era la promesa del amor y el cuidado, una canción épica sobre dos personas de distintas escalas sociales que terminaron juntas debido a un acto de valor y heroicidad). Lo recordé tal y como lo vi por última vez, su expresión afectuosa y preocupada, dándome uno de los últimos consejos que escucharía en mucho tiempo, uno que nunca pretendí seguir:

 

-Intentaré ablandar el corazón de tu padre para que te permita volver a casa sin ninguna condición. Pero, Shiva, él tiene razón al decir que deberías estar casado ya. Eres un adulto. Solo… ábrete a la idea. Puede que en la casa de mi prima conozcas a alguien que te guste. Si ese es el caso, no te comportes como un tozudo únicamente por orgullo o para demostrar a tu padre que nadie va a doblegarte. El amor puede ser maravilloso si te permites a ti mismo sentirlo.

 

Suspiré. Hasta aquí llegaba su gran preocupación, una a la que le daba tanta importancia como para desprenderse de su posesión más preciada simplemente para abrirme los ojos. Me hizo sentir culpable… porque me conocía y sabía que nunca le entregaría mi corazón a nadie.

 

-Lo siento, abuelo, pero esperas demasiado de alguien como yo.

 

Me lo puse de todos modos porque el tacto del metal contra mi piel me hacía sentir más cercano a mi familia –a mi abuelo y a la mujer que nunca conocí, y también a Padre, al que siempre querría a pesar de sus acciones-.

 

Al final dejé el anillo de esmeraldas, esperando que les pareciera suficiente a cambio de salvar mi vida. Me planteé dejar una nota pero no habría sabido qué poner. Así que eso fue todo. Me puse el abrigo y salí de la tienda rumbo a lo desconocido.

 

***

 

Lo que me encontré al salir fue que estábamos en un campamento. Prácticamente todo aquel a quien alcanzaba a ver era o bien un soldado o bien un sirviente, aunque había muchos más de los primeros. Luego de una larga contemplación vi un tercer grupo, a quienes describí como eruditos ya que no tenía ni idea de cuál era su función. Desde luego eran los únicos que no estaban ayudando a desmontar las tiendas, más bien estaban sentados en un círculo con la espalda tensa y mirando con expresión crítica cómo los otros trabajaban. Un niño de unos seis años estaba sentado con ellos, balanceándose adelante y atrás como si no pudiera resistir la tentación de salir corriendo a jugar. Sonreí al verlo ya que fue como verme a mí mismo en un espejo. Solía poner la misma expresión cuando mis padres me obligaban a estarme quieto en algún evento formal.

 

Desvié la mirada rápidamente de ese grupo, consciente de que el mayor peligro eran los soldados y los sirvientes. Los soldados me detendrían, tuvieran idea de quién era yo o no (detendrían a todo aquel que estuviera fuera de lugar) y los sirvientes eran rápidos para observar y más rápidos aún para informar. Pensándolo bien, estos últimos eran los más peligrosos después de todo.

 

Le di la vuelta a la tienda en la que había pasado las dos últimas semanas inconsciente. Deduje bien que nadie estaría en ese lado. Una vez me aseguré que no había nadie cerca salí de mi escondite y eché a correr colina arriba. Fue una vez llegué arriba, con la vista del pequeño campamento lleno de actividad, que me dije que una persona normal se habría despedido. Les debía al menos las gracias aunque, pensándolo, en realidad les hacía un favor. Si no estaba cerca nadie podría saber lo que habían hecho –llevarse a un ciudadano de otro país con ellos a la fuerza, lo que equivaldría a la guerra-. Pero aunque sabía que tenía todas las razones para desaparecer todavía me sentí un poco ingrato.

 

-Incluso si sois una persona poco agradecida hay un límite y vos lo habéis cruzado. Alguien humilde habría dado las gracias.

 

Aradon había tenido razón, aunque había poco que pudiera hacer a estas alturas. No podía simplemente volver a bajar.

 

“Es mejor así” me dije. “No puedo dejar que me convenzan de que descanse unos días más, de todos modos”.

 

***

 

No llegué a caminar mucho. Tras diez minutos me dolía todo el cuerpo y tuve que dejarme caer al suelo porque las piernas no me sostenían. Ahí fue cuando me maldecí por no haber esperado un poco. Podría haber comido decentemente durante algunos días para recuperar la energía.

 

Descansé otros cinco minutos y luego me levanté y reemprendí el camino.

 

No había pueblo alguno a la vista. Era como si estuviéramos en medio de la nada. Otra cosa de la que culparme; podría haber averiguado dónde estábamos antes de salir corriendo.

 

“No puedo ser más estúpido” me dije.

 

Las piernas apenas me respondían. Había perdido músculo y, además, casi podía jurar que escuchaba los huesos chirriar con cada zancada que daba. Por si fuera poco, el terreno era escarpado y lleno de piedras: el escenario perfecto para terminar cayéndome y torciéndome el tobillo.

 

Perdí la cuenta de las veces que tuve que detenerme, pero por suerte para mí el próximo poblado no estaba tan lejos como creí. Entré por la parte norte y me detuve a escuchar el silencio que reinaba. Las casas daban cara al otro lado del pueblo y aquí aparte de varios tenderetes de los que colgaba ropa había poco más. Sí, algún niño había dejado una pelota en el suelo, como si se hubiera aburrido de jugar y lo hubiera dejado para más tarde, pero no se veía ni un alma. Fue al cruzar a la parte delantera de la casa cuando me encontré en medio de una calle llena de casas del mismo tamaño y forma. Lo que las diferenciaba era que cada una era de un color distinto: amarillo, morado, verde, azul, incluso naranja. Era hermoso y distinto a cualquier pueblo que hubiera visto antes; tal variedad de colores en un mismo lugar, como un arcoíris sacado del cielo. Los dos únicos colores que no estaban eran el negro y el blanco: según recordaba de las clases de historia el blanco solo se utilizaba en Aenia para los templos (incluida la indumentaria blanca) y en cuanto al negro… sin duda resultaría sofocante vivir en una casa así, con el sol dando directamente durante todo el día. Aunque en este país no hacía mucho sol precisamente.

 

Había un par de personas a este lado de la calle, caminando tranquilamente de vuelta a sus casas. Simplemente me miraron extrañamente cuando pasé por su lado pero aparte de eso no me detuvieron ni hicieron preguntas; me pregunté si estábamos cerca de la frontera y por eso estaban acostumbrados a ver extranjeros en el pueblo. Seguí el ruido de voces, las cuales me llevaron a una plaza donde varias personas estaban reunidas. Un hombre estaba parado encima de un estrado leyendo algo de un pergamino. Su acento era tan cerrado que no entendí lo que decía, aunque por alguna palabra suelta pensé que hablaba de la recogida del mes. La gente ni siquiera se molestaba en fingir que estaba escuchando su discurso pomposo, simplemente hablaban unos con otros en voz baja y de vez en cuando alzaban la voz para gritarle algo al hombre. Por su parte, un niño corría en círculos imitando al hombre e intercalando algún gruñido que semejaba al de un puerco. Al hombre parecía no importarle lo que opinara su público, estaba demasiado encantado consigo mismo y con su autoridad.

 

En un pueblo tan pequeño (solo había una veintena de personas en la plaza, más el par con el que me había cruzado en la calle) de ninguna manera iba a haber una casa de empeños esperándome al girar la esquina.

 

Olvidándome del hombre que supuse que era el alcalde me acerqué a un hombre bajito con una gran barriga que observaba el ajetreo con mala cara. La barriga, que no tenía nada que ver con su fecundidad y sí con su afición a la cerveza, estaba escondida detrás de un delantal. Al acercarme vi que del edificio que había detrás de él colgaba un cartel con el nombre de la taberna.

 

-Buenas tardes, señor –saludé con una sonrisa-.

 

Me gruñó. No desistí.

 

-Estoy en busca de alojamiento y comida a cambio de un poco de diversión.

 

Me miró de arriba abajo. Apreté los dientes.

 

-No esa clase de diversión –añadí con indiferencia-. Puedo cantar y bailar, claro, pero soy un narrador.

 

-¿Un narra’or?

 

-Cuento historias –recordé la palabra en aeniano y añadí con expresión radiante-: Un juglar.

 

-Ah. Ya. No somo’ tan señoritingos por aquí –me espetó-. Anta’ palabreja y anta’ tontéira’. En mi taberna se bebe y yastá’ y asís’ como tos’ quieren que sea.

 

-Hablá po’ ti, Jerard –intercedió una mujer, taladrando al tabernero con la mirada-. ¿No opinás’ igual, chicas? El viejo Jer nos tiene como clientes de segunda y no nos dará un espectáculo –cuando las otras mujeres gritaron su acuerdo la que estaba hablando, envalentonada, añadió-: Ara’ que el viejo Jer debería repensárselo, pos’ a ver si a nuestros mari’os no les da por levantá un tugurio también y a ver a cuál irían, viejo rácano.

 

-Cerrá la boca, vieja clueca.

 

-¿Qué m’haeis llamado?

 

Se pusieron a discutir a voces. El alcalde dejó de hablar y todas las cabezas se volvieron como una a mirar la escena que se estaba montando.

 

-¡’tá contratao’! –rugió el tabernero-. Y si lo hacé mal pos’ mejó, así se lo pensarán ‘tes de molestarme de nuevo con lo mismo.

 

Asentí rápidamente.

 

***

 

Al abuelo le encantaba contar historias, según él era el lujo de los pobres. Aquel que pasa el día trabajando de sol a sol cuando llega a casa lo único que puede alejar su cabeza del trabajo es el sonido de la risa de los niños, el calor de la persona amada y una buena historia contada a la luz del fuego. El abuelo no era el único que había logrado ascender socialmente habiendo crecido en una familia humilde pero era de los pocos que no lo ocultaba. De hecho lo admitía con orgullo, con una expresión segura que le daba el haber vivido ambos extremos de la sociedad y haber ganado experiencias de ambas. Era un mérito a su integridad, si bien sería más valiente si no fuera porque el abuelo sabía perfectamente que cualquier actitud que él tuviera no fomentaría habladurías ni ridículo pensaran lo que pensaran internamente las otras personas. El abuelo, más que por sus méritos en la batalla o su ascendencia meteórica, era conocido por haber sido el amigo más cercano del rey durante su juventud y gran parte de la madurez, hasta que la distancia hizo que uno se enfocara en su familia y el otro en el reino que debía dirigir. Aun así, incluso ahora, una palabra mal dicha en su contra podía hundir a cualquiera en el acto.

 

Por eso nadie decía una palabra contra los comentarios poco ortodoxos del abuelo. Varios años atrás, y desde luego no era algo que sucediera todos los días, el abuelo le dijo al conde de St Germain después de una discusión acalorada que el papel con el que se limpiaba el culo era más útil que él. El conde le dio las gracias con los dientes apretados y una mirada venenosa. Una semana después lo acorraló en un cubículo y trató de asesinarlo, claro, pero esa era una historia completamente distinta.

 

***

 

-Esta es la historia de un pueblo antiguo que ha estado entre nosotros desde mucho antes de que se fundara la Confederación y aun así ninguno de nosotros escuchó sobre él antes de eso. Un país diminuto que sobrevivió a incontables guerras con apenas un leve embiste del viento que arrasó el continente sumergiéndolo en sangre y dolor. Nunca fue un gran atractivo a pesar de estar situado entre dos grandes potencias y eso que antaño, cuando las guerras eran nuestro negocio, este país habría sido un punto estratégico perfecto para invadir una de estas dos potencias. El país del que hablamos es Kren, el cual está situado al sureste de Ystania, entre este y Arrandan.

Pero esta no es la historia sobre como Kren sobrevivió a las guerras, es la historia del depredador de los depredadores, la gran bestia Desrankh, el mayor secreto de Kren.

Se dice que fue alrededor de mil años atrás cuando los Krenianos empezaron a crear vida a partir de la magia, y con ello surgieron criaturas llamadas quimeras. Animales con la cabeza de un león y el cuerpo de un águila, o el cuerpo de un leopardo, pezuñas de elefante y cabeza de ratón. Mezclas extrañas que daban forma a criaturas espeluznantes. Los magos abandonaron la práctica, temiendo haber ido muy lejos y haber enfurecido a dios, pero para entonces las quimeras ya se habían extendido a lo largo y ancho del país. Cualquier tentativa de controlarlos de alguna manera, ya fuera mediante magia o por la fuerza, terminaba en muertes innecesarias pues estas criaturas no atacaban a no ser que fueran provocadas. Los magos volvieron a sus casas, dándose palmaditas en la espalda ‘¡pues menos mal que los diseñamos para que no necesiten comer!'. Ya, pues menos mal, ¿eh? Las bestias no comían pero tampoco morían. Y se reproducían. Llegó un momento en que los magos temieron que no hubiera suficiente espacio para albergarlos a todos. El ansia por investigar les estaba costando cara. Veinte años después, cuando los magos estaban más ocupados tratando de limitar el paso de estas criaturas a las ciudades que de la guerra que se estaba librando al otro lado de su misma frontera, algo inaudito sucedió: algunas criaturas empezaron a desaparecer. Ya que no se les podía dar muerte y ese no podía haber sido su destino, los krenianos se preguntaron donde habían ido a parar y temieron que hubieran salido del país. Revelar lo que habían hecho sería ganarse la cólera de sus vecinos, de modo que investigaron este extraño suceso. Meses después seguían sin tener ni idea de lo que sucedía pero durante ese tiempo fueron descubriendo partes de quimeras abandonadas: una cabeza cercenada, una pata… Todos tenían la inconfundible mordedura de unos afilados dientes. Mareck Trosvill sugirió que las criaturas estaban matándose entre ellas. Nadie le creyó, o más bien nadie quiso creerlo porque si el apetito de las criaturas se había abierto de un día para otro eso significaba que los magos serían sus próximas víctimas.

Veréis, los magos de Kren son considerados los mejores magos del mundo pero lo son porque están dispuestos a experimentar sin importarles las consecuencias. A veces esas consecuencias son insignificantes y otras llegan a crear un gran mal. Los Krenianos pensaron que, si bien la situación con las criaturas que ellos mismos habían creado neciamente no estaba del todo bajo su control al menos habían tomado precauciones para que la vida de las personas no fuera amenazada, y con ello se contentaban. Pero ahora no estaban tan seguros de que lo hubieran logrado de verdad y eso desmontaba todo su sistema de vida. ¿Si un experimento había acabado tan mal quién les decía que no volvería a suceder?

Ese fue el momento en que el rey Yanar intervino. Él decidió que mandaría a su hijo menor a investigar el asunto. El príncipe Liran era el séptimo de ocho hermanos; la octava era la princesa Saila, la única hija del rey. Liran tenía dieciocho años y pese a su juventud era el favorito en los torneos, a menudo resultando vencedor contra hombres más experimentados y mayores que él. Liran aceptó la misión con gran orgullo y alegría. Habiendo crecido en la seguridad del castillo, Liran solo había escuchado hablar de estas criaturas y había visto sus retratos en los libros. Conocía el nombre que se le había dado a cada criatura y se sabía de memoria todos los tipos que había pero no conocía sus habilidades porque nadie se había acercado a ellas lo suficiente para averiguarlas. Veréis, el príncipe era muy amado gracias a su habilidad con la espada pero esta era la primera vez que tendría la oportunidad de ser un héroe. Él, por supuesto, estaba convencido de que vencería a la criatura o criaturas que se habían vuelto contra sus homónimos así que partió felizmente a lomos de su dragón.

Hoy en día los dragones se han extinguido pero esta historia data de hace mil años y los Krenianos, que sabemos que son los mejores magos por una razón, fueron los últimos en poseer esta preciada raza. El dragón del príncipe Liran, Algarabath, ya estaba enfermo de la misma contaminación mágica que mataría a toda su raza pero sobrevivía porque estaba siendo tratado diariamente por los magos Krenianos, quienes le daban parte de su magia para que él siguiera viviendo.

Así pues, el príncipe partió con Algarabath hasta el bosque donde las criaturas vivían. Allí encontró algo que no podría haberse imaginado: varias criaturas yacían muertas en el suelo. Voló alrededor del bosque con su dragón, intentado encontrar a la criatura que había provocado esto. Las mordeduras que presentaban los cadáveres hacían pensar que se trataba de un animal enorme así que pensó que lo encontraría rápidamente. No fue el caso. Lo que es peor, mientras él lo buscaba varias criaturas más fueron atacadas en el otro lado del bosque pero a pesar de que la distancia podía ser la causante de que no viera nada el bosque tendría que presentar muestras de la lucha (ramas partidas, pisadas en el suelo) y no era así. Las criaturas parecían haber sido eliminadas de un plumazo por una fuerza invisible.

Mientras el príncipe Liran decidía qué hacer un grito a su espalda lo asustó de tal manera que por poco se deslizó por el lomo de Algarabath. La causante de la algarabía no era otra que la princesa Saila, su hermana, que lo había seguido escondida dentro de las cajas de provisiones que los sirvientes habían subido a lomos del dragón. El príncipe palideció pues ahora sabía que estaban en gran peligro y no quería poner en riesgo a su hermana. Le ordenó a Algarabath volver al castillo, determinado a devolverla a la seguridad del hogar, pero entonces un fortísimo viento batió el bosque; un viento que arrancó árboles del suelo e hizo que Algarabath se retorciera de un lado a otro, sin duda sintiendo el enorme poder que provocaba nauseas en los dos príncipes, tal era la fuerza mágica que los atacó. Tampoco podía decirse que los atacara exactamente pues no eran ellos los destinatarios de este despliegue de poder a pesar de que fueron afectados por él por estar donde no debían. El príncipe Liran trató de tranquilizar a Algarabath acariciando su lomo y hablándole quedamente pero el dragón siguió retorciéndose hasta que al final, en una caída de cien metros, se desplomó contra el suelo. El príncipe gritó fuertemente: durante la caída, tan aterrorizado estaba que se mordió la lengua y se llenó la boca de sangre. No había caído del lomo de Algarabath porque estaba fuertemente asido con cuerdas alrededor del cuerpo, de otro modo no habría podido sostenerse por sí mismo. Intentó desasirse pero lo veía todo negro por el dolor así que recitó varios hechizos de sanación hasta que la herida de su lengua se cerró (si bien ningún mago podría devolverle la pequeña porción que perdió) y sus manos dejaron de temblarle. Se rompió también una costilla pero sus habilidades curativas no llegaban a tanto, tenía que pedir ayuda urgentemente. Llamó a Algarabath, tratando de despertar al dragón… Seguro de que, si bien había sido una caída desde muy alto, un dragón no moriría por algo así. Pero Algarabath estaba quieto como una estatua y Liran no lo escuchaba respirar. Tantas veces como se había quejado, estando en el castillo, del nivel de ruido que hacían los dragones al respirar, ahora quería desesperadamente escucharlo. Se deshizo de las cuerdas como pudo y cayó deslizándose por la piel rugosa del dragón. Liran puso una mano en su cuello y luego en su pecho, pero no se movía ni un poco. Liran lo llamó y lo llamó hasta que tuvo que admitir que estaba muerto. Algarabath fue el último Gran Dragón y murió con ochocientos años. Todo cuanto quedaban en Kren eran cuatro cachorros de dragón, tan enfermos y jóvenes que no se esperaba que sobrevivieran mucho más. El príncipe se abrazó al dragón; este había sido su compañero desde que nació y lo estimaba tanto como si fuera de la familia…

Familia.

El príncipe Liran se montó de nuevo sobre Algarabath, preguntando en un murmullo: ‘¿Saila?’.

Ella no estaba allí. Liran se bajó y llamó a gritos a su hermana pequeña. En ese momento no le importó que en el bosque hubiera una bestia aterradora capaz de eliminar en segundos a las criaturas contra las que los magos no habían podido hacer nada en más de veinte años. ‘¿Saila?’.

-¡Saila, Saila, Saila!

La encontró en el árbol, en las ramas más altas. Su pequeño cuerpecito estaba atravesado por una de las ramas más gruesas. Ella miraba hacia abajo con sus ojos abiertos, desenfocados, sin vida. Su boca también estaba abierta, su expresión una eterna mueca de terror.

El príncipe cayó al suelo, se cubrió la cara con las manos y sollozó, y no se detuvo hasta que escuchó el ruido. Era el sonido de varias ramas golpeándose repetidamente unas contras otras, como si alguien estuviera sacudiéndolas. Liran miró a tiempo para ver un árbol doblarse sobre sí mismo. Las náuseas volvieron, esta vez con más fuerza. Delante de él había un poder mágico increíble, una magia desatada que parecía venir de ningún sitio. Todo cuanto veía era el viento golpeando con fuerza contra las ramas. Y luego muy, muy suavemente, una respiración se escuchó y un aliento golpeó contra la cara de Liran. Tenía los ojos abiertos de par en par pero no veía nada, simplemente el bosque tal y como había sido siempre. Pero había algo delante de él, algo que no podía ver. Algo que rugía. Y entonces escuchó el choque. Enormes dientes chocando contra enormes dientes a escasos centímetros de su cara. Liran se encogió hacia atrás, incapaz de reunir magia porque esa fuerza invisible parecía habérsela tragado toda. El rugido lo siguió, y luego el aliento en su cara de nuevo, y luego los dientes…

 

-¡Un ataque!

 

Dejé de hablar y miré hacia la puerta. El resto de los presentes, quienes habían estado escuchando mi historia embobados, salieron más lentamente del trance. Un hombre estaba parado en el umbral de la puerta, respirando fuertemente. Había llegado corriendo a la taberna, su rostro enrojecido y sus ojos aterrados.

 

-¡Bandidos de la montaña! ¡Están atacando!

 

Todos se levantaron a la vez, tirando las sillas al suelo y armando escándalo. Una mujer cayó al suelo cuando la empujaron en su afán de escapar. El recién llegado, aturdido por esta reacción, gritó:

 

-¡En el camino!

 

El correrío se detuvo, aunque para entonces varias personas ya habían salido. El hombre empezó a contar que venía de la ciudad y que en su camino de vuelta había escuchado una lucha. Aunque trató de huir terminó siendo testigo del enfrentamiento entre el clan de las montañas y los soldados que acompañaban a un grupo numeroso de personas. Echó a correr como pudo, dejando atrás la carreta con su mercancía, pero aunque durante un trecho escuchó pisadas detrás de él consiguió despistar a su perseguidor o bien este lo dejó en paz al encontrarlo insignificante.

 

-He venido corriendo pero debo haber tardado mucho porque se ha hecho de noche antes de que llegara. Pensé que no encontraría el camino o que me caería en medio de la oscuridad pero he llegado. ¡He llegado!

 

Le sirvieron cerveza y el hombre se la bebió de un trago. Todos estaban muy conmocionados para hablar (mi historia olvidada) hasta que el alcalde, a quien al principio no reconocí porque iba borracho como una cuba, comentó que “ahora que se acordaba” había recibido una carta hacía un mes diciéndole que la comitiva que regresaba a casa de su visita a Ystania pasaría por el poblado en su camino de vuelta, por lo tanto debía tratarse del mismo grupo que había sido atacado. Los vecinos enmudecieron y uno valientemente dijo que debían salvarlos.

 

-¿Cómo lo ‘ríamos? –le increpó otro-. ¿Con palas y tridentes?

 

-Son hombres del rey. ¿No ‘xiliarlos no es traición?

 

-Pero si naie’ sae’ que lo sabemos.

 

-Son pe’sonas leales, como nosotro’.

 

-Ya tienen solda’os y s’ellos no han podi’o contra lo’ bárba’os nosotro’ tampoco podemo’.

 

Perdí el hilo de la discusión cuando todos empezaron a gritar al mismo tiempo. Busqué al alcalde, quien ahora que la amenaza de que alguien les visitara en un futuro para investigar el suceso estaba resultando ser cada vez más probable (y si les declaraban culpables de alguna manera sin duda él terminaría pagando los platos rotos) se veía mucho más lúcido.

 

-¿Dices que hoy tenía que pasar por aquí el grupo que fue a parlamentar con Ystania?

 

El alcalde me miró brevemente con el ceño fruncido. Pensé que no iba a contestarme pero al final se encogió de hombros.

 

-Hoy o mañana o pasado o cuando les pareciera. ¿Está la barrera activada?

 

-Sí.

 

-Entonces deben ser ellos. Por aquí desde luego no han pasado, tampoco por los pueblos vecinos o nos habríamos enterado.

 

-¿Quién iba en ese grupo?

 

-No sé. Embajadores. Guardias. Sirvientes. Normalmente son un gran grupo –después de pasarse una mano por la cara en una muestra de agotamiento levantó la cabeza y me miró con fijeza-. ¿Por qué hacéis tantas preguntas?

 

-Yo… por nada. Curiosidad.

 

Me habría dicho algo más pero el tabernero llegó en ese momento.

 

-Disculpa, e’tamos muy alborota’os y no vamo’ a hacer gran cosa po’ aquí en lo que que’a de noche. Es mejó que vaya’ a la habitación. Tra’remos la cena cuando tengamo’ un rato.

 

Asentí, cogiendo las llaves que me tendía. Hice una pausa.

 

-¿Quiénes son los bárbaros?

 

-¿Quenés son? Bueno, como lo explico… Siempre han esta’o allí. En las montañas. No es que sepamo’ mucho d’ellos; naide’ se acerca po’ allá.

 

-¿Pero por qué atacan a los embajadores?

 

-Aye, atacan a to’ el mundo. Supongo que deb’eron viajar muy cerca de las montañas.

 

-¿Y el rey no hace nada?

 

-Dante’ en dante’ envía a alguien pa’segurarse de que siguen en su sitio y que no molestan a naide’. El anterior rey hizo un pacto con ellos y pueden hacer lo que queiran’ siempre que no salgan de la montaña.

 

No me atreví a preguntarle qué iban a hacerles.

 

Esa noche dormí fatal. Soñé que estaba de nuevo en el campamento, aunque en vez de estar encerrado en la tienda en mi sueño estaba en el exterior, compartiendo una charla con unos, ayudando a otros a desmontar las tiendas y, en definitiva, interactuando. Como debió pasar en la realidad, aunque yo no llegara a presenciarlo, los bárbaros atacaron de repente mientras cada uno estaba ocupado cumpliendo sus respectivas tareas.

 

Llegaron desde todas direcciones y en ese extraño momento en el que los vi pasar por mi lado (desechándome como amenaza y buscando objetivos potenciales) simplemente… la calma se adueñó de mí. Mientras otros gritaban o sacaban sus espadas yo me limité a observar.

 

La lucha fue encarnizada. Muchas personas murieron, otras fueron golpeadas y secuestradas a la fuerza, pero para mí fue como si fuera un simple observador y nada de todo esto fuera del todo real.

 

Después de que la lucha finalizara miré alrededor, de manera inútil buscando alguna pista, pero las personas que buscaba habían sido atrapadas y ahora se enfrentaban al peligro en una lucha que tenían todas las papeletas para perder. Supe en ese mismo instante que acababa de abandonarlos a la muerte.

 

Entonces desperté.

 

Dicen que los sueños son interpretaciones de la realidad. Y esta era mi realidad. Aunque no los había abandonado sabiendo que poco después les atacarían la innegable verdad era que tendría que haber estado allí. El hecho de que por primera vez en semanas tuviera un techo sobre mi cabeza y estuviera en una habitación cálida, con un baño disponible para quitarme la suciedad y que estuviera, por obra del destino, vivo y a salvo se debía únicamente a una decisión tomada precipitadamente que podría haber tomado o no según mi estado de ánimo. Una simple decisión tenía el poder de salvar una vida o quitarla.

 

Pero no había estado. ¿Seguía siendo mi responsabilidad?

 

Siendo sinceros en ese momento pensé que más me valía quedarme donde estaba. Bajo ningún concepto era alguien dado al heroísmo. Esta gente, a la que acababa de conocer, no significaba nada para mí. No era mi lucha tampoco. Cualquiera que fuera el problema que tenían con el clan de las montañas nada me decía que no se lo hubieran buscado ellos mismos. Y sin embargo… esta era la gente que me había rescatado. Quienes, estando en una situación similar a la mía (una situación en la que lo beneficioso sería abandonarme), decidieron que mi vida valía más que todas las razones lógicas y razonables. La misma lógica que me decía que me olvidara de ellos y siguiera mi camino era la misma que habría hecho que estuviera muerto si ellos la hubieran seguido.

 

Y mientras tanto aquí estaba, tumbado en la cama en silencio poniendo en una balanza la vida de docenas de personas, tratando de decidir si valía la pena. Me avergoncé de mí mismo. Incluso si ellos no me hubieran salvado, ¿realmente era el tipo de persona que dejaría morir a tantas personas con tal de salvarme a mí mismo? ¿Realmente la respuesta era sí?

 

Pensé en Aradon, quien había usado su magia hasta debilitarse con tal de salvarme y a quien había ofendido tanto al no confiar en él que había dejado de hablarme. Pensé en el chiquillo de seis años que viajaba con el grupo, tan joven y con un gran futuro por delante. Solo era un niño, uno que no tenía culpa de las luchas de los adultos. Pensé en el soldado que me había dado parte de su cena anoche cuando entró a la tienda buscando a los sanadores, diciéndome que estaba tan delgado que transparentaba y que debía comer por dos. Y pensé en el hombre que me había salvado, el único en el que no quería pensar porque me hacía desear ser el tipo de fértil que sabría qué decirle cuando sentía esa bola de nerviosismo en mi garganta que me impedía decir una palabra.

 

“El honor y la lealtad están muy bien pero no van a servirme de nada a mí o a ellos si termino igual de muerto que las personas que pretendo salvar, si es que todavía están vivas”.

 

¿Qué podía hacer yo contra todo un clan? ¿Pararme frente a ellos con una sonrisa y esperar que se apiaden del chico fértil?

 

“Luchar. Hacer magia. ¿Cuántas veces he dicho que soy tan fuerte como cualquier dominante? ¿O es cierto solo cuando no tengo que demostrarlo?”.

 

Pero no era tan fácil. Era cierto que no estaba tan desamparado como otros fértiles, era cierto que el abuelo me había entrenado desde que era un niño, también que en ocasiones perdía la templanza y terminaba actuando de manera más o menos precipitada, pero nunca había atacado a nadie con la intención expresa de hacer daño. Esas personas, bárbaros o no, eran seres humanos.

 

“No voy a hacerlo. Es demente. Y desde luego no es mi responsabilidad”.

 

Me levanté. Contemplé la sencilla habitación en la que me había instalado y que tan acogedora debería resultarle a alguien que había estado viajando sin descanso durante tanto tiempo. Me pregunté si sería la última vez que pisaría este suelo. Si sería la última vez que pisaría cualquier suelo, excepto cuando terminara debajo de él (que en cualquier caso podía ser hoy mismo). Miré hacia la puerta y por un momento me aferré infantilmente a la promesa de incontables noches acogedoras como esta, sentado al lado del fuego o leyendo un libro, cualquier cosa antes que perderme a mí mismo en el horror de la violencia sin sentido. No quería preguntarme en la clase de persona en la que me convertiría si cruzaba esa puerta. El problema era que tampoco quería preguntarme en la clase de persona en la que me convertiría si me quedaba en esta habitación.

 

Así que levanté mi mano temblorosa y abrí la puerta.

Notas finales:

Gracias por leer.


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).