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Koi No Yokan por ItaDei_SasuNaru fan

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Notas del capitulo:

Cuando no sepas qué decir, o cómo ser...
Solo mírame. Yo te arroparé.
Cuando tengas miedo y no puedas ser valiente,
yo te arroparé, si me lo pides.
Dices que nadie te ve, pero yo te veo.
Yo te arroparé, hasta que la luz aparezca…

Hasta que la luz aparezca,
me quedaré a tu lado.
Yo te haré fuerte.
Escucha,
escucha mi canción de amor.

Mae (feat. Tiffany Wiemken) – Rous

 

—¿Te necesitan en el frente…? —pregunta suavemente Minato, apretando las mandíbulas y mirando a su consorte con dureza.

Fugaku ha llegado al palacio al despuntar la aurora, después de una semana de ausencia por culpa de la planificación que requieren las crueles batallas que se libran en el sur y que exigen todas las mentes y cuerpos posibles.

Un solo vistazo es lo que el Namikaze obtiene por respuesta.

Sonríe con melancolía y se aparta de la entrada para lanzarse presuroso en búsqueda del salón de las armas, seguido de los pasos silenciosos del Uchiha sobre el suelo de madera, que también va con prisa, como queriendo cerrar la distancia entre ambos.

Minato no lo deja.

Ahora ve los colores que esta guerra le está imponiendo a su esposo —unos colores cada vez más sombríos, que se extienden tenebrosamente por un horizonte sin fin.

 

Al llegar a la armería, donde han entrenado juntos incontables veces, con un gesto autoritario de la mano, Minato le indica al moreno que se siente y espere. Mientras el otro aguarda expectante, él va examinando las herramientas de destrucción más certeras, las más rápidas… las que cumplirán impecablemente la labor que Fugaku les encomiende, cualquiera que esta sea.

Minato solo necesita rodearse del silencio que el otro provee para corroborar que Fugaku confía en su juicio como guerrero.

Incluso con el paso de los meses, con victorias apilándose una tras otra, el Uchiha no puede permitirse encontrarse en paz en la intimidad de su hogar. Necesita de acción y de resultados que permanezcan escritos en las páginas de la historia.

Minato, a pesar de odiarlo un poco por esa cualidad, no puede hacer otra cosa más que aceptarla como parte de él.

Le tiene demasiado cariño como para no hacerlo.

Fugaku observa al otro mientras prueba la condición de cada arma. Espera nervioso el momento en que le recrimine su decisión.

—¿A dónde irás? —pregunta Minato, tomándolo por sorpresa de todas formas.

—Al estrecho de Kanmon, en la parte sur y oeste de Honshū.

—¿… A los dominios del clan Nara? ¿Pero qué te lleva hasta la costa?

—Apostados a sus alrededores, se encuentra lo que queda del ejército de los nobles. No son muchos, pero su flota de barcos podría acabar con vidas inocentes, si no procedemos con cuidado.

—Y deben proceder con cuidado porque sería desastroso que no pudiéramos proteger a los monjes-soldados del clan Nara que se han unido a nuestra rebelión, precisamente por mi convencimiento.

—Algo así.

—Porque a pesar de todo, representan la facción ideológica de todo este asunto. La pérdida de sus vidas significaría la pérdida de la fe del pueblo del sur.

—Shikaku Nara ha solicitado de nuestra ayuda con su puño y letra —agrega Fugaku.

—¿Y tienes que ir tú, específicamente?

—Creo que es lo mejor. Así podremos terminar esto lo más pronto posible.

—¿Y cuánto tiempo es “lo más pronto posible”?

—Tres meses, mínimo.

—¿Tres me-? Y te preguntas por qué todavía te odio —ruge Minato, casi dándose por vencido.

—No me digas eso… —suplica Fugaku con una sonrisa melancólica—. De ser posible, me gustaría tener una discusión pacífica con el enemigo. No es como si quisiéramos erradicar su paso por la tierra.

—¿Y si ellos no quieren dialogar?

—En ese caso, supervisaré la preparación de la batalla y su desenlace; nos prepararemos para la reacción de las personas, monjes incluidos. También habrá que terminar de una vez por todas con los fanáticos de la pureza de sangre… Creí que estarías orgulloso de mí.

Y es que eso es lo que lo vuelve todo tan complicado; que Minato está orgulloso de él.

Minato, más que nadie, sabe que falta muy poco para dar conclusión a las guerras y aventuras que ellos mismos han provocado y, por fin, poder colocar la primera piedra del camino de la esperanza de un nuevo futuro y una realidad digna para las personas que menos han gozado de la vida y lo que tiene para ofrecer.

Pero Minato también sabe que la búsqueda de sangre de Fugaku es una distracción que surge ahora, a partir del daño que se le infringió durante su niñez, mientras trataba de crecer bajo la infame presión y escrutinio del clan Uchiha. Sabe que es su forma retorcida de lidiar con las consecuencias de tan tormentoso trato.

El Namikaze también sabe que la persona capaz de ejecutar esta misión con absoluta pulcritud, no es nadie más que Fugaku.

Todo este saber pesa sobre los hombros de Minato, pero lo carga con paciencia.

Lo ama demasiado como para no hacerlo.

Lo que a Minato le duele es saber que Fugaku ha tomado esta decisión sin pensarlo dos veces, sin batir una pestaña, en lo que dura un latido.

Sin necesidad de buscar la mirada del otro para saber que está posada sobre él como la de un halcón, Minato se sonríe con tristeza y termina de envolver las armas de su preferencia para trasladarlas fácilmente. Sin pronunciar palabra, conduce a Fugaku a la recámara principal.

Allí, Minato se acomoda en el centro de las sábanas de seda y habla con voz calmada, casi desafiando al huracán de emociones que se retuerce en su interior.

—Desde que nos conocemos, me has dicho que se te asignó un grupo de guerreros (un poco más jóvenes que tú), para que los entrenaras y aprendieras el trabajo de un líder.

—Cierto.

—¿Y confías en lo que han aprendido?

—Son los mejores samurái que conozco.

—¿Podrán llevar a cabo esta misión exitosamente, asegurando tu bienestar como su líder?

—Podrían. Pero a ellos les he asignado otro trabajo, aquí en la capital.

—¡Insensato! —exclama el rubio, mirando al Uchiha exasperado, como si creyera que este ha perdido la razón—. ¿Acaso te crees tan poderoso como para no necesitar de su asistencia?

—Ellos se van a quedar aquí, contigo, en este palacio —responde Fugaku con seguridad—. Esa es mi última palabra.

—¿Por qué?

—Porque soldados hay muchos y aunque yo falle, siempre habrá alguien capaz de lograr la victoria de esta batalla. Además, es claro que la clave para finalizar los conflictos políticos y encaminar nuestro ideal hacia el futuro, eres tú. Y bajo ninguna circunstancia puedes correr peligro.

—¿Con esos tristes argumentos te lavaron el cerebro ese montón de ancianos…?

—Pues… sí.

—¿Y qué dices tú?

—Digo que no tengo ningún deseo de conocer el significado de la derrota en la batalla que se avecina. Sin embargo, existen personas (las suficientes como para hacerme perder el sueño) que comprenden que eres lo más preciado en mi vida —explica Fugaku, visiblemente tenso y quizá un poco desconsolado—. Saben que si algo te llegara a pasar, que si algo arrancara tu presencia de mis días… toda esta lucha perdería sentido para mí. No puedo tolerar la idea de tu ausencia. No puedo irme sin tener absoluta certeza de tu seguridad.

Minato lo mira. Realmente lo mira en medio de la penumbra de su habitación, apenas herida por el primer rayo del alba. El claroscuro hace ver los ojos de Fugaku como el espacio que existe entre las estrellas, con ese mismo tono de oscuridad. Le ha tomado más que un par de inviernos comprender por qué, exactamente, estar bajo esa mirada lo hace sentir diferente a estar bajo el escrutinio de cualquier otra persona. Aún después de tanto tiempo, Minato siente que si lo mira demasiado puede perder una parte de sí mismo. Pero no parpadea.

Respira profundamente antes de volver a encontrar la voz.

—Ese no fue un argumento inteligente.

—Lamento que no te haya complacido.

—Puedo cuidarme solo.

—Lo sé.

—Entonces, lo tuyo es pura terquedad.

—Por supuesto.

—No seas condescendiente conmigo.

—Te prometo que volveré a ti, amor mío.

Minato resopla con cansancio ante las últimas palabras, echa la cabeza hacia atrás y se la coloca entre las manos. Siente que el alma le suspira de abatimiento mientras mira el techo y obliga a las lágrimas a retroceder. Las esconde en lo más profundo de sí mismo, como se espera del líder del clan Namikaze y del esposo en el que se ha convertido.

Cuando vuelve a ver a Fugaku, sus ojos siguen vidriosos pero ha logrado mantener bajo control sus irracionales sentimientos y sus palabras fluyen como manantial.

—Parece que vas a hacer lo te propones. Terminaré de empacar tus cosas. Cuando estés listo, ve al baño para que puedas templar tus nervios. Estoy seguro de que eso te servirá para mentalizarte y asumir esta tarea.

Sin esperar una respuesta a su ofrecimiento, el rubio se levanta para finalizar la maleta que hará las veces de arsenal para Fugaku. También agrega pequeños artefactos a lo que ya había seleccionado; mapas y otras cosas que sabe que el Uchiha utiliza en los viajes.

Minato también agrega un conjunto de kunais y shurikens que Fugaku le ha regalado el último mes, con la seguridad de que le serán muy útiles si el momento lo amerita… pero también servirán como un sutil recordatorio al hombre que los empuña, para que no olvide que alguien lo espera con el corazón ansioso y los brazos abiertos.

Luego se retira a preparar el baño. Podría pedirle a la servidumbre que lo haga, pero sabe que necesita distraerse con algo. Así, tal vez recuperará un poco la serenidad para afrontar la despedida.

 

Fugaku contempla a Minato en silencio mientras este busca cualquier tarea para no encontrarse con su mirada, buscando cualquier excusa para ignorar el dolor que le aprisiona. El Uchiha siente la culpa nublar su capacidad de juicio.

Sin hacer ruido, Fugaku sigue a su compañero mientras se mueve por los pasillos hasta llegar al cuarto de baño. Lo mira mientras se desliza sobre el tatami, contra la orilla de la bañera, con cuidado de no ensuciarse las manos. Al terminar, lo voltea a ver y Fugaku comprende.

Con confianza, el moreno comienza a desvestirse y procede instalarse cómodamente dentro del agua.

Minato lo sigue con sus ojos y es como ver a una pantera recostándose en el tronco de árbol caído en la selva, con las mandíbulas anchas, bostezando con los ojos soñolientos. Una cola aleteando contra los mosquitos con perezosa tranquilidad.

Sonríe suavemente por la comparación que ha hecho su mente creativa, pero no le dura mucho.

Fugaku sigue observándolo con demasiada atención y Minato se siente cansado.

 

Fugaku repara en la forma en que Minato le da la espalda (como queriendo dejarlo solo o queriendo quedarse solo, no sabe a ciencia cierta). El rubio recoge el final de su yukata para moverse con más libertad en el baño y así evita lidiar con la ropa mojada. Ese sencillo gesto hace que la delicada curva de su tobillo quede a la vista y eso rompe poéticamente la resistencia sin sentido que Fugaku ha edificado con ufano cuidado.

Tan pronto como la barbilla de Minato amenaza con ponerse a temblar, Fugaku abandona el calor de la tina y se coloca a sus espaldas, abrazándole por el medio, con el rostro enterrado en la suavidad de sus cabellos, mojando las ropas del otro sin la menor consideración.

Pero por todos los dioses, ¡ha extrañado esta sensación! Lo ha extrañado a él.

Lo aprieta contra sí, tanto como los límites físicos se lo permiten. Poco después afloja el agarre sobre su figura para poder apartar el cabello rubio del cuello donde suele descansar, y comienza a presionar incontables besos sobre su pulso.

Minato se relaja en el abrazo, descansando su cabeza sobre el hombro de Fugaku, dejando que lo acaricie. El cuarto empieza a abrazarlos con su calor, tanto que le cuesta un poco respirar.

—¿Qué… haces…? —pregunta el rubio sin aire.

El otro considera su respuesta mientras sus labios persisten en trazar un camino sobre la piel de Minato.

Lo que Fugaku susurra justo contra la curva de su oreja, es capaz de animar el carmín de todas las camelias de sus jardines. Las mejillas de Minato florecen en un sonrojo encantador.

Cautivado por la gravedad de su tono y el murmullo que desafía la habitual monotonía de la voz de Fugaku, Minato se voltea para acomodarse correctamente contra el moreno y sumergirse en las caricias que lo aguardan impacientes. Fugaku lo quiere, con una urgencia que Minato puede corresponder sin problemas.

El Uchiha desliza sus manos sobre los amplios hombros de Minato, luego extiende los dedos sobre la tela de su yukata, navegando hacia el sur de su continente, moviéndose con controlado frenesí, buscando levantar la prenda hasta encontrar su borde y hacer contacto la piel desnuda. El sonido que vibra desde los labios de su esposo hasta los suyos, le hace entender que puede despojarlo de todo ropaje que se interponga en su camino.

Cada fina pieza es arrancada del cuerpo de Minato y arrojada con prisa en algún rincón del espacioso baño. Ahora Fugaku se separa apenas unos segundos para contemplarlo en su gloriosa desnudez. El moreno nunca ha sido un hombre de mucha fe, pero rápidamente eleva una oración de agradecimiento al cielo y vuelve a unir sus labios con los de su consorte, con más suavidad. Sin esfuerzo, toma al rubio entre sus brazos y busca la habitación más cercana.

El drástico cambio de ritmo hace temblar a Minato deliciosamente. En su privilegiada posición, aprovecha para recorrer con sus manos toda la piel que tiene a su alcance, arrulla cada parte de Fugaku que le inspira ternura. Precisamente porque siempre ha admirado su poderoso físico, nunca ha dejado de notar las cicatrices que ya se ven desgastadas sobre la piel blanca, ya sea por las misiones de alto riesgo o por ciertos eventos traumáticos del pasado que Fugaku se niega a compartir con Minato, por temor a revivir esos horrores.

Por la naturaleza de los Uchiha y por el mal carácter de su compañero, Minato tiene diversas teorías acerca del origen de las cicatrices; un castigo impuesto por un error en algún entrenamiento o un ideal que iba en contra de los que fueron sus patriarcas más ancianos.

Incluso ahora, después de conocerlo por tantos años, a Minato todavía lo desarma ver el daño que se le ha infringido a su esposo.

Ya juntos sobre las sábanas, Minato le pasa una mano por la frente, dibujando el contorno afilado de su rostro sereno. Es sólido bajo las yemas de sus dedos… y contra su cuerpo. Sonríe con más tranquilidad esta vez.

Durante un rato, Fugaku se queda sobre él, con las rodillas de Minato a ambos lados de su cintura, simplemente acariciándole con el cuerpo entero hasta que la respiración recupera un compás cadencioso. Le besa el cuello hasta saciarse, habrá marcas sobre la piel morena que corresponderán a la forma de su boca.

Fugaku toma el aceite perfumado que está dispuesto en los canceles de la recámara. Con él, acaricia la longitud de Minato casi con sabiduría, con su mezcla personal de conocimiento y experiencia acerca de cómo complacer a su rubio.

El Namikaze gruñe de frustración cuando Fugaku lo suelta antes de llegar al cenit. Minato va a crucificarlo solo con la fuerza de su entrecejo fruncido, pero el hombre que le devuelve la mirada le hace sentir timidez. Entonces quiere cerrar las piernas, esconderse de alguna forma, porque hay algo salvaje en la mirada del Uchiha. Hay algo indomable que respira en el cuarto, que repta sobre las sábanas de la cama donde yacen, que le hace sentir el cuerpo tenso, impaciente y codicioso.

Fugaku lo mira y Minato sabe que lo que sea que hagan esa madrugada, lo va a sentir durante días.

Lo mira, Minato reflexiona, como solía mirarlo cuando eran muy jóvenes. Como si todo este tiempo, esto es lo que había imaginado y la insinuación de la sonrisa coqueta que juguetea en la boca de Fugaku –con una irritante arrogancia–, corrobora que esto es lo que quería lograr. Fugaku sonríe como quien ha fantaseado con crear una obra maestra durante años y al fin la ha visto en toda su gloria.

El rubio dice su nombre con suave autoridad, empujándole a continuar. Incluso Minato tiene límites para soportar una contemplación de semejante magnitud.

Fugaku retoma el aceite y sus manos se dirigen al remoto y febril latido que existe entre las piernas tibias de su esposo. Ahí, sus dedos fríos y húmedos exploran el fondo que frente a él se hiende, se mueven en su interior hasta que Minato siente que el aire ya no le es suficiente.

—Ya basta. Adentro.

Esclavo de la voz que le llama, Fugaku obedece y se acopla sobre él. Por unos instantes que se alargan en el infinito, el moreno solo lo contempla. Casi lo vigila.

—Mírate —murmura con palabras pesadas de emoción y las manos cálidas en el interior de sus muslos—. Fuiste hecho con la fuerza del calor de los veranos, goteas como un amanecer saturado de colores… Eres hermoso.

Minato quiere responderle algo que le provoque menos vergüenza, pero todo intento muere en sus labios cuando empieza a sentir la presión de Fugaku dentro de sí y Minato vive un escalofriante momento en el que sabe que no puede respirar, que sus pulmones se expanden, que su mente necesita sujetarse de algo y su boca repite mucho mucho mucho.

Fugaku le dice respira, Minato, sin dejar de hundirse hasta encontrar el grito que lo habita. Dios, es así cada vez. Cada vez es como la primera y la expresión de Fugaku demuestra que ama ese detalle.

Ama ver como Minato se pierde, aunque sea por un segundo. Minato, que busca tener todo bajo su impecable control, se pierde por un segundo, por un minuto, por una hora o más. Ama ver cómo su perfecta mente se detiene cuando Fugaku empieza a moverse.

Cuando empieza es lento, siempre es lento. Bebe de cada detalle, siente cada pequeño temblor, espera por cada inspiración. Repara en la forma en que Minato lo aprieta contra sí y como se estremece por el roce de aquellas manos ásperas sobre su abdomen, sus costados, su rostro, su cabello, su cintura, la sombra de sus caderas y su cuello.

Minato siente que algo se le escapa tras los párpados cerrados y se escabulle de su alcance siempre que Fugaku lo abraza así. Le parece que Fugaku está hecho a luces de tormenta, a golpes de agua, como las olas del mar. Y algo de lo que todavía logra hilar en sus pensamientos seguramente se fuga de su boca, porque el otro se ríe como solo se puede reír alguien que ha visto la eternidad en los ojos del otro, que tiene huracanes en el pecho y lagunas en los labios. Lo besa como quien quiere contarle un secreto que se debe decir boca a boca.

Minato se sostiene de Fugaku y lo acerca en medio de ciertas pausas, donde solo se escuchan los suspiros involuntarios que se les escapan a ambos. Acércate, le dice sin pronunciar palabra, hasta que se junten las tierras de ambos que están pobladas de nervios.

Cuando Minato toma su cabello con fuerza y le susurra con gemidos entrecortados que nunca volverá a saber otra cosa más que su calor rodeándole, que jamás podrá ajustarse a la anatomía de otra persona, que solo existe para ser suyo y nada más que suyo… Fugaku le cree. Le cree con todo lo que es y con todo lo que tiene, porque esas eran las comunicaciones verdaderas, esos avisos que solo existen debajo de la piel.

Fugaku asiente, sin posibilidad de negarse, sin interrumpir su vaivén contra el cuerpo del otro, tan lento, tan profundo y tan silencioso que se le antoja solemne.

Pero la suavidad nunca dura mucho. De repente, Fugaku los mueve y Minato termina apoyando el rostro contra una almohada, con el peso del moreno sobre cada parte de sí mismo, sin poderse mover, ni respirar, porque lo que una vez fue una gentil armonía, ahora es un agónico placer, un océano furioso que quiere consumirlo por entero en su oscuridad.

Y así siguen, durante mucho tiempo.

A ratos, los dos de costado, con Fugaku aún dentro de Minato, sin apenas moverse. Simplemente así, juntos, respirando el mismo aire, mientras uno reparte besos en los hombros del otro, ambos indiferentes al sol que se alza y al tiempo que transcurre.

A ratos, Minato empuja a Fugaku para que se recueste sobre las sábanas y se da su tiempo para tomar todo lo que quiere del otro. Fugaku tiembla al verlo sobre él, tan erguido y orgulloso como las espigas del trigo de Egipto; tiembla como un río que ve llegar sus aguas frente al mar.

Se siente que pasan las horas, porque tienen que haber pasado horas desde que empezaron, ¿verdad?

Y sin embargo, ambos hallan la manera de continuar, sin descanso, aunque los músculos se sientan exhaustos.

Minato siente que la piel le arde y el placer le duele por todas partes. Fugaku sigue sonriéndole y sigue moviéndose sobre él, dentro de él, alrededor de él, como una jaula con un diseño exclusivo.

Aun así, el rubio coloca sus manos sobre el pecho del Uchiha y ellas se deslizan por el sudor y porque no tiene fuerzas para nada. Fugaku toma sus manos, las enreda con las propias y renueva el vigor de sus caderas, mientras le pide que aguante un poco más, que ya casi llegan.

Minato niega con la cabeza, aunque siente los terremotos que asaltan cada nervio de su cuerpo, cada tensión que le anuncia que debe continuar si quiere conservar la cordura.

—Ya, ya… Fugaku, por favor.

—Tú puedes —ronronea el mencionado contra su boca—. Por mí. Un poco más. Por los dos, porque necesito recordarte justo así si quiero sobrevivir.

El Uchiha marca la última palabra con un movimiento de su cuerpo incluso más certero que todos los anteriores, un flujo de estocadas que seducen a Minato para que resista.

Fugaku —gime con todo el cuerpo.

Ha dicho que sí. Y la mirada en los ojos de Fugaku es tenebrosa y es puro pecado porque él también ha escuchado el “sí”.

Así que se prolongan, con una lentitud que, a pesar de todo lo imposible, sigue siendo cuidadosa. Sale hasta llegar al borde y se introduce nuevamente por completo, como si volvieran al inicio. El moreno siente como Minato lo toma, toma todo de él y por eso lo colma de caricias en todas partes, donde el rubio más las necesita.

Les toma una eternidad y todavía la sienten muy corta. Minato es un precioso desastre cuando sucede al fin. Fugaku lo hace suceder, rápido y afilado, con el corazón rasgado y dejando que fluya la sangre y el oxígeno por doquier.

Permanecen allí, así, un tiempo incalculable. Cuando finalmente se separan, un gruñido escapa de ambos labios, ya sea por el cansancio o por la pérdida del calor contrario.

Fugaku abraza a Minato contra su pecho y lo sostiene allí, pensando en que no lo soltará nunca pero expresando palabras de consuelo al otro que ya empieza a despedirse entre lágrimas.

 

 

Cuando Minato vuelve a despertar, nota la presencia de un centinela en la puerta de la habitación, la luna está alta en el cielo y su cama está vacía.

Con el palacio en disciplinado silencio por el tranquilo sueño de todos los sirvientes, Minato se queda solo con su dolor y con el deber de seguir trabajando por la paz. ¿Qué más puede hacer?

No puede olvidar que Fugaku no está y que no sabe si volverá.

 

 


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