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Chicos de Brooklyn por AlphaTK

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Notas del capitulo:

No sé si os estoy avisando tarde, pero este fanfic contiene algo de angst/Hurt/Confort. ¡Os amo!

 

Primavera: Mediados.

Steve sonríe y cabecea para saludar a la rolliza y alegre mujer del departamento de al frente. Su vecina contrae aún más las mejillas, estirando los labios en una gigantesca sonrisa. A Steve le agrada esa mujer, siempre lo saluda amablemente y les regala postres y comida a Bucky y a él.

A veces, Bucky deja una bolsa con bocadillos o frutas colgando en el dorado picaporte de la puesta blanca, igual a la suya, pero en mejor estado. Y, muy seguramente, al día siguiente, en la mañana mientras él ordena y se alista para ir a trabajar en la pequeña librería «A tree grows» situada por el bulevar Ocean Parkway, frente a la avenida New York State route 11229, la puesta sonará con un sonoro y térmico golpeteo (Tap, pap, tap, tap, tap... tap, tap) entonces Steve entre abrirá la puerta y al asomar su rostro por el espacio entre esta y la pared, el afable rostro de la señora, quién, con panecillos o una tarta, visita su apartamento, se mostrará sonriente y él, probablemente, la invitará a pasar y tomar un té helado para acompañar el postre.

Y así, tal cual, sucede esa mañana, con la única diferencia de que ella ha llegado más temprano, y Bucky, a quien se le ha hecho tarde, aún está en casa.

— Madame— Le saluda coquetamente James, besándole los nudillos con tierna suavidad— luce usted cada día más radiante.

Ella sonríe y da un manotazo amigable al brazo de Bucky. El tuerce rápidamente una mueca de dolor en una sonrisa complaciente.

Steve ríe por lo bajo.

—Y tú cada vez más galante. ¡Mira nada más estos brazos! —Las arrugadas manos se enroscan alrededor de los bíceps y tríceps. Entonces Bucky alza el brazo, y ella se eleva del piso unos centímetros.

— ¡Eso es peligroso! — Regaña Steve. Sin embargo, ella solo ríe. Steve niega; ellos son tal para cual.

Aunque la señora Diana insiste a Bucky en que se quede a comer con ellos, él niega con amable rotundidad y se marcha corriendo a las fábricas de metal fundido en Bronx, despidiéndose con un beso sobre la muñeca de la señora, y otro sobre su frente.

Ella suspira, mientras ambos observan durante un rato la puerta por la que James se ha marchado.

«Son las siete ya. Volverán a reñirle por llegar tarde»

Piensa, negando, sin estar seguro de si está más disgustado o divertido. El horario empieza a las seis a.m. Pero sin importar todas las regañizas diarias, Bucky parece nunca llegar a tiempo. Incluso si él se esfuerza cada mañana por dejar todo listo para que pueda desayunar y marcharse temprano.

Es un mal hábito que no ha logrado, y aparentemente nunca logrará, erradicar de su mejor amigo.

— Me recuerda tanto a mí Howard— Le escucha murmurar Steve. Y hay cierta aflicción en su tono de voz—, tanto. Ese espíritu fuerte y emprendedor, los ojos amables y esa sonrisa luminosa que parece nunca apagarse.

Él asiente; Steve Howard Trevor. Lo recuerda. Un muchacho alegre y bonachón de rubios cabellos y de ojos azules que solía llevarse bien con todo en el vecindario.

O eso al menos antes de que se enlistara en la guerra hacía un tiempo (bastante tiempo) atrás y ya no lo volvieran a ver.

Hacía, además, dos meses que Diana no sabía nada de su hijo. Y Steve, siendo realista, dudaba que volviera a hacerlo. Aunque eso nunca se lo diría en voz alta.

— Aunque, su cabello y sus ojos son más bien parecidos a los tuyos— Dijo ella entonces, mirándolo con infinito cariño y haciendo sentir a Steve enfermo de sí mismo, porque mientras ella le dedicaba aquella cálida mirada, él había estado pensando en lo aliviado que se sentía de que fuera alguien más, y no Bucky, el que se encontraba desaparecido sin que él pudiese dar con su paradero. — Cuando mi Stivie vuelva, vendremos a tomar el té contigo.

Steve decidió no decir nada al respecto.

Una hora más tarde, a las ocho de la mañana, ella se despidió con un sonoro beso en su mejilla y él se marchó a su trabajo. Camino Las inmediaciones de Brooklyn-queen Greenway hasta llegar al bulevar donde, entre los distintos aparadores de tiendas y cafeterías, resaltaba la pequeña librería pintada de azul celeste y blanco, con grandes ventanales de acero oscuro y cristal por los cuales se vislumbraban estanterías cuyos travesaños se encontraban atestados de todo tipo de libros, mientras la puesta, oscura también y con un rectángulo de cristal que tomaba la mitad de la misma, se encontraba a la derecha del local, bajo un [801] en rojo.

Al entrar, tras el escaparate y al frente de la caja, tres pequeñas mesas redondas con sus respectivas sillas se encontraban acomodadas, repartidas de manera que resultarán cómodas al uso. Cruza por el pequeño vestíbulo hasta el mostrador, donde el hombre de cabellos grises le saluda con un sobrio asentimiento, y Steve le devuelve una sonrisa. Entra en la puertezuela del fondo y una vez allí se cambia al uniforme y al salir del vestidor atiende una pareja de jovencitos con una cálida sonrisa.

Steve, inquieto, revisa su reloj de pulsera. Son las ocho treinta. Se espabila y desecha la incomodidad; hoy será un buen día.

El local permanece atestado el reto de día, con multitudes pululando alrededor de las estanterías y el constante sonido de la caja registradora que tintinea al abrirse y cerrarse a medida que la jornada avanza y las ventas aumentan.

Steve pone libros en su lugar, limpia, acomoda y atiende animadamente a la clientela. Sonríe, aconseja, recomienda y despacha. Se siente enérgico y a pesar de la cantidad de trabajo, no se siente agotado. El cosquilleo en la boca de su estómago, sin embargo, no parece tener intención de querer desaparecer. Steve lo ignora, porque, ¿Qué va a ser? Está seguro que en un día tan bonito, soleado y de cielo azul despejado, nada puede salir mal.

A mediodía, la librería se cierra. Él y su jefe comen en un restaurante a apenas tres manzanas de distancia. Mr. Joseph y él caminas tranquilamente por la acera atestada, abriéndose paso entre la gente hasta cruzar por un bulevar poco concurrido y cuyo comercio consta principalmente de flores y decoraciones hechas a bases de las mismas.

A mitad de la calle, se encuentra un pequeño restaurante. Ellos toman asiento en una de las mesas redondas frente a la gigantesca ventana poblada de maderas con plantas con capullos en desflore. La dependiente los atiende rápidamente. Ellos piden lo de siempre y el pedido llega apenas cinco minutos después.

Steve observa a través de los cristales el cielo despejado y parpadea un par de veces, encandilado, al mirar por unos instantes el brillante sol que resplandece sobre la ciudad. Baja el rostro y observa con cierto malestar su plato de comida. Mr. Joseph comenta sobre el buen clima y otras trivialidades, él apenas le presta atención mientras entierra el tenedor en la pasta y el extraño vacío se asemeja poco a poco en su pecho.

Por alguna razón, Steve que siempre ha sido de buen apetito siente que con cada bocado el estómago se le recuerde. Aun así, se obliga a terminar todo.

Un rato después, a las catorce horas, Steve está abriendo nuevamente las puertas de la librería al público y, nuevamente el lugar se llena con personas que atiborran el pequeño local, moviéndose e tres los estantes. Steve los atiende con una brillante sonrisa y los despacha con un agradecimiento real, escuchando con cierta satisfacción el sonido de la caja en el fondo del lugar.

Se siente emocionado ante la espectacular un mejor salario ese mes. Va a comprarle un regalo a Bucky, aunque no está seguro de qué, exactamente. Unas camisas y unos pantalones estarían bien, pues su ropa está ya muy gastada. Unas botas nuevas también estarían bien. O incluso, si la cosa sigue así los siguientes días, podría completar el dinero para comprar la dichosa motocicleta que tanto parece gustarle a su amigo, y a él mismo.

Sonríe ante la imagen que se crea en mente de Bucky montado en el imponente vehículo, solemne y masculino. Pero la curva de sus labios se tuerce ligeramente cuando en su cabeza se añade a la ecuación una... unas cuantas señoritas que, animadas, se aferran al fuerte y firme torso de su amigo para dar una vuelta en el cacharro.

Sacude la cabeza y sonríe a su nuevo cliente.

Es normal que las chicas se interesen en los chicos y los chicos en las chicas. No hay nada de malo en ello. Y Steve no está, en definitiva, celoso. ¿Cómo va a sentir envidia de Bucky?

«O de las chicas que lo abrazan»

Sandeces, se dice, negando con un ademán. A trabajar, o no habrá para pagar el arriendo y mucho menos para regalos. Y Steve no está dispuesto dejar que Bucky lleve durante más tiempo la pesada carga económica él solo. Él quiere ser un apoyo para su amigo, así como Bucky siempre es el suyo.

Juntos, juntos. Siempre juntos. — Su reloj marca las quince horas cuarenta y dos minutos— Asiente y sonríe, aun así, algo apremiante sigue presionando su estómago. No es nada, se dice. Simplemente no comió bien.

«Bucky»

Murmura algo en el fondo de su cabeza. Entonces la campanilla de la puerta suena y él se gira, intentando retirar sus absurdos pensamiento que flotan a su alrededor. Sonríe afable a un muchacho de aspecto tímido, atendiéndolo cordialmente y ayudándolo a buscar entre las apretadas pizarras un importante libro en específico que ha estado buscado.

Lo encuentra en el fondo, en la zona de ciencias. Cuando se inclina, sobre la punta de sus pies, para alcanzar el libro que se encuentra en la tercera fila por encima de su cabeza, ve que el reloj marca las dieciséis horas con veintiocho minutos.

Un rato después, con el tomo de piel sintética verde musgo bajo el brazo Steve digita el código de barras del volumen para pasarlo por caja a la lista de vendidos. Tararea alegremente; el libro es un ejemplar de botánica escaso y un bastante caro.

— Son veinticinco dólares con cuarenta centavos— Comunica. El chico asiente y saca una pequeña cartera café de uno de los bolsillos traseros de su pantalón de pana. Steve le sonríe.

El chico lo mira y titubea— Gracias, de nuevo.

— No es nada. Siempre a la orden— Dice simplemente, amablemente. Entonces el chico le devuelve una tímida sonrisa.

— Gracias...

Steve lo ve acercar la mano con los billetes verdes, pero cuando alarga la mano para tomarlos, un golpe seco en su pecho le corta repentinamente la respiración y Steve se tambalea, apoyándose a duras pena en la silla y dejando que el dinero caiga sin mayor obstáculo sobre el mostrador de madera oscura.

Con los sentidos nublados, apenas logra divisar el reloj cucú de madre selva negra que marca las diecisiete horas con diez minutos.

Los ojos se le cristalizan y él se lleva una mano a el pecho, escuchando como a través de un grueso cristal que no permite que los sonidos leguen correctamente, el ruido de las voces preocupadas a su alrededor que le preguntan si se encuentra bien. Las lágrimas se desbordan. No está bien. Nada está bien. Lo oídos le pitan y las piernas apenas pueden con su peso. Le tiemblan las manos.

Entonces la tierra piso y las paredes tiemblan. Y todo se llena de los gritos y chillidos de la pequeña multitud que se encuentra dentro del local. Steve los ve empujar mientras el tumulto intenta salir o golpetazos por la pequeña puerta de metal oscuro. Él se tambalea mientras intenta estabilizarse sobre sus trémulas rodillas.

Tropieza y cae. Alguien, sin embargo, lo ayuda a ponerse de pie y lo saca de allí. Y todo sigue temblando. Y hay aviones en el cielo.

Y el cielo ya no está azul ni despejado, pues a la luz del crepúsculo las nubes grises empiezan a contornear el panorama, sombreando lo que fuese un bonito día con los tonos de una calamidad cruel.

Y todo lo que Steve necesita es a Bucky. Y Bucky no está. Bucky no está.

La gente alrededor parece asustada. Steve está asustado. Nadie entiende nada. Pero entonces el murmullo va cobrando fuerza hasta hacerse audible.

Aviones del enemigo. Bombas. Los muelles. Todos alrededor de ellos. Las fábricas: como la de trituración, o la de reciclaje, o la de... fundición. Todas ellas, alrededor de los muelles.

Y todo arde. Y las fábricas arden. Cómo la fábrica de fundición en la que Bucky trabaja. Y todo tiene sentido, porque en un bonito día como este sí pueden pasar cosas malas. Porque, después de todo, es como la calma que precede la tormenta.

Cómo la tormenta en su corazón. Porque Bucky no está a su lado; Bucky está en una de las fábricas de fundición que ahora mismo arden en los muelles.

Y son las diecisiete horas con treinta minuto mientras el ve el cielo violáceo parpadear en tonos rojizos, como n el infierno.

______________________

A Bucky se le ha hecho tarde. Aunque eso no es exactamente una novedad.

Corre por el pasillo, tomando su chaqueta y su gorra. Va a cruzar el umbral, cuando se percata de que está olvidando algo importante. Sonríe para sí mismo y se rasca la nuca un poco avergonzado. Entonces, trotando de espaldas, se devuelves sobre sus pasos hasta la salita donde Steve y Mr. Trevor hablan. Ella niega mientras sonríe. Chico despistado. Él rueda los ojos con aire exasperado.

Bucky Les Sonríe con socarronería que disfraza su vergüenza. Se acerca y besa la mano de la señora Diana, ella le da otro manotazo amigable en el hombro y el vuelve a tragarse la mueca de dolor; pequeña pero muy fuerte. Luego se acerca a Steve y con una ternura genuina aprieta sus labios contra la frente despejada de su amigo.

—Tarde.

— Muy tarde. Ve.

Bucky se gira y va a marchar cuando Steve vuelve a llamarlo.

— Bucky, ¿No estás olvidando algo?

Bucky frunce el ceño y se gira a Steve.

— ¿El qué...?

Le escucha chasquear la lengua con desaprobación.

— ¿Por qué te devolviste?

— Porque me di cuenta que no me había despedido de vosotros dos. — Responde simplemente, con un encogimiento de hombros. Y ve como Steve parece sonrojarse hasta las doradas raíces de sus cabellos.

— Toma— Balbucea y extiende una caja que Bucky reconoce como la de su comida, ¡La comida!

Sonríe y besa nuevamente, con cierto forcejeo debido a la negativa de Steve, su frente.

Entonces se va.

Y son las siente treinta, así que se prepara mentalmente para la zurrada que seguramente va a darle su jefe.

Eso, sin embargo, no pasa. Su jefe, de hecho, llega medio hora más tarde y para su buena suerte. Además, sus compañeros le cubren el trasero. James Buchanan Barnes «Bucky» entró a jornada laboral a las seis horas cero minutos de la mañana y ha estado muy ocupado desde entonces.

Sonríe.

Ese parece ser un día excepcionalmente bueno.

Siguiendo con su trabajo, carga pesadas lozas de metal y los trozos cuarteados y corroídos de acero oxidado, echándolos a la caldera. La jornada es tan pesada como siempre y, unas cuantas horas después, él ya está cubierto de sudor, hollín y mucha suciedad.

Se pasa el dorso del brazo por la frente, secándola, cuando un muchacho alto y enclenque pasa por su lado tambaleándose. El chico, que no debe tener más de dieciocho, parece apenas poder con los bloques de bronce que parecen el doble de grandes entre sus brazos.

— ¡Muévete, novato! — Grita uno de los encargados desde un costado de uno de los hornos. Y Bucky, que lo ve retorcerse y avanzar con dificultad, se llena de misericordia y, quitando tres de los pesados pedazos, le ayuda al chico, que lo mira por encima de los bloques que aún quedan en sus brazos con ojos que brillan asombrado y luego mutan al infinito agradecimiento, a llevar la carga.

— Las primeras semanas siempre resultan pesadas, ¿Humm? — Parlotea amigablemente, sin recibir respuesta alguna. Curioso, gira el rostro hacia el muchacho y vuelve a fijarlo rápidamente en su camino, removiéndose incomodo, pues el chico sigue mirándolo con algo que parece casi veneración. — ¿Eh…?

— ¡Louis! — Responde rápidamente el.

— ¿Nos conocemos de…?

— Hace un año — Le corta el chico, muy animado en apariencia — llevaste a mi amigo de urgencias al hospital. Gracias. — Él asiente y el chico sonríe más — Algún día deja que te regrese el favor… de no ser por ti, no sé qué hubiera pasado. Charlie es un grano en el culo, pero le adoro.

Bucky cabecea y le devuelve una sonrisa vivaracha.

—Te entiendo. También tengo a alguien así en casa. — El chico se sonroja y el enarca una ceja.

— No— Tartamudea, y la piel morena se torna más colorada en las mejillas — no creo que sea igual.

Bucky sonríe por lo bajo, cómplice.

— Yo creo que sí. — Le palmea la espalda y justo cuando los bloques entran al horno, la sirena silva marcando el final de la primera jornada. James mira su viejo y gastado reloj de muñeca —Lo único que quedó de su padre tras la primera guerra— cuyas manecillas marcan las trece horas.

Notas finales:

¡Gracias por leer!


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