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Los demonios de la noche. por Seiken

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Aspros abrazo a su conejito, que no se movía, e intentaba ocultar su desesperación por estar a su lado, era un joven hombre, que había secuestrado de su vida, que lo creía un monstruo, solo deseaba su sangre o su cuerpo, no quien haya sido alguna vez, había amenazado a su hermano, lo había forzado, golpeado, era una muestra de su fuerza de voluntad el que no luchará por liberarse, lo sentía en su cuerpo tenso, en la forma en que respiraba.

—Hemos empezado con un mal paso, pero esto es culpa tuya, por escapar de la mansión, de haberte quedado yo habría logrado seducirte... lo sé.

Radamanthys no le respondió como su antiguo conejito tampoco lo hizo aquella vez, aunque le abrazaba con fuerza, desearía estar en otra parte, quería escapar.

Aspros sabía que no se podía, pero aún así, trato de planear una forma de hacerlo, tal vez si lograba seducir a algunos sirvientes, pagarles con los regalos que le había hecho su amo, pero no encontraba la forma, era casi imposible salir de allí.

Defteros lo necesitaba mucho más, se dijo al final, observando como su amo se llevaba al pequeño rubio de nuevo, quien esperaba que hiciera algo, la forma en que le miraba, le suplicaba ayuda silenciosa, ayuda que no podría entregarle.

Seguro de que la mañana siguiente volvería a verlo y ya no lo querría más, no volvería a sonreírle o a abrazarle, eso era imposible, después de romper su promesa.

Pero si desobedecia, Defteros moriría, su hermano lo pagaría con su vida y no podía permitirlo, aunque sintiera todo lo que su conejito fuera a sufrir.

Su hermano estaba primero, se dijo, sosteniendose de un pilar, ocultándose del llanto de su conejito, sin comprender que ya no volvería a verlo nunca más.

Aspros aguardo muy cerca esperando el momento de verle, aun ocultó, pero no salía y entonces cometió un acto que nunca hubiera hecho por su propia cuenta, ingresar a la sala principal sin una invitación.

Por alguna razón le dejaron pasar, no le prohibieron el paso como generalmente lo hacían con Defteros, esperaba escuchar un llanto o algo parecido, no verlo allí, como si durmiera, en una mesa de mármol, cubierto con una manta.

No vio su rostro ni su cuerpo, solo sangre debajo de la manta, sabía que estaba muerto porque eso hicieron con su madre unos días antes de venderlos, la cubrieron con una manta blanca, la llenaron de flores, después la quemaron.

Su conejito estaba muerto, debajo de aquella sábana con manchas rojas, sus cuernos ya no existían, no podía verlos en la manta, se los habían quitado.

Aspros trato de tocarle pero al escuchar pasos acercándose tuvo que esconderse, junto a una estatua de mármol blanco que parecía observarlo, juzgar sus acciones con ojos muertos.

Era su amo, tenía los cuernitos de la cabeza de su conejito en sus manos con otros lienzos de tela, supuso, no podía tomarles forma alguna.

Aspros comenzo a llorar al comprender que se los habían arrancado, que no quiso ayudarle, le había dado la espalda.

Los hermosos cuernos de su cabeza eran tratados como basura, conocía ese color negro y esos dibujos morados, esas runas mágicas.

Pero ya no eran pequeños, sino largos, como los de un toro o una gacela, los dos tenían sangre, los que lanzó a la cama de mármol, junto al cuero en sus manos.

—¡Quemen está horrible cosa!

Les ordenó, alejándose, su ropa blanca también tenía sangre y eso jamás podría olvidarlo, lo sabía, porque era sangre inocente del conejito que lo amaba, que confiaba en el, pero lo engaño.

Aspros se acercó de nuevo a la cama, como para pedir disculpas, sosteniendo uno de los cuernos, observando extrañado los trozos de cuero, que al principio no tenían forma.

Para después tomarla, era algo largo y redondo, que terminaba en una punta, como un triángulo, parecía la cola de algún animal, y los otros dos se veían como las alas de un murciélago, las que tomo, eran pequeñas, manchadas de sangre roja, roja como la de su conejito que tuvo cuernos, alas y cola.

Las que dejó caer, al ver la sangre de las sábanas, esas alas eran de su conejito, que le pidió ayuda pero no la recibió, que estaba asustado pero le dió la espalda.

Aspros descubrió entonces la sabana que cubría el rostro de su conejito, el que se veía como un ángel, al fin estaba libre, pero había sufrido mucho y fue arrebatado de su lado.

El mayor de los gemelos sostuvo con fuerza ambos cuernos, llevándolos a su regazo, para después comenzar a correr, deseaba salir de allí, deteniéndose al ver la estatua que parecía juzgarlo desde su asiento en esa columna, acusarlo de darle la espalda, de permitir que lo matarán.

Regreso con su hermano que le vio llorar aferrado a esos cuernos, permitiendo que le acunara, pero no que lo alejaran de ellos, esas cosas negras con extraños dibujos morados.

Los que escondió en una de las habitaciones, debajo de un montón de tierra de una planta con flores moradas, la que le servía de escondite y homenaje a su conejito.

La que había visitado cuando escucho que su amo había mandado a su hermano menor a servirle a un anciano, a Minos, que era conocido por ser un hombre cruel, un monstruo.

Su amo hasta ese momento había cumplido su promesa de mantener a Defteros seguro, no llamarlo a su habitación y no entregarlo a nadie más, pero ahora que ya estaban a punto de huir, era que lo entregaba a alguien más, tal vez deseaba que lo matarán.

—¡Me prometiste no entregarlo a nadie!

Su amo le miraba con diversión, estaba solo, tal vez esperaba que le visitará, porque no se sorprendió al verlo.

—¡Me juraste que si yo era amable contigo, si era tu conejito, mi hermano estaría seguro!

Su amo se encogió de hombros, nadie le decía que no a Minos y lo mejor era que Defteros fue quien llamó su atención, ese anciano era famoso por sus tributos, su laberinto y el monstruo que había engendrado su esposa.

—Pero ya no has sido amable conmigo, siempre te quejas, siempre encuentras la forma de negarte y he buscado algunos conejos que tomen tu lugar, pero no existen, nadie se te compara Aspros.

Aspros sostenía sus cuernos, su única arma, dispuesto a defenderse, matar a su viejo amo.

—¡Dile que no va a ir! ¡Dile que somos libres!

Su amo negó eso, nunca sería libre porque nunca encontraría a nadie tan especial como él.

—Tu no eres libre, eres mi esclavo, aunque te creas la gran cosa y pienses que puedes huir.

De pronto se levantó de su trono, tenía aquella mirada, estaba a punto de saltarle encima, riéndose al ver su expresión.

—Eso pasa cuando eres amable con un esclavo, piensa que es dueño de su destino, que puede elegir a otro amante, como tú pequeño cuerno, ese niño con alas y cola, con esas feas protuberancias en su cabeza.

Aspros negó eso, no lo habían matado por culpa suya, fue por no poder defenderlo, por defender a su hermano, no porque le quisiera como su conejito, porque este le amaba.

—Me dijo, se atrevió a decirme que debía dejarte ir, trato de atacarme con esas garras y esos dientes, esa horrible cosa, pero no te preocupes, yo te salve de ese pequeño cuerno, ese demonio de ojos amarillos.

Al ver su expresión, su desesperación, le pareció tan divertido su dolor, que entonces abrió los brazos, como si quisiera abrazarle.

—Ese monstruo que intento alejarte de mis brazos.

Su amo comenzó a reírse y entonces, Aspros, hizo lo contrario de lo que su amo pensaba, quien esperaba le pidiera piedad, se pusiera de rodillas, pero en vez de eso, lo atacó con sus cuernos en ambas manos, intentando matarlo.

Aspros tenía una laguna de lo que pasó esa ocasión, recordaba estar asustado, adolorido, y en el coliseo, su amo decidió matarlo, hacerle pagar su traición.

Ese día obtuvo su libertad y murió su amo, dos años después de la muerte de su conejito, cuyos cuernos evitaron que lo matarán, cuernos que aún tenía consigo.

Cuernos que sabía tendría su nuevo conejito, con alas y cola, también era un medio demonio, tarde o temprano dejaría de verse como un humano.

Y en ese momento tratarían de matarlo, como hicieron con su conejito, le arrancarían las alas, los cuernos, su cola, le harían tanto daño que no lo soportaría.

—Deja... déjame enseñarte algo.

Le explicó, alejándose unos metros, buscando uno de sus tesoros, que aún guardaba con cariño, que no había perdido, gracias a la madre noche o los dioses que hasta el momento le habían dado la espalda, gracias al dios del Inframundo que había engendrado a otro conejito con una mortal, uno que podría proteger y mantener a su lado.

—Estos... estos eran suyos...

Aspros tomó un trozo de seda que desenvolvió con lentitud, mostrando dos dagas, supuso Radamanthys al principio, de una sustancia que nunca había visto antes.

—Eran los cuernitos de mi conejito...

Cuernos quebrados en la base, quien fuera que los tuvo debió sufrir mucho y por la mirada de Aspros, supuso que debían valer demasiado para él.

—Yo lo amaba, el era hermoso...era la criatura más dulce de esta tierra, era perfecto, me quería.

Repentinamente hizo algo extraño, coloco ambos cuernos a cada lado de su cabeza, en donde estaban los cuernos de su antiguo conejito, sonriendo, encontrandolo bonito con ellos, esperando el momento en que madurara, como una mariposa, aunque su conejito no se trataba de una oruga, ya era hermoso con su actual apariencia.

—Pero ustedes no dejarán que maduremos, así que ni yo ni mi hermano podremos tener esas características.

Aspros negó eso, no sabía de donde había escuchado semejante mentira, deseaban mantenerlos con vida, serían eternos y cuando sus cambios se manifestarán, estarían a su lado, pero que más daba si no tenía cuernos, su pecho era prueba suficiente de que lo necesitaban, porque ya habían intentado matarlo por ser lo que era.

—Queremos que vivan para siempre conejito, ya lo verás, será hermoso, seremos una familia.

Aspros acariciando su mejilla volvió a besarle, un beso tierno, una caricia amable.

—Pero vamos a darte un baño, tu hermano no querrá verte desaliñado.

Radamanthys lo siguió sin decir nada, tratando de pensar, imaginarse la clase de vida que tuvo que su conejito era la única criatura hermosa de su pasado, un conejito con cuernos, que se le parecía, supuso.

—¿Quien era tu conejito que se parecía tanto a mí?

Aspros se detuvo por unos momentos, haciendo que Radamanthys sonriera, para después soltarse de su mano, quitándose su camisa, deteniéndose enfrente de la tina, mirándolo de reojo.

—Si quieres podemos bañarnos juntos, a mí no me molesta...

Por supuesto que deseaba bañarse con él, su conejito era hermoso, fuerte y alto, con músculos marcados, cabello dorado, ojos amarillos, como sería su pequeño de haber madurado.

—¿Quieres ayudarme a lavarme la espalda?

Escucho que le preguntaban, ingresando en la tina, esperando que mordiera su anzuelo, no podía obligarle a cumplir sus promesas, a dejarlos en paz, pero podía tomar el pedestal de su conejito, hacerse imprescindible para él, en ese caso, tal vez podría tener algo de control sobre su amo.

—Eso sería agradable.

*****

Minos permaneció quieto en aquella cama, con los brazos de Defteros rodeandolo, su barbilla en su hombro, como si fuera un niño pequeño en busca de cariño.

El juez nunca había estado en esa posición, nunca estaba en desventaja y se juro, que ese no sería el momento en que cayera ante un enemigo como ese, su hermano lo necesitaba, tenían que huir, debían escapar.

Pero no lo harían si el apenas podía moverse, tenía que recuperarse y la única forma de hacerlo era ganarse a esta criatura endemoniada.

—¿Puedo preguntarte algo?

Defteros estaba despierto y al escuchar como le hablaba, sin miedo ni odio, se levantó de un salto, sentándose a su lado, para poder observarlo mucho mejor.

—Cualquier cosa, quiero escuchar tu voz, me gusta mucho...

Minos esforzándose demasiado también se sentó en la cama, este vampiro era un salvaje, parecía ser la fuerza bruta, cuando su hermano era el cerebro, de cierta forma le recordaba a su propio hermano, que era algo inocente, como este vampiro.

—¿Me elegiste a mí porque yo te libere?

Defteros comenzó a recorrer su cabello, pensando en su pregunta, sin entenderla del todo, por qué no elegirlo, era bellísimo, tan hermoso como un ave del paraíso.

—Una vez ví un ave, una exótica de blanco plumaje, era tan hermosa...

Susurro, recordando como se veía esa criatura, aún desconfiaba de Minos, no podía decirle del emperador y de su pasado, los creerían débiles, pero eso serviría.

—Tu te le pareces...

Mis entrecerró los ojos, no le creía, y Defteros se dió cuenta, llevando una mano a su mejilla, no le gustaba esa expresión en su ave, arruinaba su bello rostro.

—No me gusta esa expresión, no quiero verte enojado ni triste.

Le comento, sintiendo como Minos se recargaba contra su mano, sosteniendo su muñeca.

—Comprendo que no tengo un lugar a donde ir y si escapara, no me iría sin mi hermano.

Defteros no dijo nada, pero no oculto su sorpresa, logrando que Minos sonriera de nuevo, restregando su mejilla contra sus dedos.

—Y de todas formas no llegaríamos muy lejos, en un pueblo plagado de vampiros.

Le informo, logrando que esta vez sonriera Defteros, complacido con esa nueva actitud, suponiendo que su ave ya había entendido la verdad.

—¿Seras mío entonces?

Le pregunto acercándose a él, tratando de besarlo, pero Minos lo esquivó, colocando una de sus manos en su boca, sabía que se estaba arriesgando, pero tenía que jugar sus cartas, dialogar con el no servía, tal vez, seducirlo si.

—Ya soy tuyo, tengo las marcas que lo prueban, pero...

Defteros ladeó la cabeza, tratando de comprender esa nueva actitud, encontrandola fascinante, el viejo juez había regresado.

—¿Porque deseas que yo sea tuyo?

Quiso saberlo, sonriendole a Defteros, que beso la palma de su mano, demasiado dócil para ser el mismo demonio que le había forzado demasiadas veces, comprendiendo que no eran normales, no porque fueran vampiros, sino porque además de eso, sus amos eran unos dementes, estaban en las garras de unos lunáticos.

—Hay algo más que mi sangre o mi belleza, soy un juez, comprendo cuando alguien quiere mentirme y no me gusta que lo hagan.

Defteros guardo silencio por tanto tiempo que Minos pensó que no le respondería, suspirando con algo de decepción.

—Todos decían que te tratabas de un monstruo, el peor de ellos y yo lo creí también, hasta que te conocí.

Recordó con algo de nostalgia, a pesar de ser un hombre viejo, podía verlo en el joven Minos, que era hermoso, y había hecho todo lo que estaba en sus manos para proteger a su hermano.

—Habia bondad en ti, una tan brillante que me deslumbró.

Le explicó entonces, logrando que Minos perdiera un poco su fachada indiferente, esa sonrisa aprendida, que no le gustaba del todo a Defteros.

—Solamente yo pude verla, eras bueno, un ángel...

Salvó sus vidas, solo porque era lo justo, porque era un buen hombre y el deseaba proteger a este Minos, que estaba solo en ese pueblo tan horrible.

—Pero todos te señalaban, pero no era cierto, no eras así...

Estaba seguro, su Minos era bueno, era justo y ahora también era hermoso.

—Habia eso en ti, esa bondad...

Minos jamás se había considerado un buen hombre, ni siquiera medianamente bueno, así que aquellas palabras le confundieron.

—Se que la hay, se que todo lo que has hecho lo has hecho por el bien de los demás...

Aunque estas palabras provenían de este demonio, estaba seguro de que nadie, ni siquiera Lune, solo su hermano, lo consideraba como alguien bueno.

—Tu eres bueno avecilla, eres un ángel.

Susurro besando sus labios con delicadeza, por eso le gustaba tanto, por esa bondad oculta en el sádico juez, en ese hermoso hombre.

—Por eso te elegí, porque eres bueno, yo lo sé.

Minos no respondió, no dijo nada, cerrando los ojos, diciéndose que no podía escuchar las palabras de este vampiro.

—Por favor, ya no intentes escapar, ya no te portes mal, porque me duele mucho tener que castigarte.

Le dijo Defteros, esperando que ya no intentará huir, después de saber porque lo deseaba, porque lo quería a su lado.

—Nada me duele más que eso, te lo juro.

Minos no dijo nada, no lo creyó prudente, no deseaba otro castigo y creía que tal vez, con algo de esfuerzo, podría ganarse la confianza de este vampiro, comprendiendo que la psique de su captor estaba quebrada.

—Yo te amo, siempre voy a amarte y siempre estaré contigo.

Finalizó, abrazando a Minos, que simplemente le recibió, al principio sin corresponder a sus caricias, para después abrazarlo también, con un movimiento calculado.

—Conmigo estarás a salvó, pero por favor, no vuelvas a portarte mal, no me hagas tener que castigarte o correr detrás de ti, para traerte regreso, porque no me gusta tener que hacerlo.

No lo haría, la próxima vez no quedaría nada de ellos que pudiera seguirlos a donde fueran.

—No lo haré...

 


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