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La Manzana de Oro por Juan de las nieves

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La profesora Ingram comenzaba a vestirse con sus elegantes atuendos negros que la hacían parecer una señora de la alta sociedad (de echo, era hija de un simple mercader que supo hacer fortuna). Sin embargo, su aspecto agraciado junto a su actitud y sus conocimientos la habían echo escalar hasta al punto de poder llegar a impartir clases en el internado femenino más prestigioso de toda Inglaterra. Hijas de duques, nobles y familias que estaban hasta los topes de dinero habían pasado por su aula. Niñas de once años sin experiencia de la vida, inseguras y de mentalidad frágil a mujeres fuertes que marcarían un antes y un después en la historia. Aunque, muy a su pesar, existía la otra cara de la moneda, Elizabeth, muy a su pesar sabía muy bien que alguna de ellas, acabarían siendo amas de casa sin haber terminado los estudios. Era una lástima, ¿para que estudiar arduamente si luego no servía de nada y no te tomaban en serio?


Se abrochó los botones de su chaqueta de lino negro mientras se miraba fijamente al espejo.


Tenía treinta y cuatro años y aun así conservaba como si se tratase de una viajera del tiempo su inigualable belleza. Su piel era tan pálida, que casi se podría llegar a pensar que era etérea, era límpida, sin ninguna imperfección, casi como si hubiese sido envuelta con polvos de talco. Hacía dos años atrás que se había cortado el cabello, dejándolo por debajo de la oreja, tan rojo como el fuego vivaz que ardía con ímpetu en la chimenea de su habitación. Sus ojos verdes que de inescrutable mirada cerraban muchos secretos y pensamientos. Hacían parecer que eran cálidos y hogareños cuando en realidad, podían llegar a ser un bloque gélido de hielo.


Por suerte, era algo que sus alumnas nunca descubrirían.


Hoy era el día en que tendría que buscar a; “la muchachita sin lengua” y ganas no tenía. Alzó su mirada por el gran ventanal de su habitación y desde gran altura vio como el servicio de limpieza recogían las maletas de todas las alumnas inglesas que iban entrando con bullicio dentro del castillo a la vez que se alegraban enormemente de encontrarse con sus compañeras tras un largo y pacífico verano. Elizabeth sonrió ¡Hay! Que tierna y bella era la flor de la vida, bella, antes de que viniera las ventiscas de la realidad y destruyese esa belleza primigenia que no se podría volver a ver. Con esa idea en la cabeza, se fue abriendo paso por su habitación abriendo la puerta y saludando a la ama de llaves que pasaba por ahí.


Bajó las escaleras que estaban envueltas en una alfombra marroquí mientras veía que los vacíos pasillos del internado comenzaban a llenarse con una sorprendente rapidez. Chicas de todas las edades corrían de un lado para otro con unas anchas sonrisas. Algunas alumnas más mayores, y precisamente a las que impartía clase las saludaban con una brillante sonrisa. Y algunas, hasta coqueta.


Ignorando olímpicamente aquellas miradas se dirigió a la parte trasera del castillo, acceso únicamente para los criados y el profesorado. Bajó las escaleras y se dirigió al garaje del internado, una funda blanca tapaba el coche que solían usar en casos de emergencia.


Se la trata como si fuera alguien especial” pensó para sus adentros al recordar la extraña mirada cargada de complicidad de su ex-profesora, no la gustaba aquella chica, y eso que todavía no la había visto, ni conocido. Dejando a un lado los pensamientos que no paraban de bombardearla en su cabeza, tiró de la manta dejando así que una fina capa de polvo de elevara por el aire. Ahí estaba, un simple Seat 600-D negro que estaba como nuevo. El coche en si no era ningún lujo, ni mucho menos era los que solían ir sus alumnas llevadas por los cocheros de sus padres de las marcas más costosas que uno podría imaginar. Este, era únicamente, un coche normal y corriente.


Aún así, seguía con cierta indignación.


Se montó en el coche. Sabía que podía ser llevada por el chófer, que no era necesario que ella condujera. Pero quería conocer de ante mano a la joven alumna; “pésimas notas” que tendría que impartirla clases de inglés.


Con un humor de perros, se dirigió a la estación de Panddington, al oeste de Londres, en la ciudad de Westminster. Según la directora, estaría la muchacha esperándola allí.


Encendió el motor del coche, arrancó y se fue directa hacia la estación.


Cuando llegó, trató como pudo de encontrar aparcamiento, pero no se sorprendió en absoluto al ver lo abarrotado que estaba, sabía que el lugar era muy concurrido, y llegaba casi al mismo nivel que la estación de King’s Croos. Lo cual, daba mucho que pensar.


Miró el reloj que colgaba en la pared de ladrillos. Un marco negro, desgastado por las temperaturas cambiantes de Ingleterra dejaban ver sin pudor los rastros de óxido que se habían hecho dueños de tal objeto. La manecilla de los segundos, marcaban que faltaría pocos minutos para que fueran las cinco en punto, y por ende viniera el tren. Pudo divisar a lo lejos, el morro del tren viniendo hacia ellos, una enorme locomotora negra y azul que impregnaba respeto y un ligero miedo del exagerado tamaño que tenía. El ruido estridente de las vías junto a los complejos mecanismo de poleas y palancas fueron parándose poco a poco en las vías. El humo casi asfixiante comenzó a lanzar una fuerte pero efímera neblina por toda la estación.


Cientos de hombres y mujeres comenzaron a aglomerarse como si fueran ganado. E incluso la propia Elizabeth tuvo que dar algún que otro codazo para poder tener un mejor puesto de vista. Lamentablemente, dicha batalla la perdió en segundos cuando un cúmulo aún mayor nublo su visión. Viendo únicamente cabezas rubias, pelirrojas y negras. Bufó para si misma, ¿que les costaría un poco de civismo humano?


Las compuertas se abrieron y todas los pasajeros comenzaron a salir de uno en uno. Sin prisas, si se comparaba a las numerosas familias, compañeros o amigos que les esperaban con gozo.


Seguía sin verla. La aglomeración masiva había descendido considerablemente, pero seguía sin verla por ningún lado. ¿Habría perdido el tren? ¿por qué tardaba tanto? La hora era la correcta, y según la directora Seymour la dijo que el tren llegaría a las cinco en punto.


Sin embargo, pareciera que sus preguntas fueran escuchadas por un ente divino. La fina neblina de la estación fue desapareciendo con lentitud, a la vez que veía a una joven chica bajar los escalones de la compuerta de la locomotora, tirando con una sorprendente fuerza de una maleta de cuero negro hasta quedar en el suelo mientras leía lo que supuso Elizabeth que sería una nota.


Por un segundo se la paró el corazón.


La foto no era comparable estando en carne y hueso. No era una belleza, ni por asomo. Pero había algo en ella que te hacía incapaz de apartar la mirada. Llevaba un sombrero blanco con una cinta negra, a su vez, llevaba unos guantes de hilo idénticos al color de su sombrero junto con una blusa blanca de lunares y una falda negra que la llegaba hasta las rodillas con un simple abrigo rojo. Miró las zapatillas y tuvo que reprimir una suave sonrisa al ver que estaban medio desechas, a punto de pedir la jubilación. Lo irónico de ello, al ver que no iban en conjunto con el atuendo elegante de la señorita de Rivera.


La chica tenía el cabello castaño, de unos salvajes y esponjosos rizos junto con unas suaves mechas doradas que se iluminaban cuando los rayos del sol chocaban contra su larga melena. Llevaba el pelo recogido, con una cinta negra que se ahogaba en aquella maraña de pelo marrón. El perfil era perfecto, la nariz ligeramente ganchuda pero sus pómulos eran altos y perfectos. La piel era curiosamente pálida si se tenía en cuenta de donde venía, con el incentivo de que en Andalucía la temperatura media era de unos veinte grados. Pero eso no importaba, tampoco era su aspecto lo que realmente la llamó la atención, como pensó antes; muchas chicas de Myldfield Leonard eran más bellas de lo que jamás sería la señorita de Rivera. ¿Que era entonces? ¿que era lo que tenía esa chica que le resultaba incapaz de apartar la vista? Tenía unas cejas bastante pobladas y poco definidas, y sus movimientos rozaban lo brusco. ¿Que era? ¿por qué no quería dejar de mirarla?


Los párpados, que estaban caídos mirando con atención aquel trozo de papel sin aviso alguno, impactaron contra los fríos ojos verdes de la profesora Ingram.


Eso era, sus ojos.


Desprendían una luminosidad que la hacía parecer un ser de otro mundo. Tal vez un duendecillo de los cuentos de Irlanda, un hada misteriosa que atraía a los seres humanos o puede que incluso alguna criatura fantástica sacada de la mitología Griega. En cualquier caso, algo de místico guardaban esos ojos chocolate. La propia Elizabeth se sintió realmente incómoda cuando notó la extraña sensación de estar siendo desnudada, despojaba de cualquier intimidad. Leyendo los profundos secretos que guardaba bajo llave en el baúl de sus secretos. Se sintió ridículamente indefensa.


Una águila en medio de gorriones.


¡Basta! ¡se tenía que acabar!


—Señorita de Rivera ¿verdad? —preguntó en español.


La muchacha pareció sorprendida por unos instantes, la profesora Ingram se dio cuenta de ello, pero apostó que probablemente sería por encontrar a alguien que supiera hablar español.


—S… si, señora. —respondió rápidamente con una radiante sonrisa. —la directora Seymour me escribió diciendo que debía de esperar a la profesora Ingram en esta estación de tren —explicó mientras la entregaba ese trozo de papel, que al ver la letra supo que era de la directora. —Profesora Ingram, debo suponer.


Elizabeth la miró con apatía, no la agradó nada la sensación que tuvo momentos atrás. Sin embargo, con los años había sabido guardar muy bien las apariencias, y entre ellas, su habitual máscara impasible donde estaba dibujada una sonrisa.


—Está en lo correcto, señorita de Rivera. —respondió con tranquilidad.


—En ese caso, encantada de conocerla —añadió alegremente mientras la daba la mano— por cierto, tengo que alabarla por su excelente español.


Definitivamente aquella chica era muy, pero que muy, peculiar. De primeras, aquel extraño saludo, no el saludo en si mismo, si no el echo de que no se quitase los guantes para hacerlo. Las reglas de cortesía no indicaban que se debiera de hacer eso. Más bien lo contrario.


No supo si lo hizo a posta o sin darse cuenta.


De cualquier modo, Elizabeth correspondió cortésmente al apretón de manos aunque no quisiera hacerlo.


—Gracias, pero tendrá que comprender que revise su nivel de inglés. Como comprenderá las clases no se pueden atrasar solo por que usted desconozca el idioma. —dijo con una sonrisa más falsa que un; “made in china”.


Aquello fue una sutil forma de echarle en cara que viniera a Inglaterra, a un colegio de tal prestigio sin tener ni idea de su idioma. Sin embargo, Carmen no pareció darse por aludida, y si bien notó cierta hostilidad por parte de la mujer que sería su institutriz, optó por no darles demasiadas vueltas a la cabeza. En parte, por que pensó que eran simples imaginaciones suyas y debido al idioma y su entonación.


—Oh, no se preocupe, aprendo rápido —contestó alegremente sin darse por aludida.


Por su puesto, aprendes rápido” ironizó en su cabeza.


Carmen se giró y recogió la única maleta que tenía.


—¿Sólo eso? —preguntó la profesora al ver el tamaño del objeto.


La chica la miró algo confusa.


—Bueno, si… —de Rivera se giró para ver su propia maleta, analizándola como quien mira con interés un fósil de dinosaurio —pensé que esto era considerablemente grande. —la chica se encogió de hombros —bueno, si las cortinas del internado desaparecen y de casualidad ve a una alumna que destroza el ingles y va vestida con las telas de esas cortinas… por favor, no piense en mi.


Elizabeth se giró para mirarla y la verdad, la referencia fue buena. Muy, buena. Había que admitirlo, la chica tenía sentido del humor.


Carmen agarró la maleta y miró a la que sería su profesora de Inglés.


—Rumbo a Myldfiel Leonard. —dijo con una alegría que resultaba sorprendente si tenía en cuenta lo que se le venía encima.


Muy optimista” pensó con molestia.


La chica se la quedó mirando por un largo rato, especialmente a la alta mujer que tenía frente a ella.


—¿Donde tengo que ir?


—No pretenderá ir andando con eso ¿verdad? —interrogó mirando la maleta negra, donde Carmen, hacía acopio de ir en el sentido literal de la palabra, desde el centro de la ciudad hasta el colegio. Precisamente en un país que no había pisado en su vida.


—No lo sé, si no está muy lejos me iré andando.


Elizabeth se preguntó de donde diablos había salido aquella niña extraña de ojos castaños.


—Sígueme.


La chica obedeció y siguió a la mujer, cuando salieron de la estación una fría ráfaga de viento envolvieron a las dos mujeres. Elizabeth ni se inmutó pero Carmen… ¡oh Carmen! Parecía un chihuahua en el ártico. Aunque, paradójicamente hablando las bases eran casi similares y dignas de comparar.


Elizabeth abrió el maletero del Seat, dejando así que la señorita de Rivera se deshiciera de aquel bicho de cuero negro. Carmen entró por la parte trasera del coche y así lo prefirió la profesora Ingram, de ese modo podría analizar las expresiones que hacía.


—Dígame señorita de Rivera, ¿sabe algún idioma aparte del español?


La chica se quedó embelesada con los paisajes que pasaban rápidamente por las ventanillas, los árboles verdes que pasaron a ser simples rayas, dibujos muy similares a las pinturas impresionistas. Carmen se deleitó dejando que sus dedos se apoyasen en el cristal transparente, como si pudiera dar vida a la falsa ilusión de estar tocando aquella frondosa naturaleza de innegable salvajismo.


—Ninguno en particular profesora Ingram, pero estoy emocionada de aprender un idioma nuevo—respondió.


Con aquella respuesta, la profesora pudo entender dos cosas; La primera, que era una vaga de tomo y domo, y que no estaba en su naturaleza tocar un libro. Y no quería ser racista, pero podía atribuirlo a la naturaleza de los españoles de no querer trabajar. Y luego estaba la segunda opción; Y era que Carmen no había tenido acceso a una buena educación, lo que no tenía mucho fundamente si se tenía en cuenta de que provenía de una buena familia o al menos es lo que le afirmó la directora.


—¿Y tus padres? Me extraña que no la impartieran clases de Ingles.


Por el retrovisor, vio que Carmen sonreía de manera inconsciente.


—Digamos que optaron por darme mi propio espacio. —explicó con simplicidad.


Ah, así que era eso. Al final su teoría se aplicó a su primera idea. Esa Carmen simplemente era una pésima estudiante. Viendo que aquella era la respuesta a sus dudas optó por silenciarse, no tenía intención de seguir hablando con esa chica. Solo de pensarlo la enfurecía. Ella trabajó muy duro para poder estudiar en esa escuela y además, luchó contra viento y marea poder impartir clases en ese mismo lugar que con los años se convirtió en su amada casa. Y que viniera ella, esa “muchachita sin lengua, sin conocimientos, sin educación y que se librase de todos los obstáculos que conllevaba ingresar en la escuela de Myldfield Leonard le enfurecía de una manera atroz.


Ella había visto en su profesión como cientos de chicas acaban cayendo del estrés del sistema educativo del colegio, de lo fuerte que eran los temarios que se daban. Otras veces incluso, había chicas que rompían a llorar al ver que no podían ser alumnas de ese internado. De ahí venía esa rabia iracunda hacia Carmen, ¿con que derecho podía venir ella a tener una plaza cuando no había echo ningún esfuerzo por entrar? ¿por que la directora Seymour la había dejado? ¡maldita sea! Realmente estaba furiosa, iracunda consumida por la rabia.


Alzó su mirada en el retrovisor y vio que su nueva alumna se había quedado profundamente dormida.


Bufó para si misma con incredulidad. ¿Cómo pretendía seguir con los estudios? Más bien, con el ritmo que se les exigía a todas las alumnas ¿se atrevería a atrasarlas? Esperaba que tuviera la suficiente decencia y respeto hacia las demás como para no hacer algo tan egoísta.


Elizabeth condujo durante casi una hora hasta llegar al castillo. Realmente estaba indignada y desde luego que tendría que intercambiar unas cuantas palabras con la directora.


Cuando llegaron, trató de aparcar por la parte trasera, donde los alumnos no sabían de la existencia de esa zona del internado o por lo menos, la mayoría lo desconocían.


—Hey, tienes que despertarte —dijo con frialdad.


La chica arrulló con pereza, estirándose como si fuera un gato al compás de sonoros bostezos.


—¿Ya hemos llegado? Ua, ¡tengo ganas de ver el internado! —exclamó con impaciencia mientras se despertaba en un segundo y salía como un rayo del Seat.


Elizabeth rodó los ojos, no había quien Dios entendiera a esa niña. Aún así, con todo el tiempo que llevaba de profesora había echo de su paciencia un auténtico defecto. Y entre ellos, era la tolerancia con alumnas muy problemáticas. Salió del coche y vio a Carmen irradiaba pura felicidad, mirando con asombro el lugar entero. El brillo de sus ojos eran tan similar o igualmente de potente que dejar a un niño en una juguetería.


Estaba tan ilusionada Carmen que la propia profesora contuvo las ganas de decirla que eso eran tan solo la parte trasera. Sin embargo, logró comprender aquella idílica ilusión, comprendía perfectamente esa sensación de absoluta felicidad. Ella misma lo sintió cuando llegó por primera vez a Myldfield Leonard.


—Señorita de Rivera, no olvide coger su maleta —se refirió mirando la maleta negra de la chica —espero que no piense que se la voy cargar.


Carmen se giró y comenzó a darse cuenta de la notable hostilidad de la profesora Ingram. Tampoco pensó que tenía sentido darle muchas el vueltas el por qué de esa actitud, lo achacó al carácter irascible británico. Tal vez fuese racista, pero eso se lo debía por cortesía de su madre, a quienes evidentemente no les podía ver ni en pintura.


Estará cansada por todo el viaje, eso es lo que tienes que pensar Carmen, nada más.” se recordó a si misma tratando autoconvencerse de que el carácter agrio proveniente de esa mujer hacia su persona era por el cansancio.


Evidentemente era por el cansancio, ¿qué si no?


—Por su puesto que no, simplemente a sido la emoción del momento —explicó agarrando la asa de la maleta. —¿por donde tengo que ir para entrar a las habitaciones?


Elizabeth estuvo tentada en decirla que realmente no era necesario que cargara con aquel muerto, que no era realmente necesario. El servicio de limpieza se encargaría de llevárselo a su habitación. Sin embargo, dadas las circunstancias de la situación sumado al carácter suyo y la indignación por no hacer el más mínimo esfuerzo por esforzarse para tratar de tener unos estudios acordes al duro sistema educativo del internado fueron suficientes razones para que optase por callárselo.


—Antes tendrás que acompañarme para instalarte en la habitación —informó con seriedad.


Carmen asintió con la cabeza y la siguió por una larguísima escalera de piedra caliza que a medida que subían pasaron a ser de madera.


Elizabeth la estaba llevando por el camino más largo mientras Carmen trataba de hacer un esfuerzo increíble en arrastrar con sus brazos una maleta de casi cinco kilos de peso. La sevillana no comprendía lo que estaba pasando, veía pasar a su lado un gran número de criadas que la miraban a ella y después a la profesora Ingram, hablaba entre ellas, eran cortos diálogos, pero nada que lograse comprender. Hubo un momento, en el que la propia Carmen tuvo que parar aliviada en la escalera donde Elizabeth la estaba guiando para encontrarse a una anciana vieja, de aspecto robusto.


—Señora Ingram, podemos llevar las maletas de la alumna a su habitación, solo dígame cual es su número.


—No se moleste señora Prince, ella llevará las maletas a mano, así lo decidió ella —respondió con una sonrisa falsa.


—Pero no creo que…


—Así lo a insistido la alumna, señora Prince —decretó con cierta autoridad y dándola a entender que no tenía que hacer más preguntas.


La mujer regordeta con el rostro rojo e hinchado pero de carácter afable se compadeció por aquella chiquilla. Con todos los años que llevaba como ama de llaves había aprendido a mirar a través de los ojos y saber cuando se cruzaba con una buena y mala persona. La profesora Ingram era una excelente profesora, de las mejores que había tenido el internado desde hacía tiempo. Pero estar en el punto de mira de aquella maestra no era algo muy favorable. Las más rebeldes siempre acaban siendo domadas. Y eso era lo peor a ojos de la ama de llaves.


Esa chica tenía de rebelde lo que ella tenía de Geisha.


Carmen pese no entender ni palabra de lo que habían dicho si pudo entender que algo se traía entre manos aquella mujer; que sería su profesora. Ese tono autoritario era entendible para todos los idiomas, era un tono que claramente decía; “Deja de preguntar y deja de inmiscuirte en mis asuntos”. Algo, que ayudó a Carmen a entender ligeramente la verdadera personalidad de Elizabeth frente a la falsa afable y cariñosa a la que en un futuro se tendría que enfrentar.


—Sígame señorita de Rivera. Por aquí. —dijo en español tras ver que la figura corpulenta de la señora Prince desaparecía en la lejanía de las escaleras de madera junto a unos ruidos toscos que retumbaron por todas las paredes.


Carmen la siguió sin rechistar. Aunque las dudas y las preguntas acerca de qué diablos habían hablado la asaltaban la cabeza. Era por eso que sabía que tendría que ponerse las pilas si quería seguir el ritmo de la clase, no decía que fuese fácil, pero no imposible. Sin embargo, una cosa si la quedó muy clara.


No se olvidaría de la conversación que habían tenido la profesora Ingram con aquella mujer del servicio de limpieza. El ingles era un idioma muy melódico y rítmico por lo que acordarse de las palabras no sería complicado.


Tras haber echo un hombrada y haber cargado con las maleta de cinco kilos tras los tres pisos que había subido se quedó con los brazos totalmente entumecidos donde apenas los sentía.


Carmen observó el lugar donde se encontraban. Era hermoso, increíblemente bello y regio. Los enormes ventanales dejaban que la luz entrasen por toda el ala. Al igual que en las esquinas, había cortinas rojas que eran recogidas por unas abrazaderas de hilo dorado. Las paredes estaban envueltas por tapices con escenas de caza y otras en cambio eran escenas religiosas. Aquello denotaba el gran gusto, tanto artístico como adquisitivo para hacerse dueño de tales obras maestras echos en Brujas. Carmen observó con atención que el suelo estaba cubierto por elegantes alfombras marroquíes, cuyas formas geométricas dejarían a más de uno hipnotizado con ellas, tantos colores sobrepuestos, unos encima del otro y curiosamente bien administrados. Azul, rojo, amarillo, rosa, granate, negro… pese a tan variopintos colores, no se le podía negar la gran elegancia que tenía. El pasillo era largo, muy largo, tanto incluso que no exageraba si calcula que había casi cien metros de largo. Cosa que a Carmen no la importó en absoluto. De echo, la encantó, tal vez, en alguna noche donde ella fuera incapaz de dormir podría dar paseos hasta que sintiera que Morfeo la volvía a llamar.


Carmen observó con asombro que había a su lado, a mano derecha; una larguísima fila de maniquíes con armaduras de estilo medieval, el hierro que había sido forjada tiempo atrás estaba limpio, tanto, que podría usarlo como espejo de emergencia. La Andaluza, se fijó que portaban una lanza que miraba hacia el techo. Por mero instinto miró hacia arriba y acabó en una visión donde se derretía del deleite que contemplaban sus ojos. En el techado, se encontraba un fresco donde se podían ver a un montón de querubines envueltos en suaves y esponjosas nubes rosas, imitando con un gran parecido los arreboles del atardecer y mientras que aquellos pequeños ángeles eran tapados con suaves telas que imitaban a una seda semitransparete. Casi daba la sensación de que flotaban en el agua.


La sevillana tuvo que tragar con fuerza, tratando de cerciorarse de que aquello era totalmente real. Que lo que estaba viendo no era obra de su maravillosa mente. Que su imaginación no estaba volviendo a desbordarse.


La profesora vio que en los ojos castaños de la chica nacían un inmenso brillo de asombro y curiosidad. Y fue extraño. Las máscaras que llevaban se deshicieron por unos instantes, su postura de profesora desapareció por unos mili segundos, con los rayos del sol penetrando cada rincón del pasillo se vio a si misma reflejada, como un ente etéreo luminoso, al lado de Carmen, con la misma reacción que tuvo cuando se topó con aquel larguísimo pasillo. Y aquello la alarmó, especialmente cundo comenzó a notar cierta empatía con la muchacha de pelo indomable.


Ego in paradiso —murmuró en latín con tal suavidad, que fue casi imperceptible para Elizabeth.


Casi.


—Venga aquí.


Carmen despertó, ya tendría tiempo para pasar por aquel encantado lugar. La siguió por el largo pasillo arrastrando la maleta con sus brazos entumecidos. No fue hasta que llegaron a la mitad cuando Amalia se paró por completo.


—¿Que la ocurre?


De Rivera sabía que la estaban llamando, que la profesora Ingram la estaba preguntando. Pero era casi insonoro lo que ella decía, muy similar cuando las palabras se funden en el agua.


Carmen solo pudo dejar a un lado la maleta y contemplar el gigantesco tapiz que tenía frente a ella. Era el más grande de todos con diferencia. Era colosal, pero no fue el tamaño lo que la hizo pararse. Si no el dibujo.


Un enorme venado encabritado era el protagonista del tapiz. El dibujo en si no era el más hermoso de todos si lo comparaba con lo anteriores. Este era de estilo medieval, se podía notar por la forma, sin embargo, eso no quitaba lo fastuoso del animal. Todo lo contrario, le daba algo místico, algo mágico.


El fondo era de un rojo similar al borgoña, con una sobrecargada cantidad de flores de lirio, pero que solo los tejedores de esa época habían logrado conseguir que no resultara desagradable para los ojos. La hierva verde sobresalía con fuerza y sin embargo, resultaba austera sin quitar al verdadero protagonista. Aquel enorme venado blanco encabritado. Los cuernos habían sido tejidos por hilo dorado, al igual que sus pezuñas. La bravura que desprendía aquel animal dejaría a muchos sin aliento. Y Carmen no era para menos.


—Es el animal que representa el internado.


Carmen la miró, esperando a que la dijera algo más que eso.


—El apellido Seymour viene de unos nobles del siglo XV, el venado blanco es el animal que representa dicha familia.


—¿Cuando se convirtió este castillo en un internado? —preguntó la Andaluza.


—Uff, este castillo fue muchas cosas, aquí se instalaron por un tiempo la corte de Horoldo Godwinson del siglo XI, luego fue abandonada y medio destruida a causa por la guerra de los Hashtings, no fue hasta 1510 donde realmente los dueños de este castillo volvieron a tener fortuna. El casamiento de Catalina de Aragón con Arturo Tudor.


—Si, que luego se salió el matrimonio el tiro por la culata y acabó casándose con el bueno de Enrique VIII, un hombre muy fiel y para nada mujeriego. —ironizó Carmen.


Elizabeth no sonrió en absoluto.


—Así es, se inició un negocio de tapices donde a veces se enriquecían y en otras se arruinaban aunque siempre salían a flote, las malas lenguas decían que había una familia poderosa que les ayudaba económicamente en Londres —la profesora Ingram hizo una pequeña pausa —de cualquier modo; finalmente en el año 1835 se creó al primera institución escolar femenina llamada; Myldfield Leonard.


Carmen no entendió por que su institutriz había dicho; “las malas lenguas decían que había una familia poderosa que les ayudaba económicamente en Londres” a su entender, no lo veía como algo malo. Quiso preguntar, tenía tantas preguntas que su cabeza estallaría de un momento a otro. Pero viendo el humor en el que estaba su profesora se abstuvo de hacer más preguntas.


—De ahí todos los tapices ¿no?


—Si, los antiguos familiares de la directora lograron comprar la mayoría de los tapices antiguos y con ello reinstaurar el estilo medieval del internado.


Carmen apartó la mirada cuando terminó de hablar la maestra volviendo a quedarse embelesada con aquel único e increíble tapiz que la tenía hipnotizada.


—El tapiz no se irá de aquí señorita de Rivera. —cuestionó con ligereza.


—¡Ah! Si, si, perdón. Ahora mismo la vuelvo a seguir. —se disculpó con rapidez volviendo a agarrar la maleta por el asa.


Las dos caminaron en un sepulcral silencio por el largo pasillo hasta que la llevó a otra ala mucho más pequeña donde había varias puertas unas tras de otra con los primeros números; 001, 002, 003… y así consecutivamente hasta llegar al diez. A diferencia del pasillo anterior, el lugar donde donde se encontraban hacía demasiado frío, tanto que Carmen comenzó a tiritar. No solo en temperatura si no en estética. Era pequeña, oscura y parecía más una mazmorra que la anterior ala de aquel suntuoso pasillo. Era un cambio bastante radical. Era como comparar la arquitectura oscurantista contra la arquitectura del gótico florido.


—¿E… es aquí? —preguntó mientras la castañeaban los dientes.


Elizabeth la miró de reojo mientras sacaba una llave de su bolsillo y la metía en el cerrojo. La propia maestra no comprendía por qué la directora la había dado el peor pasillo con las peores habitaciones de todo el castillo, donde la ventilación brillaba por su ausencia. Y eso que la rectora Seymour se mostraba feliz ante la inscripción de la muchacha.


—Si —fue todo lo que respondió la profesora Ingram.


Dejo caer ligeramente su peso en la puerta de madera, abriéndola junto al desagradable chirrido que en una noche a oscuras haría que cualquiera se la helase la sangre. Aún con esas, Carmen entró en la que sería su habitación. Dejó la maleta a un lado de la puerta, donde no pudiera molestar.


No era nada del otro mundo. Una simple cama, con unas sábanas florales de un verde vomitivo. Al fondo había una mesa de escritorio que daba cara a la ventana junto con algunos utensilios para tareas junto a una lámpara bastante vieja. Las paredes amarillentas estaban agrietadas por la humedad y la pintura del techo comenzaba a levantarse, lo único que se lo impedía era el papel pintado de los años veinte. No parecía muy prometedor, y desde el punto de vista de Elizabeth no se habría quedado con esa habitación sin haber puesto previamente una queja contra la directora. En especial si se tenía en cuenta lo que se pagaba al año (14.000 libras) no era cuestión de quedarse con algo tan cutre y pobre como eso, más aun con ese precio.


Además, estaba muy alejado de los dormitorios del resto de las alumnas.


—P… pero… ¿y las demás?


La propia Elizabeth no estaba muy segura de como explicar a esa niña que esas habitaciones eran las peores del castillo y que hace casi un siglo habían sido usadas principalmente por el servicio de limpieza. Razón por la cual la chica extranjera no había visto a ni una sola compañera suya.


—Están en otro pasillo.


—Entonces… ¿tengo que dormir aquí?


—Evidentemente.


—¿Pero y el resto? Aquí hay diez habitaciones, ¿tendré alguna compañera de habitación o algo por el estilo? —inquirió con una duda aún mayor.


No contestó, aunque la duda era más que razonable, pero ya había una alumna que se había establecido en esas habitaciones desde que tenía once años, y evidentemente se encontrarían.


—Bueno, la dejo aquí. —anunció dándose la vuelta con la intención de irse.


—¡Espere!


La profesora Ingram se detuvo, aunque ganas no tenía.


—¿Tiene alguna duda?


—¿Que si tengo dudas? ¡cientos de dudas! ¿Donde hay que ir a cenar?, ¿dónde son las clases? ¿cual es el horario? ¿que asignaturas tengo? ¿cuando me dará clases usted? ¡Y no sigo por que la biblia solo sería el índice! —exclamó alterada.


Elizabeth entrecerró los ojos. No solo era vaga, si no que además maleducada. Aquel tono había dejado de ser el característico de Carmen. O al menos así fue como lo percibió la profesora Ingram.


—Se la dará la información en su debido momento señorita de Rivera, no traté de decirme cómo es el protocolo de este colegio.


—No es eso lo que estoy tratando de decir, lo que quiero es saber los horarios, los lugares y el resto del castillo para no perderme, ¡no quiero convertirme en una carga para nadie!


Algo se hablando en ella cuando vio la desesperación de Carmen, especialmente cuando exclamó el echo de no querer ser un estorbo. Y también por su comportamiento, si bien no era el más profesional no significaba que no fuera merecido. Sin embargo, tampoco ella era nadie para echárselo en cara. Tenía que tranquilizarse, esa niña podría ser inaguantable, pero no por ello mala persona.


—No se preocupe señorita de Rivera, más tarde volveré y la ayudaré a habituarse al resto del castillo al igual que sus compañeras. Pero entienda que tengo muchas más alumnas a las que debo atender. —explicó esta vez, con mucha más suavidad. Casi con delicadeza.


Carmen bajó la cabeza al suelo.


—Si, lo siento. Lamento mucho las molestias causadas profesora Ingram y gracias por la ayuda ofrecida. —y finalizado aquellas palabras se dio la vuelta, dejando la maleta encima de la cama mientras empezaba a desempaquetar su ropa.


Elizabeth estuvo tentada en tratar de disculparse… pero no lo haría. No olvidaba el echo de cómo se estaba aprovechando la situación aquella pequeña niña española. Y ni mucho menos, de cómo las cientos de chicas que trataron de entrar en ese internado se mataban estudiando para que ella se saliera de rositas.


Salió del lugar y se fue a la zona norte del castillo, en el piso superior donde todas las alumnas tenían sus habitaciones. Donde realmente, residían sus dormitorios. Sin embargo, pese a esa indignación que sopesaba su cuerpo, era incapaz de olvidar una cosa; En la estación de tren, cuando Carmen salió. Fue una sensación tan extraña como mística.


Carmen de Rivera era una persona muy extraña.


 


 


 


 


 


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