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Sueños por 1827kratSN

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Las largas alas de su defensor producían tal sombra que, por un instante, la oscuridad llegaba sobre el bosque. Tan inmensas eran que cuando las extendía simplemente para relajarlas o aletear un poco, todas las ninfas de esas tierras dominadas por el monumental dragón se reunían a presenciar el espectáculo. Aquel par de extensas extremidades brillaban con el fulgor del sol, el cuerpo lleno de escamas parecía cambiar de tonalidades con cada movimiento, el hocico se agitaba y abría mostrando sus filosos dientes, los ojos fulguraban como si estuvieran en llamas, y después aquella hermosa criatura simplemente se volvía una estela de lucecitas y una brisa que removía todo a su paso.

Tan pronto como su señor aparecía, las ninfas surgían cargadas de frutas y otras bien dispuestas a preparar lo que el dragón trajera en sus fauces. Era algo muy agitado, siempre animado, una rutina dada cada tres o cinco días, tiempo que su señor se daba para recorrer las extensiones de sus territorios en busca de alguna amenaza que exterminar.

Las ninfas se distribuían en diferentes puntos de esas tierras, el señor elegía un sector al que visitar, y en cada uno era tratado como se debía.

Era un rey, y esas tierras junto con sus habitantes de fantasía, eran su tesoro.

 

—Mi señor —era el nombre que se le daba, y el dragón no protestaba, solo cedía el venado muerto—, estará listo pronto.

—Gracias.

 

La voz surgía como un gruñido que poco a poco se apagaba, lo hacía a la vez que la estela brillante iba disminuyendo a la par que la voluptuosa forma del dragón, hasta que éste se volvía una figura masculina a la par que el de las ninfas que sonreían y reverenciaban.

Él las protegía, ellas le servían mientras cuidaban de la naturaleza como era su tarea principal. Así era su sistema, siempre fue así, y así seguiría, aunque su señor envejeciera y ellas se fueran apagando con él debido al lazo que los unía, dejando a una nueva generación de su misma especie a cargo de esas tierras.

 

—Ya van naciendo —murmuraba el hombre de largos cabellos canos entremezclados con algunos negros, de piel blanquecina resquebrajada por el tiempo, y ojos rasgados que a pesar de los siglos no perdieron brillo.

—Todas ellas servirán a estas tierras —mencionaba la ninfa que seguía siendo la belleza femenina que siempre fue, pero que sentía su energía disminuir a la par que su protector, porque se debió a él y con él se iría—, las cuidarán… por siempre.

—Lamento dejarlas —el hombre carraspeó—, pero mi hora llega.

—Gracias a usted nosotras hemos protegido todo esto —sonreía mientras veía el árbol de arce ante ella, el más grande de su zona, el más hermoso y brillante—, así que se lo agradecemos.

 

Era el ciclo de la vida. Era un final que trazaba un nuevo inicio. Era la naturaleza latiendo y girando en torno a los días que cambiaban de clima. Era como debía de ser, como siempre fue y sería.

La nueva generación llegaba bajo la ignorancia de su origen, cientos de niñas envueltas en telas de seda blanca o en mantos de hojas de color según la estación, eran la nueva dote para que la naturaleza siguiese viva. Pero en medio de todo eso, en menor cantidad, se hallaban contadas figuras masculinas nacidas con una misión que ellos mismos desconocían. Eran los favoritos de su señor.

 

—¿Y esta planta para qué sirve? —de cabellos pelirrojos que parecían encendidos en fuego bajo el sol, de piel tan blanca como la de sus madres, y de unos ojos azules que asemejaban al cielo.

—Si la masticas un poco en tu boca —enseñaba el anciano dragón a sus tres niños, a los que un día distribuiría en cada punto donde las ninfas vivían—, después la colocas en la piel herida y la sana.

—¿Y esta? —el otro pequeño de ojos más opacos y de cabellos rubios seguía.

—Esa se puede dar de comer a los ciervos.

—Yo conozco esta —señalaba el último, de piel algo bronceada a diferencia de sus hermanos—. Mamá dice que es mala y que no se debe ni tocar ni comer.

 

Aprendían a defenderse. Aprendían lo que la propia tierra les daba. Aprendían —sin saberlo—, a protegerse ellos mismos y a sus hermanas. Porque cuando su señor muriera, ellos se volverían los líderes y defensores de esas tierras. Porque era el deber de nacimiento, su destino trazado, su cruel deber. Pero eso solo se les fue revelado cuando su señor se hallaba recostado ya sobre una cama de hojas y telas de sedas fabricadas por las ninfas que caían con él.

Los dragones no siempre se volvían protectores de grandes tierras, en realidad podían volverse destructores de las mismas, pocos eran las excepciones, y el dragón que estaba muriendo era una de ellas. Tan rara criatura que incluso las ninfas se encantaron con él y le cedieron sus esencias para que esa alma se atara a la vida por un tiempo mucho más largo del que era debido.

 

—Canadá —hablaba el hombre estirando su mano para palpar la cabeza llena de pelirrojos cabellos—, el mayor —le acarició la mejilla—, cuida de todas aquí.

—Lo haré, padre.

—Eres el líder de tus hermanos, el responsable de cuidarlos.

—Prometo que lo haré —sus ojos azules brillaban por las lágrimas retenidas, pero no hipaba o protestaba porque fue al único al que se le permitió estar presente cuando sus madres y su señor se volvieran parte de la tierra otra vez—. Prometo que protegeré el legado.

—Lo harás bien, hijo mío.

 

Dura la despedida, duro el cambio, duro el dolor que soportó aquel jovencito que apenas cumplía sus dieciséis primaveras cuando aquellos cuerpos dejaron de ejercer calor paternal y maternal, para volverse un frío contenedor que cubriría con hojas, piedrecitas, ramas y lo que hallaran junto con sus hermanas. Lágrimas brillantes que adornaban el cielo, purificándolo y volviéndolo fértil, magia que se derramaba por el sentimiento que embargaba a quienes terminaban esa tumba.

Pero no se podían detener ahí.

Canadá tocaba la marca en su brazo derecho, aquella que era exactamente igual a la hoja de arce que cambiaba de color según la estación, lo hacía para recordar su deber de nacimiento. Con sus pies descalzos, sus piernas envueltas en la tela fabricada por sus hermanas, con el collar de piedrecitas de colores y cargando un simple arco y flecha, les daba cara a los invasores. Los veía de lejos, todos de extraña curvatura y piel opaca como roca, tres especies extranjeras que querían invadir la tierra por donde ya no había dragón protector.

 

—¡Vete! —exigió.

 

Dura fue la tarea, pero jamás se quejó. Peleó cada día que fue necesario, siendo sólo él y sus dos hermanos para esas vastas tierras adornadas por bosques, lagos, planicies y montañas. Vio nacer de la sabia de arce a cinco niños más, ocho meses después de la partida de sus padres, los mismos que llegaron justo cuando la amenaza empezaba a incrementarse. Así fueron esas décadas, llenas de enfrentamientos contra los ajenos que querían envenenar sus suelos y agua. Pesadas gotas de sangre que mancharon sus manos, pero era su deber, aunque estuvieran cansados de eso.

 

—No impedirás que tomemos tus tierras —eran tres invasores contra él, pero ni así bajó su arco, en vez de eso empuñó su última flecha.

—Yo no te dejaré tomarlas —Canadá sentía el sudor en sus sienes mientras apuntaba.

—Eres solo uno.

—Pero debo proteger a todos aquí.

 

Fue en ese momento, en donde la muerte lo abrazaba por la espalda y lo envolvía con esa brisa fría, cuando dos cosas pasaron. La primera, y que su padre le afirmó que pasaría cuando fuese el momento adecuado, fue el despertar de sus dotes mágicas completas que lo ayudaron a bloquear el ataque enemigo e hizo levantar las raíces de los árboles para atacar. La segunda, que no vio llegar, fue una voz agitada y estruendosa que bramó desde su espalda y le generó un escalofrío.

No preguntó, no tuvo tiempo siquiera de procesarlo, usó su magia como mejor pudo pues no sabía cómo obligarla a hacer lo que deseaba, y dejó que esa voz desconocida se materializara en una figura de colores que se movía a una velocidad impresionante. La ayuda llegó de la nada. Peleó y dejó que lo ayudaran a pelear. Venció sin haber siquiera visto a su acompañante, y se desmayó tras verificar que el enemigo escapó. Su cuerpo no aguantó la magia recién llegada y usada sin vacilación.

 

—Creí que te me fuiste al otro lado —de nuevo era esa voz—. Y neta…, que pinche pendejo eres por darte de putazos con esos tres, siendo que estabas tú solito.

—Es mi deber —murmuró pestañeando para que la luz dejase de molestar y pudiera ver su alrededor—, me lo cedió mi padre y protector.

—Hablas muy raro, güerito —rio bajito mientras acercaba un pequeño recipiente de madera donde trajo agua del río dispuesto a poca distancia de ellos dos—. ¿Tas bien? ¿Te puedes levantar?

—¿Quién eres? —Canadá pudo sentarse con dificultad, sintiéndose muy cansado y mareado. Pero halló fuerza para materializar su arco y flecha.

—Soy… quien te cubrió la espalda, wey —rio divertido por ese vano intento de defensa—. Cálmate, we, que no soy enemigo y por eso te ayudé.

 

Cuando pudo despabilar lo suficiente, Canadá observó frente a él a una figura masculina como la suya, pero muy diferente a la vez. La piel de ese chico era más opaca que la de sus hermanos, tostada, como cuando dejaba algunas semillas al sol y estas se oscurecían un poco, pero de un color más claro que la sabia de arce que sus hermanas recolectaban de vez en vez. Cabellos negros pero brillantes, ojos marrones que no eran opacados por la sonrisa amplia que mostraba los dientes delanteros del hombre. De raras marcas en la piel, cubierto por telas remendadas en diversas zonas, y de una contextura que daba a entender que estaba acostumbrado al trabajo físico —tal y como lo hacía su padre—.

 

—¿Quién eres? —volvió a repetir, pero esta vez bajado su arma y dándose cuenta recién, que usó su magia para hacerlos desaparecer.

—Si me enseñas a hacer ese truco —el extraño señaló interesado a las manos ya vacías del pelirrojo—, te diré.

—No sé ni qué eres —tenía que ser precavido, a pesar de que no sentía una aura hostil en ese chico.

—Oh, eso, eso —el azabache se levantó de un salto demostrando que la tela le cubría la mayor parte del cuerpo, y que su altura era menor a la de Canadá—. Mira, algunos me dicen “bestia” … —rio bajito mientras recogía un pequeño paquete envuelto por mas tela—, pero los demás me dicen… “el que vuela”.

—¿Vuelas? —sus ojos brillaron en curiosidad, porque siempre quiso saber qué se sentía volar como las aves.

—Pos sí —agitó su mano para restarle importancia—, pero a muchos eso les asusta y se van corriendo. Pinches miedosos, ni que me los fuera a comer. Yo no como porquerías —reveló un par de frutos rojizos, le extendió uno al pelirrojo.

—¿De qué especie eres?

—Mi madre decía que soy una quimera, pero papá me decía “eres el dragón que vuela”.

—¡¿Eres un dragón?! —se acercó al chico tan rápido como pudo para observarlo de cerca, notando que era al menos una cabeza y media más alto que el dichoso dragón.

—Chingada madre, estás bien altote, ¡pareces un árbol! —frunció el ceño—. Agarra distancia hasta que encuentre algo en lo que pararme para estar cara a cara.

—Oh, perdón —se disculpó, retrocediendo y sintiendo sus mejillas rojas—, invadí tu espacio personal.

—Lo que hiciste es bajarme la moral, we —apretó los labios y arrugó su nariz—. Pero soy joven, así que me falta crecer. Por mi padre que creceré —se cruzó de brazos.

 —No había conocido a otro dragón… más que a mi padre —sonrió con tristeza.

—¿Entonces también eres dragón? —halló una roca y se subió sobre esta para sentirse más alto que el otro.

—No —Canadá soltó una risita por la acción ajena—. Yo soy de otra especie —la mirada interesada del chico lo puso incómodo, sólo un poquito—, soy un… ¿cómo decirlo? —dudó—. Un guardián.

—Oh, oh —el azabache se bajó de la roca para acercarse e inspeccionar al chico delgaducho pero firme que tenía enfrente—, hueles a magia entremezclada con miel… y tierra —lo olfateó—, pero ya he olido eso antes, y sé lo que es.

—Soy un…

—Pérate, pérate —cerró los ojos e hizo memoria—, eres un… duende. No, no, ¿un hada? —negó repetidamente—. ¿Cómo se decía?

—Ninfa —susurró.

—¡Eso! —pero se detuvo también—, ¿que no eran sólo mujeres los de tu clase? —lo miró con rapidez—. Oh, ¡santa madre! —se cubrió los ojos—. ¡Tápate! Se supone que eres una chica y te estoy viendo los pechos… —pero separó sus dedos para volver a mirar—, pero ni tienes.

—No soy una chica —suspiró, porque ya había pasado por pláticas como esas hace tiempo, cuando se halló con una tribu de ninfas nómadas que migraron por sus tierras—. Soy un chico, nacido en tiempo de cambio —suspiró antes de mirar su alrededor, trataba de orientarse.

—Oh, entiendo —asintió—, entonces bien… ¿A dónde vamos? —persiguió al muchacho de blanca piel cuando lo vio alejarse.

—Yo iré con mis hermanos —miró al chico que se puso a su lado—, tú… ¿no tienes dónde ir?

—Pos no —siguió a la par que el más alto, estirando sus brazos y bostezando—. Soy un joven aventurero que busca su tesoro.

—¿Tesoro?

—¿Qué? ¿No lo sabes? —Canadá negó—. Mi especie busca su tesoro… Para establecerse necesita un tesoro al que proteger, un refugio y lo demás es adicional.

—¿Y qué buscas exactamente? —planeaba ayudarlo como agradecimiento.

—No sé —arrugó su ceño—. No tengo ni la menor idea, pero según mi madre, lo sabré cuando lo encuentre y sólo entonces me sentiré completo.

—Qué difícil.

—Sí —suspiró—, pero ya que…

—Oye —el pelirrojo se detuvo y volteó hacia su compañero—, aún no te agradezco por tu ayuda —le reverenció sutilmente.

—No hagas eso, wey —se sintió incómodo con tal muestra de respeto—. Párate.

—Tenía que hacerlo —sonrió—, por formalismo —rio ante la mueca extraña del chico—. También olvidé preguntar tu nombre.

—México —elevó su mano—, me llaman México.

—Te daré posada en agradecimiento —señaló el camino—, hasta que debas seguir buscando tu tesoro.

—Chido —sonrió—, ¿y tienes comida en tu casa?

 

De lejanas tierras, de agradable carácter, un invitado que causó un interés casi alarmante en todas sus hermanas, quienes al saber que era seguro entablar plática con el chico recién llegado, no dejaron de llenarlo de atenciones y preguntas. Canadá suspiró, entendía sus hermanas pues casi nunca tenían invitados, y menos que fueran de otra especie. Porque no confiaban en casi nadie, porque sus tierras estaban siendo asechadas por entes avariciosos y egoístas.

Cosa de un día o dos, calma que duró poco porque Canadá tenía que seguir reuniéndose con sus hermanos para combatir las amenazas. Dejó al invitado con sus hermanas, le dio libre acción mientras no hiciera nada que los amenazara, confió en el aura pacífica que percibía en el muchacho y luego volvió a retomar sus deberes.

Pero eso no evitó que pensara en lo que México le había contado, porque era la primera cosa que sabía sobre los dragones, puesto que su padre poco le habló sobre esa especie —porque según él, no era importante—.

«Un tesoro», pensó, y lo relacionó con la avaricia de aquellos que querían invadir sus tierras, pero también pensó en su padre quien jamás tuvo mayor ambición que cuidar de su gente y del bosque. Se preguntó entonces, ¿cuál fue el tesoro de su padre? Pero nadie podría responderle a eso.

 

—¿Me enseñas?

—¿Qué haces aquí? —miró al chico frente a él, salido de la misma nada.

—Soy rápido, a que sí —sonrió orgulloso de su sigilo y velocidad—, y con respecto a tu pregunta… porque aún no me enseñas esa magia de aparición.

—Tú ¿usas magia?

—Pues sí —elevó sus brazos al cielo— ¿o cómo crees que me convierto en un enorme dragón?

—Pero no creo que sea una magia igual a la mía.

—Podemos probar.

—Pero tengo que seguir…

—Yo te ayudo, tú tranquilo —negó con su mano derecha—. Yo te ayudo y a la vez tú me enseñas.

 

Canadá no creyó que aquel encuentro por casualidad se iba a extender desde unos días, hasta visitas alternadas entre semanas largas y desapariciones aún mayores. Pero llegó un punto en que se le hizo normal tener a aquel chico rondando por sus tierras, ayudándolo a espantar a los invasores, platicándole de todo lo que conocía en medio de sus viajes por el cielo, y esos esfuerzos genuinos por aprender la magia de las ninfas que llevó a México a descubrir que su naturaleza sólo le permitía hacer algunos usos, muy pocos, y que no podría hacer desaparecer y aparecer las cosas.

Era gracioso verlo decepcionado, y nuevamente animado poco después.

Las visitas siguieron de esa forma, alternadas y extendidas en un tiempo indeterminado. Las pláticas amenas, las compañías prolongadas, el cambio de estaciones, el bullicio de sus risas, las miradas emocionadas y las exageradas muestras de felicidad. Fueron los años más gratos de sus vidas, y seguirían siéndolo durante décadas más, porque su encuentro marcó un antes y un después en sus vidas.

Porque todo cambió un día.

Y siguió cambiando poco después.

La fascinación se volvió real aprecio, y el aprecio se volvió amistad, pero todo fue más allá de eso, porque aquel dragón nómada halló su tesoro en la sonrisa tímida del hijo varón de una ninfa. Tal vez eso le sucedió al antiguo protector, o tal vez fue otra cosa, pero eso jamás llegó a importarle a México, porque era simplemente feliz al compartir con aquel guardián protector de las vastas tierras rodeadas por montañas elevadas. México creía firmemente que Canadá poseía la más bonita y azulina mirada, mirada que lo acompañaba cada día cuando se decidía a viajar de nuevo.

Y un día no quiso irse nunca más.

Todo fue progresivo, nadie lo tomó de mala forma, algunos hasta lo vieron venir, excepto por el propio Canadá quien —sin dejar de lado su deber—, siguió viendo en el ajeno a un amigo y nada más. Al menos así fue, hasta que un día, cuando reposaba bajo la sombra de un arce junto con el chico de ojos brillantes y marrones, soportando el calor de ese verano; la voz ajena le reveló el secreto de su estadía indefinida.

 

—Hallé mi tesoro en ti, en tu sonrisa, en tu valor, y en el amor por esta tierra.

 

Después Canadá no supo más que el sabor de los labios de aquel muchacho risueño, el olor a tierra mojada que desprendía esa piel, la calidez de esos dedos sobre sus mejillas, y el sonido desbocado de su corazón que quiso salírsele del pecho. No fue hasta ese momento que el pelirrojo se dio cuenta que él también sentía lo mismo que el dragón, que le dolían las despedidas sin fecha de retorno, y que envidiaba al que sería el tesoro de esa bestia.

Ese beso marcó la vida de ambos.

Porque, por ese amor nacido entre platicas y risas, miradas y atardeceres, cambió todo. Les dio a esas tierras a un nuevo protector después de tantos años, y le dio al dragón el tesoro que deseaba proteger hasta que sus días se terminaran. Les dio un destino, una meta y un camino. Les dio paz y prosperidad, e hizo que la naturaleza floreciera bajo la magia de dos entes que entrelazaban sus manos en infinitos paseos por los bosques o por ratos jugando en el lago cristalino que se encontraran. Tal vez nunca habían sido así de felices antes.

Y entonces otro cambio se dio.

Porque cuando dos seres distintos quieren disfrutar la vida con un ajeno, con alguien de diferente especie, se hallaban trabas cuyas soluciones eran un arma de doble filo. Fue en una tarde cuando sus besos los distrajeron de todo, cuando en del cielo caía una suave llovizna que mojaba sus pieles, cuando sus dedos buscaban los contrarios, fue que cedieron a la voluntad de sus instintos y se condujeron a un lazo definitivo. Porque sin saberlo, habían unido sus almas para formar un hilo que los ataría hasta la muerte del mas longevo de ellos dos y un poco más allá.

 

—Así que a eso se refería mamá —murmuraba Canadá, admirando la sabia que brotaba del mas frondoso árbol de arce y que se almacenaba en un pequeño hueco en las raíces del mismo.

—Wow, es la primera vez que veo esto, hermano —se habían reunido los primogénitos varones para ver ese suceso.

—La familia crecerá —reía otro—, y vaya que hacía falta, porque necesitamos más ayuda para la protección de los animales.

—Y todo gracias a ti, Canadá —le golpearon levemente la desnuda espalda.

—Pero si yo no hice nada —sintió sus mejillas elevar su calor y cosquillas en el estómago.

—¿Que no te habías unido ya con el dragón? —preguntaron en coro los dos hermanos más pequeños—. Ya sabes, con México.

—Pues… —enrojeció— sí.

—Por eso —mencionó el rubio, señalando el árbol más antiguo—, el arce brilló y la sabia sagrada empezó a brotar en señal de que nacerán mas ninfas.

—Mamá siempre decía que cuando la unión de dos almas enamoradas se diera, el ciclo podría continuar.

 

Y es que no habían tenido nacimientos desde sus últimos hermanos, no después de la muerte de sus madres y su padre. Y tampoco hubo decesos, era como si todo se hubiese quedado en un lapso muerto, donde ellos no envejecían.

Y aunque el lazo de ninfa y dragón significaría que la generación que presenció la traza del vínculo y unión de almas no moriría hasta que el dragón lo hiciese, eso no significaba que ese manto muerto continuase, porque los que nacerían vivirían como las ninfas normales, creciendo y sucumbiendo con el tiempo, presenciando el ciclo vitalicio de cada ser que pisaba esa tierra.

Era raro, demasiado raro. Tanto como lo eran ellos en sí.

Fue entonces que nacieron tres niñas, y un año después fueron dos, todas llorando en plena madrugada. Originarias de la sabia acunada en el hueco en la base del árbol, cada una con la piel lechosa y de ojos color miel.

Entonces existieron las madres que enseñaban y velaban por sus hijas, y existió también los primeros vuelos del dragón sobre lo que consideraba sus dominios. Majestuoso monstruo de escamas que cambiaban de negro a gris o azul según la luz del sol y de su ánimo, bestia que navegaba por entre las nubes y gruñía en advertencia a sus ajenos porque estaba protegiendo su tesoro.

Y así fue en adelante, así sería por siglos hasta que la vida del dragón se terminase. O eso se creyó…, porque ellos ignoraban que cada dragón vive como quiere vivir, determina lo que quiere determinar, y cambia las cosas a su voluntad, aunque fuese de manera inconsciente.

 

—¿Estás bien, maple? —le dio un apodo en un día de otoño, y ahora, en el verano de un año diferente, siguió usándolo.

—Sí —sonrió, pero volvió a apoyarse en el árbol cercano—, sí.

—Obvio no lo estás —y a pesar de que seguía siendo más pequeño que el pelirrojo, era sólo en su forma humana, porque como dragón era incluso más grande que el antiguo protector—. Te llevo a con tus hermanos.

—No, no —se irguió—, es solo que sentí un amargo en mi boca, pero ya pasó.

—Como que no te creo.

—Estoy bien, México.

 

Fueron malestares, como los dados cuando cambiaba el clima y todos modificaban su magia para acoplarse a la estación venidera. Fueron cambios sutiles a los que se le restó importancia. Fueron avisos de algo nuevo, de un destino que ni ellos sabían por qué se dio.

Una mañana, mientras Canadá ayudaba a las tierras a enriquecerse con el agua de suaves lloviznas, y después de cuidar del nacimiento de los ciervos, algo cambió en su cuerpo. Aquel heredero de una ninfa, sintió el peso de algo desconocido posarse en sus hombros, profesó cansancio y después mareos. Su vista se deformó en momentos, y sus piernas no respondían como era adecuado.

Sintió desesperación y miedo porque todos sus sentidos se agudizaron trayéndole a sus oídos hasta el aleteo de un ave lejana. Su magia se desbordaba a la par que sus torpes pasos, haciendo florecer semillas con tal rapidez que en menos de lo pensado se hallaba en medio del pasto alto y flores de colores. Fue un caos. Un horrendo caos que no pudo detener.

 

—México —susurró mientras intentaba seguir, pero cayó de rodillas—. Lo siento —se disculpó porque no llegaría a casa ese día, porque sintió mucho sueño y sin pensarlo cayó al suelo—. Lo… —sus palabras murieron en sus labios, y luego solo se quedó quieto.

 

Media tarde se daba, las horas pasaban y el pacto que hizo con Canadá se rompió cuando este no apareció. Enfadado, el dragón regresó a la aldea principal donde se estableció la pequeña comuna que lideraba aquel pelirrojo. Furioso y lanzando maldiciones, buscó al que rompió su promesa, pero se halló con la preocupación de todos ante la desaparición del que fue su líder hasta antes de que llegase México.

Nadie sabía dónde se hallaba el pelirrojo, lo habían visto salir como en cada mañana, pero jamás regresó a la hora que era común. Lo buscaron en todos lados ya, pero no había rastro. Preocupación de esas hermanas que le suplicaron a su protector buscar a su hermano, y después el miedo fulgurante en quien no midió sus acciones y se transformó en medio de la pequeña villa, derrumbando un par de techos en medio de su aletear inicial hasta que se transformó en su forma dragonaria para buscar al que era su tesoro.

 

—¿Qué sucede?

 

Canadá había despertado agitado, sintiendo pánico, viendo las flores de diferentes especies a su alrededor formando un manto de color vino, verde, rojo, amarillo y violeta. Perlado por una ligera capa de sudor, sin saber qué le ocurrió y con el peso de algo desconocido aun sobre su cuerpo. Pero cuando empezaba a entender lo pasado, el porqué de sus manos que invocaron su magia para crear tela suave, y del porqué de sus lágrimas, vio sobre sí una figura conocida y casi irreal.

 

—México, ¡México!

 

Gritó al cielo con esperanzas de ser escuchado, desesperado porque aún estaba confundido y asustado. Y siguió gritando hasta que el dragón en vuelo se detuvo y planeó hacia abajo, definiendo su voluptuoso cuerpo mientras la escarcha lo rodeaba en señal de que perdía su forma original para tomar una más pequeña y humana. Canadá sintió pánico, y después solo desesperación.

 

—México —susurró cuando lo vio caer sobre una rama alejada.

—Pinche, wey —respiró entrecortadamente mientras bajaba de rama en rama por ese árbol—. ¡Dónde pinches estabas! ¿Eh? Casi me muero por lo preocupado que estaba.

—México —susurró siendo consciente de que la hierba alta y las numerosas flores le daban algo de fachada para ocultarse un poco.

—¿Pasó algo? —se asustó al acercarse casi sin aliento y ver las lágrimas en las mejillas ajenas— ¿Alguien te hizo algo? —se apresuró a acercarse, ignorando toda esa hierba que no concordaba con el resto del paisaje.

—Espera, ¡espera! —lo detuvo a la distancia prudente, agitando su brazo derecho en señal de que necesitaba decir algo.

—¡Chingada madre! Primero me asustas y ¿ahora me alejas? ¡Qué te pasa, Canadá! —estaba tan enojado que usó el nombre real y no el apodo cariñoso que le dio.

—Tengo que decirte algo primero —bien, ni él sabía cómo empezar con eso, ni siquiera se había despertado bien.

—¿Qué? —pero no le respondieron— ¡Habla! ¡Maldición!

—Que… que… —se limpió las lágrimas y respiró profundo—. Escucha. Esto va a ser difícil de entender… ni siquiera yo lo entiendo.

—¡Toy con el corazón en la mano! ¡Sólo habla!

—Creo… Creo que…

—¿Qué? —insistió dando un paso al frente.

—¡Que acabo de tener un bebé!

 

Silencio, solo silencio mientras Canadá recogía un bultito acunado entre la tela que dejó en el suelo, porque le invadió el miedo al ver a esa pequeña criatura sobre él cuando despertó. Aun no sabía lo que pasaba, pero las manitas desnudas de aquel pequeño cuerpecito se mecieron y se hizo un gesto de irritación.

No pudo hacer más que cargarlo, con temor y aun sin saber cómo o porqué, pero lo levantó entre sus brazos y elevó su mirada hacia quien se quedó estático. Mostró lo que tenía envuelto en esa tela, el pequeño cuerpo medio dormido y calmado de un infante recién nacido, tan limpio y pulcro como una criatura recién bañada y perfumada.

 

—Ah, cabrón —el rostro de México agarró color rojizo y sus puños se apretaron—. ¡¿Con qué pendeja me engañaste?!

—No, no —Canadá suspiró antes de acunar al pequeño cuerpo que se movió asustado por esa voz estruendosa, tuvo que tragar la saliva que se acumuló en su boca—. En realidad —no se la creía, pero no había explicación—. En realidad, es mío… —miró al enfadado pelinegro— y tuyo.

—No me vengas con mamadas —golpeó el suelo con el pie—, porque ambos somos vatos y entre… nosotros… no… —pero se calló al ver el cabello del pequeño ser que se removió hasta destaparse la cabecita, porque esas hebras eran iguales a las suyas—. Me lleva la verga.

—Tuvimos un bebé —afirmó Canadá como para convencerse a sí mismo.

—¡¿Y eso cómo pasó?! —agitó sus manos para acercarse rápidamente, porque quería verificar.

—No estoy muy seguro —Canadá miró con terror al niño… o niña en sus brazos—, solo sé que me sentía mal esta mañana y…

—Pérate —cuando llegó ante el pelirrojo, tuvo que dejarse caer de rodillas como para no darse un putazo contra el suelo cuando se desmayara—. Me… Me va’dar algo —palideció al ver la piel clarita del infante, y esa mata de pocos cabellos negros que destacaban.

—México, ¿estás bien?

—Sí, sí —miró al niño o a la niña, no sabía, en realidad no sabía si es que esto no era un sueño—, pero no entiendo cómo pasó.

—¡Yo menos! —Canadá se exaltó, pero el pequeñito infante empezó a llorar—. Ay no… No llores.

 

Tardaron un montón en tratar de explicarse lo que estaba pasando, mucho más en calmar al pequeño ser que manoteaba entre la tela que servía como cobija. Pero después de que ambos dejaran el shock inicial, analizaron lo que estaba pasando y verificaron si en verdad estaba sucediendo eso.

El niño —o niña—, no solo tenía el cabello negro como México, sino que en parte de su estomaguito tenía unas marcas más oscuras en la piel, tal y como las tenía México, formando unos tatuajes extraños que Canadá recordaba haber visto en la espalda del dragón cuando tenía forma humana. Pero el bebé también poseía la marca de la hoja de maple en uno de sus pequeños brazos, y cuando esos ojos se abrieron momentáneamente, reveló el azul cielo que Canadá poseía también. Era una combinación de los dos, y por eso no había duda de que ese niño… era de ellos.

 

—¿Y es… niño o niña?

—No sé —Canadá entró en pánico—. Apenas lo vi, creé la tela y lo envolví. No me fijé en nada más.

—Pues déjame ver —con cuidado, sostuvo ese cuerpecito parecido al de las niñas recién nacidas en la comuna—. Ay que chulada —sonrió ante la carita rosadita del infante—. Ahora veamos —la acomodó sobre sus piernas, sosteniendo esa cabecita con su brazo derecho y con su mano libre removió la tela.

—México —no quiso mirar, porque aún estaba asustado.

—¡NO MAMES! —exaltado, hizo que Canadá casi cayera de espaldas.

—¿Qué pasa? —se acercó asustado.

—Es una señorita —rio divertido por el susto que le dio al pelirrojo—. Una hermosa nena bien güerita como tú…, pero creo que —la revisó más minuciosamente—, heredó mi especie.

—¿Por qué lo dices? —miró un poco, pero no hallaba indicios de algo especial.

—Porque sí, we —sonrió cuando esas manitas se cerraron en puños—. Huele diferente a ti… Huele como a mis tierras cálidas y a cenizas.

—¿Así huele tu casa?

—Sí —sonrió con nostalgia—, pero ahora ésta es mi casa… Así que deberíamos volver antes de que se haga de noche.

—¿Y cómo voy a explicar esto?

—No sé —le restó importancia antes de arropar a la beba y cargarla—, pero yo no me quejo. Siempre quise tener una hija.

—¿Siempre? —se levantó sin dificultad, sorprendido de que su cuerpo volviera a percibirse normal.

—Siempre —México jugó con esas manitos antes de levantarse—. Y si me das otro, no me quejaré.

—¿Y cómo quieres que lo tenga? Si ni siquiera sé cómo… la tuve a ella.

—No sé, pero si llegó una —le sonrió a la nenita que succionaba suavemente—, espero lleguen más —rio.

—No —arrugó un poco su nariz—. No quiero volver a pasar por eso

—¿Duele?

—Sí… o eso creo…, porque no tengo idea de lo que pasó —suspiró cansado—, tal vez alguna de mis hermanas pueda darme una repuesta a eso.

—Oye, maple —México miró al cielo—. Haciendo cuentas y uniendo cabos con lo que mi madre me explicó sobre esto de los bebés —frunció el ceño—, ¿no debí tenerla yo?

—¿Tú? —arqueó una ceja.

—Sí —asintió antes de cerrar sus ojos—. Recuerda, esa vez que…

—No quiero hablar de eso —enrojeció—, la niña te va a escuchar.

—Ni entiende —rio divertido—, pero tú sí… —quería avergonzar a Canadá, porque este empezaba a tartamudear y a sonrojarse en extremo—. Así que recuerda y has cuentas conmigo.

—No. No quiero.

—O tal vez sí debiste tenerla tú… —ladeó su cabeza—. Pérame, deja que recuerde.

—No lo hagas —casi suplicó.

—Pero estoy intrigado por eso.

—Pues al siguiente lo tienes tú y ya —quería dejar de hablar del tema.

—Oh —miró a Canadá con picardía—, ¿esa es una proposición?

—¡No! —sus labios temblaron un poco— ¡Y deja de mirarme así!

—Oye —se detuvo—, maplecito de mi vida.

—Lo que sea que vayas a preguntar, ¡la respuesta es no!

—Solo tengo una duda más —ignoró el comentario dado por el pelirrojo y siguió—, ¿ustedes las ninfas de aquí no nacían por el cúmulo de sabia de los arboles sagrados de sus tierras?

—Sí.

—Y en mi especie nacemos de huevos que nuestras madres incuban después de que ambos padres estuvieran… Oh —se detuvo de nuevo—, creo que ya entendí.

—¿Qué cosa?

—Cómo nació la pequeña —miró a la nenita que hacía muecas en sueños—. Pero no te lo voy a decir.

—Ahora tengo curiosidad.

—Pues quédate con la duda, porque de mí nada sabrás —canturreó adelantando su paso.

—A veces simplemente eres… ¡muy malo, México!

—Así me amas, maplecito.

 

 

 

Notas finales:

 

Conservé los nombres de México y Canadá porque sí we, para no hacerme bolas. Además, admito que al inicio pensaba referirme a leyendas de los países y hacer una especie de champús, pero eso crearía algo muy complejo que podría extenderse demasiado, así que tenemos lo que salió.

De todas formas, se alargó mucho y tuve que detenerme, sino uuuhh… no terminaba ni mañana.

Bueno, mis amados lectores, con este OS, doy por terminada la dinámica de la semana CanMex 2019. Fue muy divertido hacerlo, me gustó ponerme a investigar sobre todo lo que se me ocurría, y de paso liberarme del estrés que me cargo. Espero lo hayan disfrutado como yo, y que les haya gustado, aunque sea un poquito.

Krat se despide~

Muchos besos~

Chau, chau~

PD: Creo que me salió un occ maldito, me disculpo por eso.


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