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La sombra sobre Hasetsu [Yuri on Ice!!!, OMEGAVERSE, AU] por Korosensei86

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Notas del capitulo:

Victor ya está instalado en Hasetsu. A pesar de lo extraño del lugar, está deseando trabajar con Yakov y, muy especialmente, con Yuuri.  Sin embargo, no todos los descubrimientos están donde uno va a buscarlos.

16/ 06/ 1896


Hoy he vuelto a despertar empapado en sudores fríos. No puedo culpar a los futones, cuyo abrazo materno contribuye a calmar mi inquietud cuando se apagan las luces. La razón de mis fiebres me es del todo desconocida y es para un hombre todavía joven y vigoroso una sensación tan nueva como desagradable. No por ello, dejo de debatirme entre las sábanas cada madrugada, como un pobre poseso, acuciado por unas ansías cuyo objetivo no llego a entender. Solo soy capaz de entender que mi malestar comenzó en cuanto llegué a Hasetsu y seguramente no cederá hasta que no abandone este extraño lugar, probablemente, provisto de efluvios negativos para los cuerpos saludables que no se hayan criado bajo su maligna influencia.


Hay algo en esta ciudad que lejos de cualquier contestación resulta cuando menos intrigante. No sabría decir si se debe a un aire nocivo, impregnado de sustancias venenosas o más bien a esa sensación de constante amenaza, de ojos clavados en la nuca. Yakov no ha querido aportarme muchos datos al respecto. Se zafa de mis preguntas como si de molestos insectos se tratasen, contentándome tan solo con algunas gotas de información, cuando consigo enervarlo lo suficiente.


—¡Paparruchas! ¡Estupideces! —rugía— En esta ciudad no se oculta ningún mal. Lo único que te ocurre, amigo mío, es que no aguantas la temporada de lluvias.


Y esto es cierto, estábamos en temporada de lluvias. Desde hace unas semanas, un océano de nubes cenicientas empezaron a saturar el cielo de Hasetsu, derramando sobre esta un aguacero tras otro. Gracias al monzón, los pescadores dejaron de salir a pescar. La actividad se detuvo como si esta gente entendiera que no hay que contradecir a la Naturaleza, que es mejor resguardarse hasta que todo cese. Por esta razón, el ánimo mortecino y quieto de Hasetsu se ha acentuado. En las calles, desprovistas de gentes, los numerosos y engrosados riachuelos no ayudan a exudar el olor a pescado podrido y basura descompuesta, sino que se estancan haciendo persistir ese ponzoñoso hedor que tanto desgañita mis entrañas. Yakov se burla de estas apreciaciones mías.


 


—No sabía que fueras tan delicado, querido Victor —comenta jocoso— Tu larga estancia en la corte de los zares te ha reblandecido el carácter.


 


Incluso cada vez que me levanto por la mañana, puedo sentir la influencia de estas furiosas nubes sobre la ciudad. Bajo el filtro de oscuridad que proyectan sobre Hasetsu, el lugar parece teñidos de desaforados grises, sobre los que únicamente destacan el marrón del barro y el verde ominoso y siniestro del mar. Con su pesado dominio, densificación el aire que parece recaer sobre mis hombros como una pesada carga, presionándome el cráneo y triturándome los sesos.


 


—Lo cierto es que este sitio ha vivido tiempos mejores —admite de tanto en tanto Yakov—. Supongo que habrás visto el castillo abandonado que hay en la colina. Bonito, ¿verdad? Dicen que en tiempos del Shogun, allí vivía el señor feudal de estas tierras, que con su red de ninjas, gobernaba estas tierras con la dureza necesaria. Las gentes humildes conocían su lugar. Movidos por sus ansías de sobrevivir, las gentes humildes salían al mar a buscarse la vida. Por ello, no faltaba el pescado y Hasetsu se convirtió en un rico puerto, capaz de rivalizar con Nagasaki o Yokohama. Entonces, llegó la guerra. Estaban los que apoyaban al emperador y los que apoyaban al Shogun, los que apoyaban la llegada de los extranjeros y los que querían defender la nación de ellos. Al final, el país se abrió a las influencias externas y con ello llegó su corrupción. Puede que haya quien admire las modernas líneas de ferrocarril y la mecanización del país, quien piense que la república es el mejor régimen para todos los pueblos. Pero no es el caso de los asiáticos. A las razas inferiores les viene bien saber quién manda. En caso contrario, sus virtudes naturales se pierden y decaen. O al menos es lo que pienso yo.


 


Y tras pronunciar estas palabras, observa a la taciturna Minako, quien apenas se atreve a moverse de su asiento.


 


Afortunadamente, Yuuri se ha convertido para mí, no solo en el diligente ayudante que me prometió Yakov. Su presencia es balsámica. Hasta su impermeable fragancia personal alivia el nauseabundo olor de las calles. He notado que este olor parece intensificarse para luego debilitarse con el tiempo, en una suerte de ciclo que no logro entender pero por el que me dejo guiar. Como un navío atrapado por la marea. Así, me fijado que para mi satisfacción, Yuuri ya no se esfuerza tanto para mantenerme la mirada. Cada vez se muestra más abierto y relajado y ello dulcifica nuestros momentos juntos. No es que no eche de menos, aquel parpadeo de gacela desvalida que aún ostenta en ocasiones. De todas formas, cualquier cosa que haga, en un sentido o en otro, contribuye a relajarme casi de forma instintiva. Es un refugio en el que paso interno gran parte del día y que calma mis misteriosos síntomas al instante.


 


Hoy, Yuuri se ha esforzado en socavar mi tedio un poco más. Ha venido a buscarme a mi habitación y ha esperado pacientemente a que me vistiera. Yo me he divertido observando la manera tan conmovedora en la que volvía a apartarse de mi cuerpo, como si ver a otro hombre desnudo lo turbara aun perteneciendo a una cultura de baños públicos. Luego, hemos desayunado una reconfortante sopa de miso y me ha acompañado a la consulta del Dr. Yakov. De un tiempo a esta parte, me dedico a atender a algunos de sus pacientes, en esperas que mi colega me desvele sus supuestos descubrimientos.


 


Cuando llegamos al enclenque cuartucho, una larga cola de pueblerinos ya se amontonaba en la puerta. Bajo la sombra funesta de la tormenta, me parecieron una procesión de batracios, lagartijas o salamandras. No es para menos teniendo en cuenta el brillo acuoso y sin vida que desprendían sus ojos incluso a la luz de las pocas velas que nos podíamos permitir, así como de la tensión inesperada de sus rasgos orientales.


 


Poco a poco fuimos haciendo pasar a los individuos, a cuyo silencio incómodo ya me he acostumbrado. Es Yuuri quien intercede por mí, dirigiéndose a ellos en el dialecto local, una suerte de japonés adulterado con gorjeos y gruñidos ininteligibles para los foráneos. Los hace pasar y atento anota su nombre y sus afecciones en cirílico para que yo pueda revisar sus notas sin mayor traducción. De todos los casos que he visto hoy, uno en concreto que me ha llamado la atención. Se trataba de una mujer relativamente joven, quien tal vez no llegara a la veintena y quien pese a ello, mostraba ademanes achacosos. Curiosamente, no era la más joven de la fila. Recuerdo ahora que escribo estas líneas que apenas he vislumbrado ancianos en la villa. No sé si permanecen recluidos en sus decrépitos hogares, víctimas de su reducida movilidad, o si tal vez consideran la búsqueda de salud una pérdida de tiempo, dada la cercanía de su deceso, pero lo cierto es que casi todos los habitantes de Hasetsu que he visto no suelen pasar de la cuarentena. Posiblemente, esta coyuntura sea causada por una baja esperanza de vida, originada a su vez por la insalubridad de la zona. Sin embargo, no deja de parecerme intrigante esta preponderante aunque patológica juventud.


 


La muchacha tenía un rostro ensanchado hasta lo grotesco en el que se abría una sonrisa demasiado ancha para unos labios escalofriantemente delgados. Una maraña de pelo negro y grasiento se le escapaba del mal hallado moño, sobre una frente sudorosa. Su piel amarillenta había alcanzado el brillo cetrino de las dolencias hepáticas. Incluso, sus ojos, desproporcionados para lo pequeño del cráneo, bulbosos a pesar del párpado mongol, fijos y opacos remitían a la enfermedad. Aunque su aspecto me sobresaltó en un primer momento, he de admitir que no resultaba muy distinta del resto de sus paisanos, pues estos son rasgos que en menor o mayor intensidad he ido observando en los habitantes de esta ciudad, como si de un extraño fenotipo recurrente se tratara. Pocos se escapan de esta endémica enfermedad que parece fortalecerse con la edad. Tan solo algunos afortunados como Yuuri, su madre o la propia Minako se escapan. No todos los Katsuki comparten esta suerte. Alguna vez tuve la suerte de atisbar a la hermana de Yuuri mientras trabaja en la posada limpiando la habitación. Posee una cara con una falta de gracia casi simiesca, con un pelo descolorido en varios tonos de marrón, alejado del negro lacado de su hermano y un cráneo mórbidamente alargado. Mientras el padre, apenas sale de su habitación y cuando lo hace ostenta la misma faz ensanchada de sapo, los mismos ojos grumosos de la paciente que he atendido hoy y hasta una nada disimilada caída de cabello. Es el mismo aspecto, la misma “pinta de Hasetsu”, como he venido a denominarla, que se extiende por la población de este desolado lugar como una dolencia endémica.


 


Pese a su claro cojeo, tal y como me informó Yuuri, la paciente venía quejándose de dolores en la tráquea que le impedían respirar con comodidad. Suponiendo que la causa de tal padecimiento recayera en una infección o incluso en una incipiente neumonía, palpé la garganta de la joven en busca de indicios más clarificadores. La piel se comportó al tacto de una manera inesperadamente dúctil, exudando bajo la presión de mis dedos, una sustancia más densa y pegajosa que el sudor humano. Era casi como forzar una corte todavía fresco, como si una obertura antinatural pugnase por abrirse paso en el cuello de esa pobre mujer. Tanto me temblaron las manos ante aquella perturbadora sensación, que la paciente no tardó en sisear, aquejada por mi falta de tacto.


Intentando conservar la calma propia de un profesional médico, respiré hondo y recordé todos los protocolos aprendidos. Sujeté la muñeca de la mujer, en un intento por examinar su pulso, pero lo que vi entonces, sacudió violentamente todas las concepciones sobre la biología humana con las que mis años de estudio me habían proveído. Entre los dedos, de una largura y formas retorcidas, pude percibir una telilla de piel traslúcida, propia de aves marinas, reptiles acuáticos y anfibios. Pero absolutamente raro en humanos, si no es por deformidad congénita. La mujer reaccionó a mi iniciativa con violencia, retirando el brazo de un manotazo que a punto estuvo de costarme un arañazo y soltado un gruñido agudo como el de una fierecilla encolerizada. Un escalofriante destello rojizo relampagueó en sus ojos. Tras ello, retrocedió a la penumbra de la habitación y dirigió a Yuuri guturales maldiciones en su idioma. Por su parte, mi concienzudo ayudante hizo lo que estaba en su mano para tranquilizarla. Al final, determinamos recetar algún analgésico para la incomodidad de la paciente y baños de vapor que la ayudasen con su probable congestión, además de recomendarle volver a la consulta en el caso de que su condición se agravara.


 


Aquel convulsivo encuentro dejó una honda impresión en mi ánimo que me afectó gran parte del día. No podía quitarme de la cabeza las grotescas manos de la joven, cuyos rasgos tenían más en común con los animales acuáticos que con cualquier mamífero, no digamos ya con un ser humano sin deformidad evidente. Las anomalías biológicas de esta pobre gente resultan demasiados frecuentes como para deberse a la coincidencia o la endogamia. Mi mente, atribulada por el ominoso hallazgo, comenzó a entretejer enloquecedoras hipótesis que me veía en la imperiosa necesidad de descartar, por el mero bien de mi espíritu.


Una gota de sudor cayó de mi frente, embadurnando mis notas y obligándome a repeinarme el flequillo.


—¿Se encuentra usted bien, Dr. Nikiforov? —se preocupó Yuuri— Parece cansado. ¿Le sigue doliendo la cabeza por el tiempo? ¿Quiere que cerremos la consulta hasta mañana?


Me costó unos segundos responder a las preguntas de Yuuri, tal era el estado de mi reblandecido cerebro.


—¿Qué? ¡Oh, sí, por favor! Dile al resto de pacientes que vuelvan mañana —le ordené—. Será mejor que volvamos a casa a comer.


—Muy bien —concedió Yuuri—. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?


Aquella frase, lejos de la inadecuada turbación que suele sugerir en mí, actuó a modo de pedernal, creado una providente chispa en mi mente.


—Sí, Yuuri —dije avivado por una repentina claridad de ideas—. Me gustaría saber... ¿hay algún lugar en Hasetsu donde se puedan consultar registros antiguos? Me sería útil para ver si hay testimonios de antiguas infecciones en la zona o si la toponimia hace a la zona y a sus habitantes proclive a algún tipo de enfermedad desconocida en Occidente.


 


Yuuri parpadeó de manera encantadora, al tiempo que procesaba mi extraña petición.


—¿Registros antiguos? —se dijo a sí mismo, poniéndose la mano sobre el mentón— No lo creo, a no ser...


—¿A no ser que qué? —le urgí yo impaciente.


—Está el templo de Fukaimono —contestó—. Solía visitarlo a menudo de niño. Creo que en su interior se conservan crónicas que se remontan al periodo Muromachi. Pero están en japonés antiguo, lógicamente.


 


Al escuchar a Yuuri, noté como mi renovada pasión investigadora volvía a recorrerme las venas, alumbrándome las ideas. No fui consciente del momento en que me abalancé sobre el pobre Yuuri, colocándole mis brazos sobre los frágiles y estrechos hombros. Solo me di cuenta más tarde, cuando recordé cómo el tímido japonés tembló ante mi inadecuado avance.


—¿Tú podrías traducirlos? —le imploré entusiasmado.


Yuuri se ruborizó como una jugosa cereza madura. Desvió los ojos antes de responder.


—Yo... —balbuceó— podría intentarlo...


—Muy bien —determiné satisfecho— Quiero que esta tarde me lleves a ese templo, Yuuri.


Mi ayudante no compartió mi convicción. Sus tiernas mejillas se estiraron en un rictus de verdadero terror.


—Pero...pero —contrapuso Yuuri— Si el Dr. Feltsman se entera....


—¿Yakov? —repuse confuso— ¿Qué tienen que ver él con todo esto?


Yuuri se deshacía en nerviosos y risibles ademanes, incapaz de encontrar las palabras en ruso para excusarse.


—Es que... es peligroso... —alcanzó a murmurar.


—¿Por qué? ¿Qué puede pasarte? ¿Que te caiga una viga suelta? ¿Que tropieces con una escalera en mal estado? —me burlé yo, pero aquella sombra no abandonaba los ojos de gacela de Yuuri—. No te preocupes, Yuuri. No voy a dejar que te ocurra nada malo —le aseguré en voz baja, acariciando con inusitada ternura una cara que se iba encendiendo al paso de mis dedos—. Y si Yakov se enfada, siempre puedo decirle que yo te obligué a llevarme, lo cual es estrictamente cierto. Ahora cerremos esta consulta y vayamos a comer. Tenemos que reponer fuerzas antes de la excursión de esta tarde.


 


Yuuri balbuceó una posible réplica pero ni un solo sonido reconocible salió de su boca. Agachó la cabeza e hizo lo que se le había encomendado. Así de obediente es él.


 


 


Las lluvias arreciaron después del almuerzo. Nunca vi virulencia comparable a la de la lluvia en Hasetsu. Parece como si las gotas tuvieran algo personal contra este lugar, como si se esforzaran en enjuagar la inmundicia de esta abandonada tierra, sin conseguirlo jamás. Yuuri tuvo el acierto de procurarnos un par de paraguas, aunque esto resultara una solución a medias, pues el ligero tejido no empapaba toda el agua derramada sobre nosotros y su talla apenas me daba para cubrirme hombros y pecho. Aún mientras escribo, noto mi camisa mojada irritar y enfriar mis brazos, si bien no es lo único que me causa escalofríos, como comentaré más adelante.


 


Cuando salimos a la calle, las nubes se habían cerrado sobre el pueblo de tal modo, que simulaban un temprano anochecer. Fruto del contraste entre el agua y la humedad circundante, una molesta bruma se había levantado, impidiéndome junto con la propia lluvia que pudiera ver más allá de un palmo delante de mí. Tuve que fiarme de los pasos de Yuuri que guiaban a los míos propios. Tomamos un sendero que nos alejó del tumulto habitual de casuchas desvencijadas que yacían en las avenidas principales, y así nos adentramos entre tristes colinas colmadas de zarzas y abundantes matorrales decididos en hacerme tropezar. Empañada la vista por las incidencias del clima, el mar a nuestras espaldas se asemejaba a una presencia fantasmal de la que su incesante rugir resultaba la última huella. Sin embargo, como Yuuri me previno desde el inicio y aunque mis ojos eran incapaces de discernirlo, estábamos sobre un acantilado que daba directamente a las olas, por lo que un mero traspiés desde aquella altura podía ser fatal. Por suerte, Yuuri decía haber visitado estos mismos caminos desde niño y sabía bien dónde pisar.


 


De pronto, el velo de niebla se elevó para que pudiéramos verlo al fin. Delante de nosotros se levantaba el templo del que Yuuri me había hablando, el Fukaimono no Taisha. La estructura no era demasiado alta, especialmente si la comparamos con cierto edificios de ciudades occidentales como París o Londres, pero en aquel paraje desarrapado resultaba del todo impresionante. El recinto estaba claramente delineado por una sucesión de desgatadas cuerdas enrolladas que antaño debieron de ser blancas pero que en la actualidad estaban cubiertas de liquens. Tras ellas se erigía un pórtico de piedra de un tono gris verduzco en el que también afloraba el moho y otras formas menores de vida. La construcción en sí constaba de combinaciones de tejados alzados, con una curiosa ondulación en la entrada. Por aquel techo, la insoportable humedad que nos rodeaba, parecía mofarse de nosotros deslizándose grácilmente por las tejas color jade. Nos acercamos, caminando con dificultad por un pavimento tan deslizante como el hielo, del que el musgo había hecho su territorio. Al fondo pude apreciar unas cortinas de color morado que ocultaban el interior del templo y unas cuantas cuerdas más adornando el porche. A los lados, un par de farolillos con ideogramas dibujados brillaban como malévolas y gigantescas polillas. Subimos por las escaleras cuya madera maltratada por la erosión crujía sospechosamente bajo nuestro peso. Yuuri me indicó que debíamos dejar nuestro calzado en la puerta, pues el barro acarreado durante el camino mancharía el suelo del templo. No me detuve a pensar cómo una gente que deja un edificio en tal mal estado, luego es capaz de preocuparse por no mancharlo. Simplemente, me descalcé y lo seguí al interior. Una vez cerca, pude comprobar un detalle que heló mi sangre en las venas. Las paredes de aquel templo estaban recubiertas por ilustraciones y grabados de seres monstruosos que más convenientemente se encontrarían poblando mis pesadillas que sirviendo de decoración en un lugar de culto. El artista había determinado representarlos con un aspecto humanoide, aunque solo en parte. Salvo la característica de tener dos piernas y dos brazos, todo lo demás era abyectamente ajeno al hombre. Aquellas criaturas lucían una piel cubierta de escamas de un color que iba desde un verde apagado al azul grisáceo. Una suerte de púas, como las de una iguana o la de ciertos pescados recorrían sus curvadas espaldas. Ostentaban un cráneo enorme, más ancho que largo que dejaba espacio a una angosta mandíbula rebosante de dientes similares a los de un escualo o una piraña. También sus largos brazos terminaban en amenazadoras garras y entre sus dedos se podía apreciar la estructura palmeada propia de los seres anfibios. El nivel del detalle era impresionante teniendo en cuenta la escasa pericia atribuida al arte oriental, pues se podía observar en el dibujo de estos seres una musculatura desarrollada hasta lo temible y un firme cuello en el que se abrían varias filas de branquias. Como si todo lo anteriormente examinado no bastara, las escenas en la que estos monstruos eminentemente marinos compartían lugar con los humanos, confirmaban su fornida talla. Pero lo más ominoso de todos eran sus ojos, dibujados como enormes anillos de tinta roja y blanca en mitad del rostro, unos orbes desprovisto de expresión o vida. Hubo algo en aquel mirar que me tensó todo el espinazo como si de un arco mongol se tratara.


 


—¿Dr. Nikiforov? —me llamó de pronto Yuuri, provocándome un leve sobresalto—. ¿Se encuentra usted bien?


 


—Perfectamente —intenté disimular— Dime, Yuuri, ¿qué son estos personajes que aparecen en estas pinturas? Tienen una pinta de lo más peculiar.


 


Una leve tensión se instaló en la frente de Yuuri, normalmente blanda y relajada, para después desvanecerse como un mal sueño. Enseguida, mi afable compañero volvió a sonreírme como era costumbre en él.


—Oh,no es nada. Son los dioses del mar, los Fukaimono.


—¿Los Fukaimono? —repetí intentando recordar donde había escuchado ese nombre antes— ¿No es ese el nombre del templo?


—Eso es —me aclaró Yuuri sin inmutarse—, Porque aquí se les rinde pleitesía.


Una mueca de profundo asco ascendió desde mi estómago hasta mis labios.


—¿Quién querría adorar a estas “cosas? —pregunté sin cortapisas, pero Yuuri no compartió mi repulsa, sino que más bien reaccionó con escepticismo.


 


Levantó una ceja y exhibió una breve sonrisa de superioridad ante mi falta de consideración por otras culturas.


—¿Por qué no? —resolvió—. Las gentes de Hasetsu siempre han vivido del mar. Desde tiempos inmemoriales, han rezado a los dioses de las profundidades por una buena pesca. ¿No lo haría usted también, si su sustento y el de su familia dependieran de ello? ¿Qué podría en esas circunstancias importarle el aspecto de dichos dioses?


 


Aquella sutil reprimenda logró hacerme entender la osadía de mis palabras. Después de todo, mis diversas experiencias vitales hasta este punto me habían llevado a comprender que si hay algo que se desconoce, la discreción es la mejor de las soluciones. Mi comportamiento atrevido e ignorante me había puesto en evidencia delante de un nativo, y de Yuuri sin ir más lejos.


 


—Lo siento, Yuuri —me disculpé—. No pretendía criticar las tradiciones de tu pueblo. Supongo que hay mucho que todavía no sé.


 


Yuuri me dedicó otra tierna sonrisa no exenta de la condescendencia que me había ganado.


—No se preocupe, Dr. Nikiforov. Después de todo, usted es extranjero. Es normal que muchas de nuestras costumbres le parezcan extrañas o incluso inquietantes. Por favor, no le preste más atención de la que merece. Solo son leyendas de pescadores. Si no le importa, preferiría darme prisas en recoger los documentos que me pidió y volver a casa cuánto antes. Se resfriará si pasa demasiado tiempo bajo la lluvia.


 


—Sí, tienes razón —admití, sin mucha dilación.


 


Aquella aterradora visión, junto con la sombra y el frío me habían provocado por un hondo arrepentimiento por haber forzado a Yuuri a esta siniestra aventura, la misma a la que en esos instantes ya quería poner fin a cualquier precio. Seguí a Yuuri a través de los lúgubres pasillos del interior del templo, intentando ignorar las perturbadoras pinturas que aparecían en sus paredes. Dimos con una puertecilla diminuta que se ocultaba un rincón, con la esperanza de pasar desapercibida. Yuuri sacó unas llaves de una de sus mangas y procedió a abrir la cerradura, la cual cedió sin mayores problemas. Un olor a polvo, papel mojado y madera podrida nos golpeó en un primer instante. Lo que teníamos delante nuestro era una sucesión de largas filas de estanterías en un recodo angustiosamente estrecho, repletas a su vez de huestes de cuadernos y rollos de papel. Yuuri entró primero a tientas, pero primero echó mano de una lamparita de aceite que se encontraba al lado nuestro. Con sumo cuidado por no provocar un accidente, pasó la bienvenida luz por los títulos que solo él podía descifrar.


—Veamos —dijo él, con suma seriedad—, Usted quería información sobre la fundación del pueblo. ¿No es así?


—Sí, exacto —respondí yo, reprimiendo un escalofrío.


Casi podía creer que los seres de papel que se guarecían en los pasillos habían vuelto su mirada hacia nosotros y ahora nos hostigaban con su furioso escrutinio.


—Me temo que no podremos trasladar los rollos más antiguos. Su papel está muy envejecido y podrían quebrarse con facilidad. Es una lástima pero tendremos que conformarnos con los tomos de hace dos siglos. También puedo llevarle un mapa de Hasetsu. ¿Le gustaría?


—Sí, claro —aprobé yo, cada vez más incómodo—. ¿Cómo no?


 


Nada más confirmar yo la orden, Yuuri se dispuso a introducir los cuadernos elegidos en una bolsa que había traído para protegerlos de la lluvia. Soy consciente de que se dio la mayor de las prisas, si bien con cada minuto que no estábamos fuera de esa habitación, una ansiedad de origen desconocido se iba clavando en mí como un insidioso aguijón. Sabía que el hormigueo de alarmante desprotección que recorría mi espalda no cesaría hasta que no estuviéramos de vuelta en la posada, y aquel viaje ya se me estaba haciendo demasiado largo.


Yuuri cerró la bolsa, apagó la lámpara, invitándome a salir de nuevo al pasillo, cada vez más estrecho y oscuro, que atravesamos con la premura de un niño que se levanta de noche. Casi nos encontrábamos fuera del templo, cuando unos clamorosos y anchos andares resonando como tambores en la madera, corroborarlos mis temores. No estábamos solos en aquel lugar. Puede que desde el principio.


Tres figuras altas y siniestras salieron de entre las sombras. Las tres llevaban a modo de capa unos lujosos kimonos blancos con abundantes detalles bordados en dorado y rojo que cubrían gran parte de su cuerpos desgarbados. Complementaban su atuendo con un kimono totalmente blanco de camisa y unos amplios pantalones rojos que impedían ver sus pies. Bajo la capucha que conformaban sus elegantes abrigos, se adivinaban tensos y elaborados moños que estiraban una piel flácida llena de arrugas verduzcas y unos ojos prolijamente maquillados en rojo, que, invadidos del negro de la pupila, nos perforaban con un fulgor lascivo.


Nos detuvieron con un obsceno graznido que rasgó el aire cargado de humedad. Acto seguido, Yuuri corrió a arrodillarse delante de aquellas tres damas, ejecutando una abnegada reverencia que dio con su frente en el duro suelo mojado. Conforme, Yuuri se esforzaba en ganarse el favor de aquellas tres misteriosas señoras, yo me fui acercando sigilosamente para comprobar su descomunal talla. Aquellas damas debían de estar encorvadas incluso bajo los largos kimonos, por lo que podían medir más que muchos que los hombres más altos que había conocido en mis profusos viajes. Al ver que me acercaba, una de las mujeres me observó con un relámpago rojizo proveniente del negro pozo de su mirada. Dejó patente su desaprobación con un taimado rugido. Yuuri me tiró de la pernera del pantalón, instándome a imitarle, por lo que pronto me vi también inclinado en el suelo, mirando de soslayo a las gigantescas señoras que nos acosaban. Yuuri mantuvo un indescifrable diálogo con ellas, combinación de balbuceos en japonés y grotescos clics y gruñidos.


 


Entonces, la dama que me había amenazado antes, levantó una de sus manos, para señalarme con un dedo huesudo finalizado en un larga uña pintada de escarlata. A continuación, señaló el interior del pueblo y profirió un afilado siseo que escapó de sus negros dientes empapados en lluvia y saliva. Yuuri asintió y agradeció a las damas con otra reverencia antes de darse la vuelta y alejarse del recinto lo más rápido que sus empapadas sandalías le dejaban. Me llamó pronto para que le siguiera. Solo cuando el tenebroso templo se hubo perdido otra vez entre la bruma, me vi con fuerzas para hablar.


—¿Quiénes eran esas mujeres, Yuuri? —me atreví a preguntar.


Yuuri no osó volverse para responderme.


—Miko. Eran las sacerdotisas del templo —contestó.


—¿Qué querían? ¿Por qué estaban tan disgustadas? —insistí yo.


—Hemos entrado sin permiso —aclaró Yuuri— No importa. He conseguido que nos perdonen.


—¿Que nos perdonen? —repetí yo atónito. El solo recuerdo de aquellas horrendas voces, de sus cadavéricas faces mirándome bastaban para hacerme estremecer como un conejillo asustado—. ¿Y qué hubiera pasado si no nos hubieran perdonado?


 


Un largo silencio se instauró entre nosotros. Al parecer, Yuuri estaba demasiado ocupado descifrando el camino de vuelta a casa como para refrenar mis temores. Pero yo me sentía demasiado impaciente. Acabé por retenerle del brazo.


—Dime, Yuuri —pronuncié con urgente aprehensión— ¿Qué hubiera pasado si no hubieran aceptado tus disculpas?


 


Yuuri se volvió hacia mí con una sonrisa rígida que no disimulaba el nerviosismo incómodo nadando en su frente.


—¿Qué le parece si volvemos pronto a casa? —se limitó a replicar— ¿Sí? Me temo que ha sido un día muy duro para usted. Estará agotado. ¿No le apetece un baño caliente y una buena cena antes de dormir? Además, si me lo permite, tengo mucho que traducir —dijo indicando la bolsa que portaba.


Solté a Yuuri de inmediato


—Sí, claro. Será lo mejor —claudiqué.


Yuuri y yo no volvimos a intercambiar palabra en nuestro camino de vuelto. Sin embargo, debo admitir que su silencio se me hizo pesadamente elocuente. Con él, se fortalece la certeza de que algo abyecto y secreto ocurre en Hasetsu, algo que no estoy seguro de querer comprender, pero cuya veracidad me es imposible olvidar. Aún a estas horas en las que escribo, ruego por poder conciliar el sueño, y que este me traiga el consuelo que necesito. Mas no las respuestas que tanto temo.

Notas finales: Siempre me gustó la tradición japonesa de contar historias de miedo en verano. Para ellos, está es la estación del miedo y no el otoño. Por eso, pensé en publicar este fic entonces, pero mi verano ha sido más raro del que yo hubiera planeado. Al final ha sido un fic escrito en verano y publicado en otoño, como un puente entre dos tipos muy distintos de terror. 
Espero que les guste. 
Muchas gracias por leer y por comentar. 
Nos vemos la próxima semana con una nueva entrega del diario de este Victor alternativo del siglo XIX. 

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